7
—¡No podemos molestarlos! —gritó Kris, tragando con fuerza.
—Tú eres la que no puede —dijo Harvey, brusco, mientras guardaba lo que había estado leyendo.
—Sus bisabuelos tienen que poner a Kris al día sobre la historia de su familia —dijo Tru, situando los componentes del ordenador cuidadosamente en una caja de estasis que había sacado de un cajón de la mesa—. Están en casa Nuu. Allí es donde vamos a ir.
—Pero están haciendo cosas importantes —alegó Kris—. No podemos molestarlos.
—¿Esas cosas que están haciendo son más importantes que tu vida?
Harvey la interrumpió antes de que Kris concluyese qué clase de respuesta merecía aquella pregunta.
—Tru, no podrás entrar en casa Nuu. Hay marines apostados por todas partes. Están sometiendo a todos los visitantes a escáneres de retina y revisan todas las credenciales. Tú y tu magia electrónica no pasaréis del primer marine motivado con una M-6.
—Chapados a la antigua, ¿eh? —dijo Tru con un suspiro mientras cerraba la caja de estasis, llena para entonces.
—Mucho —dijo Harvey.
—Entonces tendremos que ir a otra parte. Harvey, llévanos a la residencia del primer ministro.
—No —gimió Kris, pero su chófer ya se estaba dirigiendo hacia la puerta seguido de cerca por Tru—. No podemos molestar al primer ministro. Tiene la agenda completa. No podéis interrumpir al hombre que está dirigiendo el planeta. —Kris tenía amplia experiencia al respecto.
—Conseguirá un hueco en su apretada agenda. —Tru hizo una pausa, comunicándose entre susurros con Sam—. Ya lo ha hecho. Igual que tu madre.
Kris corrió tras Tru, con Tom siguiéndola de cerca.
—Mi madre. Oh, no. Tiene el calendario cubierto de actividades sociales de aquí a Año Nuevo. Además, no creo que quieras hablar con mi madre. —Kris intentó reír. Acabó profiriendo una especie de carcajada nerviosa y aterrada—. ¿Por qué querríais hablar con ninguno de los dos?
Tru y Harvey se encontraban ya en el ascensor. Kris y Tom corrieron para apretujarse en su interior mientras las puertas se cerraban. Una mujer, con un caniche en brazos, se les unió en la siguiente planta. Fue un trayecto silencioso.
—¿De qué crees que tienes que hablar con madre y padre? —preguntó Kris mientras se daba prisa para igualar la rápida marcha de Harvey bajo la fría sombra del garaje subterráneo.
—De tu vida —respondió Tru mientras se sentaba en el asiento del copiloto, al lado de Harvey. Aquello dejaba el asiento trasero para Kris y Tom.
Mientras se ponía el cinturón, Kris siguió intentando detener el coche.
—Vale, pongamos que la misión pudiese salir mal. Sabes que forma parte del trabajo en cuanto te pones el uniforme. Sí, quiero hablar con el primer ministro acerca del equipamiento, pero tenía previsto hacerlo cuando se encontrase de buen humor. Quizá cuando me estuviese colgando una medalla. No hay prisa —insistió—. Dios mío, no podéis llegar y poneros a hablar con mi padre; mucho menos con mi madre. —En absoluto. Primero había que hablar con las secretarias. Después, comprobar de qué humor se encontraban. Más tarde, pedir cita. La clase de conocimientos básicos que se adquieren cuando tus padres gobiernan un planeta.
—Kris, te equivocas. En este asunto hay cosas de las que no eres consciente. —Tru se dirigió a Harvey—. Por favor, date prisa, no quiero tener que volver a cambiar de hora esta reunión. Podrían darse cuenta de que ha sido cosa mía. —Sonrió cuando se volvió hacia Kris—. La gente confía demasiado en que todo lo que les dice un ordenador es cierto. No lo digo para echar tus ilusiones por tierra. —Satisfecha de haber dicho lo que pensaba, Tru miró hacia delante y empezó a murmurar a su ordenador. Kris ya había visto a Tru consultar con su otro yo con anterioridad y sabía que no debía ser interrumpida.
Aceptando lo inevitable, Kris apoyó la espalda sobre el asiento.
Tom le dio un amistoso codazo.
—¿Estamos a punto de conocer a William Longknife, primer ministro de Bastión?
—Sí. —Kris se encogió de hombros—. Mi padre.
—Me quedaré en el coche.
Si Tom creía que estaba asustada, Kris quiso encontrar un profundo agujero en el que ocultarlo. Sabía lo que les aguardaba. Sopesó varias opciones, incluyendo saltar del coche en marcha, y decidió que si ella no podía quedarse dentro, Tommy tampoco lo haría.
—Tú te vienes conmigo. Merezco algo de apoyo. Tú también participas en la misión. Podrás decirle a madre que no fue peligrosa.
—Lo fue.
—No, no lo fue. Lo tenía todo bajo control.
—Si tú lo dices.
—Pues sí. Así que apóyame en esto.
Tom no parecía muy seguro al respecto. Durante un largo rato miró a Kris, con la boca entreabierta. Cuando habló al fin, la sorprendió.
—Es un asco ser un adulto rodeado de la gente que te cambiaba los pañales.
Pese a todo, Kris sintió que se dibujaba una sonrisa en su rostro. A Tommy siempre se le daba bien eso. Quizá Santa María no estuviese tan lejos de Bastión. Kris asintió.
—Sí, un asco. ¿Por qué no pueden olvidarse de eso? Y tampoco cambiaron demasiados pañales, que de eso se ocupaba el servicio.
Kris esperó durante el resto del trayecto, recordándose a sí misma que era una mujer adulta, que había dirigido una misión de desembarco, que no iba a permitir que su padre o su madre la intimidasen. Repitió aquel mantra cuando aparcaban en una plaza reservada en el sótano de la Casa de Gobierno, subían por un ascensor privado y caminaban por un pasillo de frío mármol de acceso restringido; las puertas se abrían antes de que se aproximasen a ellas. Kris no sabía que hubiese tantas puertas automáticas en la Casa de Gobierno; siempre había necesitado a alguien para que se las abriese.
—Nelly, recuérdame que le pregunte a Tru cómo lo hace.
—Sí —susurró su ordenador—. Me encantaría tener ese componente de aplicación.
Entonces, sin pasar por el mostrador de la secretaria, aparecieron en el abarrotado despacho privado del primer ministro, y William Longknife, Billy para sus amigos, se levantó de su escritorio cubierto de papeles.
—Me alegro de que hayáis podido venir con tan poca antelación —dijo al extender la mano—. Es fundamental que discutamos…
Padre se calló cuando su ordenador no fue capaz de proporcionarle las palabras esperadas. Mientras Tru le estrechaba la mano, su sonrisa se convirtió en el semblante más severo que le permitía su condición de político.
—Tru, no me digas que me lo has vuelto a hacer.
—Me temo que sí, Billy.
—¿A quién más has invitado?
—Solo a tu mujer —admitió Tru con una sonrisa que dejó al descubierto todos sus dientes.
Antes de que el primer ministro pudiese reaccionar, la puerta principal de su oficina se abrió y madre apareció a través de ella. Los cancanes estaban de moda en París aquel año; madre debía de tener una docena.
—Espero no llegar tarde. Tengo que hablar con mi secretaria. Estábamos repasando el horario de hoy y descubrí que no me había dicho nada de la reunión que teníamos preparada, Trudy. Si no hubiese mirado mi reloj de muñeca, me la hubiese perdido del todo. Tuve que dejar todo lo que estaba haciendo y venir corriendo aquí. Deja que recupere el aliento.
—Cielo, estás divina —comenzó a adularla Tru mientras besaba la mejilla que le ofrecía—. Tu ajetreada carrera te ha hecho llegar aquí antes de que empezásemos. Eres una maravilla.
A juzgar por sus conversaciones privadas, Kris sabía exactamente qué clase de maravilla consideraba Tru a madre: una reliquia del Medievo. Cualquiera que conociese a madre se preguntaba cómo una mujer nacida en el siglo XXIII podía comportarse de aquel modo, excepto las acaudaladas señoras a las que Kris conocía, que encajaban perfectamente con su progenitora. No pienso ser como ella jamás, juró Kris. Madre se limitó a saludar a Kris con un ademán, cosa que no le sorprendió en absoluto.
Tru, a quien no le gustaban las charlas informales, cruzó los dedos y empezó.
—Como sabéis, Kris ha liderado hace poco una misión de rescate.
—Sí —asintió padre.
—No —dijo madre con un suspiro de asombro—. ¿No habrá sido peligrosa, cariño? Después de todo por lo que hemos pasado con… —Dio la frase por concluida, como si tuviese miedo de acabar pronunciando el nombre de Eddy.
—Madre, por supuesto que no. —Kris llenó inmediatamente el vacío que había dejado su súbito silencio, intentando dar el giro apropiado a aquellas palabras para despejar cualquier duda.
—Creo que deberíamos sentarnos —propuso el primer ministro, apuntando a una mesa baja llena de informes y rodeada de sofás desgastados y sillas donde acostumbraba a sentarse con su equipo más cercano. Padre se sentó en la mecedora que presidía la mesa, una costumbre que había adquirido después de leer acerca de otro político que alcanzó el cénit del poder a una edad temprana. Al contrario que muchas otras de sus costumbres, que descartaba a la misma velocidad a la que madre cambiaba de estilo de vestuario, aquella sencilla mecedora de madera siempre permanecía en su despacho. Era beneficiosa para la dolida espalda de padre. Madre se sentó en una silla de cuero con demasiado relleno en el extremo opuesto de la mesa, dejando los dos sofás del medio al resto. Kris odiaba que su madre hiciera eso. Hacía que tuviese que girar la cabeza continuamente, en un intento por comprobar cómo reaccionaba cada uno a las palabras del otro.
—¿Y qué hay de la misión de rescate? —insistió madre—. Si no fue peligrosa, ¿por qué se le encomendó la tarea a la Marina?
—Cielo, la Marina jamás pondría a nuestra hija en peligro —trató de tranquilizarla padre—. Seguí las noticias a través de la red. —Kris sabía que padre había incluido una alarma en su buscador de noticias después de que el abuelo Alex hiciese algo con Empresas Nuu por lo que padre había tenido que pagar un alto coste político. El abuelo había renunciado al cargo de primer ministro y exigió que su hijo cediese su asiento en la Casa de Gobierno. Pero padre no solo no había abandonado la política, sino que había movido todos los hilos de su partido para auparse a la presidencia. Desde entonces, ambos no habían intercambiado ni una palabra.
—¡Lo sabías todo y no me lo dijiste! —Kris se negó a prestar atención a lo que madre tenía que decir, ya lo había oído demasiadas veces. Mientras madre y padre interpretaban su habitual teatro, Tru despejó un espacio para poner el ordenador de muñeca y unió los componentes que funcionaban al terminal de la mesa.
—Por desgracia, debo expresar mi desacuerdo con usted, señor primer ministro —dijo Tru con suavidad para romper el círculo de clichés de madre y padre.
—¡No! —respondieron ambos. Tru había conseguido atraer la atención de todos.
—Antes de empezar, dejad que os explique qué me traigo entre manos —rogó Tru mientras señalaba los componentes distribuidos sobre la mesa—. La apariencia exterior parece propia de una unidad de muñeca vieja, con poca capacidad y muy usada… Pues bien, es falsa. En su interior alberga los más modernos sistemas de hardware de autoorganización. El coste de este artilugio es muy superior al del rescate que exigían. —Tru arqueó una ceja hacia el primer ministro, pero no llegó a verbalizar lo obvio. El objetivo de aquel secuestro no había sido el dinero. El padre de Kris se mecía en la silla mientras se frotaba la barbilla, pero no dijo nada.
—Tienes que estar equivocada. —Madre acabó con el silencio—. Nadie con dinero se comportaría de ese modo.
Esa era la inevitable opinión de la madre de Kris sobre el dinero. Al no haber nacido rica, lo adoraba. Tras el matrimonio se había convertido en la suma sacerdotisa del lucro de Bastión. Y dado que quienes tenían dinero podían encargar a sus sirvientes que les hiciesen el trabajo, cómo no, era imposible que hiciesen algo malo.
—He descifrado dos de los mensajes más largos de su casi vacía bandeja de entrada —anunció Tru. Entonces, en la pantalla del ordenador, apareció—: «Han mordido el anzuelo. Han llamado a la Marina. Desplegad el regalo de bienvenida».
—¿Qué es eso del regalo de bienvenida? —quiso saber el primer ministro, inclinándose hacia delante. Kris tenía la profunda sospecha de que aquel regalo consistía en un campo de minas invisible.
—Aquí está el otro —dijo Tru, y el segundo mensaje ocupó la pantalla—: «Tenemos la nave que buscan. Activad el regalo de bienvenida. Pasamos al plan B».
—¿De qué regalo de bienvenida hablan y a qué nave se refieren? Odio cuando la gente no habla claro —protestó madre con la voz que solía hacer que Kris se sobresaltase cuando tenía ocho o nueve años. En aquel momento simplemente la odiaba.
Tru, por su parte, se recostó en el sofá y cruzó las manos. Como siempre había hecho cuando trataba de inculcarle una lección a su sobrina, Tru había planteado los problemas; y era tarea de Kris encontrar una solución. Kris también había aprendido a odiar aquella costumbre. ¿Dónde estaba su modelo que imitar cuando una joven lo necesitaba?
Kris se inclinó hacia delante y observó ambos mensajes. Asumiendo que la Tifón fuese la «nave que buscaban», el «regalo de bienvenida» era…
—Los secuestradores… —comenzó Kris, despacio— habían desplegado minas antipersona modelo 41 en torno a su escondrijo. Si hubiésemos saltado, como estaba previsto, hubiésemos muerto todos. —Kris tenía pensado arrinconar a su padre en lo referente al equipamiento defectuoso. Pero el comunicador estropeado de la nave la había obligado a conducir el VAL a tierra, lo que había imposibilitado el salto y dado al traste con el plan de los agresores. En esa situación, resultaba complicado quejarse del equipo.
El primer ministro murmuró algo al enlace de su ordenador:
—El modelo 41 aún no ha sido comercializado —repitió después de leerlo en su base de datos.
—Así es, padre, la Marina no dispone de ese modelo. Y un campo entero de esas minas costaría muchísimo más que el rescate de mierda que exigían.
—Kristine Anne, una señorita no utiliza ese lenguaje —intervino madre.
—Entre las trampas que acabaron con los tres intentos anteriores de rescate, las minas y este ordenador —observó Tru—, se trataba de una posición financiera con todas las de perder. —El primer ministro se frotó la mandíbula todavía más y arqueó una ceja en dirección a Tru, pero no pronunció ni una palabra.
—Pero ¿quién haría algo así? —preguntó Tommy.
Madre lanzó una gélida mirada a Tom por haber interrumpido, y luego otra todavía más fría a Kris por haber llevado a aquel extraño a un asunto familiar. Bueno, no era un asunto familiar cuando entré aquí, se justificó Kris, y entonces recordó que era una oficial de la Marina, no la indefensa pequeña de su madre. Se echó hacia atrás y miró el techo.
—Estoy en casa Nuu —dijo ella—. Este lugar está hasta arriba de guardias. ¿No está uno de mis bisabuelos en la ciudad? —preguntó al techo, esperando que le confirmasen de forma oficial la información que le había proporcionado Harvey.
—Ambos —contestó la esposa del primer ministro con desdén. Ninguno de los dos le caía especialmente bien a madre, que culpaba a Peligro de la decisión de Kris de unirse a la Marina. Y eso que Peligro estaba muy lejos de Kris, en su puesto de presidente de la academia militar de Sabana, que había ocupado después de retirarse como presidente del Estado Mayor de Sabana. Por otro lado, Ray había pasado los últimos treinta o cuarenta años, desde que abandonó la vida pública en Santa María, tan lejos del resto de la humanidad como le era posible, con su hija pequeña, Alnaba, una investigadora. Kris no dejaba de oír rumores de que iban a descifrar el acertijo de «Las tres» en breve, las tres especies que habían construido los puntos de salto entre planetas. Pero hasta entonces, no lo habían logrado. Quizá el bisabuelo Ray hubiese dado por fin con algo que no podía hacer.
—Si identifiqué correctamente las tropas que rondaban casa Nuu, eran marines terrícolas. —Kris sintió que en su boca empezaba a revolverse una sonrisa mientras dirigía la mirada hacia su padre.
—Lo fundamental es saber con quién se van a encontrar, jovencita. No hace falta que te recuerde que ahora estás en la Marina. Puedo hacer que te transfieran a una estación en el otro extremo del universo —advirtió el primer ministro—. Y, querida, no deberías haber mencionado que mis abuelos están aquí —riñó a madre.
—Tú los invitaste a la recepción de mañana —replicó madre—. No puede ser tan secreto.
—Deberían haber terminado para entonces —contestó el primer ministro, con una gota de tristeza en su voz—. Hasta entonces, no queremos que aparezcan en todos los informativos.
—Así que estás dividiendo la flota —dedujo Kris, sorprendida por haber dado con las palabras adecuadas.
Padre palideció; si creía en algo era en la unión, la fe absoluta en que la humanidad tenía que actuar como un bloque. Y la Sociedad era la encarnación de aquella unión.
—Es mi política —dijo padre, llevándose la mano al corazón con un gesto dramático— y la política de todo primer ministro de Bastión desde que el planeta fue admitido en la Sociedad de la Humanidad, que la humanidad debe viajar por las estrellas como un único pueblo. —Padre repitió las palabras que Kris había oído cientos de veces. Pero aquel día se echaba en falta el vigor y la confianza que reservaba para el ejercicio de la política.
Kris tembló y su reacción le sorprendió. Podía ver en su mente la bandera verde y azul de la Tierra y la Sociedad de la Humanidad descendiendo por el mástil, como cada atardecer. Pensó que se acercaba una mañana en la que no volverían a ascender y la idea le provocó un escalofrío. ¿Cuántas veces habían debatido ella y sus amigos acerca de un rol más adecuado para la Sociedad? Sus charlas estaban convirtiéndose en realidad.
—¿Cuál hubiese sido la reacción si no solo esa niña hubiese sido secuestrada por escoria terrícola sino que además hubiese muerto una Longknife intentando liberarla? —Las gélidas palabras provenían de la parte lógica de su cerebro. Salieron de su boca antes de que recordase que madre estaba junto a Tommy. Madre lanzó una mirada pétrea a Kris, que la ignoró—. ¿Qué opina, señor primer ministro? —añadió Kris para demostrar que no se había amilanado.
La mano que hasta entonces se encontraba sobre el corazón se deslizó hacia una atribulada frente.
—Habría habido un gran revuelo contra la Tierra —dedujo lentamente—. Y hubiera hecho mi trabajo mucho más difícil.
—Además de fortalecer a varias coaliciones diferentes, ¿no es así? —preguntó Tru.
—Así es…
—¿Incluyendo a los Smythe-Peterwald de Vergel? —añadió Tru.
Padre meció la silla hacia atrás.
—Oh, los Peterwald son una familia fantástica. Henry salió conmigo en la universidad y me propuso matrimonio una preciosa noche de luna llena.
—Sí, madre, lo recuerdo —contestó Kris sin separar la vista de su padre—. Señor primer ministro —insistió, esperando la respuesta que se fermentaba en su mente de político.
—No. —Negó con la cabeza—. Ningún miembro de ningún Gobierno se atrevería a hacer algo así. Ninguna política justifica semejante riesgo. Y si el rastro se siguiese hasta un puesto de poder, se vendría abajo. No volvería a salir elegido —concluyó el líder.
—Tiene un hijo de tu edad, Kristine. Deberías conocerlo —agregó madre.
—Lo sé, madre, solo has hablado de él un millón de veces.
—¿Le has hablado a Kris de los Peterwald y los Longknife? —preguntó Tru con suavidad.
—En efecto, muchas veces —insistió madre.
—No —contestó padre. Madre le lanzó una rápida mirada perpleja, pero enseguida volvió a clavar sus ojos en Tru—. Jamás se ha demostrado que los Peterwald tengan nada que ver con la guerra o el tráfico de drogas. Solo porque Vergel suela oponerse a asuntos de cierta magnitud que afectan a Bastión, no significa que tengamos que atribuirle motivos personales.
Tru negó con la cabeza.
—Alguien estaba financiando a Unidad antes de la guerra. Ya has leído sobre esas historias. Había demasiada corrupción en los niveles más bajos. Rara vez llegaba el dinero de los impuestos a Urm; sin embargo, cada año tenía más y más. Cuando Bastión y los Longknife desmantelaron el tráfico de drogas, la fortuna de los Peterwald se esfumó y la familia huyó a Vergel. Ray les obligó a dejar el Elíseo después de que el tratado de Bastión limitase la expansión humana. Estarás de acuerdo en que los Longknife les han costado a los Peterwald mucho dinero.
—Sí. —El primer ministro se puso en pie y comenzó a caminar por la estancia, pisando con fuerza la alfombra de pelo azul—. Pero eso no demuestra nada. No tenemos ni la menor prueba que pudiera demostrar algo en un juicio. —Se volvió hacia Tru—. Y yo, mujer, soy un hombre que debe hacer valer la ley.
Tru miró a la mesa y leyó el mensaje.
—Dicen que tienen la nave correcta. Esa nave era la Tifón, la nave de tu hija. Pero le faltaba un teniente de la Marina. Normalmente, esa sería una razón suficiente para escoger otra nave.
—El capitán se moría por cumplir esta misión —observó Tommy—. En la estación se rumoreaba que estaba desesperado por convencer al comodoro Sampson de que se la asignase.
—Comprensible para un guerrero —dijo Tru—. De todos modos, imagino que también es de dominio público que Kris estaba en esa nave, y que Thorpe la estaba presionando.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Kris.
—Porque el hecho de que fuese oficial de información no significa que me pasara el día entre ordenadores. Conocí a algunos guerreros muy aplicados a los que les gustaba el olor de la pólvora… y que necesitaban saber si eras un guerrero o solo la hija de un político que quería escaparse de casa. Si hubiera sido un político, te habría tratado con guantes de seda. Pero era un guerrero, así que te presionaba.
—Vaya si me presionó —gruñó Kris.
Tru se volvió hacia padre.
—Si yo he conseguido reunir todas las piezas, podría hacerlo cualquiera. La muerte de una niña pequeña y una Longknife en un rescate frustrado levantaría a todo el sector exterior en armas. Se extenderían a petición pasaportes internos que limitarían los viajes entre la Tierra y las Siete Hermanas. No quedaría nada de la Sociedad salvo el nombre.
—¿Y quién ha dicho algo de que la pequeña fuese a morir? —Kris intentó frenar a Tru. El escenario que contemplaba le provocaba escalofríos.
—Lo siento. Lo olvidé. No has visto el plan B. —Tru murmuró unas palabras y la pantalla que reposaba en la mesa cambió—. No me sorprende no haber dado con una sola referencia al plan B en el ordenador. Tampoco hay un plan A. En cualquier caso, el inventario que hizo la policía de la cabaña cuenta con dos objetos interesantes. Primero, dos kilos de explosivos muy potentes escondidos en el fondo de la mochila donde estaba guardada la ropa de la niña, junto con una radio portátil y un detonador. En segundo lugar, una radio de haz estrecho, programada en la misma frecuencia que la de los explosivos. Si mal no recuerdo, estaban negociando que un transporte los condujese a un puerto estelar y, de ahí, a una nave que los llevase allí donde quisiesen.
—Si el líder se las hubiera arreglado para no estar en ese transporte, se hubiera encontrado en la posición ideal para hacerlo saltar en pedazos en cuanto ascendiese —dedujo Kris, respirando con lentitud.
—Desde luego, tenía el equipo para ello —dijo Tommy—. Podría haberla hecho estallar antes de que llegase a la órbita y los pedazos se habrían precipitado sobre medio Sequim.
—Todo eso son suposiciones —intervino el primer ministro.
—Y no significan nada —dijo madre, fría y distante.
Había alguien para quien sí significaban algo. Alguien que deseaba ver a Kris y a aquella niña pequeña muertas. ¿Quién se beneficiaría de semejante situación? Kris no estaba al corriente de la reciente propuesta de Sequim. Pero sí quería saber acerca de la que tuvo lugar diez años atrás.
—Padre, ¿quién se ofreció a ayudarte a reunir el dinero para pagar el rescate de Eddy?
—Kristine Anne —intervino madre.
—Ya es suficiente, jovencita —dijo padre mientras se ponía en pie.
—Señor primer ministro, su próxima cita le espera —le informó el interfolio.
—Hágala pasar —ordenó. Madre se dirigió rápidamente hacia la salida privada, muy atribulada, mientras buscaba su caja de pastillas. Extrajo dos, no, tres de las rosas, y se las tragó. Kris negó con la cabeza; lo más seguro es que hiciesen que madre olvidase toda la reunión. Tru recogió los componentes de su ordenador y Kris y Tom se pusieron en pie. Cuando la puerta se cerró tras la madre de Kris, padre acercó su rostro hasta dejarlo a escasos centímetros de la nariz de Tru.
»Trudy, esta vez has ido demasiado lejos. Tengo que negociar con seiscientos mundos. Lo último que necesito es que vuelvas a mi propia familia contra mí. Tendré que emplearme a fondo para conseguir que mi mujer me dirija la palabra en un mes —dijo mientras miraba hacia la puerta por la que su esposa acababa de marcharse. Después se volvió hacia Kris, con el rostro encendido de ira—. Y tú, jovencita, vas a pasar la noche aquí, en la residencia. No quiero que andes cerca de esta chalada.
—Padre —le interrumpió Kris—, recuerda que no hay dormitorios libres. Has convertido los últimos que quedaban en oficinas para asistentes especiales.
El primer ministró murmuró algo a su ordenador, frunció el ceño cuando obtuvo respuesta y se volvió hacia Kris.
—¿Cómo habéis llegado aquí?
—Nos trajo Harvey.
—Harvey te llevará a casa Nuu. Haz lo que te venga en gana, como si quieres marcharte, pero no le dirijas la palabra a Tru. Puedo trasladarte a Infierno en la Tierra y lo haré si vuelve a sacar este tema. Mujer —añadió volviéndose a Tru—, mi chófer te llevará a casa.
—Eso no soluciona nada, William —dijo Tru—. No puedes escapar de la realidad.
—Nada lo solucionará, así que da igual —dijo el primer ministro mientras les daba la espalda. Tru caminaba hacia la puerta que madre había cruzado cuando el chófer del primer ministro asomó la cabeza por el umbral.
Kris, ansiosa por largarse de allí cuanto antes, salió por la puerta por la que había llegado, con Tom tras ella. A mitad de camino, Kris se detuvo, haciendo que su compañero chocase levemente con ella.
—Padre, necesito saber cómo reuniste el dinero para pagar el rescate de Eddy.
El líder, ajustándose el abrigo y adecuando su semblante para la reunión, ya se dirigía hacia la entrada principal de su oficina.
—Dado que insistes, te lo diré. Le pedí el dinero a mi padre, tu abuelo. Y él no me pidió nada a cambio. Ahora, largo.
Kris se marchó a toda prisa mientras padre abría la puerta para recibir a su próxima cita.