5
Kris tenía razón. Aunque su taquilla y su armario habían conseguido desplazarse hasta la estancia que había pasado a compartir con la sobrecargo Bo, Kris no tenía ni idea de dónde se encontraba el contenido de su escritorio y su caja de seguridad. Con suerte, aparecería al día siguiente, cuando la nave regresase a órbita. Y tal y como esperaba, sus uniformes estaban completamente arrugados.
—Las chicas guardan una plancha en la sala —le informó la sobrecargo Bo mientras Kris comprobaba los desperfectos.
Cuando la nave se encontraba en configuración estándar, Kris y Bo ocupaban camarotes distintos en extremos opuestos del «templo», la zona donde la Marina daba cobijo a sus «vírgenes vestales». Aquella era la brillante idea para mantener a los hombres lejos de los dormitorios de las mujeres alistadas. Kris supuso que funcionaba; nunca había tenido que molestarse en echar a un hombre que intentase merodear por aquella zona, en la que las mujeres se distribuían por parejas en cada habitación o, más frecuentemente, de forma individual, gracias a los brevísimos permisos del personal de la Tifón incluso en tiempos de paz. Puesto que se encontraba en horas de trabajo, Kris no sintió la necesidad de advertir su presencia con un carraspeo antes de entrar en la sección femenina. La plancha y su tabla eran fáciles de detectar y, pese a los teatrales niveles de asombro y consternación entre los demás cadetes en la EAO ante el hecho de que una Longknife se planchase el uniforme, Kris le había cogido el truco a aquella tarea doméstica rápidamente.
A las 18.30, Kris se reunió con los otros nueve oficiales de la nave bajo la enorme sombra de la Tifón mientras llegaba una hilera de vehículos para conducirlos a la recepción. El capitán y el oficial ejecutivo compartieron una limusina; Kris y Tommy se sentaron en un todoterreno razonablemente limpio.
En la residencia del director general, los oficiales se situaron por orden de rango antes de entrar en aquella abarrotada sala con paneles de madera en las paredes, iluminada por varios candelabros de cristal, que hubiesen encajado de maravilla con el estilo de Bastión pero que parecían fuera de lugar en un mundo recién colonizado. El capitán Thorpe, vestido de resplandeciente blanco y con hileras de medallas en su pecho, condujo a sus oficiales hacia una fila de recepción formal, compuesta por hombres ataviados con trajes de etiqueta de vivos colores y mujeres con vestidos que se extendían hasta el suelo, diseñados en París pero algo pasados de moda. Al ser los miembros más jóvenes de la tripulación de la Tifón, Kris y Tommy se aseguraron de que nadie se situase tras ellos. Aquello no duró mucho.
—¿Longknife? ¿Kris Longknife? ¡Tú eres la que pilotó el esquife esta mañana!
Kris miró a su alrededor en busca del origen de la voz; no la reconocía. Un joven vestido con un traje marrón y una bebida en cada mano se aproximaba hacia ella. Le resultaba vagamente familiar.
—¿Me reconoces? —preguntó con una amplia sonrisa.
Criada en el terreno de la política, donde todo el mundo es tu mejor amigo, al menos hasta que la puerta se cierra tras ellos, Kris había reunido mucha experiencia de observar a madre y a padre fingir una amistad eterna.
—¡Cuánto tiempo! —exclamó ella mientras tomaba la bebida que le ofrecía.
—Eh, Anita, Jim, tenéis que conocer a esta chica. Venid, acercaos. Esta es la mujer que salvó a Edith. —Al concluir aquella frase, la fila de recepción se desintegró mientras el capitán Thorpe extendía la mano para saludar al director general. Dejando la mano del capitán abierta en el aire, el hombre y la mujer que se encontraban a la cabeza de la fila se dirigieron hacia Kris, seguidos de cerca por todos los presentes.
—¿Eres la mujer que rescató a mi Edith? —Tras el brillante vestido dorado con lentejuelas y el peinado caro, Kris vio a la mujer que había caminado con torpeza a través del barro para reunirse con su hija aquella mañana.
—Dirigí el equipo de asalto terrestre —contestó Kris, procurando evitar que su pequeña parcela de responsabilidad no eclipsase en modo alguno el mando general del capitán Thorpe.
—Os dije que había una Longknife al mando de ese esquife, ¿verdad que sí? —continuó el desconocido amigo de Kris—. Me ganó en todas las carreras durante dos años en la universidad. Reconocería esas suaves curvas en cualquier lugar. ¿Cómo no, si las estudiaba a fondo casi todas las noches? No sabes lo mucho que me alegro de volver a verte.
La madre se presentó como Anita Swanson, esposa de Jim Swanson, director general de Sequim y, a juzgar por su interminable cháchara, perteneciente a alguna familia de cotorras. Envió a un criado a que despertase a Edith, que se había acostado pronto, protestando por no poder asistir a la fiesta. Mientras tanto, el capitán Thorpe permanecía ignorado, pegado a uno de los codos del traje azul claro de Jim Swanson. Al advertir que el rostro del capitán cada vez se tornaba más colorado, Kris hizo lo que más le convenía si quería evitar a la tripulación una semana, un mes o un año de lo más desagradables.
—Director general Swanson, le presento al comandante de la nave que rescató a su hija, el capitán Thorpe.
Jim Swanson se volvió para estrechar la mano del capitán, que ya la tenía extendida hacia él.
—Quiero que sepa que, como líder planetario de esta colonia, he recomendado a la señorita Longknife a la Cruz al Vuelo Distinguido. Puede que yo no sea un aficionado a los vuelos en esquife como mi cuñado Bob, aquí presente, pero quiero hacerle saber que jamás he visto a nadie hacer gala de una habilidad a los mandos de un esquife comparable a la de esta chica esta mañana. —Kris empezó a retroceder, en busca de algún lugar apropiado en el que esconderse. El señor Swanson sonaba como uno de aquellos políticos que sabían lo bastante del Ejército como para convertir la vida de aquel en quien se interesasen en un infierno—. Lo hemos visto a través de las grabaciones de seguridad que nos ha proporcionado, capitán. Contuve la respiración cuando sus esquifes iniciaron el descenso. Entonces el de esta chica cayó en barrena y hasta yo supe que estaba perdiendo masa de reacción a marchas forzadas. ¿Cuánto le quedaba en el momento del aterrizaje?
—Haré que mi oficial ejecutivo compruebe la cantidad de combustible del vehículo de asalto de la alférez Longknife —dijo el capitán, enfatizando que el esquife que había manejado Kris aquella mañana no era de competición—. La habilidad de la que hoy ha hecho gala la alférez Longknife —continuó el capitán, señalando con un gesto de su cabeza hacia Kris— se corresponde con la mejor usanza del servicio. Sin embargo, señor Swanson, no procede entregarle la Cruz al Vuelo Distinguido, ya que se trata de una insignia por méritos en el combate.
—¿Y no eran los secuestradores el adversario mejor armado al que se ha enfrentado la Marina en años? —observó el señor Swanson, seco.
—Eso parece, señor, pero se trataba de una misión de apoyo a la policía, no de un desembarco militar.
Incluso Kris, que aún estaba acostumbrándose a su puesto de subordinada, comprendió que la posición del capitán era inamovible. En cualquier caso, Kris ya había asistido antes a varios intentos fallidos por parte de su padre de conversar con militares. Y aquella charla tenía todas las trazas de seguir el mismo camino.
—Creo, capitán Thorpe, que como capitán de la nave Brisa Matutina Estival, se alegraría de que un miembro de su tripulación fuese recomendado para recibir una prestigiosa medalla por el político de más alto rango de un planeta colonial en constante desarrollo.
Oh, cielos. Kris echó un vistazo a su alrededor en busca de algún lugar en el que esconderse. Como hija de un primer ministro, sería divertido contemplar el desenlace de aquella situación. Como una oficial menor en el centro de atención, hubiese rechazado aquel honor con gusto. La nave que se encontraba estacionada en el puerto espacial podía ser la corbeta de respuesta rápida Brisa Matutina Estival para los políticos que habían pagado por ella, pero era la corbeta de ataque rápido Tifón para el oficial que la dirigía. Kris había escuchado numerosas variantes de ambos nombres, pero no contaban. Había oído a su padre decir, después de una larga y amarga batalla por un presupuesto, que bautizaría a una nave con el nombre que hiciese falta para conseguir los votos necesarios para financiarla, y si los votos decidían que debía llamarse Koala Calentito y Mimoso, maldita sea, se ocuparía de que así fuese. El nombre que le pusiesen los oficiales de la Marina cuando tomaran posesión de ella era asunto suyo y de nadie más.
El primer ministro solo tuvo que vivir dos desafortunados incidentes para aprender a recordar la identidad de su interlocutor en todo momento y a llamar a las naves por un nombre apropiado para este.
El señor Swanson estaba a punto de pasar por una experiencia similar.
—¿Es ella? ¿Es la marine que ha venido a buscarme?
Pero el desenlace se vio pospuesto cuando una criaturita ataviada con un vestido blanco con lazos rosas entró corriendo en la sala. Kris clavó su mirada en aquellos familiares y grandes ojos azules. En aquella ocasión, no estaban enrojecidos por las lágrimas. Se había lavado la cara y tenía el aspecto angelical propio de una niña de seis años. Un osito de peluche acompañaba a Edith del brazo. Su madre se agachó para recogerla, pero la niña se dirigió hacia Kris.
Esta entregó la bebida (de la que no había probado ni gota) a Tommy y se agachó, arrugando su vestido almidonado para coger en brazos a la niña. El abrazo de Edith valía más que todas las medallas acuñadas por la Marina.
—Tienen una niña preciosa —dijo Kris a sus padres—. Fue un placer devolverla sana y salva a su cuidado. Sé que hablo por todos mis marines, incluso por toda la nave, cuando digo que fue un honor y un placer verla finalmente en sus brazos.
Sus palabras provocaron una unánime ronda de aplausos.
Alterada por aquel ruido, Edith decidió que quería que su madre la estrechase. Mientras Anita tomaba a la niña de los brazos de Kris, murmuró:
—Ojalá todas las situaciones horribles terminasen así de bien. —Entonces la madre palideció—. Eres Kristine Longknife. Perdiste a… ¡Oh, cuánto lo siento!
Kris se quedó sin respiración, como si le hubiesen asestado un rodillazo en la barriga. Era fácil vérselas con otras personas en una discusión: había acumulado mucha experiencia al respecto gracias a padre. Pero aquellas personas que creían comprender el dolor por el que había pasado le afectaban. Kris hizo acopio de toda su voluntad para poner la cara que la situación requería y asintió:
—Sí, señora. Soy Kristine Longknife. Y me alegro mucho de que el trance por el que ha pasado su familia haya terminado de un modo distinto al mío.
Anita parecía no encontrar las palabras; entonces su marido intervino.
—Creo que estamos listos para la cena. Si Edith está lista para irse a la cama, la niñera puede acostarla para que el resto sigamos discutiendo ciertos asuntos mientras cenamos.
Edith se marchó despidiéndose con exagerados ademanes, caminando marcha atrás. Kris se excusó, aduciendo que tenía que ir al servicio. Había una puerta de salida cerca del lavabo de señoras; Kris la cruzó. Fuera, el aire era tibio, pero la brisa del atardecer enfriaba los extensos terrenos de la mansión del director general. Con las manos rígidas a ambos lados, Kris se esforzó por aplacar las emociones que le desgarraban las entrañas. Era lo que decía Judith: «Conoce a los dragones que surgen de la oscuridad para abalanzarse sobre ti. Asígnales un nombre si quieres, pero sobre todo familiarízate con todos y cada uno de ellos». En algunos casos, eso era fácil, por ejemplo, en el del capitán.
Él necesitaba su nave y la autoridad que le confería. Necesitaba ejercer el control sobre su dominio. Si no hubiese escogido unirse a la Marina, sería director general, puede que a cargo de su propio negocio. Pero ¡había escogido la Marina porque en ella podía llevar a cabo tareas importantes que tenían algún sentido!
Kris también comprendía a Swanson. ¡Era un hombre de progreso! La gente lo admiraba por sus acciones. Algún día erigirían una estatua en su honor en la capital del planeta, cuando tuviese una legislación ratificada y formase parte de la Sociedad de la Humanidad.
El capitán y el director general eran personas muy importantes, y Kris había visto a su padre ocuparse de gente como ellos con inusitada facilidad, arruinando sus carreras hasta dejarlos en la estacada. Sí, Kris sabía bien que grandes hombres como aquellos podían acabar siendo muy pequeños.
Entonces, ¿por qué se encontraba en la Marina, donde Thorpe podía ordenarle que arriesgase su vida empleando un equipo muy deficiente para rescatar a la hija de Jim Swanson, ya que este no había equipado a su policía con los medios necesarios para llevar a cabo la misión?
Porque hoy he hecho lo que no pude hacer cuando tenía diez años. Hoy he salvado a Edith. Ojalá hubiese estado allí para salvar a Eddy.
Ese era el motivo. Todavía sufría la culpa del superviviente. Hiciese lo que hiciese, ella seguiría con vida mientras el niño pequeño al que, se suponía, debía cuidar seguiría muerto.
Alguien llamó a la puerta, sacando a Kris de aquella familiar autoflagelación; Tommy asomó la cabeza por el umbral.
—Supuse que te encontraría aquí. Deberías volver. Estamos a punto de organizamos por mesas y no creo que quieras protagonizar una entrada triunfal.
—Ya lo he hecho una vez. Creo que reservaré la próxima para mañana.
—De acuerdo con mis ancestros, ya van dos veces. Y sí, hasta los niños reservarían la próxima para varios mañanas.
Kris le lanzó a Tommy la sonrisa que sus palabras merecían y regresó a la sala antes de que los invitados empezasen a ocupar sus asientos, de modo que no se notase su ausencia. Kris se sentó lejos de la silla que presidía la mesa, aunque Bob, el parlanchín cuñado de la familia, se las arregló para sentarse cerca de ella, de modo que la conversación giró en torno a los esquifes. Kris descubrió que si jugaba bien sus cartas, no tenía que hablar mucho. Parecía que estar sentada con una cotorra tenía sus ventajas.
Más tarde, durante la cena, un marine entregó unos mensajes al capitán. Los oficiales permanecieron en silencio, prestando atención para tratar de descifrar qué era tan importante como para requerir la vieja formalidad de que el capitán leyese el informe en un papel; no obstante, los civiles continuaron cenando con total despreocupación. El capitán Thorpe firmó la hoja y guardó el mensaje. Los oficiales tendrían que esperar a que el capitán estuviese dispuesto a contarles de qué se trataba.
Cuando la señora Swanson se puso en pie para verter aún más halagos sobre ellos, el capitán solicitó decir unas palabras. Mientras este se ponía en pie, extrajo el mensaje de su bolsillo.
—Hemos recibido órdenes de devolver la Tifón a la base —pronunció con sequedad, abarcando toda la estancia con la mirada—. Ya que el presidente y el Senado no han llegado a una resolución sobre el presupuesto, todas las naves del escuadrón de ataque rápido 6 tendrán que permanecer inactivas durante tres meses. Los oficiales recibirán la mitad de su salario. Los reclutamientos que iban a tener lugar en noventa días se llevarán a cabo de inmediato. Lamento informar de que todas las solicitudes de realistamiento para rangos superiores han sido denegadas. Nos marcharemos mañana a las seis en punto de la mañana. —Dicho eso, el capitán se sentó.
—Es imposible —balbuceó el señor Swanson—. El Senado y el presidente estaban plenamente de acuerdo en el presupuesto destinado a la Marina. Eso fue lo que me dijeron mis contactos en la Tierra.
El capitán no se puso en pie de nuevo, pero su autoritaria voz se escuchó en toda la estancia:
—Tiene razón, señor, en lo que respecta a la información recibida. No obstante, el presupuesto precisaría una financiación que acarrearía una subida de impuestos. Para ello hace falta la aprobación del Senado. El presidente, nativo de la Tierra, lo vetó. Si bien estamos autorizados a firmar cheques con los que financiar la Marina, el tesoro carece de liquidez para pagarlos todos. Así que en vez de firmar cheques que no pueden hacerse efectivos, el departamento de la Marina tendrá que hacer una parada forzosa. —Thorpe hizo una pausa antes de añadir—: Pero alégrese de que su hija haya sido secuestrada este mes. El mes que viene, no hubiese recibido la respuesta de ninguna nave.
El señor Swanson retrocedió, como si le hubiese impactado un asteroide. El capitán no estaba completamente en lo cierto, ya que se contemplaban partidas suplementarias para casos de emergencia. De hecho, los costes de aquella respuesta se hubiesen cargado a una cuenta destinada a tal efecto, por lo que dispondrían de más dinero para cubrir las operaciones navales, pero Kris no estaba dispuesta a corregir a su capitán. Tras aquella intervención, la conversación se enfrió en toda la sala. Diez minutos después, el capitán Thorpe pidió permiso a sus huéspedes para marcharse, y los oficiales de la nave abandonaron la sala en grupo. Cuando la puerta se cerró a espaldas de Kris, la conversación de los civiles subió de volumen hasta resonar como un trueno. Podía imaginar perfectamente en torno a qué tema circulaba.
El oficial ejecutivo estaba esperando a Kris cuando esta cruzó el alcázar.
—Un momento, alférez.
Kris permaneció a su lado mientras los demás oficiales se marchaban a sus camarotes; él no dijo nada hasta que se quedaron solos.
—El capitán Thorpe la ha recomendado para recibir la medalla del Cuerpo de Marines por su esfuerzo, que hoy ha salvado vidas. Swanson ha tenido el detalle de proporcionarnos una copia del documento. —Kris asintió, pero el oficial ejecutivo no había terminado. Volvió la vista más allá del puerto, hacia las luces de la ciudad de Puerto Swanson, la ciudad más grande de Sequim—. He oído que Sequim está intentando convencer a Bastión para que financie unas nuevas minas por todo el cinturón de asteroides. Supongo que quiere ganar puntos al otorgarle una jodida medalla a la hija del primer ministro de Bastión —escupió.
—Sí, señor —fue lo único que Kris alcanzó a decir, perpleja por el odio que rezumaban las palabras del oficial ejecutivo. Se había jugado el cuello para salvar la vida de una niña, no por una medalla, pero lo único que los demás veían en ella era el hecho de que pertenecía a los Longknife. Después de despedirse, trastabilló a través de los pasillos que llevaban a su camarote, que se antojaban extraños, cerró la puerta de golpe y le asestó unos cuantos puñetazos para asegurarse de que estaba bien cerrada.
—No creo que esa puerta vaya a darle problemas a nadie, cielo —dijo una voz calmada desde la oscuridad.
Kris se volvió rápidamente: en la habitación no había nada salvo negrura.
—Luces, tenues —ordenó, intentando evitar que las emociones que le atenazaban la garganta convirtiesen su voz en una serie de chillidos. El sistema obedeció sus palabras, proyectando una débil luz sobre aquella estancia reorganizada. Vale, estoy compartiendo camarote con la sobrecargo Bo.
—Lo siento, sobrecargo, lo había olvidado. No haré tanto ruido. Luces, apagadas —ordenó Kris, para así esconderse.
—Luces, encendidas —dijo la sobrecargo mientras echaba las sábanas a un lado y se sentaba sobre la cama. Su desgastado pijama tenía los dos primeros botones desabrochados y los pantalones estaban cortados a la altura de las rodillas, revelando una porción de arrugada piel amarillenta mayor de la que Kris hubiese deseado ver cuando la sobrecargo, ya entrada en años, cruzó las piernas sobre el camastro.
—Cariño, parece que hayas pasado por un trago de los malos —dijo aquella mujer pequeña y de aspecto oriental. La pregunta «Cielo, ¿no quieres contárselo a la tía Bo?» quedó implícita. Por lo que a Kris respectaba, podía seguir así. Se volvió hacia su taquilla para coger su pijama y ocultar su rostro.
Su taquilla no estaba allí.
—Maldita sea, ¿dónde está todo? —explotó Kris.
—Esparcido por toda la nave, por lo que sé —contestó la sobrecargo con calma—. ¿Sabes una cosa, cielo? No creo que vayan a reorganizar la nave en pleno vuelo. Al menos en esta ocasión no hemos soltado a nadie al espacio.
Kris estaba pateando los paneles que se encontraban bajo su cama, esperando abrir alguna de aquellas puertas. O simplemente por el placer de patearlos.
—Nunca han soltado a nadie al espacio durante una reconfiguración, ¿verdad? —dijo, para luego reiterar—: ¿Verdad?
—La Marina tiene sus historias, y a los viejos jefes les encanta transmitírselas a los nuevos. Como hoy. Va a ser toda una historia: una alférez novata se embarca en una misión, salva a un escuadrón de marines con una maniobra de vuelo de las que no se olvidan, luego salva a todo el maldito pelotón cuando los conduce a través del campo de minas sobre el cual el sargento y el capitán tenían planeado soltarlos. Es una historia estupenda. Así que dime, ¿por qué tienes esa cara? Parece como si alguien te hubiese robado a tu cachorrito.
—El oficial ejecutivo dice que el capitán me va a recomendar para la medalla del Cuerpo de Marines.
—Caray, cielo, eso ya lo sabe todo el mundo. El capitán lo ordenó unas cien veces esta mañana.
—¿No lo hace porque el director general de Sequim quiere que la reciba?
—En absoluto.
—¿Entonces por qué me dijo el oficial ejecutivo…? —Kris empezó a formular la pregunta, pero se detuvo. La regla de oro del primer ministro era no hacer una pregunta cuya respuesta ya conoces.
—Me temo que el oficial ejecutivo te tiene vigilada. Como el capitán, aunque puede que ahora menos. Quiere comprobar si tienes lo que hay que tener.
Un panel salió volando tras la última patada de Kris. El armario estaba bocabajo y una cascada de ropa interior se precipitó sobre el suelo. Kris cogió un par de pantalones cortos de deporte y la sudadera de alguna universidad del montón, tiró el resto de ropa a un lado y se desnudó rápidamente. Cuando se volvió hacia el lavabo, con el cepillo de dientes en la mano, la sobrecargo seguía observándola.
—¿Por qué estás aquí? Si no te importa que te lo pregunte, claro.
—Quería hacer algo bueno —dijo Kris mientras cubría el cepillo con pasta de dientes—. Creo que hoy lo he hecho —continuó antes de meterse el cepillo en la boca para cortar la conversación.
La sobrecargo negó con la cabeza.
—Mi hermana también quería hacer cosas buenas. Se unió al Ejército de Salvación. Por si no te has fijado, el bien que hiciste al rescatar a esa niña va a tener consecuencias muy malas para quienes la secuestraron.
—Se van a llevar su merecido —escupió Kris con desdén sin sacarse el cepillo de la boca.
—Cierto, eres una Longknife. Pero créeme, cielo, no siempre será tan fácil identificar a los malos. La Marina dispara allí donde se lo indican y ni hace preguntas ni busca respuestas. Los políticos como tu papá son los que señalan nuestros objetivos. ¿Estás segura de que quieres estar aquí, rodeada por los bajos fondos de la sociedad?
—Me he alistado, ¿no es así? —dijo Kris mientras se enjuagaba la boca.
—Como todas las que están roncando ahora mismo sobre sus camastros. Algunas se unieron para abandonar la casa de sus padres. Otras para evitar el matrimonio, o la ley. Dos de ellas están ahorrando dinero para la universidad; serán las primeras en sus familias en conseguir uno de esos diplomas. Todas las chicas saben perfectamente por qué se alistaron. ¿Y tú?
—He dicho que me alisté porque quería hacer algo bueno —replicó Kris, molesta.
—¿Y? —La sobrecargo Bo no iba a darse por satisfecha con aquella respuesta.
—¿Me creerías si te dijese que yo también quería irme de casa?
—Puede —dijo mientras arqueaba una ceja.
—No, maldita sea, no soy una pobre niña rica que se alistó en la marina para llamar la atención. Ya tenía la atención del primer ministro y de su esposa. Vaya si la tenía. Tanta que no me encontraba a salvo de sus miradas vigilantes en ninguna parte. Por eso me uní a la Marina. Para tener algo de espacio para mí. Para respirar un poco de aire por mí misma. ¿Te parece un motivo lo bastante bueno como para unirse a tu maldita Marina?
—Quizá —dijo la sobrecargo Bo mientras asía las sábanas y se estiraba sobre la cama—. Es lo bastante bueno como para unirse, pero no para quedarse. Avísame cuando sepas por qué quieres estar en la Marina.
—Y tú, ¿por qué estás aquí? —replicó Kris.
—Para poder tener estas charlas nocturnas con oficiales novatas y luego dormir en mi propia cama. Luces, apagadas.
En la oscuridad, Kris pudo oír a la sobrecargo revolviéndose en su cama y, en un instante, estaba roncando, dejando a Kris sola para rememorar un día que había sido más pleno que la mayoría de los meses en casa. Intentó organizar todas las emociones que había sentido durante las últimas treinta horas pero no tardó en descubrir que lo único que quería hacer su mente era dar el día por concluido. Kris respiró despacio y, en un momento, quedó profundamente dormida.