4
Si aquello hubiera sido una simulación, Kris hubiese pulsado un botón para dar la partida por concluida y se hubiese ido a por una pizza. Pero en el mundo real, las cosas no terminan cuando uno quiere, y aquella aventura estaba lejos de concluir.
La niña, tan frágil y ligera en los brazos de Kris, murmuró «Edith» cuando le preguntó cómo se llamaba. Kris ya lo había leído en el informe de la misión, pero aquel nombre se parecía tanto a «Eddy» que le dolía recordarlo. A juzgar por el modo en el que Edith se aferraba a su rescatadora, daba la impresión de que fuesen familiares; y lo cierto es que Kris no podía negarlo. La recluta cargó con el cuerpo del tirador de la planta superior sobre su hombro. El cabo Li y Hanson permanecieron cerca de Kris y Edith mientras estas bajaban por las escaleras. Nadie quería perder a la niña por culpa de algún imprevisto. La recluta depositó al secuestrador inconsciente en el suelo del salón, al lado de dos de sus compañeros. Todos sangraban por los puntos en los que habían sido alcanzados por los dardos; dos de ellos, profusamente. Uno temblaba y parecía estar entrando en shock. Dos prisioneros conscientes se juntaron en el sofá, con las manos atadas a la espalda. Ante ellos había un charco de sangre donde antes se encontraba uno de los cuerpos que ya habían sido retirados.
—¿Quién está al mando? —interrogó Kris.
Los dos secuestradores pasearon sus ojos alrededor de la estancia, como si acabasen de entrar.
—Martin —murmuró uno de ellos. El otro señaló con un gesto de la cabeza al que temblaba. El sargento extrajo la cartera de este y la abrió. Martin tenía un carné de conducir y uno de identidad de la Tierra. ¡La Tierra! ¿Qué haría un matón terrícola en aquel lugar? La situación se había vuelto todavía más rara.
Pero a Kris le preocupaban más los problemas inmediatos.
—Chicos —se dirigió a los prisioneros—, estamos rodeados de minas. Quiero que las desactivéis. ¿Quién tiene la llave? —Observaron a Kris con la mirada perdida.
»Tomen sus identificaciones. Quiero saber a quiénes hemos pillado. Especialista, ¿puede despertar a nuestros dormilones?
Hanson se aproximó a aquellos cuerpos lánguidos y les administró unas inyecciones. Después, empezó a zarandear al primero con el pie mientras le apuntaba con el fusil a la cara.
—Despierta, tío. No sabes en qué lío te has metido. —Hanson sonrió, animado. El sujeto se despertó entre toses, abrió los ojos, sujetó el cañón del arma e intentó moverse rodando. Solo consiguió chocar contra la espalda del terrorista que estaba tumbado a su lado. El técnico se agachó hasta quedar cara a cara con él—. ¿Quién controla las minas?
—Martin. Él es el que tiene los códigos —respondió, encantado de contestar.
Los intentos por despertar a Martin solo consiguieron que aquel corpulento hombre pasase del sueño a la inconsciencia.
—Este tiene el corazón débil —informó Hanson—. Necesita ir a un hospital o lo perderemos.
El sargento oprimió su frente contra la de uno de los recién despertados secuestradores.
—¿Dónde guarda Martin los códigos?
—En su ordenador. Lo juro, están ahí.
El técnico cacheó a Martin hasta dar con un ordenador de muñeca viejo, machacado y cubierto de abundante sangre. El técnico intentó limpiarlo sobre su traje de combate, pero aquella armadura estaba diseñada para que la sangre no abandonase el cuerpo de su usuario, no para limpiarla una vez fuera. Optó por secarla sobre el sofá antes de encenderlo. Nada.
—Lo estaba toqueteando cuando le disparé —protestó el sargento.
—Creo que ha borrado los datos —concluyó Hanson. Kris había aprendido tiempo atrás que lo que se ha guardado en una unidad nunca desaparece del todo, no si las personas adecuadas lo buscaban con paciencia. Cogió el ordenador y lo guardó en el interior de su morral mientras estudiaba el entorno a través del umbral de la puerta. Cuatro de sus marines se encontraban al otro lado de un campo de minas a rebosar de explosivos. Kris no podía arriesgarse a perder a nadie después de haber rescatado a Edith. En teoría, los técnicos debían poder despejar el campo, pero las minas no se andaban con miramientos y Kris no estaba dispuesta a que un miembro de su pelotón acabase fatalmente herido.
—Aquí la alférez Longknife. No tengo modo de desactivar las minas. ¿Hay alguien en esta red que sepa cómo hacerlo? —Varias redes de policía respondieron que no. Mientras Kris meditaba sobre sus inaceptables opciones, su red de comunicaciones tronó.
—Aquí el capitán Thorpe de la Tifón. Estamos de camino, a treinta segundos de la cabaña. Nos ocuparemos del campo de minas. Sugiero a todo el mundo que se ponga a cubierto.
Los soldados que rodeaban a Kris intercambiaron miradas de perplejidad.
Hanson negó con la cabeza.
—El capitán no va a hacer eso. Por favor, que alguien me diga que no va a hacerlo. Mi equipo va a acabar esparcido por todas partes.
—Llegará en treinta segundos. Creo que ya ha tomado una decisión.
Kris imitó el gesto del técnico.
—No creo. No estando yo tan cerca.
—Creo que sí, señora —dijo el cabo Li mientras reía.
—Obedezcamos al capitán —gruñó el sargento—. Aquí va a haber un alboroto de los buenos de un momento a otro.
Mientras los marines a su cargo llevaban a los prisioneros a la habitación trasera, Kris hizo una llamada rápida a su escuadrón de disparo y les ordenó que retrocediesen… mucho, de hecho. Después miró hacia el cielo del alba a través de la ventana frontal, ansiosa por ver lo que se avecinaba. El manual explicaba que el metal inteligente de una nave de la clase kamikaze puede reestructurarse de varios modos distintos. Ella misma había cambiado el diseño de la Tifón de «viaje general» a «misión orbital», pero esa era una conversión bastante habitual. Sin embargo, transformar la nave en un vehículo volador… eso sí era un cambio radical.
El despejado cielo azul liberó un agudo alarido.
Kris atisbo un rastro blanco en el suroeste que se aproximaba hacia su posición, bañado por la luz del amanecer. Se preguntó cómo puede asegurarse una casa cuando una nave espacial aterriza a su lado; desde luego, aquel escenario no estaba contemplado en los libros que leyó en la EAO.
—Sargento, va a tener que romper las ventanas antes de que los cristales revienten en mil pedazos.
—Sí, señora.
Mientras su equipo recorría la casa a toda velocidad, Kris se hizo con varias mantas y envolvió a Edith con ellas.
—Ahora va a sonar un ruido muy fuerte. No te preocupes. Voy a cuidar de ti. Ahora nada puede hacerte daño.
La niña miró a Kris con sus ojos grandes y confiados y se abrazó con más fuerza a ella, si es que aquello era posible.
Kris se quedó cerca de una ventana para ver cómo iban las cosas dentro y fuera. El rugido del exterior pasó de alto a doloroso; Kris bajó el visor de su casco. Como un pájaro sacado de una pesadilla, la Tifón apuntó hacia el terreno que se extendía ante la cabaña desde una distancia de unos cuatrocientos kilómetros. La mitad de sus motores apuntaban hacia abajo. La presión que se disponía a desatar iba a ser infernal. Kris abrazó firmemente a Edith contra el muro, asumiendo que su temerario capitán había calculado el impacto que causaría en la casa el aterrizaje de la nave sobre las minas. Pero ¿y si no lo había hecho? Kris imaginó los grandes troncos que constituían la cabaña reducidos a astillas y rezó por que el capitán supiese lo que estaba haciendo.
—¿Ves? ¿Qué te decía? —observó uno de los marines—. ¿A que parece un ave de presa klingon? Como recién sacada del cómic.
La Tifón aún no se encontraba ni a cien metros de altura cuando la primera mina explotó. La detonación hubiese pasado desapercibida a causa del estruendo producido por la nave, pero Kris observó que la corriente de aire nacida de los motores de la Tifón traía agua y barro consigo. Después otra mina, y otra más, se sumaron al coro. Agua, barro, pedazos de vegetación y rocas salieron disparados por todas partes, alejados de la Tifón por el chorro de aire. Kris ya había visto bastante.
—Todo el mundo al suelo.
Los marines obedecieron a regañadientes. Con la espalda contra la pared hecha de troncos, lo único en lo que Kris podía pensar era en el daño que estaban causando las altas temperaturas a la tundra. El verano había reblandecido los primeros doce centímetros de superficie, más o menos; en aquel momento, el calor de los cohetes estaba derritiendo dos y hasta tres metros de tierra helada, fundiéndolo todo a su alrededor, convirtiendo el lugar en un lodazal y salpicando barro en todas las direcciones.
Kris deseó que al dueño del lugar no le molestase el estropicio. Como a alguien se le ocurriese hacer una investigación sobre impacto medioambiental y daños al ecosistema, Kris tenía la certeza de que el capitán Thorpe tendría mucho de lo que responder.
En el exterior, los gritos de los cohetes cambiaron hasta convertirse en un continuo gemido; Kris se arriesgó a echar un vistazo. El terreno hervía y humeaba mientras la Tifón aterrizaba sobre doce gruesas ruedas, a una buena distancia de la última mina. Los helicópteros de la policía aterrizarían a continuación. Kris se volvió hacia su equipo.
—Sargento, que los técnicos vigilen la zona. Si todavía quedan minas, que las detonen. Que empiecen por los alrededores del porche.
Los dos especialistas sacaron sus respectivos dispositivos y comprobaron la puerta antes de abrirla.
—Aquí hay una.
—Aquí hay otra —escuchó antes de que hubiesen dado dos pasos.
—Soldados —dijo a los marines—, vamos a reunimos en la habitación trasera para rezar mientras nuestros compañeros aplican la extremaunción a esas minas.
—Sí —aceptó el cabo con una sonrisa—, es una pena desperdiciar una mina.
—Como siga por ese camino, estos prisioneros van a demandarnos por brutalidad.
—¿Dónde está mi mamá? —preguntó Edith.
—Ya viene, cariño. Espera unos minutos más. —Kris sentó a Edith en la encimera de la cocina mientras el sargento mantenía a los prisioneros en otra habitación. Kris extrajo su ración de comida y hurgó en ella hasta dar con una chocolatina, que extendió a la niña.
Edith la estudió y su boca dibujó una mueca que reflejaba su conflicto interior.
—Mi mamá me dijo que nunca aceptase dulces de un desconocido.
—Cariño, yo no soy una desconocida. —Kris rio—. Soy una marine.
—Como policías, pero más duros —matizó el cabo Li.
—Así se habla —dijeron los tiradores.
Edith no estaba interesada en hablar, precisamente; en vez de eso, se abalanzó sobre la chocolatina con voracidad. Kris revolvió el interior del morral, donde guardaba el resto de la comida, buscando algo más que pudiese gustarle a la niña, una tarea que se vio acompañada por explosiones mientras las minas descubiertas eran detonadas. Kris recibió varias llamadas de los helicópteros de la policía, que preguntaban cuándo tendrían lista una plataforma sobre la que aterrizar.
Ninguno de los ochenta miembros de la tripulación de la Tifón era experto en explosivos, de modo que, para indignación del capitán Thorpe, no pudieron echar una mano a los dos marines, así que tuvieron que esperar mientras los especialistas al mando de Kris trabajaban.
A medida que los estallidos se alejaban de la casa, Kris llevó a Edith a la habitación más próxima a la puerta frontal y juntas observaron, desde el umbral, la labor de los marines. Olfatearon el aire, en el que el aroma acre de las explosiones se mezclaba con el tenue olor del vapor y los gases de combustión. Fuera, los marines colocaban cargas sobre las minas expuestas, se retiraban y las hacían detonar; la explosión resultante solía bastar para que la mina reventase. Las que no respondían a aquella medida eran marcadas y reservadas para las manos expertas de los artificieros. Aquel informal procedimiento para limpiar el terreno consiguió finalmente despejar una superficie lo bastante grande, por lo que Kris ordenó a uno de los especialistas que se apartase y que armase un transpondedor para el primer helicóptero.
Dos minutos después, tres hélices giraban sobre aquella sección y Kris detuvo la caza de minas. Un helicóptero hizo una rápida pasada a escasa distancia del suelo para desplegar a unos artificieros en la zona antes de ganar altura de nuevo: aquellos hombres, voluntarios de un consorcio minero local, ofrecieron su ayuda a los marines. En cuanto hubieron despejado la plataforma de aterrizaje, un segundo helicóptero empezó a maniobrar para el aterrizaje sin pedir permiso.
No cabía duda de quién iba en su interior. Un hombre y una mujer abandonaron la aeronave como una exhalación. Al verlos, Edith dejó escapar un grito tan repentino que Kris estuvo a punto de soltarla. Sin embargo, y pese a revolverse con un vigor que asombró a Kris (sorprendida de lo fuerte que podía llegar a ser una criatura de seis años si se lo proponía), esta no la dejó escapar de sus brazos. La mujer a la que Edith identificó con gritos de «¡Mamá, mamá!», corrió a través del terreno, resbalando y cayendo hasta quedar cubierta de barro, y subió a saltos los escalones que conducían a la cabaña mientras el hombre la seguía a escasos dos pasos de distancia. La niña, que hacía un instante parecía soldada a la cadera de Kris, echó a correr hacia su madre. Hubo lágrimas y abrazos mezclados con toda clase de sollozos mientras los tres se fundían en un abrazo.
Kris ya había derramado sus lágrimas; regresó hacia la cabaña, no tardó en hallar a sus prisioneros, atendidos por los no tan dulces modos del sargento, y los organizó para su traslado. Cuando Kris se dirigió al porche de la cabaña, la recién reunida familia seguía donde la había dejado. Un gran helicóptero ocupaba el único helipuerto: sus hélices perdían velocidad mientras de él salían una docena de hombres cuyos uniformes y duras miradas los identificaban como policías.
Kris condujo a la familia a uno de los extremos del porche y sacó a los prisioneros del interior de la cabaña sin quitarles el ojo de encima. Los tres, aún unidos en un abrazo, no repararon en los secuestradores. El líder de la brigada policial dirigió una ceñuda mirada a aquellos cinco individuos esposados, uno de los cuales tenía que ser trasladado, como si ya estuviese tomándoles las medidas para los ataúdes.
—Hay un hombre muerto en el porche trasero. Tendremos que rellenar el papeleo —añadió Kris—, ¿o me limito a remitírselo?
—A partir de ahora me ocupo yo, señora. Y si quiere papeleo, ya se lo proporcionaré, aunque tampoco es que le demos mucha importancia por aquí —dijo él, sin quitarles los ojos de encima a los prisioneros mientras eran conducidos con rapidez al helicóptero—. He oído que uno de ellos necesita un médico.
—El que tiembla —aclaró Kris.
—Sobrevivirá —gruñó el policía.
—Bueno, ellos aseguran que es el jefe —dijo Kris mientras se despedía de los prisioneros con un ademán—. Me gustaría oír lo que tiene que decir.
—No tardará en hablar. —El policía sonrió—. Sospecho que todos lo harán. Haremos que deseen soltar prenda.
Aquella frase hizo que Kris se preguntase qué otros apartados de la Declaración de Derechos Humanos de la Sociedad de la Humanidad no se habían ratificado aún en Sequim. Pero Kris tenía otros problemas.
—Sargento, que su escuadrón se ocupe de recoger todo nuestro equipo sin contaminar el escenario del crimen.
—Sí, señora —obedeció, llevándose la mano a la frente a modo de saludo.
Kris se volvió al cabo Li.
—Nuestro escuadrón pondrá los VAL en marcha. Quiero supervisar personalmente el enlace de nuestro vehículo. Que nadie lo toque antes que yo. ¿Ha quedado claro?
—Como el agua, señora. No voy a permitir que ningún recluta tenga que sufrir las consecuencias de un trabajo chapucero que ha estado a punto de freímos a mis hombres y a mí. —Le gustaba que los oficiales mostrasen un interés personal en el trabajo de sus subalternos.
Kris echó un lento vistazo a los alrededores para comprobar que todo movimiento estaba siendo supervisado, entonces siguió al cabo.
Tardó un rato en reunir a los marines que habían proporcionado fuego de cobertura desde el bosque; se habían alejado mucho cuando apareció la nave. Una vez con ellos, se dirigió hacia la Tifón. En la rampa, un policía esperaba para cargar con el secuestrador inconsciente. A la derecha del médico se encontraba el capitán Thorpe, sonriendo satisfecho mientras contemplaba los resultados de su aterrizaje.
—Ha sido un buen trabajo, desde luego.
—Sí, señor —dijo Kris—. Tengo que ir a por los VAL. ¿Puedo solicitar un aerodeslizador?
—¿Es que sus marines son tan vagos que les da pereza volver por ese pantano por el que los condujo, alférez?
—No, señor. Solo pensaba que quizá le gustaría contar con todo el mundo a bordo cuanto antes —replicó. Si hubiese ido directamente a por los vehículos, a pie, se hubiese ganado una reprimenda por perder el tiempo en aquel barrizal. Kris estaba empezando a acostumbrarse a que todas sus opciones fuesen igual de malas.
—Coja el número 2 y dese prisa —ordenó Thorpe antes de añadir, como si acabase de recordarlo—: Buen trabajo, alférez.
Kris saludó y condujo a su escuadrón a bordo de la nave. No le sorprendió que el interior estuviese tan revuelto, después del aterrizaje de la Tifón. En cualquier caso, Nelly mostró rápidamente a Kris dónde se encontraba estacionado el aerodeslizador. Kris utilizó otra rampa para irse; no le apetecía escuchar dos veces aquello a lo que Thorpe llamaba «motivación». Encontró la salida, dio la orden a través de la red de la nave y observó cómo la escotilla se abría lentamente, haciendo que el aerodeslizador descendiese desde la plataforma.
En tres minutos, Kris había realizado todas las comprobaciones y reunido a todo su equipo. El cabo tomó los mandos, con Kris sentada tras él. En los asientos traseros, los marines rompieron en vítores y gritos mientras se alejaban de la Tifón.
Mientras el cabo esquivaba árboles y rebotaba sobre rocas, conforme la celebración ganaba intensidad, se inclinó hacia Kris.
—Gracias por el aterrizaje, señora. Nos daba por muertos. No conozco a muchos oficiales que hubiesen logrado lo que usted. Solo rogaba por que pudiésemos aterrizar; aterrizar y rescatar a esa pobre niña. Si le digo la verdad, señora, puede que usted aún no sea una marine, pero se ha ganado mi lealtad.
—Gracias —fue lo único que llegó a articular Kris. Te equivocas, padre. La mejor sensación del mundo no se consigue con una victoria electoral. Kris dudó que pudiese llegar a sentir más orgullo que en aquel instante, al escuchar las loas de su subordinado. Aquellas palabras valían más que cualquier medalla.
Los VAL estaban exactamente donde los habían dejado. Mientras tres marines cargaban el del sargento en el interior del aerodeslizador, Kris y Li examinaron el suyo. El enlace de comunicaciones seguía frito.
—Con cuidado —dijo Kris a los tres marines mientras estos subían el VAL de la alférez al aerodeslizador.
—Sí, sería una pena que se le arreglase el problema con unos golpecitos —observó uno de los reclutas. Kris rio en voz baja; que fuesen marines no significaba que fuesen tontos… solo eran, bueno, marines. El viaje de vuelta fue más lento. Para cuando llegaron a la Tifón, encontraron una escotilla abierta en el casco de la nave, de modo que se dirigieron directamente a la plataforma de carga. Tommy estaba esperando, con el detector en una mano.
—¿Listo para hurgar en este montón de chatarra? —preguntó Kris mientras se bajaba del vehículo.
—Qué va —dijo él, apoyándose contra el umbral que daba acceso a la plataforma—, tenía pensado salir a dar una vuelta, no te digo… ¿Cuál de los dos es el tuyo?
Kris ordenó a los marines que lo descargasen y Tommy se puso manos a la obra. La alférez se dirigió a su taquilla y se quitó el traje de desembarco. Le hubiese encantado darse una ducha, pero no tenía ni idea de dónde encontrarla en aquella nave reconvertida, así que se conformó con ponerse la ropa color caqui del día anterior. Mientras terminaba de cambiarse, Tommy le hizo un gesto para que se le uniese y echase un vistazo a las entrañas de la cabina.
—¿Qué puedes contarme de nuestro fallecido enlace? —preguntó ella.
—Que el corazón me dio un vuelco cuando perdiste el contacto —dijo él.
Kris no estaba segura de si aquella frase era una expresión irlandesa o si Tommy estaba flirteando con ella. Esquivó la pregunta ignorándolo.
Él, sin embargo, continuó.
—Este modelo de comunicador está retirado del mercado. El subcontratista incorporó una remesa de piezas, tanto el fabricante como los componentes pasaron la inspección… o eso dicen los papeles. Deja que le eche un vistazo. —Sin su revestimiento, los entresijos de la cabina se encontraban al descubierto. Kris no necesitó el detector mágico de Tommy para dar con el problema; el panel de circuitos que él sostenía era un amasijo de plástico quemado.
—¿Hay algún modo de saber si hemos tenido mala suerte o si alguien estuvo manipulando el panel? —preguntó Kris, dando rienda suelta a la paranoia que había aprendido de su padre.
Tommy entrecerró un ojo mientras la miraba de soslayo.
—¿Quién iba a manipularlo? Eso es prácticamente imposible.
Kris suspiró, se puso en pie y se apoyó sobre la taquilla. Contempló las piezas que se extendían ante ella, intentando darle sentido a aquel maremágnum. ¿Había sido una mala distribución de los componentes lo que había estado a punto de matar a sus marines y a ella… para después, salvarlos?
—¿En qué estás pensando? —preguntó Tommy, en cuclillas a su lado.
—Tendré que reunirme con mi equipo —dijo, sin dirigirse a nadie en particular—. ¿No abordaba uno de los manuales de la EAO algo sobre rememorar las situaciones peligrosas para prevenir el estrés postraumático? ¿Crees que estar a punto de acabar fritos durante la entrada en la atmósfera cuenta?
—La abuela Chin y sus ancestros dirían que sí —dijo Tommy.
—Pero el caso es que yo misma me siento un poco tensa. Dentro de muy poco, mi padre y yo mantendremos una larga charla sobre los suministros que nos proporciona su Gobierno —dijo ella. Después, recordó algo—. Si esa maldita parte había sido retirada del mercado, ¿por qué no la habían reemplazado?
—No teníamos con qué. El oficial de suministros del escuadrón 6 me prometió un reemplazo en tres días. Despegamos al segundo.
—¿Y crees que ha sido cuestión de suerte? Vale. ¿Sabes una cosa, Tommy? Creo que necesito algo para mejorarla. ¿Alguna sugerencia?
—¿Has pensado en dejar un vaso de leche para los duendes?
—Creo que prefiero una cerveza —murmuró—. Pueden quedarse con lo que se me derrame.
—Por mí bien —dijo Tommy a su lado con una sonrisa.
Antes de que Kris pudiese añadir algo, ambos enlaces de comunicaciones se vieron interrumpidos, acompañando con débiles pitidos el toque de corneta de la llamada a los oficiales. El capitán Thorpe tenía una noción bastante anticuada de lo que suponían el decoro militar y la motivación.
—El director general de Sequim demanda la presencia de todos los oficiales de la nave en su residencia a las 19.30, hora local, para una recepción. La Tifón despegará para dirigirse al puerto espacial más importante de Sequim a las 17.00, hora local. El uniforme para la ocasión ha de ser blanco.
Kris suspiró, concluyó que no le gustaba el plan y se dirigió a su camarote. Con un poco de suerte, su vestido blanco no habría quedado muy arrugado después de que la nave cambiase de forma. Pero Kris sospechaba que, por algún motivo, aquella mañana la fortuna no estaba por la labor de sonreírle.