Capítulo 3

3

El VAL del sargento aterrizó hasta detenerse en la misma playa que el de Kris, a diez metros de distancia. Mientras el sargento y su escuadrón se preparaban, Kris se dirigió hacia ellos, pasando por encima de tablones de madera y una especie de pez a medio comer, y ordenó a Nelly transmitir la ruta de aproximación alternativa al sargento.

Mucho antes de recibir el mensaje procedente de la Tifón que le ordenaba dejar todo cuanto estuviese haciendo y dirigirse a Sequim, Kris había estado informándose acerca del secuestro; aquel mes estaba siendo la noticia más importante en los mundos periféricos. Las apuestas en la sala de oficiales eran de dos a uno a que Sequim imploraría ayuda a la Marina en cuanto el segundo intento de rescate fracasase. Kris atribuyó aquellas apuestas a la esperanza, más que a las expectativas. Pero entonces el tercer intento local por asaltar la cabaña terminó con dos de sus mejores rastreadores siendo arrojados desde un acantilado de cien metros de altura a las turbulentas aguas que rugían debajo. La policía local solo había conseguido aproximarse a quince kilómetros de la cabaña. Kris imaginó que llamarían a la Marina, pero nunca esperó que fuese la Tifón quien tuviera que acudir o ella quien dirigiese el pelotón. Pero como solía gruñir el viejo comandante en la EAO: «Nosotros no tenemos que preguntarnos por qué, tenemos que actuar y después rellenar el papeleo».

Así que Kris se había pasado todas las mañanas de los últimos cuatro días o preparando a su pelotón o planeando el asalto.

El sargento y el capitán Thorpe querían un desembarco y un asalto rápidos, de modo que eso mismo fue lo que Kris preparó. De todos modos, una de las reglas de oro de padre era que siempre se ha de tener un plan de emergencia.

Pese al poco tiempo que le quedaba, llamó a Tommy para que le ayudase a elaborar un plan alternativo.

—Esa tundra parece de lo más inhóspita —dijo Tommy, estudiando los datos que el soplón le proporcionaba sobre el patio en el que debían desembarcar.

—Es verano; la tundra se pone hecha unos zorros en esta época del año. El ordenador dice que entra dentro de lo habitual. ¿No confías en los estándares de tu ordenador? —preguntó Kris mientras lanzaba un codazo amistoso a las costillas de Tommy.

—No —respondió este sin levantar la mirada—. Además, si el ordenador hubiese sido programado por alguien en quien no confío, ¿por qué iba a hacerlo?

—Así que crees en Dios, pero no en los ordenadores.

—¿No era eso lo que me decía la abuela Chin que hiciese? —contestó casi sin pestañear.

—Localízame una puerta trasera a ese sitio —le pidió Kris.

—Podría dejar el VAL en este estanque y tú podrías ir caminando desde aquí —observó Tommy.

Kris había estado estudiando el estanque y el terreno que se extendía entre aquel y la cabaña donde se encontraban los secuestradores.

—Estos bosques interfieren tanto con la electrónica como los lugares donde acabaron muertos los civiles. —Kris había memorizado las firmas electrónicas de los tres equipos de rescate civil abatidos. Los cuerpos seguían allí, nadie se arriesgaría a ir a recuperarlos—. Pero fíjate en una cosa, ¿no te parece que este pantanal está muy tranquilo? —Kris apretó los labios mientras inspeccionaba el barro y el fango.

Al contrario que otros urbanitas, Kris no se hacía ilusiones sobre lo agradable que era la madre naturaleza en estado salvaje. Había dividido su último verano en la universidad organizando la campaña electoral de su hermano Honovi y recorriendo las hostiles montañas Azules de Bastión. «No es un lugar para vagos, eso desde luego», solía decir.

—Pero a los marines y a ciertas alféreces novatas les gusta jugar en el barro. —Tommy sonrió de nuevo y se llevó otro codazo en las costillas, pero este fue un poco más fuerte. Al cabo de un rato, dio con una ruta desde el lugar de aterrizaje. Kris tardó media hora más en transferir el plan B completo a la memoria de Nelly.

Después atravesó aquel húmedo lugar hasta llegar al sargento. Él asintió.

—Va a ser duro, pero uno no se alista en los marines para que se lo den todo hecho.

Kris se dirigió al técnico.

—Hanson, echa un vistazo a la ruta que he enviado a tu pantalla de datos. —Eran las diez de la noche en el reloj de veinticinco horas y media de Sequim y el día gris y lluvioso se tornaba oscuro incluso en aquella latitud norte, cuando los dos escuadrones de Kris se pusieron en marcha cubiertos de fango hasta la cintura. Iba a ser un viaje lento. Los trajes de combate aislaban el cuerpo del agua helada mientras los sistemas de camuflaje se esforzaban por que los colores se ajustasen a aquel entorno en permanente cambio. El traje de uno de los marines se estropeó y adquirió la tonalidad amarilla de la arena, de la cabeza a los pies, independientemente de lo que le rodease. Los trajes eran impermeables, pero la armadura no aislaba bien contra el frío de una ventisca tan gélida como el corazón del sargento. Y aunque el agua les llegase a la cintura o por debajo de las rodillas, cada paso enterraba sus botas en el barro hasta la altura del tobillo. Para empeorar las cosas, los mosquitos (o su equivalente local) aparecieron enseguida. Kris bajó el visor de su casco y sus soldados la imitaron. Su respiración se volvió lenta al tener que inhalar a través de aquellos filtros, diseñados para cosas mucho más pequeñas que un mosquito.

Cuando se aproximaban las once de la noche, el pequeño grupo de Kris volvió a pisar tierra firme. La alférez anunció un descanso mientras ella, el sargento y el técnico examinaban la arboleda que se extendía ante ellos. Los árboles alcanzaban los treinta metros de altura y sus verdes copas se alzaban sobre troncos desnudos y escamosos, como los árboles terrestres de hoja perenne que tan rápido se habían extendido por las montañas Azules, en la región templada de Bastión. Pero al contrario que los ejemplares de la Tierra, sus hojas en forma de aguja terminaban en púas. El informe de Kris no decía nada acerca de si sus tropas eran alérgicas al contenido de aquellos aguijones, pero no quería tener que comprobarlo.

—Cúbranse bien —ordenó.

Mientras los demás descansaban, Hanson exploró el bosque en busca de cualquier signo de vida humana, trampas o cualquier cosa que pudiese afectarles. El soplón volaba bajo, sin dejar de proporcionar información.

—Hay un par de cosas grandes aquí y allá —dijo Hanson, colocando los informes de sus sensores sobre los mapas de Kris—. No creo que sea nada a lo que no podamos hacer frente, pero haría que la noche fuese más movidita de lo que se nos prometió y no nos conviene armar jaleo por culpa de algún animal con ganas de marcha.

Kris señaló sus ubicaciones en los mapas de su equipo con un «no pasar» y preguntó por qué más tenían que preocuparse.

El técnico respondió encogiendo los hombros.

—También hay un montón de cosas entre medianas y grandes. Para los habitantes peludos de este bosque, es la época de recoger comida.

Kris dio por acabada la conversación con un «gracias». Ya voy, Eddy.

El descanso parecía haber restaurado el vigor de sus tropas. Las piernas de Kris pasaron de provocarle una intensa agonía a solo dolor. Tengo que pasar más tiempo en el gimnasio si quiero estar a la altura de los marines.

A su alrededor, la noche iba colmándose de una espesa oscuridad. Kris se ajustaba al horario a la perfección. Ella y sus tropas avanzaron en silencio entre las sombras del escaso follaje. Los técnicos se mantuvieron alerta ante la presencia de cualquier humano, pero fue la naturaleza lo que les hizo pasar un mal rato. La lluvia, además de dificultar la visión, hacía que el terreno fuese resbaladizo. En dos ocasiones cayó un marine. Uno de ellos, una mujer, se avergonzó de su caída; el otro tuvo que activar la banda de presión del tobillo de su traje. Continuó el camino cojeando, aguantando el dolor con los dientes apretados.

Media hora después, Kris hizo una señal para que sus soldados descansasen cien metros antes del fin de la arboleda. Mientras el pelotón recuperaba fuerzas, el sargento y ella avanzaron poco a poco y con precaución para echar un vistazo a las puertas que iban a tener que echar abajo.

La cabaña consistía en una estructura de madera de dos plantas; las pocas ventanas reflejaban con claridad hasta qué punto eran fríos los meses de invierno en aquel lugar. Un porche inclinado cubría las secciones delantera y trasera. Los infrarrojos mostraban a media docena de fuentes de calor del tamaño de un hombre distribuidas en ambas secciones. No obstante, a través de los prismáticos de visión nocturna solo alcanzaron a ver a dos de los seis supuestos guardias.

Kris hizo que el soplón volase todo lo bajo que podía sin ser descubierto, a quinientos metros por encima de la cabaña. Si se acercaba demasiado aparecería en el radar, pese a ser un objetivo sigiloso. Con dos hombres armados fuera, Kris quería echar un buen vistazo al interior del edificio para identificar a los objetivos. Dentro de la cabaña, cuatro fuentes de calor mostraban temperaturas variables. Kris levantó el visor de su casco y susurró:

—Seis objetivos. —El sargento asintió.

Kris estudió a los seis blancos durante quince minutos, mientras estos dormían. Solo uno de ellos, el tipo que se encontraba bajo el porche trasero, llegó a moverse, y su trayecto concluyó en el retrete. En el interior, otros tres hombres parecían estar profundamente dormidos en sus camas. Un cuarto hombre, en el rellano del piso superior, el verdugo que habría de actuar si alguien intentaba rescatar a la chica, no se movió de su silla.

—Qué poco profesional —observó Kris. Las negociaciones se habían extendido durante una semana, obstruidas por la demanda de los secuestradores de una nave que los condujese allá donde quisiesen. Ningún capitán estaría dispuesto a mezclarse con aquellos payasos.

—Si hubiésemos llevado a cabo mi plan, mi escuadrón se hubiese ocupado de esos capullos antes de que se diesen cuenta de que estábamos aquí —protestó el sargento.

Kris mostró su escaso interés en lo que hubiera podido suceder encogiéndose de hombros y llamó a Hanson para que examinase los trescientos metros de terreno despejado que rodeaban a la cabaña. A quinientos metros de distancia, la altura mínima para el soplón, no se observaba nada interesante sobre aquella sección de terreno. Pero gracias a aquella inspección a baja altura, Hanson identificó rápidamente el zumbido de varias baterías de escasa potencia.

—¿Qué están alimentando? —preguntó el sargento.

—Estoy en ello, sargento.

A este no tardó en acabársele la paciencia, por lo que llamó al técnico de su propio pelotón. Ambos tardaron unos minutos más, hurgando con los sensores, antes de que Hanson dejase escapar un silbido.

—Hiperláseres de baja potencia —susurró. Al cabo de un momento, dio con las frecuencias. Kris ajustó sus sistemas de defensa contra láser y observó una maraña de rayos que se cruzaban sobre el terreno, extendiéndose hasta los veinticinco o treinta metros de altura. Ninguno de aquellos haces hubiese dado con el soplón a menos que volase a ras de tierra… y aquella maniobra iba en contra del protocolo. ¡Maldita sea! Estos tipos saben demasiado y están muy bien equipados. ¿Quién habrá financiado los elevados costes del trabajo y les ha dado las órdenes?

Pero claro, Sequim era un planeta rico y su director poseía un amplio abanico de inversiones en sus recursos naturales. Kris se preguntó con quién se encontraría aquel hombre al día siguiente para entregar los millones que pedían como recompensa por la vida de su joven hija.

Kris, que también era la hija de un político hipócrita, esperaba que muchos ofreciesen su ayuda… a cambio de una «pequeña» consideración por las molestias. Kris frunció el ceño; nunca había pensado en quién ofreció dinero para el rescate de Eddy, o qué se pidió a cambio de su vida. Algo interesante sobre lo que reflexionar… más tarde.

Hanson seguía atareado; sonrió cuando uno de sus sensores empezó a parpadear en varias secuencias multicolor.

—Detecto un residuo de desgasificación de C-12 y plásticos blandos —susurró.

—Deja que lo compruebe —gruñó el sargento en voz baja antes de quitarle el instrumento al técnico de las manos. Contempló el aparato con la frente arrugada, le dio unos golpecitos en uno de los lados y lo estudió un rato más. Finalmente, contempló el terreno—. No veo ninguna excavación por aquí cerca. No la vi desde la órbita y no la veo ahora.

—¿Puede que sean minas camaleón modelo 41? —propuso Kris.

—No tendremos que preocuparnos por ellas —respondió el sargento inmediatamente—. ¡Acaban de empezar a fabricarlas! —Sus palabras perdieron vigor al caer en la cuenta de que lo que sabía contradecía aquello que estaba viendo—. Maldita sea, ¿y si esos hijos de perra cuentan con semejantes medios? —No respondió a su propia pregunta.

—El lugar está cubierto de minas, sargento —informó Hanson con determinación.

—¿Conectadas a los láseres o activadas por presión? —quiso saber Kris.

—Yo tampoco tengo ni idea, señora, pero si tuviese que apostar, diría que ambas.

Kris inhaló profundamente el olor de la pantanosa tundra que se extendía ante ella. Después de frotarse los ojos, estudió el cielo. Las nubes eran densas, pero al sur se extendía una luz grisácea. Faltaba una hora para el amanecer. Cierto, aquellos tipos parecían acostumbrados a dormir hasta que el sol había salido del todo, algo comprensible teniendo en cuenta que solo disponían de entre tres y cuatro horas de oscuridad. De todos modos, los guardias se mostraron más inquietos durante el alba; y un solo ruido convertiría la siesta de los secuestradores en un tiroteo, con luz de sobra para identificar a sus objetivos. Kris tenía que recorrer a toda prisa, acompañada por diez marines, los trescientos metros que los separaban de la cabaña.

La joven alférez se volvió hacia la arboleda para dirigirse a su equipo.

—¿Quiénes tienen los detectores de láser averiados? —preguntó. Poco después, cuatro avergonzados soldados reconocieron que el equipo que con tanto cuidado habían preparado de cara a la operación en la plataforma de carga se había convertido en un peso muerto. Kris tuvo suerte, ya que tanto el cojo como el marine vestido de amarillo no podían detectar los láseres; solo tendría que dejar a cuatro atrás.

—Vosotros cuatro proporcionaréis fuego de cobertura. —Aquello, sin embargo, solo era el comienzo de los problemas de Kris. Para empezar, la munición de dos milímetros de los M-6 podía provocar dos efectos, y uno de ellos era la muerte. Los M-6 ni siquiera utilizaban cartuchos: una vez el medidor de alcance fijaba la distancia hasta el objetivo, introducía en la cámara el número apropiado de dardos.

El otro problema eran los Colt Physer, equipados con munición no letal diseñada para dormir al objetivo en lugar de matarlo. Aquellos proyectiles somníferos presentaban un inconveniente: si impactaban con demasiada potencia podían partir un hueso, una arteria o provocar daños en el cerebro. Pero a trescientos metros de distancia, aquellas ligeras balas podrían desviarse por el efecto del viento. La probabilidad de dar en el blanco era muy baja.

—Sargento, que los dos mejores tiradores de estos cuatro preparen dardos somníferos; los otros dos, munición real. —El sargento impartió las órdenes gesticulando—. Si las cosas se ponen interesantes, el sargento o yo indicaremos a quién hay que disparar y con qué —les explicó Kris en voz baja, antes de decidir que era el momento de reiterar una cosa antes de la intervención—. Recuerden, marines, vamos a actuar como policías. Esos secuestradores tienen derecho a comparecer ante un jurado. Pero Sequim todavía contempla la pena de muerte. Nosotros los capturamos y ellos los cuelgan.

Con un gruñido de satisfacción, los marines se prepararon. El equipo del sargento, reducido a él mismo y al técnico, fue en cabeza. Tras ellos avanzaron, en línea recta, el cabo y un tirador. Kris dirigió a su escuadrón, con Hanson y sus artilugios ante ella. El cabo Li y otro marine cubrían la retaguardia.

El técnico del sargento iba en cabeza, empleando su bolsa de dispositivos mágicos para indicar a aquellos que le seguían cuándo dar amplios pasos para eludir los láseres y cuando desviarse a la izquierda o a la derecha para esquivar las minas.

Kris detectó una mina al pasar a su lado. Su superficie estaba perfectamente camuflada en la tundra que la rodeaba. Medía unos quince centímetros de diámetro y apenas uno de altura, por lo que no proyectaba sombra. Sin embargo, observarla proporcionaba cierta información.

El sol estival había templado el terreno en el que se encontraba, hundiéndola entre dos y tres milímetros. Kris observó alrededor. Al saber qué aspecto tenían, encontró media docena más. Sin embargo, en torno a ellas no había rastros de pisadas. Eso era lo que había estado buscando desde el cielo: pisadas en la frágil tundra. Debían de haberlas tirado desde un helicóptero. Es decir, más gastos. ¿Quién estaba pagando las facturas de todo aquello?

Kris se moría de ganas de darse una ducha, tomar un café y charlar con alguien sobre todo por lo que había tenido que pasar durante las últimas horas. Había incógnitas en aquella operación, incógnitas que se le escapaban.

Pero Eddy no necesitaba que despejase incógnitas. Eddy necesitaba que lo rescatasen.

Kris se concentró en el problema que tenía entre manos. Agazapada, a medio camino en aquel campo de minas de trescientos metros, descubrió lo que significaba sentirse realmente desnuda y vulnerable. Vigilaba cada paso. Comprobaba en todo momento la información que le proporcionaba el soplón sobre la casa. Observaba a los guardias dormidos, alerta ante cualquier señal de vigilia. De vez en cuando, recordaba respirar.

La reentrada en la atmósfera parecía haber durado un año entero. Kris envejeció siglos cruzando la tundra que se extendía desde la cabaña. Cuando finalmente se encontró cerca, hizo una señal al sargento para que la rodease con su escuadrón; la puerta frontal era suya: le proporcionaba un acceso directo a la escalera central y al tirador que esperaba al final de ella. Llevaba diez minutos queriendo abrazar a aquella pobre chica contra su armadura. Independientemente de lo que ocurriese en la casa una vez dentro, Kris protegería a la niña con su propia vida.

Pero se le acabó la suerte a unos diez metros de la cabaña. Uno de los soñadores se despertó para ir al baño. Durante el viaje hasta el excusado, pasó por delante de una de las ventanas de la cabaña.

—Marines, tenemos movimiento dentro de la casa —susurró Kris por el micrófono mientras el tipo se detenía ante la ventana para rascarse—. Empezaremos la fiesta a mi señal. Sargento, ocúpese de la parte trasera y despeje la planta inferior. Mi escuadrón se ocupará del frente y del piso superior. —Hizo una pausa, a la espera de preguntas… cuando el matón de la ventana apuntó con su arma y disparó una ráfaga de fuego automático sobre ellos—. Fuego de cobertura; ocúpense del tipo de la ventana. Cabo Li, encárguese del guardia dormido del porche antes de que se despierte. Hanson, ábranos una vía.

—Délo por hecho —murmuró Hanson mientras introducía una carga en su lanzagranadas y apuntaba hacia la puerta.

Detrás de Kris, una marine de la escuadra del cabo Li fue alcanzada en el pecho por una andanada. El impacto la catapultó a casi dos metros de distancia. Aterrizó sobre una mina, que la lanzó por los aires.

—¡Detonación! —gritó Hanson. Kris se echó cuerpo a tierra y, con un grave silbido, una carga explosiva salió despedida del lanzagranadas del técnico, alcanzando la puerta de entrada y extendiendo un cable entre esta y la alférez. El portón saltó en pedazos; entonces, como si fuesen una ristra de petardos, las cargas del cable detonaron en sucesión. La mayoría no causó daños, pero tres de ellas activaron sendas minas. Kris esperó el tiempo justo para que los estallidos concluyesen y echó a correr hacia la puerta. La alcanzó antes de que los últimos fragmentos tocasen el suelo.

La alférez tuvo que esforzarse por mantener el equilibrio cuando se adentró a la carrera en el salón. Las escaleras se extendían ante ella, pero no podía ver al tirador que debía de encontrarse en ellas. A su derecha, un hombre fue abatido por una salva de disparos procedente del patio y apareció otro, rodando desde el sofá, apuntándola con su arma.

Quería ocuparse del tirador de la escalera, no de aquel tipo. Pero lo bueno de ir acompañado por los marines es que siempre hay alguien cubriéndote las espaldas, siempre hay refuerzos. Kris ignoró a aquel hombre y corrió hacia las escaleras con el arma en posición de disparo y el cargador repleto de munición somnífera. ¡Ya voy, Eddy!

A medio camino, alcanzó a ver al tirador dormido. El bullicio le había despertado. Sus ojos se abrieron de par en par en cuanto vio a Kris apuntándolo con su arma. Levantó las manos. Quizá quisiese llevarlas a su pistola. Quizá intentaba protegerse de los disparos. No importaba. La alférez apretó el gatillo.

Los dardos se hundieron en el pecho, garganta y rostro del hombre, derribándolo de espaldas. Kris llegó al final de la escalera, giró a la izquierda y se dirigió hacia el dormitorio central. De aquella estancia no dejaban de llegar gritos; no había duda acerca de dónde se encontraba la rehén.

Kris embistió la puerta, pero esta, lejos de ceder, resistió su envite.

Hanson apareció tras la alférez. Se arrodilló ante la puerta, revistió el cerrojo con explosivo plástico, lo cubrió con un pedazo de tejido blindado y agachó la cabeza.

La puerta saltó en pedazos.

Kris se puso en marcha antes de que el estruendo de la detonación se hubiese desvanecido. En principio aquello era imposible, pero ella juraría que lo había hecho. Atravesó el umbral a toda velocidad, echó un rápido vistazo de un lado a otro de la estancia a través de la mira de su fusil y se abalanzó hacia la diminuta figura vestida con vaqueros rasgados y un sucio jersey verde. La niña estaba incorporada sobre la cama, tirando de las correas que la sujetaban y gritando tan alto como le permitían sus pulmones de seis años. Lo que Kris realmente deseaba era abrazarla contra su pecho, pero situaciones como aquella tenían sus propias reglas. Se echó al suelo. Había algo pequeño y con mala pinta atado con cables a los bajos de la cama.

—Hanson, tenemos una bomba.

El técnico se aproximó hacia la cama hasta quedar de rodillas a su lado mientras Kris inspeccionaba la habitación. Lo que parecía una mochila escolar estaba llena de ropa y cachivaches. Kris decidió ignorarla por el momento. Por lo demás, aquella habitación de suelo de madera, paredes de color verde claro y techo canela estaba completamente vacía. No había ni un armario. Kris se volvió hacia la pequeña, que no dejaba de aullar, cuando Hanson terminó de examinar al monstruo de debajo de la cama.

—Hay una bomba acoplada a las correas. Si las corto, explotará.

—Entonces, desactívela —le ordenó el cabo Li mientras entraba en la habitación, seguido de su tiradora, sucia de pies a cabeza pero indemne tras su encuentro con las balas y las minas.

—¿Está bien? —preguntó Kris a la recluta.

—Está bien —contestó el cabo por ella—. Aterrizó sobre la mina de espaldas. De haberla pisado, le hubiese volado el pie. Pero tal y como cayó, solo la lanzó por los aires.

—Recuérdame que informe al cuartel general de que las minas son un asco —dijo Kris con una sonrisa.

—Estoy listo para desactivar esta cosa —dijo Hanson, haciendo que los marines se congregasen en torno a la pequeña, que aún no había dejado de chillar—. Si esto no sale bien, no estaría de más que hubiese algo de armadura entre la niña y la bomba.

No permitiría que nada hiciese daño a la niña. Kris levantó a la chiquilla de la cama todo cuanto le permitían las correas y se colocó entre las raídas sábanas y la pequeña. Esta dejó de llorar cuando Kris la abrazó, aunque su respiración se convirtió en una sucesión de hipidos entrecortados.

—Nadie te va a hacer daño, cielo —le susurró Kris a la niña al oído.

—¿Nadie? —dijo la niña entre sollozos.

—Nadie —le garantizó Hanson—. Venga, y ahora todo el mundo al salón. —Cuando el cabo y la recluta se hubieron marchado, Hanson suspiró—. Creo que lo tengo controlado. —Bajó su visor y se deslizó bajo la cama.

Durante un largo rato, no pasó nada. Kris esperó. Nada, aún. Entonces Hanson se puso en pie, levantó su visor y sonrió como un hombre al que le hubiese tocado la lotería.

—No se quede ahí quieto —dijo Kris— y libere a esta niña.

—Sí, señora —obedeció Hanson mientras sacaba unas tijeras.

Li y la tiradora regresaron, formando un muro entre el mundo exterior y la niña. Kris levantó su visor.

—Han llegado los marines, cariño. Estás a salvo. Nadie va a hacerte daño. —La niña, cuyo rostro aún permanecía congelado en un rictus de terror, blanco como las sábanas, escuchó aquellas palabras mientras observaba a los marines con ojos inquietos. Mientras Hanson liberaba sus brazos, la tensión de sus diminutos músculos empezó a desvanecerse bajo el abrazo de Kris mientras intentaba, con todas sus fuerzas, creer lo que le decía aquella extraña. Cuando al fin quedó libre, la niña rodó sobre sí misma y abrazó a Kris, enterrando su rostro en la rígida armadura de combate, deshaciéndose en hondos y desgarradores sollozos. La alférez Longknife la sujetó con fuerza, protegiéndola, y no pudo contener algunas lágrimas; lágrimas de una alférez de la Marina que había salvado la vida de una niña desconocida, las de una niña de diez años que no había conseguido salvar a su hermano.

Sobre Kris, tres marines permanecían alerta con las armas preparadas y sonrisas de orgullo en sus rostros.

—Así se hace —dijo el cabo Li.

—Así se hace —repitió Hanson.

—Dios mío, Dios mío… —repetía la recluta.

—La casa está asegurada —informó el sargento a través de la red de comunicaciones—. Los técnicos no han encontrado ningún interruptor de contacto continuo. Uno de los malos ha muerto. Cinco están esposados y durmiendo profundamente. Unos cuantos dardos somníferos impactaron a corta distancia: algunos de estos tipos agradecerían atención médica.

Kris se enjugó las lágrimas y consiguió ponerse en pie sin separarse un solo centímetro de la niña.

—Muy bien, sargento.

Kris conectó su comunicador a la red local.

—Aquí la alférez Longknife. La rehén está a salvo. Repito, la niña está sana y salva. Hemos reducido a cinco de los secuestradores, algunos están heridos. Solicito refuerzos médicos de emergencia. Cuidado, el terreno en torno al objetivo está cubierto de minas. No aterricen hasta que las hayamos desactivado. —Media docena de redes de policía y la Tifón hicieron saber a Kris que habían recibido su informe.

Kris echó la vista hacia abajo hasta cruzar su mirada con los ojos enrojecidos que la observaban. Estrechó a la niña con fuerza. Te equivocas, madre: la Marina no es una pérdida de tiempo. Algunos días valen más de lo que nadie podría pagar.