Capítulo 1

1

—Hay una niña aterrada ahí abajo.

La voz de barítono del capitán Thorpe reverberó por las duras paredes de metal de la plataforma de desembarco de la Tifón. Los marines, que estaban a punto de comprobar sus trajes de combate, sus armas y sus almas de cara a aquella misión de rescate, estaban atentos a cada palabra.

La alférez Kris Longknife dividió su atención; parte de ella permaneció atenta, estudiando el impacto de aquel discurso en los hombres y mujeres que no tardaría en liderar. En su corta vida de veintidós años había oído gran cantidad de fastuosa oratoria. Otra parte de ella escuchaba las palabras de su comandante, sintiéndose empapada por ellas, interiorizándolas. Había pasado mucho tiempo desde que las meras palabras fueran capaces de erizar el vello de su nuca, despertándole el deseo de descuartizar a algún bastardo miembro a miembro.

—Los civiles intentaron rescatarla. —Kris reparó en aquella pausa. A continuación, las malas noticias—. Y fracasaron. Ahora han llamado a los perros.

Los marines que rodeaban a Kris gruñeron en respuesta a su capitán. Solo había trabajado con ellos durante cuatro días; ¡y la Tifón se había puesto en marcha en menos de dos horas! El capitán Thorpe los había reunido en el puerto espacial, a falta de la mitad de la tripulación y sin un teniente que dirigiese al pelotón de desembarco.

En aquel momento, una alférez llamada Longknife, recién salida de la academia, se hallaba rodeada de marines con entre tres y doce años de experiencia en el cuerpo, deseosos de hacer algo definitivo y peligroso.

—Habéis entrenado. Habéis sudado. —Las palabras del capitán poseían el staccato de una ametralladora—. Os habéis preparado para este momento desde que os unisteis al cuerpo. Podríais rescatar a esa niña secuestrada con los ojos cerrados. —Bajo la débil luz de la plataforma de desembarco, los ojos brillaban con intensidad. Las mandíbulas permanecían tensas; las manos estaban cerradas en apretados puños. Kris miró hacia abajo; también las suyas. Sí, aquellas tropas estaban listas, todas salvo una alférez recién salida de la academia. Dios mío, no me dejes pifiarla, rezó Kris en silencio.

—Y ahora, desembarcad, marines. Pateadles el culo a esos terroristas y devolved a esa niña a los brazos de su madre, ese es su lugar.

—¡Hurra! —respondieron doce motivados hombres y mujeres mientras el capitán se dirigía lentamente hacia la salida. Bueno, once marines motivados y una alférez asustada. Kris gritó con la misma exultante confianza que escuchó en los demás. Aquel no había sido uno de los discursos políticos comedidos y sosegados de su padre. Y por eso mismo se había unido Kris a la Marina. Estaba viviendo algo real; algo que permitiría que sus actos marcasen la diferencia. Se acabó la cháchara y el no hacer nada. Sonrió. Si pudieses verme, padre. Decías que la Marina era una pérdida de tiempo, madre. ¡Pero hoy no!

Kris inspiró profundamente mientras su pelotón se volvía para hacer los preparativos. El olor de la armadura, la munición, el aceite y el honesto sudor humano le hizo sentir una descarga de adrenalina. Aquello era su misión y ese su escuadrón, y quería ver a esa niña pequeña regresar a casa sana y salva. Esa niña viviría.

El recuerdo de otra niña regresó a la mente de Kris y esta lo pisoteó. No quería rememorarlo.

El capitán Thorpe hizo una pausa en su camino hacia la salida justo delante de ella. Cara a cara, se inclinó sobre su rostro.

—No pienses con la cabeza, alférez —le gruñó con un susurro—. Confía en tu instinto. Confía en tu pelotón y en el sargento de artillería. Son buenos. El comodoro cree que tienes lo que hay que tener, incluso siendo una de esos Longknife. Demuéstrame de lo que eres capaz. Ocúpate de esos cabrones sin miramientos. Pero si solo vas de boquilla, como tu viejo, díselo a tu sargento de artillería antes de cagarla, para que nos ocupemos nosotros de la misión. Y te enviaremos de vuelta al regazo de tu mamá justo a tiempo para tu puesta de largo.

Kris le devolvió la mirada y su rostro se congeló mientras se formaba un nudo en su garganta. Había estado encima de ella desde que embarcaron, siempre a disgusto, atacándola constantemente. Pero le demostraría su valor.

—Sí, señor —le gritó en la cara.

A su alrededor, las tropas sonrieron, deduciendo que el capitán había tenido unas palabritas con la alférez novata, aunque no supiesen cuáles. El capitán se rio por lo bajo. Aquella risita, junto a una mueca y un gruñido, habían sido las únicas expresiones que había visto en aquella cara desde que montaron en la nave. Pero ¿eran distintas las arrugas que se habían formado en torno a sus ojos, era aquel un nuevo gesto en sus labios? El capitán se volvió antes de que ella pudiese leer su rostro con detenimiento.

No era culpa suya que su padre hubiese firmado todas las leyes de Bastión de los últimos ocho años. No tenía nada que ver con el hecho de que sus bisabuelos hubiesen puesto el nombre de su familia en todos los libros de historia. Ya le gustaría ver al capitán creciendo bajo semejante sombra. Estaría tan desesperado como Kris por forjarse un nombre, por encontrar su lugar. Por eso se había unido a la Marina.

Kris se revolvió, intentando quitarse de encima el miedo al fracaso. Volvió la mirada hacia su taquilla e intentó ajustarse una vez más el traje espacial estándar de la talla 3. Sus problemas habituales con aquella indumentaria eran simples: metro ochenta de altura y poco cuerpo con el que rellenarla. Nunca había llevado un traje de civil que no le dejase espacio de sobra para que su ordenador mascota se echase sobre sus hombros hasta caer por los brazos, pero aquellos no estaban hechos de plastiacero de un centímetro de grosor. Nelly, que valía más que todos los ordenadores de la Tifón y probablemente tuviese cincuenta veces más capacidad, suponía un problema a la hora de ponerse la armadura de combate.

De un marine se esperaban dos cosas: buena forma física y carácter; no estaba permitido tener kilos de más en ninguna parte. Kris intentó colar el cuerpo principal del ordenador en su pecho. Ella no tenía gran cosa en esa zona, mientras que la mayoría de los marines varones llenaban aquel espacio con músculo. Volvió a cerrarse el traje, giró los hombros, se agachó y se encorvó. Sí, encajaba. Se puso el casco y lo giró hasta escuchar un firme chasquido. Con el visor bajado, el traje le daba un poco de calor, pero ya había tenido aquella sensación antes.

—Krissie, ¿puedo tomar un helado? —le preguntó Eddy.

Era un caluroso día de primavera en Bastión y habían estado corriendo por el parque, dejando atrás (muy atrás) a Nanna.

Kris hurgó en su bolsillo. Era la hermana mayor; se esperaba de ella que lo tuviese todo planeado, como su hermano mayor Honovi cuando ella solo era una niña pequeña. Kris tenía suficiente dinero en monedas como para comprar dos helados.

Pero padre insistía en que saber hacer planes implicaba saber ejecutarlos en el momento preciso.

—Todavía no —insistió Kris—. Vamos a ver a los patos.

—Pero yo quiero helado ahora —insistió con esa voz lastimera que solo puede brotar de un niño de seis años exhausto.

—Venga, Nanna casi ha llegado. Echa a correr hacia el estanque de los patos. —Los pies de Eddy se pusieron en marcha antes de que Kris concluyese su desafío. Le ganó, por supuesto, pero solo por la distancia que una hermana mayor de diez años puede sacar a su hermano pequeño de seis.

»Mira, han vuelto los cisnes. —Kris señaló a aquellas cuatro enormes aves. Caminaron alrededor del estanque, no muy lejos del anciano que siempre arrojaba maíz a los pájaros. Kris tuvo cuidado a la hora de mantener a Eddy lejos del agua. Debía de haber hecho un buen trabajo porque cuando Nanna los alcanzó, no le echó la bronca a Kris acerca de lo profundo que era el estanque.

—Quiero un helado —exigió Eddy de nuevo, con la testarudez propia de su corta edad.

—No tengo dinero —adujo Nanna.

—Yo sí —dijo Kris, orgullosa. Había previsto la situación, tal y como su padre decía que debía hacer la gente inteligente.

—Entonces ve a comprar tú el helado —gruñó Nanna.

Kris se encaminó hacia la tienda, tan segura de que volvería a verlos que ni siquiera volvió la vista atrás.

Alguien le dio unos golpecitos en el hombro. Con un escalofrío, se volvió para ver una cara llena de pecas y levantó su visor a tiempo para encontrarse con un:

—¿Necesitas ayuda, tenedorcito?

La zona de desembarco estaba ocupada y cargada de ruidos, de modo que nadie la vio temblar. Respondió animadamente:

—Ni de coña, cuchara de madera —contestó, tal y como exigía aquella sonrisa contagiosa y aquel desafío.

El alférez Tommy Li Chin Lien había nacido en una familia de mineros de asteroides de Santa María. En vez de vagar por aquel aislado mundo, se unió a la Marina para ver la galaxia, decepcionando hondamente a su gente y, según su bisabuela, a sus antepasados.

En la escuela de aspirantes a oficial (EAO) pasaban horas intercambiando historias acerca de cómo sus padres no habían hecho más que quejarse de sus decisiones. A Kris le sorprendió lo rápido que se hicieron amigos; una del sofisticado Bastión; el otro una mezcla de irlandés y chino tan característica de la clase trabajadora de Santa María.

En aquel instante, Tommy hizo una pasada con su medidor por el rostro de Kris. Habiéndose criado en el vacío, desconfiaba del aire y la gravedad y tachaba a la gente criada en el barro, como Kris, de optimistas sin remedio que dependían de su paranoia hacia el espacio.

Kris alzó su brazo izquierdo para indicar a Tommy que conectase su caja negra en el traje de combate que le habían asignado. Mientras él llevaba a cabo los ajustes, Kris trabajó con Nelly, manejando su ordenador personal mediante interfaces de prueba con la red de mando. La tía Tru, jubilada de su trabajo como directora de información de Bastión, había ayudado a Kris con la interfaz de Nelly, como había hecho con la mayoría de los deberes de Kris sobre matemáticas y ordenadores desde que esta tenía memoria. Nelly iluminó la pantalla con todos los informes y mensajes autorizados para una alférez novata… y unos cuantos más. Sería mejor que el capitán no supiese que Kris tenía acceso a estos últimos. Kris y Nelly concluyeron su tarea en el instante en el que Tommy separaba el medidor del rostro de Kris. Ella levantó su visor.

—Tu ajuste de camuflaje está cinco nanosegundos por debajo de lo óptimo, pero se ajusta a los estándares de la Marina —murmuró Tommy. La Marina rara vez estaba a la altura de sus expectativas de perfección.

—Tu sistema de refrigeración tampoco es como para presumir, que se diga.

—Me preocupa más mi calefactor. Nos dirigimos a una tundra helada, ¿no lo has oído? —Ella sonrió.

Él se negó a dejar de fruncir el ceño por el intento de su compañera de imitar el acento irlandés de Santa María.

—Y tienes una junta un poco suelta en alguna parte.

Ya había reparado en ello; uno de los cierres herméticos de gel del traje tenía una pequeña fuga, pero todos los uniformes a bordo tenían al menos un cierre defectuoso. Era una broma pesada entre las tropas: los cierres buenos iban al mercado civil; los flojos, a los contratos del Gobierno pagados por el peor postor.

—No trabajo en los asteroides, Tommy. No voy a vivir en este traje durante un mes. —Kris le proporcionó la misma respuesta estándar que los directores de avituallamiento daban a su padre. El primer ministro de Bastión siempre las aceptaba. Pero claro, él no participaba en misiones de desembarco. Aquel día, su hija sí—. Solo estaré una hora en el vacío, dos como mucho. La atmósfera de Sequim es buena.

—Estás demasiado acostumbrada al barro —contestó Tommy, indignado.

—¡Para vacío espacial, el de tu cabeza! —replicó Kris, lanzándole una de sus características sonrisas, para luego volverse hacia el vehículo ligero de asalto (VLA) que los conduciría a su escuadrón y a ella a su destino. Era el vehículo más pequeño capaz de trasladar a uno desde la órbita al puerto, compuesto por un escudo calorífico que hacía las veces de ala, una cubierta abatible que solo estaba ahí para proporcionar sigilo y poca cosa más. Pero bueno, Kris había pilotado cáscaras de nuez más pequeñas—. ¿Ya lo has examinado? —preguntó, recuperando la seriedad.

—¿No lo he comprobado ya cuatro veces? —dijo Tommy con una sonrisa—. ¿Y no ha pasado la prueba cuatro veces? Tu humilde servidor te llevará a tu destino. —Aquel comentario hizo que Kris tuviese que esforzarse por mantener la calma.

El cuerpo confiaba en que los marines estuviesen dispuestos a jugarse el culo, pero no estaba por la labor de confiarles el control del vehículo. Sería tarea de Tommy llevar volando los dos VLA desde la Tifón, en órbita, hasta el aterrizaje; excepto durante tres o cuatro minutos durante los cuales la ionización aislaría las naves de la señal de radio… y entonces tendrían que tener encendido el piloto automático. Mientras tanto, Kris y sus once marines deberían permanecer allí sentados, aburridos y sin hacer nada. Aquella era solo una parte del plan aprobado que le hubiese gustado cambiar. Pero una alférez novata no cambia los planes que su capitán y su sargento de artillería diseñan.

—Ayúdame con mi kit —le dijo a Tommy. Los miembros del pelotón se agruparon por parejas, comprobando sus trajes, cargándolos con armas y equipamiento de desembarco. El cabo Santo fue con el escuadrón del sargento de artillería, el cabo Li echó un vistazo al de Kris. El sargento de artillería pasaría revista dos veces a cada traje, tres al de Kris.

El equipo de Kris era un poco más ligero que el de sus compañeros, ya que Nelly pesaba la mitad que el ordenador personal estándar de la Marina, y era capaz de manejar todos los comandos, controles, comunicaciones e inteligencia (C3I, en jerga militar) que un oficial podía pedir. No obstante, llevaba granadas propulsadas por cohete colgando de su armadura y cuidadosamente guardadas en su mochila; seis cargadores para su M-6, la mitad de los cuales llevaban munición no letal, los otros con munición real; además de agua, un botiquín y comida. Los marines nunca salían de casa sin pertrecharse a conciencia. Una vez equipada, Kris giró los hombros, apretó los labios y comprobó su equipo una vez más para ajustárselo y asegurarse de que no se encontraría con problemas. Había llevado mochilas más pesadas durante sus vacaciones universitarias por las montañas Azules de Bastión. Aquellos despreocupados meses viviendo al aire libre eran uno de los motivos por los que se encontraba allí.

Tommy le echó un vistazo en cuanto se agachó, apoyándose sobre una rodilla, y se incorporó de nuevo.

—¿Te las arreglas?

—Todo está en su sitio. No pesa mucho.

—¿Estarás a la altura? Mira que hay que rescatar a una niña secuestrada. —Su sonrisa se había desvanecido; comprobó que el nativo de Santa María parecía serio.

—Valgo para esto, Tom. Soy la marine con mejores calificaciones en armas ligeras de esta nave. Y también tengo los mejores resultados en los entrenamientos físicos. El capitán tiene razón. Soy su mejor soldado. Y Tommy esto es lo que quiero hacer.

—Alférez Lien al puente. —La voz sonó desde el MC-1 de la nave, poniendo fin a cualquier futura pregunta. Tommy le dio una palmadita en la espalda.

—Que tengas la suerte de los novatos y a Dios a tu lado —le deseó mientras se dirigía a la escotilla.

—No hay sitio para él en el VLA —contestó Kris por encima del hombro, lanzando una pulla más a su prolongada disputa. Pero Kris ya iba tras los pasos del sargento de artillería, comprobando una vez más el equipo y repasando su armamento. Tardó un segundo menos que él.

Él comprobó su equipo; y ella, el de él. Tommy le ajustó una de las correas y gruñó.

—Todo bien, señora. —Ella no encontró nada que modificar; tampoco esperaba lo contrario. El sargento de artillería había practicado para aquel momento durante dieciséis años. Que aquella fuese su primera misión con fuego real en todo ese tiempo no parecía importarle al capitán Thorpe.

—¡A desembarcar, equipo! —gritó Kris al pelotón que le habían asignado.

Con un grito de «¡Hurra!», los dos escuadrones se volvieron al unísono para quedar orientados hacia salidas opuestas, comprobando las correas de sus arneses y la distribución de su equipo mientras tomaban posición en los bajos asientos del VLA. Todas las lecturas de salida lucían en color verde. No obstante, Kris apretó las correas de sujeción una vez más. Aquella maraña era lo único que mantendría a los soldados en su sitio. Satisfecha, apoyó su propio trasero sobre uno de aquellos asientos bajos en la pequeña nave y estiró las piernas, evitando tocar los pedales de control. Las piernas del técnico que iba sentado tras ella la rodearon. Kris había estado una vez en un tobogán: su madre se negó, horrorizada, a que Kris bajara por él. Aquel tobogán era espacioso comparado con un VLA.

Comprobó todo una vez más para asegurarse de que su arnés estaba firmemente anclado a la estrecha quilla del VLA, se aseguró una vez más de que llevaba todo el equipamiento en su sitio, tiró de la cuerda hacia abajo y escuchó que encajaba en su sitio con un clic. Como buena parte del VLA, la cuerda era tan fina como el papel; esto hacía que la nave fuese aún más sigilosa. Solo sus trajes de desembarco protegerían a Kris y a sus soldados del vacío del espacio y del calor de la reentrada en la atmósfera.

La palanca de control empezó a rotar entre las piernas de Kris.

Sin duda, se trataba de Tommy con sus pruebas. De todos modos, verla moverse le trajo recuerdos de las oportunidades en las que pudo manejar palancas como aquella. Rio en su asiento y sintió que el ligero vehículo respondía a sus movimientos. Sí, era poco más grande que un pequeño esquife, pero manejarlo era igual de divertido.

Kris dispersó aquellas distracciones rememorando el plan de desembarco mientras esperaba. Ocuparse de aquellos secuestradores hijos de perra sería coser y cantar. Habían capturado a la hija única del director general de Sequim durante una excursión escolar para después arrastrar a la pobre criatura a los bosques del norte antes de que nadie supiese qué había pasado. Ignoró el nombre de la niña… era demasiado familiar. Recordarlo solo le provocaría más dolor. Rápidamente, Kris devolvió su atención a la misión que tenía entre manos aquella noche. El camino hasta el escondrijo de los secuestradores iba a ser largo, difícil, peligroso ¡y lleno de trampas! Hasta entonces, los malos habían sido más listos (y habían causado más bajas) que los buenos.

Kris apretó los dientes; ¿cómo habrían conseguido unos patanes como aquellos algunas de las trampas y contramedidas más sofisticadas del espacio humano? Podía entender lo de las trampas; los humanos frecuentaban planetas con criaturas muy peligrosas. Y aunque ella misma nunca había sido una cazadora consumada, en aquel instante se dirigía a una cacería por la pieza más peligrosa. Lo que más le asustaba era el vacío legal del que sacaban provecho las tiendas especializadas para justificar la venta de medidas y contramedidas que solo iban a conseguir que su trabajo fuese más peligroso. La gente normal no necesita disruptores de electrocardiogramas. ¿Para qué iba a necesitar un ciudadano de bien un dispositivo de señuelo que simulase la temperatura del cuerpo humano? Caray, sí que proporcionaba calor el traje; el sudor ya estaba corriéndole por la espalda.

El día era tan cálido que el helado ya se derretía cuando Kris corría hacia el estanque de los patos. Se detuvo el tiempo estrictamente necesario para dar a ambos conos sendos rápidos lametazos, sintiéndose culpable por ello.

—¡Eddy, te he traído el helado! —le llamó sin dejar de correr. Se dio tanta prisa que abandonó la arboleda y ya estaba en el valle, a mitad de camino del estanque, cuando se dio cuenta de que algo iba mal. Kris se detuvo lentamente.

¡Eddy no estaba allí!

El hombre del maíz estaba inconsciente, con medio cuerpo en el agua. Los patos se habían reunido a su alrededor para picotear el grano.

Dos montones de ropa decoraban el valle. En las pesadillas que tuvo aquella noche, Kris los reconocería como agentes que habían pasado años con ella. Pero en aquel instante, sus ojos estaban clavados en Nanna. Ella también estaba inconsciente. Sus brazos y piernas estaban flácidos y desgarbados como los de una muñeca de trapo. Incluso con solo diez años, Kris supo que aquella no era la postura normal de una persona.

Kris empezó a gritar. Dejó caer los cucuruchos de helado mientras intentaba meterse las manos en la boca, mordiéndose los nudillos con fuerza con la esperanza de que el dolor la despertase de aquel mal sueño. En algún lugar a sus espaldas, una voz gritó a través del comunicador:

—Agentes heridos. Agentes heridos. Dandelion no está por ninguna parte. Repito, no encontramos a Dandelion.

Una parpadeante luz roja llamó la atención de Kris.

—Lo has vuelto a hacer —se gruñó a sí misma mientras dejaba sus problemas a un lado y se centraba en el que tenía entre manos. A su alrededor, la sección de desembarco estaba en pleno proceso de descompresión. Una vez sin aire, Kris y sus soldados solo respirarían aquello que les proporcionasen sus trajes. Kris comprobó todos los indicadores. Su traje estaba en buenas condiciones, según los estándares de la Marina. Como el de todos los soldados—. Todo listo —informó.

Con un golpe en las posaderas de Kris, el VLA se adentró en el silencioso y oscuro espacio. Tommy mantuvo el vehículo a la deriva durante un breve instante en el que Kris echó un buen vistazo a la Tifón, con su elegante piel de metal inteligente estirada al máximo para proporcionar habitaciones individuales a la tripulación y crear gravedad artificial cuando se encontraba en órbita. Su proa y popa estaban pintadas de azul y verde, mostrando con orgullo los colores de la Sociedad de la Humanidad. Después, el VLA cobró vida; la palanca se movió mientras Tommy dirigía a ambos VLA hacia la reentrada en la atmósfera.

Bueno, si Tommy se estaba ocupando de su tarea, Kris podía pasar el rato comprobando la situación en tierra una vez más.

—Nelly, muéstrame la información actualizada en tiempo real del objetivo —le pidió Kris en voz baja. En la pantalla de Kris apareció la cabaña de los cazadores. Varias docenas de sombras humanas en el detector de infrarrojos. Seis u ocho se movían alrededor del edificio, siempre en parejas. Dada la garantía que proporcionaba cualquier detector de calor humano, Kris no tenía modo alguno de saber que solo había cinco humanos en movimiento. Gracias a Dios, los fabricantes se habían adscrito hasta entonces al código de silencio que el Gobierno les había impuesto.

Durante diez años, ninguno de los malos había caído en la cuenta de que la temperatura media de un cuerpo es de treinta y siete grados. Sin embargo, aquella fría noche la temperatura corporal de la gente había descendido unas décimas. En las seis habitaciones del piso superior de la cabaña, las señales caloríficas de seis niñas pequeñas se encontraban atadas a sendas camas. Dos hombres armados vigilaban los dos extremos de la estancia, listos a la primera señal de rescate para entrar en la habitación en la que se encontraba la niña secuestrada y acabar con ella. Gracias a los sensores situados en el soplón de cincuenta gramos que se cernía a mil metros por encima de la cabaña, Kris supo que solo había un hombre armado, y cuál era la habitación en la que se encontraba la aterrada chiquilla.

¡Aterrada! Kris apretó los dientes y miró hacia el exterior para descansar la vista observando el planeta que giraba lentamente bajo la nave. Intentó cualquier cosa con tal de no tocar el resorte que la haría retroceder hasta la tumba de su hermano. Al menos, aquellos secuestradores no habían enterrado a su víctima bajo toneladas de estiércol con una tubería de aire rota como única vía de salvamento para un niño de seis años.

En el colegio, Kris había escuchado a otros estudiantes hablar, asegurando que Eddy ya estaba muerto horas antes de que sus padres hubiesen pagado el rescate. Ella no sabía si aquello era cierto. No podía llegar a leer determinados informes ni escuchar según qué noticias.

Lo que nunca pudo ignorar, ni por un momento, fueron las posibilidades. ¿Y si Kris nunca hubiese ido a por helado? ¿Y si los malos hubiesen tenido que acabar con Nanna, con Eddy y con Kris? ¿Qué diferencia hubiese supuesto una niña de diez años en sus planes?

Kris negó con la cabeza, despejando su mente de imágenes. Si permanecía allí mucho tiempo, no tardaría en echarse a llorar. Pero en un traje espacial no había lugar para lágrimas.

Kris se centró en el planeta que se extendía bajo sus pies. El alterador meteorológico se desplegaba ante ellos, apagando el globo azul y verde cubierto de nubes, sumiéndolo en oscuridad y tormentas. Un desembarco sorpresa necesitaba la cobertura que proporcionaban los truenos para que no se escuchase el ruido de las naves, la oscuridad para ocultar su aproximación y la noche para que los guardias no estuviesen atentos.

Kris sonrió, recordando otros planetas que había observado desde su órbita en aquel esquife. Y su sonrisa se tornó en un gesto adusto a medida que los recuerdos de los que había intentado mantenerse alejada durante una semana regresaban en tromba.

Padre desapareció de la vida de Kris el día posterior al funeral de Eddy. Se marchaba a la oficina antes de que ella se despertase y rara vez llegaba a casa antes de que se acostase.

Madre era distinta.

—Ya has sido una pequeña salvaje el tiempo suficiente. Es hora de convertirte en una jovencita decente.

Aquellas palabras no consiguieron que Kris dejase de ganar partidos de fútbol para padre, o de asistir a sus mítines políticos. Pero Kris pronto descubrió que las «jovencitas decentes» no solo tomaban lecciones de ballet, sino que también acompañaban a madre a tomar el té. Al ser la más joven en aquellas reuniones, con solo doce años, Kris se aburría como una ostra. Entonces se percató de que los tés de algunas de las mujeres olían raro. No pasó mucho tiempo hasta que Kris tuvo la oportunidad de probarlos. También tenían un extraño sabor… pero hacían que Kris se sintiese mejor y que las reuniones transcurriesen más deprisa. Al poco tiempo, Kris cayó en la cuenta de lo que le añadían al té… y descubrió cómo echar mano del mueble-bar de su padre o del armario en el que su madre guardaba el vino.

De algún modo, la bebida hacía que los días fuesen más soportables.

A Kris ni siquiera le importó que sus notas cayesen en picado. No le importaba; madre y padre se limitaban a poner mala cara.

Sus compañeros de colegio se divertían viajando en esquife desde la órbita del planeta; Kris tenía su botella. Por supuesto, la botella y las pastillas que el doctor le recetaba a madre para que Kris se comportase como una señorita no la ayudaron a jugar mejor al fútbol. El entrenador negaba con la cabeza y la dejaba en el banquillo todo el tiempo que podía. Harvey, el chófer que la llevaba a todos los partidos, parecía triste.

Pero Harvey sonrió aquella tarde que recogió a Kris al salir de clase.

—Tu padre ha invitado a tu bisabuelo Peligro a cenar esta noche. El general Tordon se encuentra en Bastión para reunirse con él —añadió Harvey antes de que ella abriese la boca. Kris se pasó el viaje a casa preguntándose qué podría decirle a alguien tan mencionado en sus libros de historia.

Madre estaba muy nerviosa, supervisando los preparativos de la cena personalmente y murmurando que las leyendas deberían quedarse en los libros, donde les correspondía. Kris subió las escaleras para ir a hacer los deberes, pero no dejó de mirar por el balcón, leyendo con un ojo y vigilando la puerta de entrada a su casa con el otro.

No estaba segura de qué esperar. Seguramente a alguien muy anciano, como el viejo señor Bracket, su profesor de historia, tan enjuto y arrugado que parecía haber vivido los acontecimientos que enseñaba. ¡Todos!

Entonces, el bisabuelo Peligro cruzó la puerta de entrada. Alto y esbelto, vestido con lisos tonos verdes, parecía capaz de destruir a una flota entera de los iteeche solo con lanzarle una mirada de desprecio. Solo que su mirada no era de desprecio. La sonrisa que se dibujaba en su rostro era contagiosa; madre tenía razón, no encajaba en absoluto.

—Deja de soñar y espabila —gruñó Kris para sí con la voz del capitán Thorpe mientras tiraba con fuerza del arnés para ajustárselo un poco más, un acto de supervivencia que había convertido en hábito.

Entonces su estómago proyectó cuanto contenía hacia su garganta cuando el vehículo empezó a girar, virando hacia la derecha mientras el morro apuntaba hacia abajo y los propulsores, aún encendidos, se orientaban hacia arriba.

—Pero ¿qué demonios…? ¿Quién está conduciendo este autobús? —escuchó Kris mientras sujetaba la palanca de control, que no hacía más que girar a lo loco. Después, el cabo Li restauró la disciplina con un «¡Silencio!».

La palanca forcejeó con Kris, negándose a obedecer. Ella se puso en contacto con la Tifón a través de su comunicador:

—Tommy, ¿se puede saber qué está ocurriendo? —Sus palabras resonaron en el interior de su casco; su comunicador estaba tan muerto como lo estarían ella y su tripulación si no hacía algo… y rápido.

Kris activó el control manual para poder manejar la nave. Sin pensárselo dos veces, sus manos llevaron a cabo la maniobra necesaria para aminorar la caída en barrena. El VAL era más pesado y respondía con más lentitud que un esquife. Pero Kris peleó… y lo hizo obedecer.

—Eso está mejor —dijo uno de los agradecidos marines a su espalda. A menos que Kris dedujese dónde se encontraban y adonde se dirigían, ese temporal «mejor» solo significaba que estarían menos nerviosos cuando ardiesen durante la reentrada.

—Nelly, necesito los patrones de navegación de un esquife y los necesito ahora. —En un parpadeo, los familiares mandos de dicha nave aparecieron en su pantalla de información—. Nelly, interroga al sistema de GPS. ¿Dónde estoy? —El VAL se convirtió en un punto en la pantalla desde el que se extendieron líneas de vector. ¡Estaba acelerando en lugar de frenar!

—Cabo, fije un enlace de campo visual con el VAL del sargento.

—Lo intento, señora, pero no sé dónde está.

El ordenador de Kris quizá pudiese decirle dónde debería encontrarse el sargento con respecto a ellos, pero Nelly estaba esforzándose al máximo para trazar un rumbo que le permitiese a Kris ganar otro campeonato.

No otorgaban los trofeos de esquife solo por acertar en aquella birria de objetivo en tierra. Se esperaba que los ganadores lo hiciesen con estilo, ya fuese aterrizando en el centro exacto, empleando menos combustible o haciéndolo en menos tiempo. Kris tragó saliva y su pantalla de información le mostró el duro desafío al que debía enfrentarse. El VAL se encontraba fuera de posición y con menos combustible que cualquiera de los esquifes que jamás hubiese pilotado en una competición. Kris tendría que hacer uso de toda su habilidad para que sus marines aterrizasen a menos de cien kilómetros de aquella niña aterrada.

Kris ya había competido por trofeos antes. Aferrándose a la palanca, compitió por la vida de una niña pequeña.