Yasmini se adentró en el agua. El frió le hizo encoger el vientre plano y levantar las manos por sobre la cabeza. Dorian la observaba, tendido en la arena blanca. Aunque habían hecho el amor pocos minutos antes, nunca se cansaba de contemplar ese cuerpo de crema y marfil. La muchacha había florecido desde que abandonara los estupidizantes límites de la zenana. Ahora burbujeaba de interés y entusiasmo por todas las maravillas que la rodeaban; cuando estaban solos lo encantaba con su sentido del humor y sus picardías. Hundida en el lago hasta la cintura, Yasmini recogió agua dulce con las dos manos y se la llevó a los labios. Al tragarla algunas gotas cayeron entre los dedos hasta surcar el pecho al reflejar el sol, chisporrotearon como un collar de diamantes contra la tersa piel. Los pezones, arrugados por el frío, se irguieron visiblemente. Ella se volvió para saludarlo con el brazo. Luego, con un estremecimiento de protesta por lo frío del agua, se hundió hasta dejar afuera sólo la cabeza. La cabellera, surcada por esa banda de plata, flotaba en una nube oscura en torno de la cara de loto.

¡Ten valor, amo! ¡Entra! Invitó.

Pero él agitó una mano perezosa a modo de negativa. Ese descanso era una delicia tras duros meses de marcha desde la costa.

¿Acaso el gran jeque, poderoso guerrero y vencedor de Mascate, tiene miedo a un poco de agua fría? se burló ella.

Dorian le sonrió, sacudiendo la cabeza.

No tengo miedo al agua, pero tú has agotado todas mis fuerzas, oh descarada.

¡Esa era mi intención! Tintineó su risa. De pronto se levantó para lanzarle una lámina de agua fría.

¡Mujer malvada! Él se levantó de un salto. También has agotado mi paciencia.

Entró en el lago en una tempestad de llovizna. Aunque Yasmini trató de escapar, él la apresó y se zambulló con ella bajo la superficie. Afloraron abrazados, tosiendo de risa. Después de un rato la muchacha adoptó una expresión solemne.

Temo que no has sido veraz conmigo, mi señor, dijo. En la mano derecha tengo la prueba de que tus fuerzas están lejos de haberse agotado.

¿Bastará con que te pida perdón por engañarte?

No, no es suficiente. Ella le rodeó el cuello con los brazos. Así castigan los peces y los cocodrilos a sus parejas cuando se desmandan.

Por debajo de la superficie, le ciñó las caderas con la tijerita de sus piernas.

Rato después vadearon hasta la playa, todavía abrazados y riendo sin aliento, para dejarse caer en la orilla. Dorian calculó la altura del sol, murmurando con pena:

La mañana está por terminar. Ya debemos regresar Yazmini.

Un ratito más suplicó ella. A veces me canso de jugar al niño esclavo.

¡Ven! Ordenó él, levantándola.

Se acercaron al desordenado montón de ropa y se vistieron con celeridad. El pequeño dhow estaba varado en la arena pero antes de abordarlo Yasmini se detuvo a mirar lentamente en derredor, para despedirse de ese lugar maravilloso donde, por una hora, habían sido felices y despreocupados.

En la punta del árbol más alto de la isla se había posado un casal de águilas pescadoras, con la cabeza nívea y el negro cuerpo lustroso teñido de canela. Una de ellas echó la cabeza atrás para emitir un canto que era como el gañido de un cachorro.

Jamás olvidaré ese grito, dijo ella.

Es la voz de esta tierra salvaje.

Al otro lado del lago las colinas eran sólo un contorno de un azul más claro que el agua. Una larga línea de flamencos rosados voló a baja altura, a lo largo de la otra costa. La vanguardia de la bandada se elevó en una corriente termal y volvió a caer. Todas las aves siguientes hicieron exactamente lo mismo al llegar a ese punto. El efecto era extraordinario, como si una larga serpiente rosada ondulara sobre las aguas de azur.

Tampoco olvidaré jamás esa belleza, susurró Yasmini. Me gustaría quedarme aquí para siempre, contigo.

Este es el país de Dios, donde el hombre no cuenta en absoluto, dijo Dorian. Pero vamos ya. No podemos darnos el lujo de soñar. El deber me aprieta en su puño de hierro. Mañana tendremos que partir para iniciar el regreso a la Costa de la Fiebre.

Sólo un momento más, señor, imploró ella. Y señaló una extraña nube oscura, a kilómetro y medio de donde estaban, que se elevaba de la superficie del lago hasta alcanzar los quince metros de altura contra el impoluto azul del cielo africano.

¿Qué es eso? Se diría que el agua está en llamas y despide humo.

Pequeños insectos, respondió Dorian. Se crían por multitudes en el fondo del lago; luego ascienden a la superficie y tejen pequeñas velas de gasa. En esas velas flotan en el aire y el viento se los lleva.

Maravillosos son los caminos de Alá, murmuró ella, con ojos brillantes. Vamos la urgió él otra vez. Y recuerda que eres Yazmini, el niño esclavo, y que debes tratarme con el debido respeto.

Sí, amo. Ella le hizo una profunda reverencia, con las palmas unidas contra los labios. Toda su actitud cambió. Era una actriz consumada; cuando volvió a erguirse no lo hizo con la actitud de una princesa, sino de un servidor. Moviéndose como un muchacho, empujó el dhow aguas adentro y trepó a la proa.

Cuando la pequeña embarcación rodeó el extremo de la isla, ya a plena vista de la aldea que se levantaba en el continente, se sentaron separados. Pese a la distancia de una legua podían haber muchos ojos que los observaran.

Aunque esas aguas eran tan amplias que parecían el océano, estaban a meses enteros de viaje desde la Costa de la Fiebre; allí, en la alta meseta del continente, el clima era más seco y saludable. La aldea de Ghandu cubría varios kilómetros de la costa del lago, pues allí se centraba todo el comercio de Omán con el interior. Desde allí partía la larga ruta de los esclavos hacia la costa. En ese momento tenían a la vista doce o trece canoas y dhows que se dirigían al puerto de Ghandu tras viajar a lo largo de varios kilómetros de costa lacustre llevando cargas de pescado seco, marfil, esclavos, cueros y goma arábiga recogidas en la vasta espesura.

Al acercarse a la aldea, Yasmini arrugó la nariz en un gestó de disgusto. El aire estaba contaminado con el hedor de las parrillas de pescado y las barracas de los esclavos. Cuando Dorian desembarcó, allí estaba Bashir al-Sind, su lugarteniente, con el resto de la plana mayor. Yassie se quedó atrás, discretamente, mientras él se lanzaba inmediatamente a las responsabilidades del mando, deber del que había escapado por aquellos preciosos momentos en la isla, con ella.

Han llegado las mujeres, señor, le dijo Bashir. Y los mercaderes se han reunido para recibir vuestras órdenes.

Dorian cruzó la aldea a grandes pasos, entre barraca bullentes de esclavos, entre la suciedad y la miseria, en amargo contraste con la belleza y la serenidad que había disfrutado rato antes con Yasmini. En el souk principal lo esperaban los cinco mercaderes, sentados en taburetes acojinados bajo vistosas sombrillas de seda, cada uno rodeado por una corte de guardias y esclavos domésticos. Esos hombres dominaban todo el comercio que se efectuaba a través de Ghandu. Eran piadosos e instruidos, de hablar cultivado y elogios floridos. Mantenían una actitud digna y noble y eran sumamente ricos. No obstante Dorian había llegado a despreciarlos en el breve tiempo que llevaba en Ghandu, presenciando el salvajismo del comercio que practicaban.

El también había sido esclavo, pero al-Malik nunca lo trató como a tal. La esclavitud era un hecho constante en su vida adulta, razón por la cual no le había prestado mucha atención. Los esclavos que conocía eran, en su mayoría, gente resignada a su condición o nacida en cautiverio; en casi todos los casos se los trataba con bondad, como a propiedades valiosas. Pero desde su llegada a Ghandu, Dorian se enfrentaba a la cruda y brutal realidad, obligado a presenciar la llegada de personas recién capturadas. No era una lección cómoda.

Se encontraba en un conflicto entre su propia humanidad y su abnegado amor por el califa, su padre adoptivo. Sabía que la prosperidad y el bienestar de la nación dependían de ese tráfico y no descuidaba su deber de protegerlo, pero no hallaba placer alguno en lo que debía hacer.

Como había llegado la hora de las oraciones de mediodía, hicieron sus abluciones. Yassie vertió agua para que Dorian se lavara. Rezó con los mercaderes, arrodillados en una hilera de alfombrillas de seda, mirando hacia los sitios sagrados del norte. Cuando retomaron sus asientos bajo las sombrillas, el joven sintió el fuerte deseo de prescindir de los complicados discursos de apertura y el intercambio de cumplidos, para ir al tema que debían discutir. Pero sus costumbres eran ya tan árabes que no podía hacerlo. El sol había dejado muy atrás el cenit cuando, por fin, uno de los comerciantes mencionó, casi al pasar, que tenían doscientas esclavas listas para él, tal como había solicitado.

Traédmelas, ordenó.

A una orden de los mercaderes, las mujeres fueron obligadas a desfilar ante él. Dorian vio de inmediato que le habían encajado las más viejas y enfermas. Muchas de ellas no sobrevivirían a la penosa marcha hacia la costa. Sintió un vivo enojo, estaba allí para salvar a esos hombres de la ruina, con una firma del califa donde se les ordenaba obediencia, y ellos se mostraban tacaños y obstructores. Pero dominó su ira. El estado de las mujeres no era vital para el éxito de sus planes.

Quería incluirlas en la caravana sólo para incitar a los merodeadores a atacar. Una columna de esclavos compuesta sólo por hombres habría despertado sospechas.

Dorian rechazó a cincuenta de las mujeres, las viejas debilitadas y las que estaban en embarazo avanzado. Los rigores de la marcha acabarían con las ancianas y provocarían los partos mucho antes de lo debido; él no quería cargar sobre la conciencia la muerte inevitable de esos bebes. Por igual motivo había rechazado el ofrecimiento de niños.

Al partir de Ghandu quiero que pongáis a estas míseras las cadenas más livianas de que dispongáis advirtió a los comerciantes. Y se puso de pie, como señal de que la reunión había terminado.

Fue un alivio abandonar esa aldea odiosa para subir a las colinas, donde el aire era más fresco y el panorama, una gloría. Dorian había instalado su campamento en las cuestas, sabía por propia experiencia que sus hombres se mantenían más sanos cuando se alojaban fuera de las aldeas atestadas, cuando se excavaban las letrinas lejos de la fuente de agua, siempre que se observaban estrictamente las leyes para la preparación de las comidas. A menudo se había preguntado si las abluciones rituales antes de la oración no contribuirían también a una mayor salud de las tropas. Por cierto, en su campamento había menos enfermedades que en los atestados barcos ingleses de su padre. Aunque por entonces la tarde ya estaba avanzada, aún no había completado su trabajo del día. Por la mañana temprano se iniciaría la primera etapa de la marcha y era preciso revisar el orden de la caravana. Quinientos de sus hombres, junto con las esclavas, constituirían su señuelo. Las mujeres capturadas tenían la piel negra, con un tinte purpúreo. Como ni el más moreno de sus hombres tenía ese color, Dorian les había teñido el cuerpo con una infusión de corteza, que los pescadores del lago utilizaba para mojar sus redes, a fin de darles un tono más africano. No era perfecto, pero el polvo y la mugre de la marcha, daría mayor efectividad al engaño.

Dorian iría a la cabeza de la columna, montado, de túnica y velos, tal como esperaban los merodeadores. Yassie estaría cerca; en la marcha desde la costa había aprendido a montar horcajadas. En los flancos de la columna pondría a un pequeño destacamento de guardias árabes, no tan escaso que provocara sospechas, pero tampoco tan numeroso como para disuadirlos de atacar.

Bashir al-Sind cerraría la retaguardia con otro millar de combatientes, dos o tres leguas más atrás, para que su nube de polvo no fuera visible a los exploradores enemigos. La señal de que la vanguardia se enfrentaba a un ataque era una bengala roja. Al verla Bashir correría a rodear a los atacantes mientras Dorian y sus hombres los inmovilizaban hasta que el pudiera disponer a sus fuerzas.

El plan es simple, decidió Dorian, después de revisarlo por décima vez con Bashir. Hay muchas cosas que no podemos prever, pero ésas son las vicisitudes de la guerra; las enfrentaremos según surjan. Es posible que los fisi no se presenten.

"Fisi" era un vocablo swahili que significaba "hiena"; así llamaban a los incursores.

Vendrán, al-Salil, predijo Bashir. Ya han probado la sangre de Omán y son adictos a ella.

Quiera Alá que tengas razón.

Y Dorian fue a su propia tienda, donde el esclavo Yassie le tenía la cena preparada.

En esto hay algo que me inquieta, dijo Aboli, mientras estudiaba por el anteojo la caravana distante.

Cuéntame tu inquietud, invitó Tom, velando apenas el sarcasmo.

Abolí se encogió de hombros.

Esos hombres son de huesos pequeños y contextura delicada. Caminan con una gracia extraña, ligeros de pies, como los gatos. Nunca he visto esclavos que marchen así.

A cinco kilómetros de donde esperaban en vano, la caravana árabe iba descendiendo por la escarpa de las colinas, serpenteando como una víbora.

Han marchado por pocas semanas desde que abandonaron el lago explicó Tom, más para sí mismo que para Aboli.

Todavía están frescos y fuertes.

No quería aceptar ninguna evidencia que lo disuadiera de atacar. Esa era la primera caravana que podían interceptar, desde los comienzos de la estación seca, cuando ya temía que se hubiera secado la fuente de su fortuna, y estaba decidido de que ese botín no se le escapara de la red.

Los hombres son jóvenes y fuertes, sí, pero mira a las mujeres.

Al estudiarlas por el catalejo Tom experimentó cierta intranquilidad en las entrañas. Las mujeres diferían de sus hombres en cuanto al color de la piel, la edad y la estructura física.

Son de una tribu diferente dijo, con escasa confianza.

No hay niños advirtió Abolí. ¿Dónde están los niños?

¡Dios te ampare, amigo! Exclamó Tom, exasperado. A veces consigues que hasta las rosas huelan a bosta.

Los dos guardaron silencio por un rato. El joven dirigió el anteojo hacia la vanguardia de la caravana. El jefe árabe montaba una yegua barcina ricamente enjaezada. A primera vista se notaba que era buen jinete; joven, probablemente. Se mantenía erguido y cómodo en la montura. Llevaba el largo mosquete colgado a la espalda y el escudo al hombro. A su derecha cabalgaba un lancero, listo para entregarle el arma; al otro lado, un jovencito que podía ser un esclavo para el servicio personal o su amante. El árabe lucía el turbante azul de la casa real de Omán, con un extremo envolviéndole la parte inferior de la cara, de modo que solo dejara los ojos al descubierto.

Me gustaría probar su acero. Tom se obligó a ignorar sus malos presentimientos. Por Dios, parece capaz de hacerse valer.

Los colmillos son pequeños y pesan poco, a juzgar por la facilidad con que los llevan añadió Aboli, suavemente.

El joven giró hacia él.

He recorrido ciento sesenta kilómetros para apoderarme de ese marfil, liviano o pesado, y voy a hacerlo. No pienso escabullirme a casa Sólo porque hayas tenido un mal sueño, Abolí.

"Hice mal en contarle lo del sueño", se reprochó el negro.

Luego dijo en voz alta:

Te he seguido a todas las aventuras locas y temerarias que concebiste en tu vida, Klebe. Tal vez sean tonterías de viejo, pero quiero morir a tu lado. Si insistes, bajemos a apoderarnos de ese rico y fácil botín.

Tom cerró secamente el catalejo y le sonrió con toda la cara.

No hablemos de morir en un día tan glorioso, viejo amigo. Se levantó. Primero, seguiremos sus huellas; luego nos adelantaremos a la columna en busca de un buen lugar para liquidar el negocio principal.

Y bajaron a reunirse con Fundí, que retenía a los caballos al píe de la colina.

Batula se acerco a caballo a la vanguardia de la larga Columna que serpenteaba por el bosque e hizo un saludo a al-Salil.

Los fisi están olfateando nuestro rastro informó.

Dorian sacó de la fila a su caballo, que agitó nerviosamente la cabeza.

¿Cuándo?

Ayer por la noche, después de nuestro vivaque. Dos jinetes llegaron desde el sur, seguidos por otros dos a pie.

¿Qué más puedes decirme de ellos?

Cuando desmontaron para estudiar nuestras huellas, los dos jinetes llevaban calzado de cuero. Van acompañados de salvajes, pero creo que son francos. Caminaron de un lado a otro antes de volver a montar para seguirnos. Observaron nuestro campamento desde una colina y luego marcharon hacia el sur.

¿Parecían saber que Bashir al-Sind nos seguía?

No, señor, creo que no lo saben.

En el nombre de Alá esto ha comenzado, dijo Dorian, con satisfacción. Haz la señal para advertir a Bashir al-Sind que los fisi están cerca y que puede cerrar filas.

Los tres inocentes montoncillos de piedras dispuestos de cierto modo en la ruta, no significarían nada para nadie, salvo para al-Sind. Batula volvió hacia la retaguardia. A su regreso dijo a Dorian:

Todo se ha hecho según tus órdenes, señor.

Ahora lleva contigo a tres hombres y adelántate en busca del lugar más apropiado para una emboscada ordenó el joven. Cabalga sin disimulos y no hagas ningún movimiento sospechoso.

Ya por la tarde regresó la patrulla. Batula se le acercó tranquilamente.

Señor, adelante hay un lugar muy favorable para los designios de nuestros enemigos. Nuestra vanguardia llegará allí dentro de una hora. La ruta desciende por otra escarpa, serpenteando por un desfiladero. Se podrían disponer arqueros escondidos a cada lado. Hacia la mitad hay un lugar aún más empinado. Allí el camino desciende como una escalerilla por peldaños naturales de la roca. Allí podrían cortar nuestra columna en dos.

Sí. Dorian asintió. Recuerdo ese lugar. En el valle de abajo hay un estanque; en nuestro viaje desde la costa descansamos allí por cuatro días.

Es ese mismo lugar confirmó Batula.

Allí es donde atacarán, dijo el joven con certidumbre. Más allá del río hay una planicie amplia que no se ajusta bien a su propósito.

Por encima de la escalera natural se alzaba una fortaleza de almenada de treinta metros de altura; la roca estaba pintada de líquenes y partida por profundas hendeduras verticales. Tom, sentado en el borde, balanceaba los pies en el vacío, contemplando el estrecho pasaje de abajo. Había descubierto ese lugar dos años antes, después de su primera victoria contra los traficantes de esclavos. Por allí solo se podía pasar de a cinco caballos en fondo. Y era demasiado escarpado para que los jinetes fueran montados. Tendrían que desmontar y llevarlos de la brida. Eso era conveniente, pues los arqueros lozis habían resultado poco aptos frente a una carga de caballería. Sin embargo eran luchadores formidables en enfrentamientos mano a mano. En los cientos de kilómetros de la ruta que seguían los esclavos, no había otro lugar tan perfecto para una emboscada y el tipo de combate en el que sus hombres se destacaban. Diez hombres, bajo la supervisión de Luke Jervis, trabajaban en el suelo agrietado de abajo. Cada uno cargaba a la espalda un tonel con veinticinco kilos de pólvora negra. Tom se levantó para indicarles que fueran hacia la boca de la grieta abierta en la fortaleza de roca. Allí apilaron los toneles y se acostaron a descansar.

Aboli se apresuró a armar un tosco andamio con una tabla y un rollo de cuerda. Con él descendió a la grieta, mientras tres de sus hombres sujetaban el extremo de la cuerda. Al llegar al fondo le arrojaron los toneles. Conociendo la habilidad de Aboli para ese tipo de trabajos, Tomás e alejó para recorrer nuevamente el borde del barranco, verificando que hubiera una vía de escape abierta, por si el ataque fallaba. Sarah los esperaría con los caballos en un barranco cubierto de matorrales lejos del combate, pero no tanto, por si todo se volvía contra ellos y se veían obligados a huir. Al regresar a la boca de la grieta, Aboli había terminado de instalar el explosivo y lo estaban subiendo.

He puesto tres mechas separadas, dijo a Tom, señalando las largas serpientes blancas que pendían contra la faz rocosa, por si falla una.

Ciento veinticinco kilos. Tomás sonrió de oreja a oreja. Eso les abrirá los párpados y les aflojará los dientes.

Regresaron a un punto desde donde se veía la caravana de esclavos. Mucho antes de que la columna fiera visible distinguieron la nube de polvo entre los árboles del bosque de biombo. Tom estudió la vanguardia por el catalejo, pero no detectó cambio alguno en la velocidad ni en la composición de la columna. Los esclavos seguían marchando de a tres y cuatro en fondo haciendo oscilar las ruidosas cadenas. Los flanqueaban guardias árabes. Y el jefe de turbante azul aún cabalgaba adelante

Nadie canta señaló Aboli.

Era cierto. Hasta entonces los esclavos siempre habían marchado cantando.

Han de ser un grupo triste.

Y los traficantes no los castigan con el látigo. Busca otra justificación sagaz para eso, Klebe.

Tom se frotó el bulto de la nariz fracturada.

Hemos dado con los únicos musulmanes de buen corazón de toda Arabia. No malgastes el aliento, Aboli. Estos son míos.

Su compañero se encogió de hombros.

No es culpa tuya, Klebe. Tu padre era terco y también tu abuelo. Es cosa de familia.

Tom cambió de tema.

¿Te parece que esta noche acamparán en la boca del paso o que continuarán la marcha?

Aboli estudió la altura del sol.

Si tratan de cruzar hoy por aquí, oscurecerá antes de que hayan pasado.

La oscuridad nos vendría muy bien.

Deja ya ese aparato, Klebe. Están cerca. El sol podría arrancar un destello al vidrio y poner a la presa sobre aviso. Dorian sofreno a su caballo y se puso de pie en la silla para inspeccionar la boca del paso. Se abría gradualmente; los costados se hacían más empinados a medida que el suelo descendía. Recordaba con claridad el territorio: al cruzarlo por primera vez había memorizado sus riesgos. Sintió que se le erizaba la piel de la nuca en una premonición de peligro; por larga experiencia había aprendido a fiarse de ellas.

Batula, ve con dos hombres a explorar el paso. Era lo que debía hacer cualquier jefe prudente. Haz como si buscaras rastros, pero si descubres alguno no des la alarma: vuelve a mí. Antes de llegar grita a voz en cuello que el camino esta despejado y libre de peligros.

Batula puso la lanza en ristre y cabalgó hacia el paso, desapareciendo detrás del primer recodo. Dorian desmontó, entumecido, y la columna se detuvo tras él. Los esclavos se dejaron caer a tierra y abandonaron las cargas. Yassie, el niño esclavo, armó una sombrilla para el jeque; luego avivó a soplidos las ascuas del brasero de cobre que llevaba detrás de su montura y puso la cafetera sobre las llamas. Cuando el café burbujeo, sirvió apenas un dedal y lo ofreció a su amo de rodillas.

Quédate cerca de mi cuando empiece el combate, le susurró Dorian. No tomes armas ni hagas ningún gesto combativo, bajo ninguna circunstancia. Si te ves amenazada por un enemigo, arrójate al suelo y pide misericordia a gritos. Si te capturan, ocúltales que eres mujer; de lo contrario te usarán como a tal.

Como tú ordenes, amo. Pero contigo a mi lado no temo nada.

Recuerda que te amo, pequeña, y que te amaré siempre.

Como yo a ti, amo.

Los interrumpió un grito en la boca del paso.

La ruta está despejada y no hay peligro.

Al levantar la vista, Dorian vio que Batula agitaba su lanza, con el estandarte azul flameando en la punta. Montó y se empinó sobre los estribos para dar la orden de avanzar. Bastaba con eso, pues todos sus hombres conocían su deber. Ponderosamente, la caravana se encaminó hacia las fauces de piedra roja.

Los muros de roca se cerraron sobre ellos. Estaban en un antiguo camino de elefantes; a lo largo de siglos, las palmas de los grandes paquidermos habían desgastado el suelo hasta dejarlo liso. Dorian se apretó el velo azul a la boca y la nariz y sin inclinarse, examinó el suelo en busca de huellas recientes

de los merodeadores. La piedra estaba lista, pero eso no significaba nada. Aquellos hombres eran peligrosos; no habrían cometido el descuido de marcar el sendero.

Al estrecharse el paso, las filas de esclavos y guardias se vieron obligadas a apretarse hasta marchar hombro contra hombro. Nadie hablaba ni cantaba en la columna, pues ninguno de los árabes podía imitar la cadencia y el ritmo del Africa salvaje.

A buena altura en la pared del paso Dorian vio un pequeño movimiento, un diminuto destello gris. El corazón se le detuvo por un instante y continuó latiendo más deprisa. Entonces vio que era sólo una pequeña klipspringer, una de esas gacelas de tamaño de una liebre que viven entre las rocas. Encaramada sobre lo alto de un canto rodado, juntos los cuatro diminutos cascos, mantenía erguidos los cuernos rectos y las orejas, observando a los hombres de abajo con grandes ojos sobresaltados.

Hacia la mitad de la escarpa se iniciaba la pendiente, pues el desfiladero se estrechaba entre altos portales de roca erosionada y descendía en escalones naturales. Dorian se descolgó de la montura para llevar a su rucio de la brida por esa superficie traicionera. Ya en el fondo miró hacia atrás. Su instinto militar se estremecía al ver a sus hombres en situación tan peligrosa: estaban encerrados en la estrecha garganta de piedra, tan apretados que solo podrían blandir un arma blanca o apuntar un mosquete con dificultad.

Apartó al caballo del camino y se apretó con él contra la pared, dejando pasar las filas de esclavos y guardias. Ahora inspeccionaba los muros a ambos lados, buscando un destello de metal, el movimiento de una cabeza humana contra el cielo. No había nada. La mitad de la columna ya había bajado la escalera de piedra. La segunda mitad iba pasando a duras penas por entre los portales de piedra roja. Tenía que suceder ahora. Evaluó el momento: ya estaban en la trampa. Echó un vistazo a Yassie, que se había detenido tras él, apartando también su cabalgadura, y estaba apretada contra un gran canto rodado.

Dorian observó el cielo. Un solo cuervo navegaba en el azul, con las alas bien extendidas. Su color era un negro fúnebre, con el rojo de la cabeza calva y el pico ganchudo. Mientras volaba en círculos torció el cuello para contemplar aquella masa humana. "Paciencia, sucia ave", pensó Dorian, ceñudo. "Hoy te daremos tal festín que tu apetito por la carne quedar saciado."

Antes de que pudiera completar el pensamiento, el aire estalló contra sus tímpanos, con tanta fuerza que se tambaleó hacia atrás. Tuvo la sensación de que una morsa poderosa se le cerraba contra el pecho, como si la roca sólida saltara y se estremeciera bajo sus pies.

Una torre de humo, polvo y fragmentos de piedra roja salió disparada hasta llegar al buitre. Luego la tierra se desgarró, partiendo la fortaleza de roca. El barranco osciló hacia afuera, moviéndose con tanta lentitud que él tuvo tiempo de pensar mientras lo observaba. "¡Pólvora negra! Debería haberlo imaginado. Han hecho volar la fortaleza."

El barranco se derrumbó con más celeridad, retumbando, rugiendo. Abajo sonaron, ínfimos, los gritos de los hombres que estaban abajo. Cayó sobre ellos, sofocando sus infructuosas apelaciones a Dios. El paso quedó bloqueado y la caravana, cortada en dos, como el cuerpo de una pitón dividido por un golpe de espada.

Mientras Dorian seguía aferrado al cuello de su montura, con un silbo en los oídos y los sentidos en caos, vio caer las primeras flechas hacia sus hombres, como nubes de langosta. Una descarga de mosquetes estalló en las paredes del paso. El humo de la pólvora enturbió el aire caliente, en tanto los proyectiles de plomo repiqueteaban como granizo contra la roca y la carne viva por igual.

Un centenar de sus hombres, cuanto menos, había sido aplastado por la avalancha. Eran menos de cincuenta los guerreros que habían podido escapar bajo las ruinas, todavía humeantes. El resto de sus fuerzas estaba aislado en el extremo alto del paso. En un instante vio que los atacantes aprovecharían la ventaja para atacar, finalizando así el sangriento trabajo que tan bien comenzara. Saltó a la montura y extrajo su cimitarra.

Él y Batula se habían separado, pero eso tenía poca importancia, pues en esa aglomeración no se podía usar la lanza. Cuando bajaran los fisi habría que combatir a espada y puñal. Los esclavos se habían arrojado contra el suelo, siguiendo sus órdenes; así agazapados, simulando terror, se estaban quitando las cadenas y sacando las armas de los bultos que cargaban en la cabeza.

Desde la silla vio que los fisi abandonaban el sitio donde estaban emboscados y cargaron por las pendientes: negros con plumas de guerra, blandiendo escudos livianos de cuero crudo; saltaban de roca en roca, aullando algún salvaje grito de batalla. Venían armados de espadas cortas y pesados garrotes. De pronto Dorian vio, estupefacto, que a la vanguardia venía un blanco; luego, otro, y un tercero.

¡Dios es grande! rugió.

Los árabes medio desnudos se levantaron de un salto para enfrentar la carga, cimitarra en mano, y respondieron a su grito:

¡Dios es grande! Allah akbar!

Dorian acicateó a su caballo para alcanzar una posición desde donde pudiera comandar el combate, pero una pesada bala de mosquete hirió a su caballo en la paleta; el animal cayó en un enredo de patas y equipo. Dorian saltó a tiempo y aterrizó sobre sus pies con ligereza. En medio del estruendo oyó una voz cantarina:

¡A ellos, muchachos! ¡Romped esos culos paganos!

Era una voz inglesa, con el marcado acento de Devon, e impactó en Dorian con más potencia que la explosión de pólvora.

¡Ingleses! Llevaba muchos años sin oír ese idioma. Súbitamente, todo ese tiempo desapareció. Eran sus compatriotas. Se encontró atrapado en un torbellino de emociones contrarias. Buscó una manera de impedir el combate, de salvar la vida a sus propios soldados y a sus compatriotas, enfrentados unos contra otros.

Pero la lanza había sido arrojada y era demasiado tarde para alterar su vuelo. Buscó a Yassie; seguía acurrucada al abrigo de su canto rodado. Pero ella le gritó una advertencia, señalando hacia atrás:

¡A tu espalda, señor!

Dorian giró en redondo para enfrentarse al hombre que lo atacaba. Era un tunante corpulento, de hombros cuadrados, nariz torcida y una mata negra de barba rizada. Estaba intensamente bronceado por el sol y el viento, pero en sus ojos había algo, una chispa verde, que tocó un grave acorde en la memoria de Dorian. No tuvo un segundo para reflexionar sobre eso, pues el hombre venia hacia él con una velocidad y un porte que no condecían con su tamaño.

Paró la primera estocada, pero era tan potente que le sacudió el brazo derecho hasta el hombro. Pasó a riposte, con gracia y fluidez, y el inglés paró su hoja arriba, en la línea natural, bajándola para el clásico lance prolongado; las dos hojas rodaron juntas, entre chillidos de acero.

En ese instante Dorian supo tres cosas: que el inglés era el mejor espadachín al que se hubiera enfrentado nunca; que sí trataba de separarse era hombre muerto, y que él conocía esa espada trabada con la suya. La había visto por última vez en el flanco de su padre, de pie en el alcázar del viejo Serafín. El acero azul y las incrustaciones de oro lanzaban destellos deslumbrantes. Era inconcebible.

Entonces su adversario habló por primera vez, sin que su voz sonara muy ahogada por el esfuerzo que estaba haciendo.

Ven, Abdulla, deja que te corte otro poquito de verga.

Hablaba en árabe, pero Dorian reconoció esa voz.

¡Tom!", quiso gritar. Pero la sorpresa era tan intensa que a sus labios no llegó sonido alguno. Se le aflojaron los músculos del brazo derecho y bajó la punta.

Ningún hombre podía permitirse el lujo de bajar la punta cuando Tom Courtney lo tenía atrapado en un lance prolongado; la estocada mortal fue como un relámpago que se descargara de un cielo soleado en pleno verano. En el ultimo instante Dorian giró hacia un lado, alterando la puntería de su hermano por dos o tres centímetros, pero de inmediato sintió el contacto en la parte alta del torso, a la derecha, y el acero se deslizó largamente en su carne. La cimitarra voló de sus dedos enervados; cayó de rodillas con la hoja aún clavada en él.

"¡Tom!" Trató nuevamente de pronunciar ese nombre, pero no encontró la voz. Tom giró hacia atrás, arrancando el acero de su pecho con un suave ruido de succión, como el de un bebe que soltara la teta. Dorian cayó de bruces. Tom dio un paso hacia él, apuntando la espada para acabarlo. Antes de que pudiera descargar el golpe, un cuerpo pequeño se interpuso entre ambos, cubriendo protectoramente a Dorian.

¡Maldito seas! Gritó Tom. Pero detuvo el brazo. ¡Sal de aquí!

El que estaba sirviendo de escudo era todavía un niño; ese sacrificio lo conmovió, aun en plena ira combativa. Podría haberlos atravesado a ambos con una sola estocada, pero no se decidió a hacerlo. Trató de apartar al jovencito de un puntapié, pero estaba aferrado al jefe árabe como una ostra a una piedra.

¡Misericordia! Gritó patéticamente en árabe. Misericordia, en el nombre de Alá

En ese momento Aboli gritó una advertencia. ¡A tu espalda, Klebe!

Tom giró en redondo, con la espada en alto, para enfrentar la embestida de dos hombres semidesnudos. Por un instante pensó que eran esclavos que, milagrosamente, se habían librado de sus cadenas y lo atacaban ahora con cimitarras conseguidas quién sabe cómo. Luego vio que sus facciones no eran negroides, sino árabes. "Por Dios, no eran esclavos, sino combatientes musulmanes." Paró a derecha e izquierda, enfrentándolos; luego mató a uno, en tanto el otro retrocedía tambaleándose, con un tajo en el hombro.

¡Es una trampa, Klebe! Rugió Aboli otra vez.

Tom tuvo un momento para mirar en derredor. Todos los supuestos esclavos se habían quitado las cadenas y estaban armados. Su contraataque fue veloz y decidido. Los lanceros lozis ya empezaban a desbandarse ante su embestida; la mayoría escapaba por las laderas de la garganta, en total desorden.

Desde la vanguardia de la columna se elevó una bengala roja, que dejó una larga cola de humo blanco en el cielo. Tom comprendió que era una señal para atraer a los refuerzos árabes.

Por sobre la montaña de piedra roja que bloqueaba la parte trasera del paso llegó otra oleada de musulmanes: algunos, de túnica; otros, de taparrabos, todos lanzándose al combate. Aboli y la pequeña banda de marineros ingleses estaban ya en gran inferioridad numérica. La nueva marea de guerreros podía rodearlos y aplastarlos en pocos minutos.

¡Retirada, Klebe! Hemos perdido, ¡retirada!

¡A mí! Bramó Tom ¡A mí del Centauro!

AIf Wilson y Luke Jervis se abrieron paso entre las filas enemigas para correr a su lado. Sumados a Aboli y a los marineros restantes, formaron un círculo de acero y se retiraron en la formación que habían practicado con tanta frecuencia. Los árabes, caído su jefe, parecían indecisos y renuentes a lanzarse contra ese cerco de espadas. Tom llegó al pie del barranco, desde donde podrían trepar otra vez, y ordenó:

A desbandarse, muchachos. Sálvese quien pueda y que el diablo se lleve a los lerdos.

Treparon mano sobre mano, sudorosos, entre maldiciones y jadeos. Antes de que llegaran arriba los árabes se habían recuperado y empezaban a disparar sus mosquetes contra ellos, desprendiendo lluvias de astillas sobre sus cabezas. Una bala hirió en la espalda a uno de los marineros ingleses, que se arqueó hacia atrás, soltando su asidero, y rodó hacia abajo. Tom miró hacia atrás en el momento en que su hombre llegaba al fondo: los árabes se lanzaron sobre él para hacerlo pedazos.

No hay nada que podamos hacer por el pobre Davie. Seguid trepando gruñó.

Él y Aboli pasaron juntos por sobre la cresta, que los protegió de los disparos. Allí se detuvieron a tomar aliento y reunieron a los otros.

El sudor corría a chorros por la cara de Aboli, cubierta de cicatrices; miró a Tom meneando la cabezota calva, sin necesidad de palabras para expresar sus sentimientos.

No lo digas, Aboli. Una vez más has demostrado ser tan sabio como Dios, aunque algo más viejo y no tan hermoso. Tom rió dificultosamente, todavía sin aliento. Vamos por los caballos, muchachos.

Sarah los tenía de las bridas, en el denso matorral del barranco. Cuando los vio llegar, arrastrando a dos heridos, echó un vistazo a sus caras y no hizo preguntas. Casi todos venían sangrando por algún corte y empapados de sudor. Como no había monturas suficientes para todos, Tom la montó en la grupa. Luke llevó a uno de los heridos; Al Wilson, al otro. Los otros marineros se asieron a un estribo y se dejaron llevar a rastras rumbo al sur. Los guerreros lozis habían desaparecido largo rato atrás en la espesura.

Hemos desatado un torbellino sobre nosotros. Nos enviarán a todo un ejército, advirtió Aboli.

Nuestros días en Fuerte Providencia han llegado a su fin, concordó Tom, galopando a su lado. Gracias a Dios, el Centauro no tiene carga que llevar. Aunque el río esta bajo, iremos livianos. Podemos huir aguas abajo antes de que los musulmanes nos alcancen.

Dorian yacía en el fondo del paso, allí donde había caído Ben Abram, el viejo cirujano, no permitió que lo movieran sin haber puesto una compresa sobre la herida y aplicado un vendaje apretado para detener la hemorragia.

No ha tocado el corazón ni el pulmón dijo sobriamente, pero aun así hay peligro de muerte.

Hicieron unas angarillas con cabos de lanza y el cuero de una tienda; ocho hombres lo llevaron con suavidad por entre el desorden del campo de batalla, donde los otros heridos gemían y clamaban por agua. Yasmini caminaba junto a las angarillas; se había envuelto la cara con el velo del turbante para ahogar los sollozos y ocultar sus lágrimas.

Cuando llegaron al bosquecillo del estanque, al pie de la escarpa, los servidores del campamento ya habían recuperado y armado la tienda del jeque. Acostaron a al-Salil en su esterilla de dormir, incorporado sobre almohadones de seda. Ben Abram le dio un filtro de amapola que lo hundió en un sueños intranquilo.

¿No morirá? Imploró Yasmini a Ben Abram. Por favor, decidme que no morirá, anciano padre.

Es joven y fuerte. Vivirá, con la gracia de Dios, pero tardará en recuperarse y en recobrar el uso del brazo derecho.

Me quedaré a su lado y no descansaré hasta que así sea.

Lo sé, hija.

Antes de que transcurriera una hora se oyeron fuertes voces frente a la tienda. Yassie salió precipitadamente para ahuyentarlos, protegiendo a su señor, pero Dorian, pese a su somnolencia, reconoció las voces de Bashir ai-Sind y Batula.

¡Que entren! ordenó débilmente.

Y Yassie tuvo que hacerse a un lado. Bashir se inclinó al entrar.

Señor jeque, pido para vos la protección de Alá.

¿Qué ha sido del enemigo?

Acudimos en cuanto vimos vuestra señal, pero llegamos demasiado tarde. Ya habían escapado.

¿Cuántos enemigos murieron?

Varios kaffirs negros y tres francos.

¿Entre los francos había un hambrón de barba negra?

Su lugarteniente sacudió la cabeza.

No. Dos eran bajos y delgados; un infiel, más corpulento, tenía barba gris.

Dorian sintió una oleada de alivio: Tom había escapado. Entonces Batula habló sin pedir permiso, con voz nerviosa.

Señor, he seguido las huellas de los fisi que huyeron. Tenían caballos escondidos a poca distancia y van hacia el sur, a buena velocidad. Pero dad la orden y los seguiremos.

Bashir intervino con la misma ansiedad:

Tengo un millar de hombres montados y listos para perseguirlos, al-Salil. Sólo espero vuestra orden. ¡Por Alá que no dejaremos ninguno con vida!

¡No! La exclamación de Dorian surgió con dolor. Bashir parpadeó ante la energía de su negativa.

Perdonad mi impertinencia, gran señor, pero no comprendo. La pieza central de nuestros planes era perseguir a los bandidos infieles.

No debéis ir tras ellos. Lo prohíbo. Dorian convocó el resto de sus fuerzas para dar énfasis a la orden.

Escaparán si no los perseguimos de inmediato. Bashir, viendo que se le escurría la oportunidad de gloria, echó un vistazo a Ben Abram. Tal vez la gravedad de vuestra herida os nubla el juicio, poderoso señor.

Dorian se incorporó trabajosamente sobre un codo.

En el nombre de Alá, juro que si no obedeces mis órdenes, llevaré tu cabeza en la punta de mi lanza y sepultaré tu cuerpo en una piel de cerdo.

Hubo un largo silencio. Por fin Bashir dijo suavemente:

¿Querrá el gran señor al-Salil repetir estas órdenes frente a los oficiales superiores, para que sean testigos de que no es cobardía de mi parte lo que me impide ir tras el enemigo derrotado?

Los cuatro oficiales de más antigüedad se presentaron en la tienda. Dorian repitió su orden frente a ellos y los despidió.

Bashir iba a salir tras ellos, pero él lo detuvo.

Aquí hay asuntos tan profundos que no puedo explicártelos, Bashir. Perdona si te parezco absurdo. Ten la certeza de que cuentas con todo mi aprecio.

Bashir le hizo una reverencia, tocándose el corazón y los labios, pero al salir de la tienda su expresión era fría y altanera. Ya afuera gritó furiosamente a sus tropas que se dispersaran.

Dorian pareció hundirse en un sueño profundo. El silenció era pesado; Yasmini le limpiaba el sudor de la frente con un paño húmedo. después de largo rato él abrió los ojos y los miró, primero a ella, luego a Ben Abram.

¿Estamos solos? Preguntó.

Ambos asintieron.

Acércate, anciano padre. Hay algo que debo decirte. Yasmini hizo ademán de retirarse, pero él la retuvo poniéndole una mano en el brazo. Luego dijo lentamente:

El hombre que me hirió era mi hermano. Por eso no podía mandar que Bashir lo persiguiera.

¿Es posible, Dowie? Yasmini lo miró fijamente a los ojos.

Si. Ben Abram respondió por él. Conozco a ese hermano. Es posible.

Cuéntaselo, anciano padre, por favor. Hablar me cansa. Explícale todo.

El médico tardó un minuto en ordenar sus ideas; luego empezó a hablar en voz queda, para que nadie pudiera oír fuera de la tienda. Contó a Yasmini que Dorian había sido capturado en la niñez y vendido como esclavo, y que al-Malik lo había adoptado después de comprarlo a los piratas. Lo conocí personalmente, a ese hermano de al-Salil. En la isla, después que hubo destruido la madriguera de los piratas, llegué a conocerlo bien. Se llama Tom. Yo era cautivo suyo pero me puso en libertad y me dio un mensaje para al-Salil. Prometió que jamás dejaría de buscarlo y que lo rescataría.

Yasmini miró a Dorian como pidiendo confirmación. Él asintió con la cabeza.

¿Y por qué no cumplió con su juramento de liberarte, ese fiel hermano tuyo? preguntó ella.

Dorian pareció abatido.

No puedo responder a eso, admitió. Mi hermano Tom nunca tomó sus juramentos a la ligera. Supongo que, después de tantos años, simplemente me olvidó.

No, dijo Ben Abram. Hay algo que nunca supiste que yo no podía revelarte. Tu hermano volvió a Zanzíbar buscándote. El príncipe al-Malik no estaba dispuesto a entregarte. Le envió al mullah al-Allama con un mensaje. Le hizo decir que al-Amhara había muerto de fiebres e hizo poner en el cementerio una lápida con tu nombre.

Por eso me cambió el nombre por al-Salil. La voz de Dorian cobró fuerzas al comprender. Fue para esconder la verdad a Tom. No me extraña que mi hermano dejara de buscarme.

Cerró los ojos, callado. Yasmini creyó que había caído en coma, pero luego vio una lágrima que se escurría entre los párpados. El corazón se le contrajo de piedad.

¿Qué harás, amor míó? Preguntó, acariciando la cabeza roja.

No sé. Todo es demasiado cruel. Es como si una espada me estuviera dividiendo el alma.

Ahora eres del Islam, observó Ben Abram. ¿Podrías retornar a tus orígenes?

¿Creerá tu hermano que estás vivo, después de haberte supuesto muerto por tantos años? Añadió Yasmini.

¿Y podrías tú abrazarlo, siendo él enemigo jurado de tu padre, el califa al-Malik, de tu Dios y de tu pueblo? Ben Abram retorcía el puñal en la herida.

Dorian no tenía respuesta para ninguno de ellos. Volvió la cara hacia el cuero de la tienda y buscó refugio en su debilidad. Yasmini no se apartó de su lado, en tanto él perdía y recobraba la conciencia, atormentado por el dolor físico y por las fuerzas emotivas que le desgarraban el corazón, amenazando con partirlo.

El ejercito paso días enteros sin moverse del campamento debajo de la escarpada mientras su jeque yacía en la tienda.Bajo las órdenes de Bashir, reunieron a los heridos y construyeron refugios empajados para ellos bajo los árboles de sombra. Ben Abram los atendía. Enterraron a sus muertos, pero dejaron intactos a los que ya estaban sepultados bajo las piedras rojas de la avalancha. Repararon el equipo destrozado y volvieron a afilar sus armas. Luego esperaron nuevas órdenes. No hubo ninguna. Bashir al-Sind se paseaba por el campamento, furioso, descargando su ira contra quien se le cruzara en el camino; los hombres compartían su frustración. Todos ardían por la posibilidad de vengar a los camaradas muertos en el desfiladero, pero no podían moverse sin órdenes de al-Salil.

Por el campamento corrían feos rumores: que Bashir se rebelaría, arrebatando el mando al doliente jeque. Que el jeque había muerto, que estaba repuesto, que se había escabullido en la noche, dejándolos librados a su suerte.

Después un rumor más extraño alzó llama en las filas: que una segunda fuerza expedicionaria, bajo el mando de un príncipe de la casa real de Omán, marchaba desde la costa para unirse a ellos. Con ese refuerzo se les permitiría, por fin, perseguir a los infieles hasta su madriguera. El bulo tenía unas pocas horas de vida cuando oyeron el batir de lejanos tambores de guerra, en un principio tan tenues que parecían el palpitar de sus propios corazones. La soldadesca árabe se apiñó en la parte alta para otear la planicie, emocionada al oír el trompetazo de un cuerno de carnero. Se aproximaba una espléndida hueste, precedida por oficiales de alto rango. Abrumados de respeto recibieron a los desconocidos. El oficial que dirigía a las cohortes llevaba media armadura, al estilo turco, y un casco en forma de cacerola, terminado en pica y con una gola acolchada. Esa imponente figura se dirigió a ellos en tonos resonantes, sin desmontar.

Soy el príncipe ibn al-Malik Abubaker. Hombres de Omán al-Malik, padre mío y califa vuestro, ha muerto en su palacio de Mascate, derribado en la flor de su edad por la espada del ángel negro.

Un grave gemido recorrió las filas, pues casi todos ellos habían combatido en Mascate para sentar a al-Malik en el Trono del Elefante y amaban a su califa. Cayeron de rodillas, clamando:

¡Que Dios se apiade de su alma!

Abubaker les dejó expresar su dolor; luego alzó una mano enguantada pidiendo silencio.

Soldados del califa: os traigo los saludos de vuestro nuevo califa, Zayn al-Din, amado primogénito de al-Malik, quien me encomienda tomaros juramento de lealtad a él.

Se arrodillaron en filas, con Bashir al-Sind a la cabeza, y pronunciaron el juramento de fidelidad, poniendo a Dios como testigo. Cuando la ceremonia terminó era ya el ocaso. Abubaker despidió a los hombres y llamó a Bashir.

¿Dónde está ese cobarde traidor de al-Salil? Inquirió. En nombre del califa, tengo asuntos urgentes que tratar con él.

Dorian oyó el anuncio de la muerte de su padre adoptivo mientras dormía en su tienda, pues la voz de Abubaker le llegó con claridad. Al parecer, todos los cimientos de su vida se desmoronaban uno a uno. Se sentía demasiado débil y enfermo para enfrentar todos esos golpes a la vez.

Luego oyó el nombre de Zayn al-Din y la noticia de su ascensión al Trono del Elefante. Entonces comprendió que su aprieto era aun peor de lo que imaginaba. Con un gran esfuerzo, dejando a un lado su duelo y los sufrimientos fisicos, tomó a Yasmini de la mano y la acercó a su lecho. Ella estaba conmovida por la muerte de al-Malik, pero no tanto como Dorian, pues apenas había tratado a su padre. El la sacudió, obligándola a recuperarse inmediatamente.

Corremos gran peligro, Yassie. Ahora los dos estamos completamente a merced de Zayn. No necesito decirte lo que eso significa: comparado con nuestro hermano, Kush era un santo.

¿Cómo haremos para escapar, si no puedes moverte, Dowie? ¿Qué vamos a hacer?

Él se lo dijo, hablando en voz queda, pero urgente, y le hizo repetir todos los detalles.

Te daría una carta, pero con este brazo no puedo escribir. Debes llevarle mi mensaje verbalmente; si no lo aprendes bien, él no lo creerá.

La muchacha era inteligente; pese a su confusión, lo memorizó perfectamente al primer intento, aunque le costaba pronunciar algunas de las palabras que él le enseñó. No había tiempo para perfeccionarías.

Con eso basta. Él comprenderá. ¡Ahora vete! Ordenó Dorian.

Pero no puedo abandonarte, señor suplicó ella.

Si te quedas conmigo, Abubaker te reconocerá. En sus garras no podrás hacer nada por ninguno de los dos.

Ella lo besó una sola vez, con amorosa ternura, y se levantó para salir. Un fuerte ruido de pisadas ante la tienda la hizo retroceder hasta un rincón, donde se cubrió la cabeza y los hombros con el chal. En ese momento la solapa de la tienda se abrió con brusquedad, dando paso a Bashir al-Sind. Ben Abram trató de impedirle que se acercara al lecho.

Al-Salil está malherido y no debe ser molestado.

Bashit lo apartó despectivamente.

¡Se acerca el general Abubaker, emisario del califa! Advirtió a Dorian, con expresión fría y maliciosa. Él comprendió que había cambiado de líder; ya no era su amigo leal.

Abubaker entró en la tienda y se detuvo con los brazos en jarras.

Conque el traidor aún vive. Me alegro. Al-Salil, que se llamaba al-Amhara en la zenana de Lamu, donde jugábamos juntos. Soltó una risita sarcástica. He venido a llevarte ante el califa para que respondas a cargos capitales de traición. Mañana al amanecer marcharemos hacia la costa.

Ben Abram intervino otra vez.

No es posible moverlo, noble príncipe. Su herida es grave. Su misma vida corre peligro.

Abubaker se acercó a la cama y miró al enfermo.

Una herida, dices. ¿Qué seguridad tengo de que no está fingiendo?

De pronto alargó la mano para asir el vendaje que cubría el pecho de Dorian y lo arrancó con un gesto brutal. La costra reciente estaba pegada al vendaje y se desprendió con él, arrancando a Dorian un siseo de tormento. Un hilo de sangre fresca rodó por el pecho. Yasmini, en el rincón de la tienda, gimió por empatia, pero nadie reparó en ella.

Es un simple arañazo opinó Abubaker, fingiendo examinar la herida abierta no basta para impedir que se haga justicia con un traidor. Aferrando un puñado de pelo rojo, arrastró al joven fuera de la cama. Levántate, cerdo traidor.

¿Ves, doctor, lo fuerte que está tu paciente? Te ha estado engañando. No tiene casi nada.

No sobrevivirá un tratamiento tal, noble príncipe, ni a la prolongada marcha hacia la costa.

Escucha, Ben Abram, viejo cabrón chocheante, si muere antes de que lleguemos a la costa me cobraré con tu cabeza. Que sea una competición entre tú y yo. Sonrió, mostrando toda la despareja dentadura. Tú harás lo que puedas por mantener a al-Salil con vida. Por mi parte, haré lo posible por matarlo poco a poco. Veremos quién gana. Después de arrojar a Dorian hacia la esterilla, giró en redondo para salir a grandes pasos, seguido por Bashir.

Yasmini se levantó de un salto para correr hacia Dorian. Aunque tenía la cara contraída por el tormento, él le susurró apasionadamente:

Vete, mujer. No pierdas un instante más. Busca a Batula y monta.

Tom y su banda llegaron al Fuerte Providencia en tres días de marchas forzadas, inmediatamente iniciaron los preparativos para abandonar la colonia. Aboli envió a Fundi y a tres de sus hombres aguas arriba, para que trajeran a su familia.

No puedo embarcarme sin ellos dijo a Tom, simplemente.

Ni yo te lo pediría, replicó él. Pero tendrán que darse prisa. Es seguro que los musulmanes vienen pisándonos los talones.

Puso piquetes cubriendo todos los accesos al fuerte, a fin de estar advertido cuando aparecieran las fuerzas árabes. Luego comenzaron a cargar precipitadamente el Centauro para zarpar río abajo. Retiraron los cañones livianos de sus emplazamientos en la empalizada y los repusieron en sus cureñas de la cubierta superior. No había marfil que embarcar, pero cargaron toda la mercancía que habían traído de Buena Esperanza a principios de la temporada. Sarah reunió todos sus tesoros para llevarlos a bordo: manteles y cubiertos, ollas y sartenes, medicamentos y libros, que casi colmaron el pequeño camarote. En cuanto al clavicornio, Tom se opuso.

Te compraré otro, prometió. Pero al ver su expresión comprendió que malgastaba el aliento. De mala gana, permitió que dos marineros lo subieran por la planchada.

Era extraño, pero aún no había señales de persecución. Tom hizo que Aboli saliera a asegurarse de que los piquetes del norte estuvieran alerta. Esa calma no era natural. Sin duda pronto habría represalias.

Pasaron los días. Por fin Fundi regresó de Lozi con dos canoas, trayendo a Zete y Falla, los dos varones Zama y Tula y los bebes recién nacidos. Sarah los tomó a todos bajo su protección, mientras Tom enviaba un mensaje urgente a Aboli, pidiéndole que regresara con todos los piquetes, pues al fin estaban listos para la partida.

Dos días después, el centinela de la torre gritó:

¡Vienen jinetes desde el norte!

Tom subió la escalerilla con el catalejo en la mano.

¿Dónde? Inquirió. Y ante la señal del centinela enfocó el anteojo.

Sarah trepó hasta arriba.

¿Quienes? Preguntó, nerviosa.

Es Aboli, con los piquetes. Su marido lanzó un silbido de alivio y satisfacción. Y no hay señales de que nos persigan. Todavía podremos escapar sin combatir. Nunca lo habría pensado. No entiendo que los musulmanes nos hayan dejado escapar con tanta ligereza. Embarca a todos tus críos, que levaremos anclas en cuanto Aboli pise la cubierta.

Ella empezó a descender, pero Tom la detuvo con otro silbido.

Aboli trae a dos desconocidos. Por Dios, son árabes. Prisioneros, por lo que parece, pues él los tiene bien amarrados. Se ha alzado con un par de exploradores enemigos. Probablemente nos dirán dónde está el ejército.

Cuando Aboli llegó a la cubierta del Centauro con sus cautivos, Tom y Sarah los estaban esperando.

¿Qué peces son estos que han caído en tus redes, Abolí? Preguntó él, observándolos. Por su vestimenta, eran árabes, uno, un guerrero peligroso, a juzgar por su expresión. El otro, un lindo muchachito de grandes ojos pardos, tímido y temeroso. ¡Qué pareja extraña!

El niño pareció cobrar ánimos ante ese tono despreocupado.

¿Hablas mi idioma, effendi? Preguntó con voz dulce, que aún no había engrosado.

Si, muchacho, hablo árabe.

¿Te llamas Tom?

Maldito seas, pequeño zorro. Ceñudo, Tom dio un paso amenazador hacia él ¿Cómo lo sabias?

¡Espera, Tom! Intervino Sarah. Es una chica.

Tom miró atentamente las facciones de Yasmini. Luego, con una carcajada, le arrebató el turbante; la cabellera oscura cayó sobre los hombros.

Ya veo, y muy bonita. ¿Quién eres?

Soy la princesa Yasmini. Y te traigo un mensaje de Dowie.

¿De quién?

De Dowie. Parecía desesperada. ;Dowie! Dowie! repitió, con diferentes inflexiones.

Tom meneó la cabeza desconcertado.

Creo que trata de decir "Dorry" aclaró Sarah.

La cara de Yasmini se pintó de alivio.

¡Si, si! Dowie, tu hermano!

Tom hizo una fea mueca, arrebolado en sangre oscura. Vienes a burlarte de mí. Mi hermano Dorry murió hace muchos años. ¿A qué quieres jugar, pequeña zorra? ¿Qué trampa es ésta? le gritó en la cara.

Los ojos de la muchacha desbordaron de lágrimas, pero irguió la espalda y empezó a cantar. Al principio su voz sonó vacilante, pero luego se afirmó, dulce y afinada. Cantaba con los tonos trémulos del Oriente, extraños al oído europeo. La melodía sonaba desfigurada y la letra era una parodia del idioma inglés. Todos la miraron sin comprender nada. Por fin Sarah exclamó:

Tom, es Spanish Ladies. Está tratando de cantar Spanish Ladies. Y corrió a abrazarla. Tiene que ser verdad. Dorian está vivo y la canción es una señal de que él la envía.

¡Dorian! ¿Es posible? ¿Dónde está? Tom sujetó a Yasmini por un brazo y la sacudió con violencia. ¡Dime dónde está mi hermano!

Surgió en un confuso torrente de palabras. Yasmini iniciaba una frase sin haber terminado la anterior, tartamudeando en su prisa por contarlo todo y omitiendo gran parte, de modo que se veía obligada a retroceder y recomenzar.

Dorry necesita ayuda, dijo Tom, captando lo esencial. Se volvió hacia Aboli. Está vivo y en grandes apuros. Nos manda llamar por ellos.

Los caballos todavía están ensillados dijo su camarada, sereno. Podemos partir de inmediato.

Tom se volvió hacia la muchacha, que seguía balbuceando su historia ante Sarah.

Es suficiente, muchacha! la interrumpió. Más tarde habrá tiempo para que nos cuentes el resto. ¿Puedes llevarnos adonde está Dorry?

¡Sí! exclamó ella, vehemente. Batula y yo os guiaremos.

Tom se inclinó desde la montura para dar a su esposa un apresurado beso final. Por una vez, ella no había insistido en acompañarlos. Esa desacostumbrada conducta y su reticencia de los últimos días habrían debido indicar a Tom que sucedía algo extraño, pero estaba tan preocupado que no prestó atención.

Que Alf Wilson mantenga a todos a bordo y todo preparado. Cuando regresemos será con mucho apuro, probablemente, con media Arabia pisándonos los talones.

Y tomó las riendas, buscando a los otros con la mirada.

Yasmini y Batula ya habían partido e iban por la mitad la primera cuesta. Luke y Aboli se demoraban, esperando que él los alcanzara. Todos vestían túnicas árabes y llevaban a un caballo de recambio de la brida. Tom clavó los talones en los flancos de su animal y se despidió de Sarah agitando la mano.

¡Vuelve pronto, sano y salvo! le gritó ella, con una mano apoyada contra el vientre.

Tardaron cuatro días, a galope tendido, cambiando de caballo de hora en hora y aprovechando la luz desde el primer resplandor hasta el breve crepúsculo africano, en cruzarse con la columna árabe.

Tom había cabalgado junto a Yasmini durante todo el día; conversaron hasta que el polvo y el calor les secaron la garganta. Ella relataba todo lo que le había sucedido a Dorian desde que se conocieran en la zenana hasta su arresto, pocos días atrás. Esta vez su narración fue coherente y lúcida, con toques de humor, a veces él reía, encantado; otras se conmovía casi hasta las lágrimas. Era un orgullo saber en qué clase de hombre se había convertido su hermanito. Yasmini le habló de su mutuo amor, ganándose su afecto y su simpatía. Tom estaba encantado con su temperamento alegre y chispeante.

Conque ahora eres mi hermanita. Le sonrió con cariño.

Eso me gusta, effendi. Ella le devolvió la sonrisa. Me hace muy feliz.

Si vamos a ser hermanos, debes llamarme Tom.

Lo abrumaron los remordimientos al saber que, en el combate del paso, había herido a su propio hermano y pudo haberla atravesado a ella también.

¡No me mostró la cara! ¿Cómo iba yo a saber…?

Él comprende, Tom. Aún te ama.

Pude haberos matado a ambos. Fue como si algo exterior me retuviera la mano.

Los medios de Dios son maravillosos.

Lo guió por el complicado laberinto de la política real de Omán, explicándole cómo se habían visto enredados en ella y las consecuencias de la entronización de Zayn al-Din.

Ahora Abubaker lo lleva a Mascate, para entregarlo al rencor y la venganza de Zayn, dijo, y corrieron lágrimas por su cara polvorienta.

El se inclinó para darle unas palmaditas fraternales en el brazo.

Ya nos ocuparemos de eso, Yasmini. No llores, por favor.

Cruzaron el profundo rastro del ejército árabe y lo siguieron hasta distinguir la nube de polvo por encima del bosque. Entonces Batula se adelantó, mientras los otros se detenían a esperar la llegada de la noche. El lancero podría infiltrarse en la masa de jinetes velados sin despertar sospechas ni llamar la atención.

Regresó cuando el sol se ponía.

Al-Salil aún vive, alabado sea Dios, fueron sus primeras palabras. A Tom le resultó extraño el empleo de ese nombre árabe. Lo he visto desde lejos, sin tratar de llegar hasta él. Lo llevan en unas angarillas arrastradas por un caballo.

¿Cómo está?, preguntó Tom.

Puede caminar un poco. Vi que Ben Abram lo ayudaba a levantarse de las angarillas y lo conducía a la tienda donde lo tienen ahora. Aún lleva el brazo derecho en cabestrillo. Se mueve con lentitud, tieso como un anciano, pero mantiene la cabeza erguida. Esta más fuerte que cuando lo dejamos.

Alabado sea el nombre de Dios, susurró Yasmini.

¿Puedes guiamos hasta su tienda, Batula? Preguntó Tom.

El lancero asintió.

Sí, pero está bien custodiado.

¿Lo han encadenado?

No, effendi. Deben pensar que su herida es suficiente para retenerlo.

Lo rescataremos esta misma noche decidió él. Y lo haremos así.

Se acercaron desde barlovento, para que sus caballos no relincharan al olfatear a los del campamento árabe. Los dejaron con Yasmini para adelantarse hasta el borde de la selva. El campamento murmuraba como una colmena; el aire estaba azul y denso por el humo que despedían cientos de fogatas. El movimiento era constante: mozos de cuadra y esclavos que iban y venían entre los caballos, soldados que se alejaban entre los matorrales por asuntos personales o regresaban a sus esterillas, cocineros que llevaban ollas de arroz humeante y repartían la cena. Había pocos centinelas y no se imponía mucho orden.

Abubaker no es buen militar, comentó Batula, desdeñoso. Al-Salil jamás permitiría semejante falta de disciplina.

Tom hizo que Batula se adelantara; los otros los siguieron de a uno, a intervalos, caminando como al desgaire, cubiertos de velos y túnicas que ocultaban las armas. El lancero enfiló hacia una tienda de cuero que había sido armada en una depresión del centro del campamento, aislada de las otras. Tom vio que no habían desmalezado el lugar, pero había cuanto menos tres guardias apostados allí, sentados en cuclillas con las armas cruzadas sobre el regazo.

Batula se detuvo bajo un muralla de ramas retorcidas, a cien metros de la tienda. Los otros se reunieron con él, afectando indiferencia, y se acuclillaron formando un circulo; en la penumbra parecían uno de los tantos grupos de soldados omaníes que se reunían a conversar, compartiendo café y una pipa.

De pronto, un grupo de tres árabes espléndidamente ataviados se acercó a ellos a grandes pasos, seguidos de cerca por sus guardaespaldas. Tom experimentó un pánico momentáneo, seguro de que su presencia había sido descubierta, pero los hombres pasaron a poca distancia y continuaron hacia la tienda.

El del tocado azul con cuerda de oro es el príncipe Abubaker, de quien os hablé, susurró Batula. Los otros dos, al-Sind y bin Tati, ambos leales a él.

Tom vio que los tres ingresaban en la tienda donde Dorian yacía prisionero. Estaban lo bastante cerca como para oír el murmullo de voces tras el cuero. Luego se oyó el ruido de un golpe y un grito de dolor. Tom se levantó a medias, pero Aboli alargó una mano para obligarlo a sentarse. En la tienda hubo un nuevo intercambio de palabras; luego Abubaker pasó agachado por la abertura y se detuvo para mirar atrás.

Mantenlo vivo, Ben Abram, para que muera con más pasión. Soltó una carcajada y regresó sobre sus pasos, pasando tan cerca que Tom habría podido tocarle el ruedo de la túnica.

Salaam aliekum, poderoso señor, murmuro.

Pero Abubaker pasó sin echarle una mirada, rumbo a su propia tienda, que ocupaba el centro del campamento.

Poco a poco se hizo el silencio. Se apagaron las voces y los hombres se acurrucaron bajo sus chales, en torno a las fogatas; las llamas se redujeron a cenizas. Tom y sus hombres se tendieron en torno de la pequeña hoguera que Batula había encendido, con la cabeza cubierta, pero sin dormir. Al apagarse el fuego la oscuridad se intensificó. Tom observaba las estrellas para calcular el paso del tiempo. Era infinitamente lento. Por fin tocó a Aboli en la espalda.

Ya es hora. Se levantó lentamente para avanzar hacia la tienda de Dorian. Había estado observando al centinela apostado en la parte trasera: el hombre cabeceaba, se erguía con un respingo y volvía a cabecear.

Tom se acercó lentamente por atrás y lo golpeó en la sien con el caño de su pistola. Sintió que se quebraba el delgado hueso y el centinela cayó hacia adelante sin ruido alguno. El se acuclilló en su lugar, adoptando la misma posición, con el mosquete cruzado sobre el regazo. Esperó un largo minuto hasta tener la certeza de que no había ninguna alarma. Luego se adelantó agachado hasta quedar cerca del tabique trasero de la tienda.

No tenía modo de saber si había un guardia apostado adentro, junto a la cama. Se mojó los labios y tomó aliento; luego silbó suavemente el primer compás de Spanish Ladies.

Alguien se movió detrás del cuero. Luego se oyó una voz que él no recordaba. No era la del niño de quien se había visto separado, sino la de un hombre:

¿Tom?

Sí, muchacho. ¿Hay peligro adentro?

Sólo estamos Ben Abram y yo.

Desenvainó su puñal y el cuero de la carpa se abrió bajo su filo. Una mano asomó por la abertura, pálida a la luz de las estrellas. Tom la estrechó con fuerza y Dorian lo atrajo por la abertura hacia el interior de la tienda. Allí se abrazaron, arrodillados pecho contra pecho.

Tom quiso hablar, pero no tenía voz. Estrechó a su hermano con todas sus fuerzas y aspiró hondo.

Dios te ampare, Dorian Courtney. No sé qué decir.

¡Tom! Dorian alzó la mano sana para asir un puñado de rizos oscuros, tiesos de polvo. Qué gusto verte.

Las palabras inglesas resultaban extrañas a su lengua; sollozaba, vencido por la debilidad de la herida y por un enorme júbilo.

No hagas eso, Dorry, o empezaré yo también, protestó su hermano, apartándose para secarse las lágrimas con el brazo. Voy a sacarte de aquí, muchacho. ¿Estás muy herido?

Puedes caminar, ¿si Aboli y yo te ayudamos?

¿Aboli? ¿Está aquí contigo? Temblaba la voz de Dorian.

Aquí estoy, Bomvu, ronroneó Aboli, junto a su oreja pero más tarde habrá tiempo para todo esto.

Había arrastrado al centinela caído al interior de la tienda. Con la ayuda de Tom, lo tendieron en la esterilla para cubrirlo con la manta de Dorian. Mientras tanto Ben Abram ayudaba a su paciente a vestirse y le cubría los rizos rojos con un turbante.

Ve con Dios, al-Salil susurro. Luego, a Tom: Soy Ben Abram. ¿Me recordáis?

Jamás me olvidaré de vos y de lo bondadoso que habéis sido con mi hermano, viejo amigo. Tom le estrechó el brazo. Que Dios os bendiga.

Habéis cumplido con vuestro juramento dijo el médico, en voz baja. Ahora debéis atarme y amordazarme, para que Abubaker no me trate con crueldad al descubrir que al-Salil ha desaparecido.

Después de amarrarlo, se llevaron a Dorian por la parte trasera. Una vez fuera de la tienda lo pusieron de pie y, sosteniéndolo entre ambos, cruzaron lentamente el campamento dormido. Batula y Luke Jervis iban adelante, moviéndose como oscuros fantasmas. Al rodear una de las fogatas un árabe, medio dormido, se incorporó para mirarlos fijamente, pero los dejó pasar sin decir nada y, dejándose caer nuevamente al suelo, volvió a cubrirse la cabeza.

Aguanta, Dorry le susurró Tom al oído. Ya estamos casi afuera.

Caminaban hacia el borde de la selva; cuando los árboles se cerraron en torno de ellos estuvo a punto de lanzar una exclamación de alivio, pero en ese momento una voz dura los desafió en árabe, desde corta distancia.

¿Quiénes sois? Alto, en nombre de Dios, y entregaos.

Tom buscó la espada bajo la túnica pero Dorian le detuvo la mano y respondió en el mismo idioma.

La paz de Alá sea contigo, amigo. Soy Mustaf de Muhaid y me devora la disentería. Mis amigos me llevan a un lugar discreto entre la maleza.

No estás solo en tus sufrimientos, Mustaf. Cunde la enfermedad en el campamento se solidarizó el centinela. La paz sea contigo y también con tus intestinos.

Continuaron a paso lento. De súbito Batula reapareció como salido de la noche.

Por aquí, effendi susurró-. Los caballos están cerca. Se oyó el golpeteo de un casco y, de pronto, la pequeña silueta de Yasmini surgió en la oscuridad para correr hacia Dorian. Se abrazaron, intercambiando suaves murmullos de amor, hasta que Tom los apartó suavemente y llevó a su hermano hacia el caballo más fuerte. Con la ayuda de Aboli lo subió a la montura. Viendo que se tambaleaba sin estabilidad, le ató un tobillo al otro con un tiento pasado bajo el vientre del caballo. Luego montaron a Yasmini tras él.

Sujétalo, hermanita le dijo Tom. No dejes que resbale.

Una vez que hubo montado él también, tomó las riendas de Dorian.

Llévanos a casa, Aboli, dijo, mirando por entre los árboles hacia el campamento dormido. Tendremos, a lo sumo, unas pocas horas de ventaja. Luego vendrán tras de nosotros como un enjambre de avispas.

Abusaron cruelmente de los caballos. Los animales habían hecho el viaje desde Fuerte Providencia a marchas forzadas, casi sin descanso ni tiempo para pastar, salvo durante los breves descansos nocturnos. En el regreso, el tratamiento era el mismo. A mediodía el calor era abrasador; las distancias entre una aguada y otra, largas. El suelo duro y las piedras lastimaban los cascos.

Perdieron el primer caballo antes de haber recorrido treinta kilómetros. Era el que llevaba a Dorian y a Yasmini; las piedras le arruinaron los cuatro cascos y apenas podía renquear. Tom lo liberó, sabiendo que los leones y las hienas acabarían con el valeroso animal esa misma noche. Montaron a Dorian en uno de los caballos de recambio y continuaron al mismo paso. Hacia el tercer día habían acabado con todos los caballos de recambio y sólo contaban con los que estaban montando. A mediodía, tras detenerse brevemente en una aguada lodosa, Aboli dijo en voz baja:

Los mosquetes no nos servir de nada contra un ejército. Y el peso está matando a los caballos.

Abandonaron las armas de fuego, los frascos de pólvora, los sacos de municiones y todo el equipaje, conservando sólo las armas blancas y las cantimploras. De espaldas al grupo, para que nadie viera lo que hacía, Tom deslizó una pistola cargada en el cinturón, bajo la camisa.

Era un arma de dos caños. Por lo que Yasmini le había contado, sabía cuál sería el destino de la pareja si los árabe los alcanzaban. La pistola era para ellos: un caño para cada uno. "Dios me de fuerzas para hacerlo, llegado el momento", rezó en silencio.

Aunque habían aligerado drásticamente la carga, ese día perdieron otros dos caballos. Luke, Aboli y Tom se turnaban para trotar junto a los hombres montados, asidos a los estribos para mantener el paso agotador de la marcha.

Ese atardecer, por primera vez, divisaron a la columna que los perseguía. Iban cruzando otra de las sierras características de ese territorio salvaje. Al mirar hacia atrás vieron la nube de polvo que se levantaba tres leguas más atrás.

Esa noche se detuvieron sólo por una hora y continuaron viaje a la luz de las estrellas, guiándose por la gran cruz de la constelación de Centauro. Pese a esa larga marcha nocturna y a que los árabes debían de estar agotando a sus cabalgaduras tanto como ellos, al amanecer descubrieron que no habían ganado ventaja sobre sus perseguidores: la nube de polvo se elevaba, roja como la sangre, siempre tres leguas atrás.

Durante la noche hasta Aboli había perdido el sentido de la distancia y de su posición exacta, en esa espesura de bosques y colinas quebradas. Ese tardecer cruzaron otra serranía, con la esperanza de ver atrás las aguas brillantes del Lunga, pero más allá se elevaba otra serie de colinas verdes. Cruzaron trabajosamente el valle intermedio, con los caballos casi liquidados y todos ellos en el límite de la resistencia. Hasta Aboli sufría, disimulando la cojera causada por un ligamento distendido en la rodilla. Tenía la cara seca y agrisada por la humedad perdida. Dorian estaba ojeroso, esquelético bajo la túnica, y su herida sangraba de nuevo bajo los vendajes sucios. Yasmini apelaba a sus últimas fuerzas para sostenerlo en la silla. El único caballo restante se tambaleaba bajo el peso de los dos.

Cayó justo bajo la cresta de las colinas, como si hubiera recibido una bala de mosquete en el cerebro. Tom cortó el tiento que unía los tobillos de Dorian y lo sacó a tirones de abajo.

¿Desde aquí tendréis que seguir a pie, hermano. ¿Podrás? Le preguntó.

Dorian trató de sonreír.

Mientras tú puedas, puedo. Pero cuando Tom trató de levantarlo se le aflojaron las rodillas y cayó al suelo pedregoso.

Atrás, ya cerca, la nube de polvo rojizo se elevaba en el valle que ellos terminaban de cruzar. Cortaron un palo, que Aboli y Tom sujetaron por los extremos. Con el herido sentado en el medio, abrazado a sus hombros, bajaron a tumbos hacia el valle siguiente.

Durante la noche se detuvieron a descansar varias veces por pocos minutos; luego sentaban a Dorian en el palo y continuaban hasta que no podían dar un paso más; entonces se dejaban caer a tierra para otro descanso. Tardaron toda esa noche en cruzar el ancho valle. Sólo cabía esperar que los perseguidores se hubieran detenido en las sombras, imposibilitados de seguirles el rastro.

El amanecer los sorprendió subiendo trabajosamente la cuesta, al otro lado del valle. Cuando se volvieron a mirar, los árabe estaban ya tan cerca que las puntas de sus lanzas destellaban alegremente bajo la luz temprana.

Han reducido la distancia a la mitad jadeó Tom, en tanto bajaban a Dorian para descansar otra vez. A este paso nos alcanzar dentro de una hora.

Déjame aquí, Tom, susurró Dorian. Salvaos vosotros.

Estás loco, exclamó su hermano. La última vez que te volví la espalda desapareciste por años y años. No pienso volver a correr ese riesgo.

Lo levantaron y partieron otra vez. Yasmini caminaba algunos pasos más adelante, con las sandalias de cuero rotas, casi salidas de los pies; las ampollas de los talones se le habían reventado y sangraban. Cayó antes de llegar a la cima; aunque se arrastró hasta el árbol más cercano e intentó levantarse apoyándose en el tronco, estaba demasiado débil para ponerse de pie.

¡Luke, reemplázame aquí! Tú, Batula, ayúdalo. Tom les entregó el extremo del palo y se acercó a Yasmini, que sollozaba suavemente, acurrucada contra el árbol.

Soy una mujer débil y estúpida, lloró.

Sí concordó él, inclinándose, pero demasiado bonita para abandonarte.

La alzó; aunque era frágil como un pájaro, el esfuerzo tensó todos los músculos y tendones de su dolorida espalda. Con ella apretada contra el pecho, reunió valor para subir un paso más.

Muy atrás se oyó un tenue grito. La avanzada de la columna árabe había llegado al pie de la colina. Uno apuntó su mosquete y del largo caño brotó una bocanada de humo. Segundos después oyeron el golpe seco del disparo. Pero la distancia aún era mucha y el proyectil no se acercó a ellos.

Ya estamos casi arriba canturreó Tom, tratando de mostrarse animoso. Un esfuerzo más, muchachos.

Llegó a la cima cegado por el sudor. Sabiendo que no podía ir más allá, dejó a Yasmini en pie y se enjugó los ojos, pero aún tenía la vista borrosa y estrellada de luces. Tambaleante, se volvió hacia los otros; ellos también estaban acabados. Hasta Aboli había agotado por completo sus fuerzas de gigante; apenas pudo dar los últimos pasos hacia la cresta.

"Aquí moriremos todos", pensó Tom. "Todavía me queda la espada azul para sucumbir luchando decentemente. Y al final usaré la pistola para Yasmini y Dorian." Buscó a tientas la culata bajo su camisa.

De pronto Aboli apareció a su lado y le sacudió el brazo, sin poder hablar, señalando hacia el valle de adelante. Por un segundo Tom pensó que era un espejismo, pero los destellos que cegaban sus ojos entornados era el sol reflejado en la amplia superficie del río Lunga. Allí estaba el pequeño Centauro, amarrado contra el ribazo, tan cerca que hasta se distinguían diminutas siluetas humanas en la cubierta.

A sus piernas fluyeron nuevas energías. Sacó la pistola del cinturón y disparó al aire los dos caños. En el barco hubo una súbita agitación. Tom vio el destello de un catalejo, apuntado hacia ellos, y agitó desesperadamente el brazo. La alta silueta de Alf Wilson le devolvió el gesto.

Giró para mirar hacia atrás. La avanzada árabe venía al galope, por la mitad de la cuesta. Sin una palabra más, Tom alzó a Yasmini y se arrojó pendiente abajo, hacia el río. La gravedad se hizo cargo de sus piernas; le era difícil seguirlas. Cada tranco le sacudía la columna, en tanto el suelo volaba bajo sus pies. Oyó que Aboli y los otros lo seguían, pero le era imposible mirar hacia atrás. Necesitaba de todo su empeño y su fuerza para mantenerse de pie. Yasmini cerró los ojos, aterrorizada, y se aferró de su cuello con los dos brazos.

De pronto se oyó atrás un grito y una descarga de mosquetes: los árabes habían llegado a la cima. Una bala arrancó un trozo de corteza y una lluvia de astillas blancas al tronco de un abedul, junto a Tom. No podía mantener ese paso y, cargado con el peso de Yasmini, tampoco podía detenerse. Una de sus piernas cedió bajo su cuerpo. El y la muchacha rodaron, enredados, hasta que una gran piedra los detuvo.

Aboli pasó junto a ellos, cargando a Dorian en la espalda, a saltos vacilantes. Batula y Luke Jervis trataban de mantenerse a la par de él, pero las piernas del negro estaban fuera de control. No pudo detenerse para ayudar a Tom. Fue Luke quien lo asió de un brazo para incorporarlo, mientras Batula alzaba a Yasmini y daba varios pasos más cuesta abajo.

Con un rumor de cascos, los árabes cargaron contra ellos. Ya tenían las lanzas en ristre y en las caras morenas se les veía una expresión de triunfo. Entonces se oyó el grito de Sarah, Tom! ¡Ya vamos!

Giró en redondo. Ella venia montada a horcajadas en un bayo, trayendo por las riendas a dos caballos de recambio, a galope tendido por la cuesta. Alf Wilson la seguía a un cuerpo de distancia, a lomo de una yegua negra, también con dos animales más. Sarah sofrenó a su montura junto a él. Tom arrebató a Yasmini de brazos de Batula y la arrojó, poco menos, a la cruz del bayo. Su esposa la sujetó, impidiendo que cayera por el flanco opuesto.

¡Vete, jadeó él, Sácala de aquí!

Sin decir una palabra, Sarah le echó las riendas de los otros caballos y volvió grupas para descender la colina, con la muchacha sacudiéndose ante ella como un saco mojado.

Tom montó uno de los caballos, dejando el otro para Luke y Batula. Luego alcanzó velozmente a Aboli y le arrancó de la espalda el cuerpo maltrecho y sangrante de Dorian.

Monta uno de los caballos de Alt gritó al negro, mientras partía a toda velocidad en pos de Sarah.

A poca distancia se oyeron aullidos en árabe y un galope de cascos. Temía recibir, en cualquier momento, un lanzazo en la espalda, pero no tenía tiempo para mirar hacia atrás: demasiado tenía con sujetar a Dorian. Desesperado, sintió que se le escurría sin que pudiera retenerlo. De pronto apareció Aboli, a caballo, y se inclinó para empujar a Dorian, de modo que Tom pudiera sostenerlo nuevamente por los hombros.

Cuando llegaron al terreno nivelado del ribazo, Tom y Aboli iban cabalgando rodilla contra rodilla, siguiendo muy de cerca a Sarah, que aún sujetaba a Yasmini. Luego venían Alf, Batula y Luke, en grupo. La caballería árabe se lanzó a la carga, acortando la distancia y adelantando las lanzas.

Al llegar al río, Sarah no vaciló en azuzar a su montura. El animal saltó desde la ribera y se sumergió, levantando una lluvia de agua. Tom y Aboli la siguieron a pleno galope. Luego saltaron los otros, casi sobre ellos. Afloraron nadando junto a las esforzadas cabalgaduras, rumbo al Centauro.

Detrás de ellos los árabes refrenaron en el ribazo, tratando de desenfundar los mosquetes, en tanto sus caballos se alzaban de manos. La primera andanada de metralla, disparada por uno de los cañones livianos del Centauro, derribó a la mitad en una maraña sanguinolenta y quebrada de hombres y animales. Los otros volvieron grupas y, presas del pánico, huyeron cuesta arriba. Otra andanada del barco destrozó los árboles en torno de ellos.

Cuando los caballos alcanzaron el barco a nado, los marineros subieron a sus jinetes a bordo. Apenas pisó la cubierta, Tom corrió a abrazarse con Sarah, con el pelo chorreante y la ropa empapada.

En un aprieto vales por diez hombres, bella mía. Luego se apartó. Dorian está malherido. Necesitar de toda tu atención. También Yasmini está agotada. Ocúpate de ellos mientras pongo el barco en camino.

Mientras marchaba hacia el timón echó un vistazo a los cordajes. Alf Wilson tenía todo en condiciones y preparado.

Por favor, señor Wilson, zarpemos río abajo, ordenó Tom. Luego buscó a Aboli con la mirada. Vamos a necesitar de los caballos para que remolquen la nave en los bajíos. Llévalos a la otra ribera, lejos de los musulmanes. Creo que podrás mantenerte a la par del barco.

Aboli llamó a sus hijos Zama y Tula.

Ahora tengo trabajo de hombres para vosotros. Acompañadme.

Los niños saltaron con él al agua para ayudarlo a reunir a los animales.

Tom sintió que la nave cobraba vida bajo sus pies y giraba hacia la corriente. Los ribazos comenzaron a pasar raudamente a cada lado. En la orilla sur, Aboli y sus chicos habían reunido a los caballos en una tropilla compacta y los conducían al trote largo por la ribera.

Giró hacia el norte, justo a tiempo para ver que la vanguardia del ejército árabe iniciaba el descenso hacia el río, en un torrente de armaduras relucientes, lanzas y cañones de mosquete. Tom arrebató el catalejo a Alf Wilson para apuntarlo hacia la cabeza de la columna. Allí distinguió el casco turco de Abubaker y el turbante amarillo de al-Sind, a su lado.

Creo que tendremos guardia de honor durante todo el viaje aguas abajo comentó, ceñudo. No podrán molestarnos mucho hasta que lleguemos a los bajíos.

Antes de alcanzar el mar tendrían que cruzar una zona donde el río se ensanchaba, aminorando su carrera hacia el océano. Allí los bancos de arena cambiaban constantemente de profundidad y posición. Con el río en su altura actual, el Centauro apenas podría pasar a flote. Abubaker y al-Sind no dejarían de acosarlos desde la costa.

Tom disponía de poco tiempo antes de llegar a ese tramo traicionero. Puso a todos los marineros a hacer preparativos para remolcar al barco sobre los bajíos y defenderlo del ataque enemigo, en su momento de mayor vulnerabilidad. Se tomó un momento para visitar el camarote donde Sarah había llevado a Dorian y a Yasmini. Descubrió, con alivio, que su hermano descansaba tranquilamente en la pequeña litera: Sarah le había cambiado los vendajes e indicó por señas que todo estaba bien. Yasmini, ya lo bastante repuesta como para ayudar, estaba alimentando al herido con un tazón de sopa. Tomás e detuvo apenas un minuto antes de volver precipitadamente a cubierta. Lo primero que vio al cruzar la escotilla fue la larga columna de caballería omaní, que cargaba por el ribazo del norte, tras ellos.

Quinientos, cuanto menos, calculó.

Alt Wilson concordó:

Suficiente para hacernos alguna maldad en un combate directo, capitán.

Será mejor no llegar a eso. Tom sonrió con más confianza de la que sentía. ¿Cuánto tiempo falta para llegar a los bajíos?

A esta velocidad, dos horas.

Bien. Vamos a aligerar el barco. Arrojad por la borda todo lo que no sea esencial para el viaje. Luego bajó la voz para que Sarah, desde el camarote, no lo oyera. Podéis comenzar con el clavicémbalo.

Chapoteo tras chapoteo, fueron arrojando toda la carga, después del clavicordio fue la mercadería de intercambio, casi todos los barriles de pólvora y todas las balas de cañón.

Tom conservó apenas pólvora y metralla suficiente para una hora de combate intenso.

Vaciad la mitad de los toneles de agua. Dejad lo suficiente para llegar a Buena Esperanza a raciones reducidas. "Será muy duro para las mujeres y los niños, pero mucho peor sería caer en manos de los árabe ", se consoló.

Mientras la tripulación trabajaba, él no perdía de vista a la caballería. En los estrechos, donde la corriente era veloz, el Centauro se adelantó a la columna de Omán; hacia la mitad del día, cuando el viento se tomó variable y el agua, menos torrentosa, los árabes recuperaron todo el terreno perdido.

Tom cargó uno de los cañones de popa con doble cantidad de pólvora y varios puñados de metralla. Cuando la vanguardia de la columna se puso a su alcance, disparó. Aunque causó pocos daños, los caballos frenaron, bailoteando nerviosamente, y los árabes aminoraron respetuosamente la marcha.

En la ribera del sur, Aboli y sus dos hijos mantenían a los caballos a la par. La tropilla estaba fuerte y descansada, mientras que las cabalgaduras árabes se habían agotado en la prolongada persecución y no podían seguirles el paso.

Bajaron por una última tolva de agua torrentosa, guiando el casco entre feas salientes de roca negra. Luego la corriente perdió toda potencia; la inercia los llevó hasta el sitio donde los bancos de arena sofocaban el río con sus jorobas amarillas.

Embarcad a las mujeres y a los niños en las falúas ordenó Tom. Cada kilo de peso importa.

Dorian estaba demasiado débil para ir a la costa; Yasmini se quedó para atenderlo. Sarah se hizo cargo del timón, desocupando a un hombre para la pesada tarea de remolque. Los otros pasajeros fueron llevados a la orilla del sur. La falúa los dejó bajo el cuidado de Aboli y regresó, lista para jalar del barco en el caso de que varara.

Tom se apostó junto al timón. En nervioso silencio, el pequeño Centauro llegó al primer meandro, donde el relieve del fondo era visible a través de las claras aguas verdes. La columna árabe pareció adivinar su oportunidad y se aproximó ansiosamente. Tom le echó un vistazo; ahora estaba a tiro, pero él se encontraba demasiado atareado como para manejar el pequeño cañón.

El barco surcó fácilmente el meandro. Tom dejó escapar un suspiro de alivio, pero era prematuro. De pronto la nave se sacudió bajo los pies, tocando fondo. Luego se liberó con un estremecimiento y continuó deslizándose por el verde río.

Por un pelo susurró Tom. Luego dijo a Sarah, que iba al timón: Mantente bien en medio del canal verde.

Llegó el siguiente meandro. Ahora el barco se movía con lentitud. Los árabes a medio tiro de mosquete, se acercaban al trote largo por la plana ribera arenosa, con las lanzas centelleantes y los tocados al viento.

El Centauro tocó la arena con la quilla y se detuvo tan súbitamente que sus tripulantes estuvieron a punto de caer. Estaba sólidamente varado.

¡A los botes! chilló Tom.

Todos los hombres de a bordo bajaron a las falúas. Su capitán gritó a Sarah: ¡Mantén el timón centrado! Y dejó el barco en sus manos para descender a la falúa.

Los timoneles de cada embarcación recogieron los cabos de remolque para atarlos con firmeza. Luego, con los remeros pujando con todas sus fuerzas, las dos falúas se adelantaron hasta tensar las cuerdas, tratando de liberar al Centauro de la arena que lo retenía.

En la ribera del sur, Aboli entró con su caballo en el agua para recoger el cabo que Sarah le arrojaba. Luego volvió con su montura al ribazo y ató el extremo al tiro de animales.

¡Ya, ya! ¡Jalad! Hizo restallar el látigo por sobre los lomos y los caballos aplicaron todo su peso contra las varas.

El Centauro rechinó contra la grava, adelantándose, pero volvió a atascarse. En la orilla, los jinetes árabes avanzaron al galope, desplegándose. Al llegar a la altura del barco varado, la primera fila giró con las lanzas en ristre y se lanzó al agua, en una muralla de espuma blanca, para atacar directamente a los hombres de las falúas.

El agua llegó a la panza de los caballos; luego, a las paletas. Los primeros ya iban a nado, pero sus jinetes enristraron las lanzas y rodearon la primera falúa como un cardumen de tiburones a una ballena muerta.

Los marineros dispararon sus pistolas contra ellos; luego se levantaron para golpearlos con los largos remos, pero la embarcación se mecía peligrosamente y no tardaría en dar una vuelta de campana bajo el mero peso del enemigo.

La siguiente fila de caballería maniobró para la carga, bordeando el banco de arena con una masa sólida. Abubaker estaba en el centro de la línea, brillantes la coraza y el yelmo. Blandiendo su cimitarra, se puso a la cabeza de sus hombres, pasando del trote corto al largo y, finalmente, a galope tendido.

Sarah no podía sujetar el timón. Por sobre la proa se veían las falúas rodeadas por masas de caballos y jinetes. Tom, de pie a popa, con la espada azul en la mano, lanzaba mandobles contra las cabezas de los árabes. Algunos de éstos estaban tratando de cortar el cabo de remolque con sus cimitarras. Otros se aplicaban contra la regala todo su peso y el de sus corceles. La embarcación escoró hasta que el agua entró por la borda. No tardaría en anegarse.

El escuadrón de Abubaker se lanzó al río. Sarah comprendió que pronto acabaría todo, pero no podía intervenir. Hasta entonces no había visto a Dorian, que salía del camarote apoyado en el hombro de Yasmini. Utilizándola a manera de muleta, renqueó penosamente hasta el cañón más cercano y lo hizo girar, apuntando el corto caño negro. Luego tomó la humeante mecha negra y la aplicó a la cazoleta.

El arma retrocedió estruendosamente, arrojando una tempestad de metralla contra la primera fila de jinetes árabe, en el momento en que llegaban al borde del agua. Yasmini, aferrada a la barandilla de la nave, vio que un proyectil con sesenta gramos de plomo alcanzaba a Abubaker en plena boca. Sus dientes estallaron entre los labios, brotando en astillas relucientes; luego la bala se abrió paso a través de la mandíbula y salió por la nuca. El yelmo se levantó, girando en el aire.

Los hombres que lo rodeaban se vieron arrancados de sus monturas. En tierra, las filas retrocedieron en desorden. Dorian pasó al cañón siguiente y apuntó. Los jinetes, al ver la boca que giraba hacia ellos, picaron espuelas para huir, despavoridos. La zumbante nube de metralla los alcanzó a lo largo, derribando a diez o doce caballos. En pocos segundos las filas quedaron reducidas al caos. Todos habían visto volar la cabeza del general Abubaker; ahora Bashir al-Sind también caía con su caballo muerto. Perdida la voluntad de luchar, se alejaron al galope para evitar otra devastadora descarga.

Yasmini sujetó a Dorian del brazo, en el momento en que iba a caer, y lo llevó al cañón siguiente. El disparo hizo que el Centauro escorara un poco, deslizándose de mala gana por la arena. Los árabes que rodeaban a las falúas, viendo que sus camaradas huían dejándolos sin apoyo, giraron hacia la costa.

¡Remad! ¡Remad hasta reventaros! gritó Tom a sus tripulantes, que se aplicaron nuevamente a los remos.

El Centauro avanzó lentamente y tocó fondo otra vez. Dorian disparó otro cañón, mientras Aboli azuzaba a los caballos.

Moroso, renuente, el barco resbaló por la arena hasta flotar libremente en el hondo canal.

¡A bordo! Rugió Tom, triunfante. Embarcad a las mujeres y a los niños.

Aboli amontonó en una falúa a sus esposas y a toda su prole. Luego cortó las correas y dio una palmada a los caballos para que galoparan hacia el bosque. Saltó por sobre la regala de la embarcación en el momento en que los remeros partían tras el Centauro. Tuvieron que esforzarse para alcanzar el barco, que navegaba rápidamente aguas abajo.

Desde aquí no habrá obstáculos hasta la desembocadura dijo Aboli a Tom, que estaba junto al timón. Los dos se volvieron a contemplar la destrozada caballería árabe, que no hacia esfuerzo alguno por reagruparse y continuar la persecución.

Que los hombres descansen, señor Wilson dijo Tom. Y recompensad a cada uno con doble medida de ron.

Alf Wilson se tocó la gorra.

Con vuestro perdón, capitán, arrojasteis el tonel de ron al agua. ¿Queréis que volvamos por él?

Aunque su tono era serio, los labios se le contraían.

Creo que los hombres tendrán que esperar hasta que lleguemos a Buena Esperanza, replicó Tom, con la misma solemnidad.

Tom estaba de pie junto a la barandilla de popa. La masa oscura del continente africano se fundía lentamente con la noche que caía atrás. Oyó a su lado una pisada ligera y alargó un brazo para atraer a Sarah. Cuando la tuvo frente a si, con la espalda apoyada en su pecho, la estrechó con fuerza y le dio un beso en la oreja. Ella se estremeció deliciosamente al sentir las cosquillas de su barba en el cuello.

Dorry pregunta por ti, dijo.

Ya iré a verlo respondió él. Pero no hizo nada por moverse. Después de un largo silencio, Sarah preguntó:

¿Y ahora, Tom?

No sé, mujer. Primero, Buena Esperanza, después será lo que Dios quiera.

Bueno, de una cosa estoy segura: tengo una pequeña sorpresa para darte cuando lleguemos a Buena Esperanza.

¡Ah! Tom se mostró interesado. ¿De qué se trata?

Si te lo dijera no sería sorpresa.

Ella le tomó las manos para apoyarlas firmemente contra su vientre. El tardó un momento en comprender. Luego dejó escapar un alegre rugido de risa.

Dios te ampare, Sarah Courtney. No sé qué decir.

Ella sabía que esa era su mayor expresión de júbilo.

No digas nada, grandísimo bobo, y a cambio dame un beso.