Por muchas semanas corrieron extraños rumores, en los souks de Lamu, sobre la desaparición del eunuco Kush. En las islas se lo conocía bien; era odiado y temido aun fuera de la zenana. Algunos decían que, mientras caminaba por la ruta, durante la noche, había sido apresado por djinns del bosque. En otra versión de la misma historia, el secuestrador era el mismo Shaitan. Los más pragmáticos opinaban que, tras haber robado dinero a su amo, el califa al-Malik, temiendo ser descubierto y castigado había huido al interior del Africa en un dhow alquilado. Para dar sustancia a esa teoría, el jeque al-Salil libró una orden de arresto contra él ofreciendo una recompensa de diez mil rupias por su captura. Pasado un mes, como no se supiera nada más del eunuco, los ociosos de los souks perdieron interés por el caso.

El nuevo tema de discusión, en la isla, pasó a ser el cese de los vientos kaskazi, el comienzo de los kusi y el comienzo de una nueva temporada comercial. Además, la inminente partida de la fuerza expedicionaria del jeque al-Salil hacia el continente apartó el interés de los tres eunucos faltantes.

En el numeroso cortejo del jeque, pocos repararon en el nuevo esclavo, Yazminii aunque el jovencito era notablemente bonito y grácil, aun con sus vestiduras hasta el tobillo, al principio parecía enfermo, tímido e inseguro de sí. No obstante la servidora Tahi, que fuera niñera del jeque, recién agregada al personal doméstico, tomó al niño bajo su protección. Yazmini compartía sus habitaciones; con su belleza y sus modales agradables, no tardó en conquistar a los otros sirvientes y esclavos.

Yazmini conservaba la voz vibrante de la niñez y tocaba el sistro con rara habilidad. El jeque al-Salil lo mandaba llamar todas las noches a sus habitaciones privadas, para que aliviara con sus canciones los sinsabores del día, y a nadie le pareció extrañó. En pocas semanas Yazmini se había ganado el favor especial de su amo, que lo incluyó entre sus criados personales. Luego le ordenó que tendiera su esterilla en una diminuta alcoba, separada de su dormitorio por cortinas, a fin de que pudiera atender a su señor durante la noche.

En el comienzo de ese nuevo arreglo, al-Salil regresó ya tarde de una reunión con sus capitanes de dhow, en la terraza. Yazmini, que se había adormecido esperándolo, se levantó de un salto al entrar él acompañado por Batula. Una vez que Batula ayudó al jeque a desvestirse, Yazmini le vertió sobre la cabeza y el cuerpo el agua caliente que tenía preparada en el brasero, a fin de que pudiera lavarse. Mientras tanto, el lancero colgó las armas de su amo en las perchas instaladas junto a su cama y fue a arrodillarse ante él.

Ya puedes retirarte, Batula, pero despiértame una hora antes del amanecer, pues queda mucho por hacer antes de hacernos a la mar. Mientras hablaba, al-Salil usó para secarse el paño que Yazmini le ofrecía. Que duermas bien, Batula, que los ojos de Dios velen tu profundo sueño.

En cuanto las cortinas cayeron sobre el vano de la puerta, Dorian y Yasmini se sonrieron mutuamente él le tendió los brazos.

He esperado demasiado tiempo, dijo.

Pero ella, danzando, se apartó de su alcance.

Debo completar mis tareas, noble amo. Debo acicalar vuestra cabellera y aceitaros el cuerpo.

Él se sentó en una alfombra de seda; la muchacha, arrodillo de tras de él le frotó el pelo con un paño hasta que estuvo casi seco; luego se lo trenzó en una sola coleta gruesa contra la espalda desnuda, murmurando palabras de admiración y deslumbramiento.

Tan grueso y bello, del color del oro y el azafrán…

Luego le masajeó los hombros con aceite de coco perfumado.

¿Dónde os hicieron esto? preguntó, tocándole las cicatrices.

En un sitio llamado Paso de la Gacela Brillante.

Con los ojos cerrados, Dorian se sometía a los toques hábiles de aquellos dedos, que habían aprendido en la zenana el arte de complacer a un esposo. Ya estaba relajado, casi dormido, cuando ella se inclinó hacia adelante.

¿Sigues teniendo cosquillas aquí, Dowie? Y le hundió la lengua en la oreja.

Eso lo galvanizó, arrancándole una exclamación de protesta. Los brazos musculosos se le erizaron en piel de gallina; entonces estiró el brazo hacia atrás para sujetarla por la cintura.

Tendré que enseñarte a ser más respetuoso, esclavo.

La llevó a la cama y se instaló a horcajadas por sobre ella, inmovilizándole los brazos por encima de la cabeza. Por un momento ambos rieron, mirándose a los ojos. Luego la risa cesó. El bajó la cabeza para apoyar la boca contra la de ella.

Yasmini abrió los labios para recibirlo, cálida y húmeda, susurrando dentro de su boca:

No sabía que mi corazón pudiera contener tanto amor.

Tienes demasiada ropa, murmuro Dorian.

Y ella se la quitó de prisa, arqueando la espalda para que él pudiera retirar las prendas de bajo su cuerpo y arrojarlas al suelo.

Eres indeciblemente bella comentó Dorian, contemplando el cuerpo sedoso y dorado en toda su longitud. ¿Pero estas curada?

Por completo. Pero no aceptes mi palabra, amo. Pruébalo a satisfacción tuya… y mía.

El viento Kusi soplaba ya por el canal, firme y fuerte, el cielo ardía en azul, libre de nubes tormentosas. Entonces la flotilla del jeque al-Salil zarpó de Lamu y, tres días más avistó la costa del continente africano.

Desembarcaron bajo la seda ondulante de la enseña, las largas filas de hombres armados y animales de carga se alejaron serpenteando desde la Costa de la Fiebre, dirigiéndose hacia el interior por la ruta de los esclavos.

El jeque iba a caballo a la vanguardia, seguido de cerca por el esclavo Yazmini. Algunos de los soldados, al ver la adoración con que el jovencito miraba a su amo, sonrieron con indulgencia.

Después de la fuga, Tom Courtney dedicó los largos meses siguientes a explorar la costa del continente. Se mantenía bien al sur de las rutas comerciales de los árabes, evitando cualquier encuentro con los omanies, ya fuera por tierra o por mar. Buscaba la desembocadura del río que Fundi, el cazador de elefantes, llamaba Lunga.

Sin la ayuda del hombrecito jamás habrían hallado la entrada, pues el canal giraba atrás sobre si mismo, formando una ilusión óptica: desde el mar la tierra parecía interrumpida y los bancos pasaban sin sospechan la existencia de esa boca.

Una vez que el pequeño navío estuvo a salvo en el canal, Tom lanzó las dos falúas, al mando de Luke Jervis y Alf Wilson, para que recorrieran el canal principal y guiaran al Golondrina. Había muchos canales falsos y vías sin salida entre las matas de papiros, pero fueron avanzando. Muchas veces el canal que seguían se estrechaba por completo, obligándolos a retroceder. Les costaba días enteros de búsqueda y duro trabajo lograr que el banco pasara. Tom agradecía que tuviera tan poco calado; de otro modo jamás habrían podido cruzan los numerosos bajíos y bancos de arena. Por fin llegaron a la corriente principal del río.

Las matas de papiros estaban infestadas de rufianescos cocodrilos y gruñones caballos de río. Sobre ellos pendía un dosel de insectos. A su paso alzaban vuelo, entre chillidos, grandes bandadas de aves acuáticas.

De pronto los juncales desaparecieron y el barco se encontró navegando por tramos de planicie aluvial que parecían praderas, con bosques en ambas riberas. Allí había rebaños de animales extraños que dejaban de pastar para observar el paso de pequeño navío ; luego lanzaban un resoplido de alarma y partían en estampida hacia el bosque. Su número y su variedad eran asombrosos; los marineros se agolpaban contra la onda para mirarlos y maravillarse.

Había gráciles antílopes, algunos de los cuales tenían el tamaño de un venado inglés; otros eran mucho más grandes. En la cornamenta de aquellos, sino con cuernos extraños y fantásticos, en forma de cimitarra, media luna o tirabuzón. Todos los días desembarcaban para cazarlos. Las presas eran confiadas, pues obviamente nunca habían visto hombres blancos ni armas de fuego; los cazadores podían aproximarse y derribarlos con un disparo de mosquete bien apuntado. Nunca les faltaba carne fresca, la que no podían comer inmediatamente se conservaba encurtida o seca.

Una vez que carneaban y troceaban la presa, bestias aún más extrañas venían a comer de los huesos y las entrañas abandonadas en el ribazo. Las primeras eran las aves carroñeras, cigüeñas y buitres de cinco o seis especies distintas, que llenaban el cielo en una oscura nube giratoria antes de descender.

Aunque elegantes y majestuosas en el vuelo, en reposo resultaban grotescas.

Después de las aves llegaban unas bestias manchadas, parecidas a pernos, que ululaban y gemían como almas en pena, y pequeños zorros colorados de lomo negro y flanco plateado. Después vieron los primeros leones. Tom supo, sin necesidad de que Aboli se lo explicara, que eran esos grandes felinos

melenudos: los reconocía por los escudos de armas de la aristocracia inglesa y por las ilustraciones vistas en la biblioteca de High Weald. Los rugidos nocturnos de esas fieras estremecían a los hombres acostados en sus hamacas; Sarah se estrechaba contra Tom en la estrecha litera del pequeño camarote.

En los bosques y los claros buscaban señales de elefantes cuyos colmillos compensaran tantos esfuerzos. Fundí y Abolí señalaban grandes huellas de plantas petrificadas en la arcilla recocida por el sol.

Estás fueron hechas en la última temporada, durante las Grandes Lluvias decían a Tom.

Después encontraron en el bosque árboles que parecían derribados por un viento poderoso, despojados de las ramas superiores y la corteza. Pero estaban secos y sus heridas se habían marchitado tiempo atrás.

Hace un año, dijo Fundi. Los rebaños ya se han ido quizá no regresen por muchas temporadas.

El territorio se alzó en colinas; el río Lunga serpentea por los valles, más veloz, deformado por rápidos. Pronto se hizo difícil abrirse paso, pues el canal estaba custodiado por cantos rodados y afiladas rocas negras; cada kilómetro

recorrido ponía al pequeño Golondrina en un peligro mayor.

Por fin llegaron a un sitio donde el río formaba una U entorno de una lomada boscosa. Tom y Sarah desembarcaron subieron hasta la cima. Allí se sentaron a estudiar con el catalejo la tierra de abajo.

Es una fortaleza natural dijo él finalmente. El lomo nos rodea por tres lados. Basta con construir una empalizada a través del istmo para protegernos contra hombres y animales. Luego giró para apuntar el anteojo hacia una pequeña bahía de suaves costados rocosos. Allí hay un fondeadero perfecto para el Golondrina.

¿Y que haremos aquí? Porque todavía no hay elefantes.

Esta será nuestra base explicó él. Desde aquí podemos continuar hacia el interior en falúa o a pie, hasta hallar los rebaños que Fundi nos ha prometido.

Construyeron una empalizada de gruesos troncos en la boca de la U. Luego desembarcaron los cañones para instalarlos en emplazamientos de tierna, cubriendo el terraplén frente a la empalizada. Finalmente edificaron cabañas de madera, cuyos muros recubrieron de adobe, y las techaron con juncos del río. En una de esas chozas el doctor Reynolds instaló su clínica acomodó sus instrumentos quirúrgicos y sus medicinas. Diariamente obligaba a todos los miembros del grupo a tragan une cucharada de la amarga quinina comprada en los mercados de Zanzíbar. Aunque todos protestaban y lo maldecían, pues la droga les hacía zumban los oídos, no hubo fiebres en el campamento. Sarah se convirtió en una aplicada aprendiz; muy pronto pudo suturan un corte de hacha, administrar un purgante o sangrar a un enfermo con tanto aplomo como su maestro.

Ella misma escogió el sitio para la cabaña en que vivirían a discreta distancia de las otras. Tenía una buena vista de valle y las montañas azules a la distancia. Con telas de algodón de la que llevaban para traficar, hizo cortinas y ropas de cama. Luego diseño los muebles que los carpinteros de abordo harían para ella.

Ned Tyler tenía instintos de agricultor; para ampliar la dieta de venado y galleta, plantó una huerta con semillas traídas de Inglaterra. Las regaba por medio de acequias cavadas desde el ribazo. Después tuvo que librar una interminable lucha contra los monos y grandes simios que venían a asaltar sus brotes verdes en cuanto asomaban en el surco.

En pocas semanas el campamento estuvo terminado; Sarah llamo Fuerte Providencia. Una semana después, Tom cargo las falúas con mercancía para el trueque, pólvora, mosquetes y balas. Bajo la guía de Fundi, partió a cazar y explorar aguas arriba, en busca de los elusivos rebaños de elefantes y de las tribus nativas con las cuales inician el tráfico.

Ned Tyler, con cinco hombres, quedó a cargo de Fuerte Providencia. Sarah también, pues Tom no le permitiría hacer el viaje mientras no supieran que peligros había más adelante. Ella asumiría las funciones del doctor Reynolds durante su ausencia; además, planeaba continuar con sus labores domésticas. De pie en el amarradero, agitó la mano hasta que las falúas desaparecieron en el siguiente meandro.

Tres jornadas más allá del fuerte amarraron las falúas para pasar la noche en la confluencia de un arroyuelo. Mientras recogían leña y construían refugios de ramas espinosas contra las fieras nocturnas, Fundi y Aboli exploraban los ribazos del arroyo. Corto rato después Fundi volvió a la carrera por entre los árboles, con los ojos bailando de entusiasmo, y vertió un torrente de explicaciones farfulladas. Tom sólo comprendió unas pocas palabras. Fue menester esperar a que Aboli regresara al campamento para oír el informe completo.

Huellas frescas les dijo el gigante. Hechas un día atrás. Un rebaño numeroso, tal vez de cien animales, con unos cuantos machos grandes.

Tenemos que seguirlos inmediatamente. Tom estaba más excitado que el pequeño cazador, pero Aboli señalo el Sol, que estaba apenas un dedo por encima de las copas de los árboles.

Oscurecerá antes de que podamos avanzar una milla.

Partiremos mañana, con la primera luz. Un rebaño tan grande es fácil de seguir. Se mueve lentamente, comiendo mientras avanza; dejaran un camino abierto en la selva.

Antes de que cayera la noche Tom ya tenía la expedición planeada. Habría cuatro mosqueteros para atacar a las grandes bestias: él mismo, Aboli, Alf Wilson y Luke Jervis. Cada cazador dispondría de dos hombres para llevar las armas de repuesto, cangarlas y entregarle un mosquete listo después de cada disparo. Inspecciono personalmente las armas, eran los mosquetes rayados que había adquirido en Londres. Se aseguró de que hubiera pedernales de repuesto para los cerrojos, que los frascos de pólvora estuvieran llenos y las bolsas de municiones colmadas de balas de plomo endurecidas con antimonio. Mientras tanto, Aboli llenaba las cantimploras y preparaba galletas y carne seca para un viaje de tres días.

Aun después de haber pasado todo el día remando y sacando las embarcaciones por los bajíos, los miembros del estaban demasiado excitados para dormir. Estuvieron hasta tarde sentados en torno de las fogatas, escuchando los extraños ruidos de la noche africana: el silbar y el ulular de las aves nocturnas, la risa idiota de la hiena, los rugidos resonantes de manada de leones que cazaba en las lejanas colinas.

En el breve tiempo que Fundi llevaba entre ellos, Tom le había escuchado relatar a menudo sus cacerías de esas grandes bestias grises, pero esa noche le pidió que se las repitiera. Aboli traducía lo que él no lograba entender, pero sus conocimientos del lenguaje lozi crecían rápidamente, de modo que comprendió la mayor parte. Fundi volvió a explicar que los elefantes eran muy cortos de vista, pero poseían un olfato que les anunciaba la presencia del cazador, aun a un kilómetro y medio de distancia a barlovento.

Es capaz de chupar tu olor del aire y retenerlo en las cavidades esas de su cabeza; corre con él una gran distancia y lo sopla por la trompa a la boca de sus compañeros.

¿A la boca? lo interrogó Tom, ávido. ¿No será la nariz?

El Nzou tiene el olfato en el labio superior explicó Fundí. El nombre que daba al elefante no designaba a un animal, sino a un viejo sabio; él lo utilizaba con respeto y afecto, expresando los sentimientos del verdadero cazador hacia su presa. Tiene papilas rosadas en la boca, como las flores de vigilia en ellas degusta el aire.

Con un palillo, dibujó el contorno de la bestia en el polvo. Todos estiraron el cuello para miran, mientras él les explicaba donde era preciso clavar la flecha para derribar a uno de esos gigantes.

Aquí Toco un punto tras la paleta de su dibujo. Con mucho cuidado de no tocar los huesos de la pierna, que son como troncos de árbol. ¡Hondo! Clavar el hierro hondo, pues el corazón y los pulmones están escondidos bajo un pellejo así de grueso. Mostraba el grosor de su pulgar. Y músculo, y costillas.

Estiró los brazos a los costados. Hay que ir así de hondo para matar al Nzou, el sabio anciano gris de la selva. Cuando Fundí calló, Tom le imploró que continuara, pero se levantó con dignidad.

Mañana la jornada será larga y cansada. Es tiempo de descansar. Os enseñare más mientras seguimos el rastro.

Tom permaneció despierto hasta que el circuito de la luna en el cielo estuvo casi completo; la sangre le hervía de entusiasmo. Al cerrar los ojos aparecía en su mente la imagen de le esa. Nunca había visto uno de esos animales en pie, pero si lo insólito de sus colmillos amontonados en los mercados de lanas. Una vez más recordó el gigantesco par que su padre había comprado al cónsul Grey en Zanzíbar, el que ahora decora la biblioteca de High Weald.

"Matare otra bestia como aquella", se prometió. Y en la hora previa al amanecer cayó en un sueño tan profundo que Aboli tuvo que sacudirlo para que despertara.

Tom dejó a dos hombres custodiando las falúas. Con el primer resplandor del alba, partieron a lo largo del rastro que el rebaño de elefantes había dejado en el ribazo.

Tal como Aboli les había dicho, las huellas eran claras y les permitían avanzan sin pausa. Al aumentan la luz apretaron el paso. Los árboles junto a los cuales pasaban estaban destrozados y desprovistos de ramas y corteza. Enormes montones de estiércol amarillo sembraban el piso del bosque; entre ellos

escarbaban grupos de monos y bandadas de aves pandas, similares a codornices, en busca de semillas y frutas sin digerir.

Aquí Aboli señalo uno de esos montículos. Esto es de un macho muy viejo, que bien puede tener grandes colmillos. El marfil no deja de crecer hasta que la bestia muere.

¿Cómo puedes distinguir esta boñiga es la de un animal joven? quiso saber Tom.

El viejo no digiere debidamente lo que come. Aboli clavó la punta del pie en las heces. Mira: hay ramillas y hojas enteras. Aquí hay nueces devoradas con la mitad de la pulpa todavía en el hueso.

Tom analizó ese primer bocado de la sabiduría del cazador. Ya cerca del mediodía llegaron al punto donde el rebaño había abandonado el arroyo para desviarse hacia las colinas, rumbo al oeste. Allí cruzaron una zona de fino polvo de talco. En esa superficie, la impresión de las palmas era tan detallada que cada grieta, cada arruga, habían quedado fielmente preservadas.

Aquí Aboli señalo una serie de huellas. Aquí está el rastro del macho grande. Mira el tamaño de cada impresión, el pie delantero, redondo; el de atrás, más ovalado. Apoyó un brazo junto a una de las huellas, usando como medida la distancia comprendida entre la punta de los dedos y el codo. Si es tan larga, el macho es enorme. ¿Ves lo gastadas que está las palmas? Es muy viejo. A menos que tenga los colmillos partidos, este animal valdrá la pena.

Cruzaron la primera sierra; en el fértil valle de atrás, Fundi y Aboli dedujeron de las huellas que el rebaño había pasado allí la noche anterior.

Les hemos ganado muchas horas se entusiasmó Fundí. Ya no están muy lejos.

Pero Tom descubriría poco después que Fundi tenía una idea de la distancia muy distinta de la suya. Al caer la noche aún estaban sobre el rastro, mientras el pequeño cazador les aseguraba que no estaban muy lejos.

Todos los blancos del grupo estaban próximos al agotamiento, pues los marineros no están acostumbrados a cubrir semejantes distancias a pie. Apenas les quedaba voluntad para comer una galleta y una tira de carne seca; después de tragar unos cuantos sorbos de agua de las cantimploras, se quedaron dormidos en el suelo duro.

A la mañana siguiente, cuando aún Estaba oscuro, partieron nuevamente detrás del rebaño. Pronto fue evidente, por el rastro, que habían perdido gran parte de lo ganado el día anterior, pues los elefantes continuaron avanzando hacia el oeste a la luz de la Luna, mientras ellos dormían. Para casi todos lo blancos la marcha se convirtió en un interminable tormento de sed, músculos doloridos y pies ampollados. Tom aún era joven y resistente; impulsado por la ambición, tomaba a la ligera las vicisitudes y avanzaba enérgicamente detrás de los rastreadores, con el pesado mosquete al hombro.

¡Cerca! Ya estamos muy cerca. Fundi sonrió con malicioso júbilo y el penoso trayecto recorrido quedó atrás. Por entonces las cantimploras Estaban casi vacías; Tom tuvo que advertir a los hombres, bajo terribles amenazas, que no bebieran sin permiso. Un enjambre de diminutas moscas negras se arremolinaban en derredor de ellos, metiéndoseles en los oídos, los ojos y las fosas nasales. El sol pegaba como la maza contra el yunque, reflejándose en el suelo pedregoso. Las espinas le arañaban las piernas y desgarraban sus ropas, dejándoles líneas sanguinolentas en la piel.

Por fin encontraron el sitio donde el rebaño se había detenido, en un sector densamente boscoso, para descansan por varias horas, bañándose en polvo y quebrando ramas, antes, de reiniciar la mancha; por fin los cazadores habían acortado realmente la distancia.

Aboli demostró a Tom que la boñiga aún no había tenido tiempo de secarse: cuando hundió el dedo en un montón percibió todavía el calor residual del cuerpo. Sobre el estiércol caliente aleteaban nubes de mariposas coloridas para beber su humedad. Ellos apretaron el paso con renovadas fuerzas y escalaron otra sierra.En las pendientes rocosas crecían árboles extraños, de troncos hinchados y coronas de ramas sin follaje, a quince metros del suelo. Al pie de uno de esos árboles encontraron un montón de vainas velludas. Aboli rompió una: las semillas negras que contenían estaban revestidas de una jugosa capa amarilla.

Chupadlas dijo.

Su agradable sabor acre hacia fluir la saliva, aliviando la sed ardorosa de la mancha.

La fila de cazadores, cargados de armas y cantimploras, ascendió trabajosamente por la colina. Justo antes de llegar a la cima levantaron la cabeza: un horrible sonido llegaba hasta ellos en el aire caldeado, lejano, pero acuciante como una trompeta de guerra. Aunque Tom nunca había oído nada igual, supo instintivamente de que se trataba.

De inmediato ordenó a la columna que se detuviera por debajo de la cumbre. La mayoría de los hombres se dejaron caer a la sombra, agradecidos. Él, Aboli y Fundi treparon subrepticiamente hasta el horizonte. Utilizando un tronco de árbol para ocultar sus siluetas, minaron hacia el fondo del valle. El corazón del joven saltó contra las costillas como un animal enjaulado.

Abajo, a lo largo del valle, se extendía una fila de charcos verdes, centelleantes, rodeados de lozanos juncales y amplios árboles de sombra. El rebaño de elefantes se había reunido en torno de esos estanques; algunos de los enormes animales estaban de pie a la sombra, abanicándose con las orejas, que a Tom le parecieron tan anchas como la vela de mesana del Golondrina. Otros, en los amarillos bancos de arena que rodeaban los esteros, hundían las trompas en el agua verde para sorber cantidades pantagruélicas que luego arrojaban a la boca con la fuerza de una bomba. Los animales más jóvenes se apiñaban en el agua, retozando y chapoteando como niños bulliciosos, haciendo espuma con la trompa y sacudiendo la enorme cabeza. Brillaban negros, los cuerpos mojados. Algunos se tendían y rodaban sobre los costados para desaparecer completamente bajo la superficie, dejando afuera sólo la trompa, ondulante como una serpiente marina.

Tom se hincó sobre una rodilla para mirar por el catalejo. Su primera visión de las bestias legendarias estaba tan de todo lo que hubiera imaginado que se perdió en extrañes maravillándose de todos los detalles. Una de las crías más jóvenes, no mucho más grande que un cerdo de buen tamaño pero travieso y presuntuoso salió del agua a toda carrera con un trompeteo asesino, persiguió a las garzas blancas das en la orilla. Las aves levantaron vuelo en una gratifica nube blanca, mientras el pequeño elefante volvía al está aunque muy ufano; casi de inmediato resbaló en el cieno y quedó atrapado bajo un leño sumergido.

Sus chillidos, ahora aterrorizados, hicieron que todas hembras protectoras al alcance de su voz corrieran al rescate convencidas de que el cachorro había sido apresado por un cocodrilo. Lo sacaron del agua a rastras, con la dignidad aniquilada, para que huyera a esconderse entre las patas de su madre, donde se consoló mamando de las ubres hinchadas que ella tenía entre las patas delanteras. Tom río con ganas; en ese momento Aboli lo tocó en el hombro, señalando a tres enormes animales que se mantenían aparte del bullicioso grupo de hembras y crías.

Estaban en un sector de matorrales densos, al otro lado del agua se mantenían de pie, paleta contra paleta, agitando perezosamente las orejas. De vez en vez, uno de ellos recogía una carga de polvo en la trompa y se la arrojaba sobre el lomo y la cabeza. Por lo demás, parecían estar durmiendo de pie.

A través de la lente, Tom estudió el imponente trío, que empequeñecía a los otros animales del rebaño. Examinó sus langas varas de marfil; de inmediato vio que, si bien todos tenían grandes, el macho del centro tenía colmillos tan largos como un remo y tan gruesos como la cintura de Sarah. La sangre del cazador le batía en los oídos a cada latido del corazón. Ese en el macho con que había soñado. El instinto lo llevaba a tomar el mosquete que había apoyado contra el árbol, junto a él, lanzarse cuesta a abajo para entablar combate con el gigante, pero Aboli, percibiendo su estado de animo, lo contuvo con una mano sobre el hombro.

Son animales sabios y precavidos advirtió. No será fácil llegar hasta ese macho. Sus hembras lo custodian y le protegen. Para burlarlas necesitaremos de toda nuestra astucia y de mucha cautela.

Explícame que debemos hacer, dijo Tom.

Los africanos lo flanquearon para planean la cacería.

La clave está en el viento, dijo Aboli. Debemos tener siempre en contra.

No hay viento adujo Tom, señalando las hojas que pendían de las ramas superiores en el caluroso mediodía.

Siempre hay viento, lo contradijo su amigo.

Y dejó correr un puñado de polvo por entre sus dedos. Las motas doradas flotaron a la luz del Sol, alejándose lentamente. Aboli hizo un gesto delicado para describir el movimiento valle abajo.

Cuando se asustan siempre corren contra el viento; luego giran en circulo para olfatear. Hizo otro gesto para ilustrar la maniobra. Apostaremos a Alf y a Luke aquí y aquí. Señalo los puestos. Cuando ellos estén en su sitio, tú y yo bajaremos por aquí. Señalo la trayectoria de su acecho. Nos acercaremos subrepticiamente. Cuando disparemos los machos correrán hacia los otros.

Tom llamó con un gesto a Alfy a Luke. Una vez que ellos se recuperaron de la sorpresa inicial, tras ver a la presa, les ordenó rodear el barranco por atrás y cruzarlo un kilómetro y medio valle abajo, donde estarían fuera de la vista y a sotavento del rebaño.

Casi una hora después vio por el catalejo que los dos grupos de cazadores subían por el valle, hacia los puestos que él les había indicado. Era grato contar con hombres que conocían su manera de pensar y podían cumplir sus órdenes con tanta fidelidad.

Con Aboli a la vanguardia, cruzaron calladamente la cima, utilizando los árboles y la maleza para ocultarse las grandes bestias no eran tan cortas de vista que no pudieran detectar un movimiento extrañó. Se escurrieron hacia los estanques con sumo sigilo, cuidando de no tropezar con alguna de las hembras diseminadas entre los árboles. Tom apenas podía creer que un animal tan enorme pudiera resultan virtualmente invisible cuando se estaba quieto entre la maleza, gris contra gris; hasta las patas parecían troncos de árbol. Se acercaron lentamente al trío de machos. Aunque todavía no estaban a la vista, los cazadores se guiaban por sus graves ronroneos.

¿Es el ruido de las panzas? susurró Tom a Aboli.

Este sacudió la cabeza.

Los viejos están dialogando.

Ocasionalmente, una nube de polvo se elevaba por sobre las matas: uno de los machos se estaba arrojando polvo. Eso les servia para orientarse a través del denso matorral. Paso a paso, cautelosamente, fueron avanzando; en una ocasión tuvieron que retroceden para rodear a una hembra joven, que estaba amamantando a su cría entre ellos y su presa.

Por fin Fundi los detuvo con un gesto de la palma rosada y señalo hacia adelante. Tom, rodilla en tierra, miró por debajo de las ramas y las enredaderas colgantes y divisó las grandes patas delanteras del macho más cercano. El sudor del entusiasmo le goteaba en los ojos, irritante como agua de mar. Se enjugó con el pañuelo que llevaba anudado al cuello, luego revisó el cerrojo y el pedernal de su mosquete. Ante un gesto afirmativo de Aboli, echó el martillo hacia atrás y los tres empezaron a gatear hacia adelante.

La más cercana de las bestias surgió lentamente a la vista la curva de la panza, el pellejo gris que colgaba en pliegue sobre las rodillas; luego, la curva inferior de un grueso colmillo amarillento.

Se arrastraron un poco más; entonces Tom vio que el marfil estaba manchado por los jugos de la corteza que el mach había arrancado de los árboles. Más cerca aún; ya podía ver todas las arrugas y los repliegues del cuero, cada cerda de corto rabo. Miro a Aboli, haciendo ademán de disparar, pero su compañero sacudió la cabeza con vehemencia, indicándole que se acercara aún más.

El macho se mecía suavemente sobre las patas; entonces para estupefacción de Tom, algo extraordinario comenzó asoman entre los miembros posteriores, más grueso que un muslo de hombre; pareció extenderse interminablemente, hasta llegar casi al suelo. Tom tuvo que hacer un esfuerzo pare no reír: soñoliento y satisfecho, el viejo dejaba colgar su verga henchida.

Una vez más echó un vistazo a Aboli, pidiendo instrucciones; una vez más, el negro, ceñudo, lo instó a avanzar. Pero en ese momento el elefante dio un paso atrás y alzó la trompa hacia la rama que estaba por encima de él. Ese movimiento dejó a la vista al otro macho, hasta entonces oculto detrás de su mole.

Tom dejó escapan un suave siseo al ver que el anciano patriarca era mucho más grande. Con la enorme cabeza caída agitaba suavemente las orejas, desgarradas y raídas como las velas de un barco azotado por la tormenta. Tenía los ojillos cerrados; se entrecruzaban las pestañas, gruesas y claras, y había una glándula del ojo rezumaba una mancha larga mejilla abajo.

El animal tenía la cabeza apoyada en los colmillos. Tom quedó maravillado al ver la longitud y el grosor de esas curvas de marfil, que llegaban hasta el suelo. Apenas se ahusaban entre el labio y la punta roma. Bajo el pellejo gris se veía surgir, allí donde hundían en el cráneo la cuarta parte de su tamaño. Aun para animal tan potente, debía de ser oneroso cargar con ese peso todos los días de su vida.

Tom Estaba ya tan cerca que vio con claridad el moscardón un posado en las pestañas. El elefante parpadeó para ahuyentarlo. En ese momento el joven sintió un contacto leve en el brazo; al volver lentamente la cabeza, vio que Aboli hacia un gestoafirmativo. Entonces centró la minada en el hueso de hilera bajo la piel arrugada. Buscó el punto exacto que Fundí a había descrito: justo debajo de la paleta, a dos tercios de poderoso tonel del pecho.

Levantó el mosquete, echando lentamente el mantillo hacia atrás, y apagó con la mano el chasquido del mecanismo. Al miran a lo largo del caño vio que la boca estaba casi tocando el flanco del animal. No había necesidad de utilizan la mira. Aplicó sobre el gatillo una suave presión; el martillo cayo con un estallido de chispas azules y blancas. Se produjo esa momentánea demora que parecía casi infinita, aunque era una brevísima fracción de segundo; luego la pesada arma lanzó un bramido y reculó contra su hombro, echándolo hacia atrás sobre las pantorrillas y cegándolo con una nube de humo blanco, que borroneó el cuerpo del elefante.

Un momento después oyó el disparo de Aboli. En derredor, la tranquila selva explotó en un torrente de cuerpos enormes. Barritando, lanzando alaridos, el rebaño se hundió en la espesura; los árboles se balanceaban y caían bajo la embestida.

Tom dejó caer el arma descargada, tomó el mosquete que le ofrecía el hombre situado tras él y se levantó de un salto. Corrió dentro de la densa nube de humo. Al salir por el lado opuesto vio desaparecen los cuartos traseros del macho entre las matas que se cerraban tras él.

¡Persíguelo! gritó Aboli, junto a su hombro.

Y ambos corrieron tras el animal en fuga. En derredor se oía el estruendo de las hembras y las crías que se abrían paso entre los matorrales. Tom sintió los manotazos de espinos y ramas, pero no prestó atención a las desgarraduras de su ropa ni a los rasguños en la piel: corría por el sendero que el macho había abierto en la espesura.

Emergió en la orilla despejada de un estanque; la bestia le llevaba todavía quince metros de ventaja; con las orejas extendidas y la curva de los colmillos visible a cada lado de los cuartos traseros, se alejaba de Tom a toda carrera. Los bultos de las vértebras recorrían toda la curva del lomo hasta unirse con el corto nabo enhiesto.

Alzó el mosquete y disparó contra la columna. El macho cayo sentado, resbalando hacia abajo por el ribazo. pero el proyectil debía de haber rozado la espina dorsal en vez de destrozarla, pues sólo quedó paralizado por un segundo. Al llegan al fondo de la pendiente, volvió a alzarse sobre las cuatro patas y chapoteó a través del agua, para salir por la ribera opuesta Aboli, que corría junto a Tom, disparo desde el otro lado del estanque. Ambos vieron que la bala desprendía una bocanada de barro seco en el cráneo del animal, pero este sacudió la cabeza y desapareció entre las densas matas, al otro lado. Tom arrebató el tercer mosquete del marinero jadeante que se le ofrecía y se arrojó por el ribazo, persiguiendo el elefante.

Aboli corría a su lado. La senda que el macho iba abriendo por la selva era bien visible: temblaban las copas de los árboles; en el matorral quedaba una estela crepitante, como la de una ballena que nadaba bajo la superficie del mar.

De pronto se oyó una ráfaga de disparos en el flanco derecho, donde se habían escondido los otros cazadores. Aboli gruño

Los otros machos han corrido hacia Alf y Luke.

Corriendo a la par, rodearon el estanque para zambullirse entre las matas del lado opuesto. La senda abierta por el macho se estaba cerrando tras él; lo siguieron con dificultad, perdiendo trozos de ropa y de pie en las espinas.

Ya no podremos alcanzarlo jadeó Tom.

Pero cuando al fin irrumpieron en un claro, ambos lanzaron un grito de triunfo: el gran macho estaba apenas a un tiro de pistola, malherido. Su carrera se había reducido a un paso inestable; tenía la cabeza gacha y los colmillos iban abriendo largos surcos en la tierra blanda; en el extremo de la trompa burbujeaba una espuma sanguinolenta.

Tu primer disparo atravesó el pulmón! gritó Aboli.

Se adelantaron con renovado vigor, alcanzando velozmente a la bestia herida. A diez pasos de distancia, Tom se dejó caer sobre una rodilla. Estaba jadeando, con el corazón acelerado y las manos trémulas; apuntó otra vez a la columna.

Disparó. Está a vez el proyectil surgió certero del arma. Un segundo antes de que el humo le oscureciera la visión, lo vio clavarse en el ancho lomo gris, destrozando las vértebras que seguían al rabo. El elefante volvió a caer sobre los cuartos traseros. Tom se levantó trabajosamente para apartarse a un lado pues la nube de humo no le permitía ver.

El elefante estaba sentado de cara a él sacudiendo la cabeza con furia, atormentado, con los grandes colmillos en alto por el extremo de la trompa despedía una nube carmesí. Tom pensó que sus gritos de muerte iban a quebrarle el cráneo y reventarle los tímpanos.

Aboli disparó a la cabeza; aunque los dos vieron que la bala pegaba en la frente, no pudo penetrar la fortaleza ósea que protegía al cerebro. La bestia baldada trató de erguir las patas traseras para embestir contra sus torturadores.

Los dos hombres corrieron hacia atrás, poniéndose fuera del alcance; con manos inseguras, vertieron la pólvora por la boca de los mosquetes, introdujeron el taco y las balas y se adelantaron sigilosamente, describiendo un circuló, a fin de acercarse antes de disparar contra el pecho. Una y otra vez retrocedieron a la carrera para recargar, se adelantaron para el disparo. La bestia iba perdiendo gradualmente sus energías por las bocas de veinte heridas abiertas; con un último gemido, cayó sobre el flanco, estiró esos fabulosos colmillos y quedó inmóvil.

Tom avanzó cautelosamente. Alargó el mosquete para tocar con la boca el ojo pequeño, bordeado de pestañas claras, desbordante de lágrimas casi humanas. No parpadeó: por fin el macho había muerto. Quiso lanzar un grito de triunfo, pero en cambio se descubrió abrumado por una melancolía extraña, casi religiosa. Aboli se detuvo a su lado. Cuando sus ojos se encontraron hizo un gesto de comprensión.

Sí, dijo suavemente. Has descubierto lo que significa ser un verdadero cazador, pues ahora comprendes la belleza y la tragedia de lo que hacemos.

Entre Alf y Luke habían derribado a otro macho, pero el tercero, tras eludir la emboscada, había huido indemne por la selva, con el resto del rebaño. Tom quería seguirlo, pero Fundí y Aboli se rieron de él.

No volverás a verlo. Correrá treinta kilómetros sin detenerse. Y después cubrirá otros ochenta caminando, en menos tiempo que tú a la carrera.

Esa noche cenaron como príncipes: carne dura de la mejilla de la quijada del elefante, asada en palillos verdes sobre las brasas; como bebida, el agua lodosa del estanque, contaminada con orina de elefante, como si fuera el clarete más fino. Durmieron como troncos junto al fuego.

En los dos días siguientes extrajeron los colmillos de los dos machos a golpes de hacha, poniendo infinito cuidado en no marcar ni dañar el marfil. Fundi les enseño a desprender el largo nervio cónico de la cavidad, que se rellenaba luego con pasto verde. Luego usaron cuerdas de corteza para atar los cuatro enormes dientes a otras tantas pértigas. Fueron necesarios cuatro hombres para llevar cada uno en la larga marcha de regreso a los botes.

Cuando llegaron al rió sepultaron los colmillos en el ribazo, a buena profundidad, para que ni aun las hienas pudieran desenterrarlos y roerlos hasta que fueran astillas. Luego remaron aguas arriba. Todos los días encontraban abundantes huellas frescas de elefantes; las seguían a pie, matando a veces en pocos kilómetros. En otras ocasiones debían marchar días enteros para alcanzar a los rebaños.

En el curso de un mes reunieron marfil suficiente para cargar las dos falúas. Todos los blancos estaban exhaustos y harapientos. habían quemado toda la grasa; tenían la cara demacrada y el cuerpo esquelético. Sólo Abolí y Fundi parecían inmunes a las privaciones de la cacería. Cuando Tom anunció su decisión de regresar a Fuerte Providencia hubo regocijo general.

Esa noche, junto a la fogata, Aboli y Fundi se acercaron a él que contemplaba las llamas moribundas pensando en Sarah, y se sentaron en cuclillas a ambos lados. El observó pensativamente aquellas caras oscuras antes de hablar.

El asunto es grave dijo con certidumbre. Ya veo que estáis decididos a arruinarme la satisfacción de regresar Fuerte Providencia. Lanzó un suspiro resignado. Muy bien ¿de qué se trata?

Dice Fundi que estamos muy cerca de las tierras de su pueblo, el lozí.

¿A qué distancia? preguntó él, suspicaz. A esa altura hablaba el idioma lozí con seguridad y ya sabía qué era "cerca para Fundi.

Diez días de viaje dijo este, confiado. Ante la expresión acusadora de Tom bajó la vista. O quizás un poquito más.

¿Conque Fundí quiere reunirse con su gente?

Y yo iré con él añadió Aboli, en voz baja.

Tom sintió una punzada de alarma. después de llevar Abolí fuera del círculo iluminado, se volvió hacia él casi con furia.

¿Qué significa esto? preguntó. ¿Quieres abandonarme para retornar al África?

Su compañero sonrío.

Te abandono, pero sólo por un tiempo. Tú y yo nos hemos convertido en rama y enredadera del mismo árbol. Jamás podremos separarnos.

¿Y por qué quieres irte sin mí?

Hace muchos años que los traficantes de esclavos acosan a los lozí. Si vieran tu cara blanca… Se encogió expresivamente de hombros. No, iré con Fundi. Llevaremos mercancía para trueque, tanta como podamos cargar. Dice Fundí que su tribu tiene una provisión de marfil, de los elefantes que han caído en sus trampas y de las reses que encuentran en la selva. Sí Fundi calma sus temores y si llevamos muestras de nuestra mercadería para mostrarles, tal vez podamos abrir una vía comercial con ellos.

¿Cómo haré para reunirme contigo?

Iré yo a Fuerte Providencia. Dice Fundí que puedo comprar una canoa a su tribu. Tal vez lleve esa canoa llena de riquezas. Aboli apoyó una mano paternal en el hombro de Tom. En estos últimos días has demostrado ser un gran cazador, pero ya es hora de que descanses. Ve a reunirte con la mujer que te espera y hazla feliz. Regresaré antes de que se inicien las Grandes Lluvias.

A la mañana siguiente Aboli y Fundi recogieron los pesados envoltorios de cuentas, alambre de cobre y telas. Los cargaron con facilidad en la cabeza, a fin de tener las manos libres para manejar las armas, y partieron hacia el oeste, siguiendo el curso del rió. Tom caminó por un trecho junto a su viejo camarada; luego se detuvo y lo vio desaparecer entre los altos árboles de la costa. Por fin regresó tristemente hacia las falúas, ya cargadas y amarradas contra el ribazo.

Soltad amarras ordenó, mientras se instalaba ante la barra del timón. Rumbo a Fuerte Providencia.

Con un grito de celebración, todos se inclinaron sobre los remos para seguir la corriente hacia Levante.

Los vigías apostados en la colina, por encima de Fuerte Providencia, divisaron las falúas en cuanto rodearon el último meandro del río. En cuanto Tom desembarcó, Sarah corrió a sus brazos, bailando de entusiasmo, pero después del primer abrazo dio un paso atrás para mirarlo a la cara, horrorizada por lo que veía.

¡Estás famélico! dijo. ¡Y con esos harapos pareces un espantajo! Luego arrugó la nariz. ¿Desde cuándo no te bañas?

Lo llevó colina arriba, pero no le permitió entrar en la cabaña.

Apestarías todo lo que he hecho con tanto trabajo.

Primero llenó de agua humeante la tina galvanizada que había puesto en el patio trasero, bajo la higuera silvestre. Le quitó la ropa harapienta y la dejó a un lado, para lavar y remendar; luego lo sentó en la tina como si fuera un niñito. Restregó con esponjas el polvo y la suciedad acumulados en esas semanas de duras cacerías, peinó el denso pelo negro y lo trenzó en una coleta de marinero. Recortó con las tijeras la poblada mata de la barba, dándole la pulcra forma en punta que el rey Guillermo había puesto a la moda. Le untó los a rañazos y los cortes de brazos y piernas con el ungüento que trajo de la enfermería. Tom disfrutó enormemente de esas atenciones.

Por fin lo ayudó a ponerse una camisa y pantalones limpios, amorosamente planchados. Sólo entonces lo tomó de la mano para llevarlo a la cabaña. Allí le mostró con orgullo todo lo que había hecho en su ausencia: desde la poltrona que los carpinteros habían hecho especialmente para él hasta la ancha cama de dos plazas que ocupaba el cuarto trasero, con un colchón cosido y rellenado por ella con kapok seco de labomboeas que crecían a lo largo del río.

Tom observó la cama con una sonrisa pícara.

Parece una buena obra de artesanía, pero me gustaría probarla antes de dar una opinión definitiva dijo.

Y la persiguió por dos veces en torno del mueble antes de que ella, entre risitas, se dejara capturar y acostar en los cobertores bordados.

Después conversaron, recostados, mientras el sol se ponía y hasta muy entrada la noche. El le contó todo lo que había visto y hecho. Le describió la cacería y las extrañas tierras que habían encontrado, los bosques y las lejanas montañas azules los maravillosos animales y pájaros.

Es tan grande, tan interminable, hermoso y salvaje… dijo, estrechándola contra su cuerpo. No hemos visto un ser humano, ni rastros de ellos en todo nuestro viaje. Es todo nuestro, Sarah. A nuestra disposición.

La próxima vez ¿me llevarás contigo? preguntó ella deseosa de compartir con él todas esas maravillas. Por algún motivo, no dudaba de que habría una próxima vez. Comprendió que él se había enamorado de ese continente tanto como de ella. Y supo que, desde ese momento en adelante, ambos formaban parte de esa tierra.

Sí. La próxima vez estarás conmigo para verlo todo.

Todo lo que tenían para contarse y discutir requería mas de una noche. En las ociosas semanas siguientes, mientras los hombres descansaban y se recuperaban de la cacería, Tom y Sarah pasaron diariamente muchas horas a solas. El le leía partes del diario que había llevado durante la expedición, a fin de no olvidar ningún detalle. Cuando se lo hubo dicho todo discutieron y planificaron el futuro.

Hemos tenido suerte al descubrir este río Lunga; mejor dicho, de que Fundi nos lo mostrara, dijo él. Los antiguos exploradores portugueses parecen haberlo pasado por alto, al igual que los árabes. Fundi me ha dicho que las rutas comerciales de los árabes, la ruta de los esclavistas, está muy lejos hacia el norte. Sonrío melancólicamente. Si Fundi dice qué está lejos, puedes creer que está a ciento cincuenta kilómetros, cuanto menos. Con un poco de suerte, ni los de Omán ni los de la Compañía podrán encontrarnos aquí. Fuerte Providencia es el centro de distribución perfecto hacia el interior. Los elefantes de esta zona nunca han sido perseguidos. Y si Aboli y Fundi logran establecer contacto con las tribus, podemos iniciar el tráfico con ellos y tenerlo todo para nosotros.

Pero ¿dónde venderás el marfil? preguntó ella. No puedes hacerlo en Zanzíbar ni en ningún otro puerto árabe. Tampoco allí donde la Compañía tenga una fábrica. Si tu hermano Guy descubre dónde estás, no te dará reposo. Y jamás

podremos retornar a Inglaterra. Tratando de no parecer quejosa, se apresuró a continuar:¿Dónde podemos vender nuestras mercancías y comprar las cosas necesarias? Pólvora, municiones, remedios, harina, velas y aceite, cuerdas, lonas y brea.

En cierto lugar que no este muy lejos le aseguró Tom. En cuanto se inicie la temporada de lluvias pondremos proa a Buena Esperanza. Los holandeses del Cabo estarán muy deseosos de comprar nuestro marfil, y aun mas de vendernos todas las provisiones que podamos pagar. Lo mejor es que no les importará un rábano, un mordisco de queso, que haya una orden de arresto contra mí librada por el Lord Canciller de Inglaterra.

En el fuerte había mucho que hacer, suficiente para mantener a todos ocupados mientras esperaban el regreso de Abolí.

Era menester limpiar todo el marfil, pesarlo y encajonarlo con pasto seco para evitar que se dañara durante el viaje. después carenaron al Golondrina en la playa, debajo del fuerte. Hubo que raspar las algas, quemar con brea hirviente los teredos que anidaban en sus maderos, pintarlo otra vez, zurcir las desgarraduras de sus velas y efectuar pequeños cambios en el cordaje, a fin de que nadie reconociera en él al barco en el que habían escapado de Inglaterra. Una superstición de marineros aseguraba que traía mala suerte cambiar el nombre a un barco, pero no había remedio: rasparon el viejo de su proa para pintarle uno nuevo.

Cuando volvieron a botarlo, Sarah rompió una botella coñac contra su proa.

Rebautizo a este barco Centauro, entonó. Dios lo bendiga, y a todos los que en él navegan.

Luego cargaron cuidadosamente el marfil en sus bodegas rellenaron los toneles de agua y prepararon todo para el al sur.

Ya empezaban a agolparse nubes de tormenta, en el horizonte septentrional. El crepúsculo teñía las montañas de púrpura y sombrío escarlata; los relámpagos que chisporroteaban en sus vientres, los truenos lejanos, murmuraban la amenaza de la inminente estación lluviosa.

Las primeras lluvias estallaron sobre ellos, barriendo las colinas con largas túnicas grises. Los truenos los bombardearon por tres días con sus noches; el aire estaba colmado de agua, como si se encontraran bajo una potente catarata. Por fin los nubarrones se abrieron; en la calma siguiente, doce canoas descendieron velozmente el curso henchido del río Lunga. En la primera venía Abolí, erguido en toda su estatura. Tom gritando de júbilo, corrió a la playa para darle la bienvenida

Fundi venía en la última, pero los remeros eran todos desconocidos. El fondo de cada embarcación estaba cubierto de colmillos de elefante, ninguno tan largo como los que Tom había traído de su expedición, pero bastante valiosos.

Los remeros eran todos de la tribu lozí, parientes de Fundí. Pese a todo lo que él dijera, los aterrorizaban esos extraños hombres blancos de Fuerte Providencia; estaban seguros de ser llevados como esclavos, cargados de cadenas, como les había sucedido a tantos de su tribu. Casi todos eran ancianos canosos y encorvados o jovencitos aún no iniciados. Se apiñaron en la playa, sin dejarse convencer por las frases reconfortantes que Tom les decía en lozi.

Han venido sólo porque así se lo ordenó Bongola, su jefe, explicó Aboli cuando vio las mercancías que llevábamos la codicia pudo más que el miedo a los esclavistas. Aun así no quiso venir personalmente, envió en su nombre a los miembros menos importantes de la tribu.

Desembarcaron el marfil de las canoas, lo pesaron y discutieron con Fundi a un precio justo.

No quiero arruinar el negocio pagándoles demasiado, explicó Tom a Sarah, pero tampoco quiero defraudarlos y arruinar el tráfico en sus comienzos.

Por fin cargaron en las canoas bolsas de cuentas venecianas, piezas de tela, cajones de espejos y cabezas de hacha, rollos de alambre de cobre; los remeros partieron de regreso. La pequeña flotilla voló aguas arriba, contra la corriente, impulsada por hombres que, en su gratitud por escapar con vida, remaban con la fuerza de demonios, cantando históricamente loas a sus dioses y antepasados en tanto desaparecían tras el primer meandro.

Volveré en la próxima temporada profetizó Abolí, Bongola se ocupará de eso.

Fundi y los tres audaces que lo acompañaban accedieron a quedarse en Fuerte Providencia durante las Grandes Lluvias, para proteger las viviendas y las huertas contra los estragos del clima y los animales salvajes. El resto del grupo cargó las últimas piezas de marfil y abordó el Centauro. Cuando el aguacero se abatió sobre ellos, dejaron que la corriente henchida y el monzón impulsaran al pequeño navío aguas abajo, rumbo al Océano de las Indias.

El curso hacia Buena Esperanza, evitando Madagascar, es sud-sudeste. Marcadlo en el libro de bitácora, señor Tyler, por favor, ordenó Tom.

Sud-sudeste será, capitán.

De bolina franca, señor Tyler. El joven tomó a Sarah de la mano para llevarla hacia proa. Juntos contemplaron los peces voladores, que irrumpían en la superficie del Canal de Mozambique y giraban como monedas de plata recién acuñadas que alguien revoleara en la corriente azul.

Si hallo algún sacerdote en Buena Esperanza, ¿te casarás conmigo, Sarah Beatty?

Lo haré, Thomas Courtney. Ella lo abrazó, riendo. Lo haré.

Una mañana soleada, con el viento del sudeste batiendo copos de espuma en las ondas, el pequeño Centauro ancló en Table Bay. Bajaron a tierra bajo la imponente montaña cuya cumbre plana estaba cubierta por el famoso mantel: un barco estacionario de nubes blancas.

La colonia había crecido en tamaño desde su última visita al Cabo. La Compañía Holandesa de las Indias Orientales prohibía a los extranjeros poseer tierras y fijar residencia en su territorio, y sus limitaciones eran tan draconianas como las de su equivalente inglesa. No obstante, Tom descubrió muy pronto que se las podía burlar con solo poner unos cuantos guldens de oro en las manos de ciertos funcionarios. Una vez que hubieron pagado los derechos recibieron de los burgueses una cordial bienvenida, sobre todo porque el Centauro venía bien cargado y los mercaderes holandeses olfatearon las ganancias.

Pensaban permanecer en el Cabo hasta que hubieran pasado las lluvias en la Costa de la Fiebre. Como a bordo estaban apiñados y el movimiento del barco fondeado era incómodo, Tom buscó alojamiento para él y Sarah en una pequeña casa de pensión, bajo los jardines de la Compañía, manejada por una malaya manumitida, estupenda cocinera y anfitriona. Durante la primera semana Tom visitó a todos los comerciantes cuyos depósitos bordeaban el puerto; fue un placer descubrir que había una fuerte demanda de marfil. Hizo buenos negocios con la venta de su carga. Los tripulantes recibieron su paga y su parte de las utilidades, por primera vez desde que zarparan de Inglaterra. En los meses siguientes casi todos ellos gastaron sus haberes en las cervecerías y los prostíbulos de la ciudad, pero Ned Tyler y el doctor Reynolds emplearon lo suyo en comprar parcelas en el valle de Constantia al otro lado de la montaña.

Tom y Aboli utilizaron casi todo su dinero en comprar las provisiones necesarias para otra temporada en Fuerte Providencia, más una buena cantidad de las mercancías que se ofrecían en los depósitos de la colonia.

Tom dio a Sarah cincuenta libras de su parte, que ella aprovechó para adquirir su ajuar. Incluía un pequeño clavicordio y una cuna, que ella decoró con guirnaldas florales pintadas y coros de querubes.

Cuando se casaron, toda la tripulación se reunió en la pequeña iglesia de los jardines. después de la ceremonia llevaron en andas a los recién casados calle abajo, hasta el albergue, cantando y arrojándoles pétalos de rosa.

En una de las tabernas portuarias, Abolí descubrió a un holandés curtido, llamado Andries van Houten, que había venido de Amsterdam a fin de buscar oro para la Compañía Holandesa.

He revisado las montañas hasta Stellenbosch dijo van Houten al negro, después de echarse al coleto el tercer jarro de cerveza, agitando la nuez de Adán en el cuello rojo y arrugado. No hay oro en esta maldita colonia, pero en el norte sí. Lo huelo. Olfateó el aire. Si hallara un barco que me llevara costa arriba… Y miró a Abolí lleno de esperanzas. Claro que no tengo un gulden en la bolsa para pagar el pasaje.

Aboli lo presentó a Tom. Durante una semana dialogaron todas las noches. Al final Tom aceptó comprar todo el equipo que van Houten necesitaba para la prospección y llevarlo a Fuerte Providencia cuando zarparan.

Esos agradables días en Buena Esperanza pasaron con demasiada celeridad. Pronto volvieron a cargar el Centauro, poniendo mucho cuidado con el clavicornio y la cuna de Sarah.

Al cambiar el clima, cuando los robles que bordeaban las calles dejaron caer sus hojas, levaron anclas y se hicieron a la mas hacia el norte, bordeando el cabo para adentrarse por el Canal de Mozambique.

Al entrar por la boca del río Lunga vieron la marca de la pleamar en las riberas; las basuras prendidas a las ramas de los árboles mostraban lo fuertes que habían sido las crecientes en los meses de las Grandes Lluvias. En la zona de las sierras encontraron el bosque verde y rebosante de brotes nuevos.

Fiel a la confianza que habían depositado en él, Fundi los esperaba en el embarcadero de Fuerte Providencia. Muy orgulloso, mostró a Tom lo bien que había cuidado todo durante su ausencia. Se dedicaron a cambiar los empajados de las chozas y a reparar los puntos débiles de la empalizada. Sarah hizo instalar su clavicordio en el cuarto frontal de su cabaña; allí tocaba y cantaba para Tom todas las noches, después de la cena.

Puso la cuna pintada en el dormitorio, junto al lecho matrimonial. La primera noche Tom la observó desde la cama, mientras se quitaba las botas.

Interpreto eso como un desafío, señora Courtney, dijo. Veamos qué se puede hacer para llenarla.

No tenían mucho tiempo para dedicar a esa tarea, pues a las pocas semanas Tom estaba listo para la primera partida de caza, río arriba.

Van Houten iba en el primer bote, sentado en la caja de madera llena de productos químicos, con sus cribas para oro a mano. Durante el viaje inspeccionó todos los lechos de grava, todos los bancos de arena. Cuando desembarcaban para cazar elefantes, van Houten se alejaba con sus dos ayudantes lozis para buscar, en las colinas y los arroyos, rastros del metal precioso.

Esa temporada la cacería fue rica. En un mes llenaron los botes de marfil y partieron de regreso a Fuerte Providencia.

En la segunda expedición, Sarah acompañó a su esposo, llevando consigo la caja de pintura que había comprado en Buena Esperanza, y llenó las páginas de sus carpetas con imágenes del viaje.

Remontaron el río más lejos que antes y, por fin, llegaron al territorio de los lozis. En la primera aldea, toda la población huyó hacia el bosque; tardaron varios días en resurgir tímidamente de entre los árboles. Fundi y Aboli calmaron sus temores iniciales y se inició con la tribu una amistosa relación.

Descubrieron que los lozis eran, por lo general, gente simpática y alegre. Aunque de poca estatura, eran apuestos y bien formados. Algunas de las mujeres tenían bellas facciones nilóticos. Llevaban el pecho desnudo; su porte era elegante y orgulloso.

Abolí mantuvo una larga y seria discusión con los ancianos de la aldea; el resultado fue que, por unos cuantos rollos de alambre de cobre y una bolsita de cuentas de vidrio, adquirió como esposas a dos de las vírgenes más bonitas y regordetas. Las muchachas se llamaban Falla y Zete. No era fácil decir quién quedó más complacido con el trato: si el marido o las pequeñas desposadas, que se pavoneaban con las nuevas galas que Aboli les había regalado, contemplando a su esposo con reverencial respeto.

El doctor Reynolds, con Sarah como ayudante, trató con éxito a muchos de los lozis enfermos, lo cual selló las buenas relaciones con la tribu. Cuando la expedición remontó el río hacia el kraal capital de la tribu, los tambores fueron transmitiendo la noticia de su llegada. El gran jefe Bongola bajó al embarcadero para darles la bienvenida y conducirlos a las chozas construidas especialmente en su honor.

La aldea de Bongola era un racimo de varios centenares de chozas empajadas, construidas a lo largo del río y en las pendientes de las colinas. Cada choza estaba rodeada con una shamba de mango, plátanos y plantas de mandioca. El escuálido ganado y las cabras de la tribu se alojaban en kraals de troncos, donde estaban a salvo de las incursiones nocturnas de leopardos y hienas.

Por entonces Tom y Aboli hablaban ese idioma con fluidez; todos los días de su estancia mantuvieron largas indabas con Bongola, hombrecito gruñón por naturaleza, que les relató la historia reciente de su tribu. En otros tiempos, los lozis ocupaban un rico territorio en las riberas de un gran lago de agua dulce, más al norte; después llegaron los negreros y cayeron sobre ellos, como el chita sobre las gacelas de las planicies. Los sobrevivientes huyeron hacia el sur, donde llevaban casi dos décadas sin haber sufrido nuevas depredaciones. No obstante, vivían con el diario terror a los esclavistas que, según sabía no avanzaban lentamente hacia el interior.

Sabemos que un día será menester huir otra vez dijo Bongola a Tom. Por eso nos alarmó tanto saber de vuestra llegada.

Tom recordó los relatos de Aboli sobre los traficantes que lo habían capturado cuando niño. Recordó también a los infortunados que había visto en los mercados de esclavos de Zanzíbar.

Una vez más experimentó esa profunda aversión por el tráfico y la ira ante su imposibilidad de aliviar los aprietos de este pueblo.

El intercambio fue provechoso; Bongola sacó de sus reservas muchos colmillos de buen marfil para vender. después, al regresar van Houten de una de sus incursiones por la espesura, mostró orgullosamente a Tom cinco púas de puercoespín, todas tapadas por un extremo. Cuando el hombre volcó el contenido de una en el platillo de su balanza, Tom clavó la vista en aquel diminuto montón de escamas y gránulos, que tenían un metálico resplandor amarillo a la luz del Sol.

¿Oro en polvo? preguntó. He oído hablar del oro de los tontos. ¿Estás seguro de que no se trata de eso?

Van Houten, erizado por ese insulto a su integridad profesional, probó las escamas con ácido de su caja.

El ácido carcome cualquiera de los metales comunes; a los nobles, no, explicó.

La escama burbujeó y siseó dentro de él, pero al retirarla el metal seguía brillante e indemne.

Llevó a Tom al lugar donde había cribado el polvo y le mostró una sarta de graveras y bancos de arena, a lo largo de un arroyo que cruzaba uno de los valles. A pedido de Tom, Bongola les envió a cincuenta mujeres de la tribu: tradicionalmente, los hombres no se ocupaban de tareas tan serviles como labrar la tierra o cavar agujeros en el lecho de un arroyo.

Van Houten entregó una criba a cada una y les enseñó a utilizarla, sumergiendo, arremolinando la grava en la criba y dejando que la escoria se escurriera por sobre el borde, hasta que Sólo quedara el residuo centelleante. Las mujeres aprendieron rápidamente el arte; Tom les prometió una medida de

cuentas de vidrio por cada púa de noble polvo que le llevaran.

La mina aluvial de Van Houten resultó tan rica que una mujer esforzada podía llenar una púa en menos de un día; muy pronto el cribado de oro fue la actividad preferida de la tribu. Cuando algunos hombres quisieron participar de pasatiempo tan provechoso, ellas los rechazaron con indignación.

Amenazaban las lluvias y era hora de regresar aguas abajo. Las falúas se hundían en el agua bajo su carga de marfil; además, Tom tenía casi cien onzas de oro en polvo guardadas en la caja fuerte del barco.

Cuando Aboli dijo a sus esposas que las dejaría con sus respectivas familias hasta la temporada siguiente, Falla y Zete rompieron en afligidos gimoteos y fuentes de lágrimas. Sarah lo regañó por ese tratamiento.

¿Cómo puedes ser tan cruel, Aboli? Has hecho que te amen y ahora les rompes el corazón.

En el viaje a Buena Esperanza las matarían el terror y los mareos; aunque sobrevivieran llorarían por sus madres cada día de ausencia. Mi vida sería tan miserable como la de ellas. No: deben quedarse a esperarme, como corresponde a una buena esposa.

La desolación de las dos muchachas se alivió milagrosamente con un regalo de despedida: cuentas, telas y espejos, en cantidad suficiente para hacer de ellas las esposas más ricas de la aldea. Burbujeando risitas y sonrisas, las dos agitaron la mano hacia la alta silueta de Aboli, sentado ante el timón de la

primera falúa.

Cuando retornaron al territorio lozi, al comenzar la siguiente estación seca, tanto Falla como Zete estaban ya avanzadas en sendos embarazos, con lustrosas panzas negras sobre los taparrabos y pechos grandes como melones maduros dieron a luz con pocos días de diferencia. Sarah actuó como partera; fueron dos varones.

¡Por Dios! dijo Tom, al examinar a los bebés. No hay duda de que son tuyos, Aboli. A estos pobres diablillos Sólo les falta un tatuaje para ser tan feos como su padre.

Aboli era otro hombre. Su digna reserva, su porte real, desaparecían cuando montaba en cada rodilla a un pequeño regordete y babeante. El semblante cubierto de cicatrices, que había impuesto el terror a un millar de enemigos, se torno benigno, casi bello.

Este es Zama dijo a Tom y a Sarah, pues será un gran guerrero. Y éste, Thla, por poeta y sabio.

Esa noche, en la oscuridad de la choza, Sarah apoyó su mejilla contra la de su marido y le susurró al oído:

Yo también quiero un hijo. Por favor, Tom, querido mío, dame un bebe para amar.

Lo intentaré, prometió él. Con todo mi corazón.

Pero según pasaban los años (una parte en Fuerte Providencia o viajando por la espesura del territorio lozi, la otra en el Cabo de Buena Esperanza ella se mantenía esbelta, alta: con el vientre plano, sin que nada ensanchara su cintura ni diera volumen a su torneado busto.

Zama y Tula crecieron rápidamente, convirtiéndose en niñitos fuertes; se parecían a su padre: eran altos para su edad, líderes naturales entre los pequeños de su edad. Pasaban sus días en el bosque y en las praderas del río, cuidando del ganado común, aprendiendo a manejar el arco y la lanza, familiarizándose con las costumbres de los animales salvajes. Después del anochecer, sentados a los pies de Aboli, junto al fuego, escuchaban con ojos asombrados sus relatos del mar, de batallas y aventuras en lugares remotos.

Llévanos contigo, padre rogaba Zama. Tal como Aboli había predicho, era el más alto y fuerte de los dos.

Por favor, honorable padre gorjeaba Tula. Muéstranos esas maravillas.

Debéis permanecer con vuestras madres y atender aquí vuestras obligaciones, hasta que seáis hombres circuncisos e iniciados, les prometía Aboli. Entonces Lord Klebe y yo os llevaremos con nosotros al mundo que está más allá de estas tierras.

La zona era buena para cazar elefantes. Además, van Houten descubrió un nuevo yacimiento aurífero aluvial a tres jornadas del primero, rumbo al norte; a Fuerte Providencia seguía llegando un incesante hilillo de oro en polvo. La tribu prosperaba tanto como Tom. Cada vez que llegaban las lluvias, el Centauro partía hacia el Cabo con las bodegas repletas. En el Heerengracht, por sobre el puerto, tenía sus oficinas un Banco de Amsterdam, de buena reputación. Tom ya había depositado allí dos mil libras. después de esa temporada la cantidad se duplicó. Por fin era hombre rico. Hubo una sola y amarga desilusión: cuando llegó la hora de zarpar nuevamente hacia el norte, Ned Tyler declaró que ya era demasiado viejo para otro viaje. Por entonces tenía el pelo fino y blanco como algodón recién cosechado, la espalda encorvada y los ojos, antes claros, turbios y legañosos.

Dejadme en mi pequeña finca del valle de Constantia, rogó. Dejadme atender mis pollos y mis hortalizas.

Yo me quedo con Ned, decidió el doctor Reynolds. Con él las aventuras que he vivido tengo para el resto de mi existencia. Al observar la cara rubicunda del cirujano, Tom cayó en la cuenta de que había envejecido tanto como Ned. Ya harto de zurciros y vendaros, harto de tunantes. Ahora quiero plantar unas cuantas vides y ver de hacer un buen vino antes de morir.

¿Pero quién cuidará de nosotros? Protestó.

Tenéis con vosotros a una bonita cirujana, replicó él. No debéis enviarnos a morir de malaria en la selva. viejo médico. He enseñado a Miss Sarah todo lo que se sobre piernas fracturadas y pociones. Os dejo en buenas manos. Y con ella estaréis mejor, creedme, es más linda y tiene más corazón.

Alf Wilson ascendió a primer oficial del Centauro. Era quien iba al timón cuando se adentraron por la boca del río Lunga, al iniciarse la siguiente temporada de caza. En cada uno de esos regresos anuales a Fuerte Providencia, todos a bordo llegaban consumidos por la excitación, ansiosos por ver cómo había cuidado Fundi la colina durante las lluvias, por saber si aún abundaban los elefantes en las colinas de los lozi y cuánto oro en polvo habían recolectado las mujeres durante su ausencia.

Abolí trataba sin éxito de disimular su afán por reunirse con sus esposas e hijos; por entonces Falla y Zete habían aumentado generosamente la prole. Había dos niñitas y dos varones mas.

Como siempre, Fundi les salió al encuentro en el amarradero del fuerte. Todo estaba en buenas condiciones; las lluvias habían causado pocos daños que reparar. Sarah retiró la funda que cubría su clavicornio, tocó un acorde y sonrió al comprobar que sonaba afinado. Entonces se lanzó en el coro de Spanisi Ladioles.

Aboli preguntó a Fundi qué noticias había de su tribu y su familia, pero no se sabía nada; las lluvias habían sido torrenciales, el río no estuvo navegable y ninguna canoa de la aldea de Bongola había llegado al fuerte. Abolí estuvo nervioso durante todo el tiempo que tardaron en descargar el barco, reparar el fuerte y hacer los preparativos finales para la expedición aguas arriba. Cuando por fin se dispusieron a abandona Fuerte Providencia, él iba al timón de la falúa delantera.

La primera sospecha de que había sucedido algo muy mal surgió cuando, al llegar a las aldeas periféricas, las encontraron desiertas. Aunque revisaron la zona que rodeaba a cada grupo de chozas, no había allí alma viviente ni pista alguna de lo que había sucedido con sus habitantes.

Temerosos de lo que podían encontrar, continuaron viaje hacia la aldea de Bongola; remaban a toda velocidad, cruzaban los bajíos llevando las falúas a remolque y no se detenían mientras hubiera suficiente luz para distinguir las orillas esquivar las rocas del canal.

Llegaron en las primeras horas de la tarde. Sobre las bolinas pendía un silencio espantoso; no había batir de tambores cuernos ni gritos que les dieran la bienvenida. De inmediato vieron que las huertas circundantes habían sido invadidas por la maleza. Luego pasaron frente a la primera choza de la orilla, el techo de paja se había incendiado; las paredes se erguían lúgubres y despojadas, con el recubrimiento de adobado por las lluvias.

Nadie dijo palabra, pero Aboli tiró con todas sus fuerzas del largo remo; su cara era una terrible máscara de desesperación. Al pasar observaban las ruinas de la aldea: chozas incendiadas, huertas en descuido y corrales vacíos. Las ramas superiores de los árboles estaban bordeadas de buitres: siluetas sombrías, de lomo encorvado y pico ganchudo. En el aire pendía el olor dulzón y enfermizo de la muerte y la putrefacción.

En la playa del amarradero había una sola canoa, con el fondo agujereado. Las parrillas donde los hombres secaban el pescado estaban caídas; las redes, abandonadas en sucios montones. Aboli saltó desde la borda para vadear hasta la costa, con el agua a la cintura, y corrió hacia el sendero casi desaparecido que llevaba a las chozas de Falla y Zete.

Tom lo siguió, pero no logró alcanzarlo hasta llegar al pequeño grupo de chozas, rodeadas por una loma de ramas de espino. Aboli estaba de pie en el vano, mirando fijamente las viviendas incendiadas de sus esposas y sus hijos. Ninguno de los dos habló. Luego el negro dio unos pasos hacia adelante y se arrodilló. De entre la suave ceniza azul recogió un diminuto cráneo humano, que sostuvo entre las manos como si fuera un cáliz sagrado. El cráneo había sido aplastado por un fuerte golpe. Clavó la vista en las cuencas vacías, con la cara surcada de lágrimas. Sin embargo su voz sonó firme cuando levantó la vista hacia Tom:

Los negreros siempre matan a los bebes, pues son demasiado tiernos para sobrevivir a la marcha hacia la costa. Sólo sirven para debilitar a las madres que deben cargarlos.

Tocó la profunda incisión abierta en ese cráneo diminuto.

¿Ves? Aferraron a mi hijita por los tobillos y le estrellaron la cabeza contra el marco de la puerta. Esta era mi preciosa Kassa. Y se llevó el cráneo a la boca para besar la horrible herida.

Tom, incapaz de contemplar su pena, apartó la vista. Alguien había escrito en la pared, con un trozo de carbón, una frase caracteres árabes: "Dios es grande. No hay más Dios que Dios. Eso confirmaba quiénes habían perpetrado esa atrocidad. Mantuvo la vista fija en la inscripción, mientras intentaba dominarse. Cuando al fin habló su voz sonó ahogada por el horror.

¿Cuándo sucedió?

Hace un mes, quizá. Aboli se incorporó. O aun más.

¿Las columnas de esclavos avanzan con lentitud? preguntó Tom. Por las cadenas, las mujeres, los niños.

Sí confirmó Abolí. Avanzan con mucha lentitud. Y la marcha hacia la costa es larga y agotadora.

La voz de Tom cobró firmeza.

Si partimos de inmediato y a paso vivo, podemos alcanzarlos.

Los alcanzaremos, sí. Pero antes debo enterrar a mis muertos. Haz los preparativos para la marcha, Klebe. Antes de mediodía estaré listo.

Aboli encontró otros dos esqueletos pequeños entre las ruinas y la maleza. Los huesos estaban diseminados, roídos por los carroñeros, pero identificó a sus bebes por los brazaletes de cuentas que él les había dado, todavía enredados a los huesos.Eran los dos varones menores, que aún no tenían dos años. Reunió los restos y los envolvió en un capote de cuero curtido. Cavó la tumba en el suelo de la choza en la que habían sido concebidos y los sepultó juntos. Luego se abrió una vena de la muñeca para dejar caer un goteo de sangre dentro de la sepultura, rogando a sus antepasados que recibieran bondadosamente las almas de sus hijos.

Cuando llegó al amarradero, Tom ya tenía casi todo dispuesto para la partida. Por años de experiencia en la cacería de elefantes, cada hombre conocía sus obligaciones. Formaban tres grupos de cinco, bajo el mando de Tom, Alf Wilson y Luk Jervis. Tres marineros se quedarían para custodiar las embarcaciones.

Cada uno de los expedicionarios llevaba armas, pólvora municiones, una cantimplora y una manta, más comida suficiente para una semana. En total, treinta kilos de carga; una vez que la consumieran tendrían que vivir de lo que la tierra ofreciera.

Tienes que quedarte con los botes dijo Tom a Sarah mientras desenvolvía el rollo de lona que contenía su espada azul. No la llevaba en las cacerías de elefantes para que no le estorbara el paso, pero ahora le haría falta. Habrá combate y peligros explicó, mientras se abrochaba el tahalí.

Por eso mismo debo ir con vosotros. Habrá muchos heridos y nadie que los cure. No puedo quedarme, replicó ella.

Tom vio su expresión decidida, la luz fría de sus ojos. Y había preparado su caja de remedios y su manta. Por larga experiencia, él comprendió que de nada serviría discutir con ella. Y cedió.

No te apartes de mí. Si nos vemos en peligro, haz lo que yo te diga, mujer, y por una vez no pierdas tiempo discutiendo.

Con Aboli y Fundi a la cabeza, cruzaron en fila india los restos de la aldea. En el trayecto vieron muchos otros esqueletos, era todo lo que quedaba de los ancianos, las mujeres y los pequeños que los traficantes habían considerado demasiado débiles para sobrevivir a la marcha hacia la costa. Fue un alivio dejar atrás esa escena de muerte y desolación para seguir la senda dejada por las abatidas filas de prisioneros, obligados a marchar hacia las colinas del norte.

Aboli y Fundi marcaban un paso matador. El lozi llevaba contra un hombro el gran arco para cazar elefantes; en el otro, un carcaj con dardos envenenados. El también había perdido a su familia en la matanza y el pillaje.

Según los cálculos de Tom, en ese primer día de marcha cubrieron dieciséis kilómetros; Sólo ordenó hacer alto cuando la noche sin luna se tomó tan oscura que ya no pudieron ver el suelo bajo los pies. Durmió entre sobresaltos, acostado junto a Sarah bajo las mantas. Poco después de medianoche se levantó de un salto, alertado por un grito espectral que resonó en la cumbre de la colina, por encima de ellos. Era una voz humana que los interpelaba en el idioma de los lozis.

¿Qué clase de hombres sois?

Soy Klebe, vuestro amigo, gritó Tom, a su vez.

Y yo, Aboli, esposo de Falla y Zete. Su camarada echó más leña a la fogata, que se alzó en vivas llamas.

Soy Fundi, el cazador de elefantes. Bajad hacia nosotros, hombres de Lozi.

Aparecieron entre los oscuros árboles, como sombras móviles a la luz del fuego que se materializaron en siluetas humanas. Eran menos de cien: los sobrevivientes de la incursión; muchos de ellos, mujeres, pero también más de cincuenta guerreros que aún cargaban sus armas: lanzas y pesados arcos para elefantes, con carcaj de flechas envenenadas.

Se sentaron en cuclillas en torno del fuego, formando una masa apretada. Por turnos, los ancianos describieron el ataque lanzado por sorpresa contra la aldea, la masacre y esclavización siguiente.

Algunos pudimos huir hacia la selva; otros habían salido a cazar o estaban buscando raíces y miel silvestre; así escapamos.

¿Y qué fue de mi familia? pregunto Abolí.

Se han llevado a Falla y a Zete, y también a tus hijos Zama y Thla le dijeron. Cuando espiamos a la caravana desde lejos, los vimos encadenados.

Pasaron el resto de esa noche sentados allí, recitando larga nómina de quienes habían perecido y quienes han sido capturados. Al amanecer, cuando llegó el momento de reanudar la persecución, Tom ordenó a los ancianos y a las mujeres que regresaran a la aldea en ruinas, a fin de sepultar a los muertos y cultivar sembrados con que ahuyentar la hambruna que, inevitablemente, seguiría a ese desastre.

Allí dejé a algunos de los hombres. Ellos cazarán para alimentaros hasta que se pueda cosechar.

Mientras ellos partían, obedientes, Tom reunió a los guerreros restantes. Conocía por su nombre a la mayoría; algunos habían cazado con él.

Vamos tras la caravana. Combatiremos para liberar a los capturados, les dijo. ¿Vendréis con nosotros?

Queríamos seguirlos, pero los árabes tienen palos de fuego y tuvimos miedo dijeron. Pero vosotros también tenéis esos terribles palos de fuego. Os acompañaremos.

Fundi seleccionó entre ellos a los cazadores más intrépidos y hábiles para formar una avanzada, a fin de descubrir cualquier emboscada o trampa que los esclavistas hubieran armado. Cuando volvieron a ponerse en marcha conservó con él al resto de los lozis, siguiendo la hollada ruta de los esclavos hacia el norte.

Marcharon a paso forzado desde la primera luz hasta el oscurecer; aunque las señales de la caravana eran demasiado viejas como para que Fundi y Aboli pudieran interpretarlas correctamente, calcularon que habían cubierto en un día la misma distancia que había exigido seis a las largas filas de esclavos encadenados. Durante la jornada dejaron atrás los toscos empajados y las hogueras apagadas de otros tantos campamentos.

Al día siguiente volvieron a partir al rayar el día; antes del mediodía encontraron los restos de las primeras bajas. Eran sólo unas cuantas astillas de hueso y trozos de taparrabos duros de sangre, pues los árabe habían retirado las cadenas a los cadáveres y los carniceros de la selva devoraron el resto.

Estos eran los débiles, dijo Fundi. Murieron de agotamiento y tristeza. Encontraremos muchos más antes de alcanzar a la caravana.

A cada día el rastro se tornaba más reciente y más fácil de interpretar. Siempre quedaban los campamentos en los que la caravana había pasado la noche y los restos de quienes no habían sobrevivido a los rigores del viaje.

A los diez días llegaron al cruce de rutas donde la columna de Lozi, desde el sur, se unía a otra, más numerosa, proveniente de los grandes lagos del oeste. Fundi y Aboli examinaron el sitio donde ambas habían pasado la noche siguiente al encuentro.

Ahora hay más de dos mil esclavos en la columna. He contado los lugares donde durmieron. Aboli mostró a Tom los sitios donde habían aplastado la hierba durante la noche.

Casi todos llevan cargas pesadas; algunos, comida: cereales y carne seca.

¿Cómo lo sabes? inquirió Tom.

Las huellas profundas de los talones en el polvo indican que van cargados. Además, han abandonado algunos canastos vacíos junto a las fogatas; en ellos quedan algunos granos de cereal y restos de carne. Pero los árabe también los obligan a cargar muchos colmillos de marfil.

¿Marfil? Eso despertó el interés de Tom. ¿Cómo pudieron conseguir ese marfil?

De las aldeas atacadas. Y los de Omán también son cazadores, como vosotros. Fundi se sumaba a la discusión.

¿Cómo sabéis lo del marfil?

Aboli lo llevó hasta el lado opuesto del campamento abandonado y le señaló unas marcas en la tierra.

Aquí apilaron los colmillos para descansar durante la noche.

Esas marcas, largas y curvas, eran claras hasta para Tom.

Hay unos ciento sesenta guardias y mercaderes árabes acompañando a la caravana. Aboli lo llevó a las lomas empajadas que habían alojado a los guardias durante la noche; luego señaló los colchones de hierba cortada en que durmieran. Uno por cada hombre. Y también he contado las huellas.

¿Cómo puedes distinguir las huellas de los árabes de las que dejaron los esclavos?

Los árabes calzan sandalias. Muchos llevan grandes perros con traíllas; aquí puedes ver las marcas de las patas, los usan para asustar a los esclavos y para atrapar a los fugitivos

Hemos perdido aquí casi una hora, interrumpió Tom. Ya sabemos con cuántos enemigos debemos verlos ya. Vayamos por ellos.

Esa enorme aglomeración de hombres y mujeres fuertemente cargados avanzaba con más lentitud que antes; la de perseguidores, tanto más breve y aguerrida por años cazar elefantes, acortaba la distancia con celeridad. Al promediar la mañana del decimoséptimo día, dos de exploradores regresaron corriendo hacia la columna, a cuya vanguardia iban Sarah y Tom.

Hemos visto adelante el humo de sus fogatas gritaron antes de llegar.

Quédate con Luke y Alf, ordenó Tom a su mujer.

Y llamó por señas a Abolí. Los dos se adelantaron con ese trote parejo que usaban para acercarse a los rebaños de elefantes, en la etapa final de la cacería. Los exploradores los condujeron hasta la cima de una lomada granítica, desde donde se veían varias millas de terreno hacia adelante.

Contra el azul sin nubes del cielo garabateaba el humo de cientos de pequeñas fogatas, pocos kilómetros más adelante.

Ya los tenemos se exaltó Tom.

Y bajó la colina a la cabeza de los otros, con el mismo trote devorador de distancias. En menos de una hora llegaron al campamento desierto; las fogatas todavía humeaban. El ancho camino abierto por miles de pies descalzos se alejaba serpenteando entre los árboles; ellos lo siguieron.

Un sonido lejano los detuvo involuntariamente: una luctuosa endecha cantada por un millar de voces, suave bajo el implacable sol del mediodía, pero conmovedoramente bella. Los esclavos cantaban su lamento por la tierra perdida, por el hogar y los seres queridos que no volverían a ver.

Tom estudió el territorio.

Nos acercaremos dando un rodeo por la derecha señaló. Debemos adelantarnos a la columna para verla pasar. Así sabremos exactamente cuántos son y qué formación llevan.

Cuando salieron de entre los árboles, ante ellos se abría una planicie que llegaba hasta el horizonte; la pradera amarillenta reverberaba en espejismos a la luz del Sol. En su amplitud, los kopjes aislados formaban pequeñas islas; aquí y allí se alzaba una acacia de copa aplanada. Había rebaños diseminados por la llanura: cebras, ñus y gacelas. Las jirafas estiraban el majestuoso cuello para alimentarse con las hojas superiores de las acacias; aquí y allí un rinoceronte se recortaba enorme, cornamentado y oscuro, contra la hierba pálida. A unos cuatro kilómetros, por el flanco izquierdo, una fina nube de polvo marcaba la posición de la caravana de esclavos. Tom y Aboli acordaron rápidamente el próximo paso. En el camino de la columna se interponía una de aquellas lomadas cónicas de granito. Su cumbre les ofrecería un punto de observación ideal, pero tendrían que avanzar de prisa. Dejando a los exploradores escondidos entre los árboles, ambos echaron a correr a través de la planicie. Cuando llegaron al pie de la pequeña colina, en el lado opuesto de la caravana que se aproximaban, estaban sin aliento; se dejaron caer al suelo, tratando de recobrar el aliento. En cuanto pudieron incorporarse, bebieron unos cuantos tragos de agua de la cantimplora. Luego se pusieron de pie para trepar por la ladera rocosa. Antes de llegar a la cumbre volvieron a tenderse en el suelo para observar cautelosamente por encima. La vanguardia de los esclavos estaba a un kilómetro y medio de distancia, pasaría cerca del pie de la lomada. Miles de pequeñas figuras se enhebraban en una fila serpenteante, que se extendía por unos cuatro kilómetros y medio, hasta el borde del bosque. Era tal como Tom la había imaginado por la interpretación que Aboli hacía del rastro. A la cabeza marchaba una imponente figura montada en un potro árabe. Vestía largas túnicas verdes y llevaba la cabeza y la cara cubiertas por un turbante del mismo color, que sólo descubría los ojos. Junto al caballo trotaban dos esclavas negras, completamente desnudas, sosteniendo una gran sombrilla cargada de borlas por sobre el jinete.

Los otros árabes marchaban junto a los flancos. Utilizando el catalejo, Tom contó ciento cincuenta y cuatro, en total. Ciento treinta y seis eran soldados de infantería; los otros iban montados. Todos vestían túnicas e iban fuertemente armados. Los hombres montados iban y venían a lo largo de la columna, instándola a continuar. Los esclavos eran demasiado numerosos como para contarlos adecuadamente, pero Aboli había estado cerca al calcular dos mil. La mayoría iba desnuda, tanto hombres como mujeres. Unos cuantos llevaban trozos de cuero o harapos de tela de algodón colgados de la cintura. Todos estaban engrillados. Los niños iban atados en grupos de a cinco o seis, con sogas de corteza o cuero crudo trenzado en torno del cuello. Los traficantes no habían malgastado sus cadenas en ellos. Todos los esclavos tenían la cabeza y el cuerpo agrisado por una capa de polvo, en la que el sudor había formado costras que les daban un aspecto ultraterreno. Todos cargaban algo; hasta los niños llevaban calabazas o cestos de cereales en equilibrio sobre la cabeza. Las mujeres, los rollos de mantas las pertenencias de los negreros o cestos y botas de agua. Los hombres traían el marfil: cientos de colmillos, algunos tan grandes que se requerían cuatro hombres para cada uno.

La columna se acercaba más y más al pie de la colina en que ellos se encontraban; ya se veían más detalles y se oía el luctuoso canto. Cerca de la vanguardia, una de las mujeres dejó caer el cesto que llevaba en la cabeza y se desplomó, arrastrando a las tres que estaban encadenadas a ella. Los más próximos trataron de ponerla de pie, pero estaba demasiado débil para mantenerse erguida.

El tumulto hizo que cuatro de los negreros corrieran a reunirse en torno de la muchacha caída. Hasta Tom llegaron los gritos coléricos con que pretendían levantarla. Por fin uno de ellos la castigó con un kiboko. Lo descargó desde muy arriba, apuntando primero a la cara posterior de las piernas; como eso no surtió ningún efecto, hizo llover golpes cortantes contra la espalda y las nalgas. El agudo chasquido del látigo contra la piel desprotegida corrió claramente en el aire caldeado. Por fin los guardias se resignaron a perder otra mercancía. Uno se arrodilló para abrirle las esposas; luego la sujetó por los tobillos y arrastró su cuerpo fuera del camino. Sus camaradas azuzaron a la columna para reanudar la marcha, dejando allí el cuerpo desnudo y polvoriento de la chica. Ahora la columna pasaba tan cerca del kopje que las caras los esclavos eran reconocibles a simple vista. De pronto Aboli se puso rígido y apretó el brazo de su compañero, señalando el centro de la línea. Tom tardó un momento en ver lo que lo había alterado. Allí marchaba otra fila de criaturas, varones y niñas mezclados indiscriminadamente y sujetos por la cintura con una cuerda liviana. Cada niño cargaba un envoltorio o un cesto sobre la cabeza, de peso y tamaño acordes con su edad. El niño que encabezaba la fila era el más alto; caminaba con agilidad, orgulloso, mientras los otros se encorvaban por el cansancio y la desesperación.

Zama dijo Aboli. Mi hijo mayor. Y tras él va Thla. Su voz sonaba serena, pero sus ojos encerraban una cólera abrasadora. Allí van también Zete y Falla, en el grupo siguiente.

Las dos mujeres iban desnudas, encadenadas por el cuello, con los pechos pesados y henchidos por la leche que sus bebes masacrados no podían mamar. Sin palabras con que consolar a su viejo amigo, Tom siguió observando en silencio la patética procesión. Tan lento era su paso que tardaron casi dos horas, pero los negreros los azuzaban con gritos y toques de látigo. Tras la columna venia una estela de hienas y chacales, devorando cualquier desperdicio y los excrementos dejados en la pradera por los esclavos plagados de disentería. Tom pensaba que la muchacha abandonada había muerto, pero estaba en un error. Cuando las hienas se reunieron en círculo en torno de ella, riendo y trompeteando de excitada codicia, ella se incorporó trabajosamente sobre un codo, tratando de levantarse. Pero el esfuerzo fue demasiado: se derrumbó con las rodillas recogidas contra el pecho, cubriéndose la cabeza polvorienta con los brazos desnudos. La manada de hienas retrocedió un poco, pero luego volvió a avanzar, rodeándola. Una estiró el cuello para olfatearle el pie. La chica recogió una piedra y se la arrojó, obligándola a retroceder. Otro de esos enormes caninos corrió hacia ella desde atrás y le hundió los colmillos en el hombro. Mientras ella se sacudía, pataleando en el polvo, la hiena sacudía su enorme cabeza, hasta que logró arrancar un trozo de carne. La muchacha se desplomó en el polvo, sollozando. El olor a sangre fresca fue irresistible para la manada. Otra hiena acudió a morderle el pie y huyó con ella, arrastrándola de espaldas como a un trineo. Tom se levantó de un salto, dispuesto a correr ladera abajo para salvarla, pero Aboli lo obligó a tenderse otra vez. Los árabes están todavía demasiado cerca. Señaló la retaguardia de la columna, a unos ochocientos metros de distancia. Te verán. Ya no podemos hacer nada por ella.

Tenía razón, desde luego. Tom se dejó caer en el suelo. Otra hiena avanzó para morder el vientre de la muchacha, tironeando hacia atrás para oponerse al primer animal. Los alaridos de la victima llegaron hasta la cima del kopje. Luego se agregaron diez o dice bestias más para despedazaría, quebrándole los huesos con las grandes fauces y devorando sus carnes. Los forcejeos de la muchacha se debilitaron hasta cesar. En pocos minutos no quedaba de ella sino un parche húmedo y sanguinolento en la tierra. La manada se alejó trotando tras la caravana que desaparecía. Tom y Aboli descendieron de su punto de observación y fueron tras ellos, mientras el día se iba perdiendo y el sol reptaba hacia el horizonte. Cuando los traficantes ordenaron hacer alto para vivaquear, ellos se acercaron aún más, escondidos en el bosquecillo de acacias. Desde allí observaron la distribución del campamento, tomando nota de las filas de caballos y bromas de los árabes.

Cuando se puso el sol y cayó la oscuridad, abandonaron campamento para desandar de prisa el trayecto. En menos una hora se reunieron con el resto del grupo, que venía tras ellos. Prepararon la cena en una fogata encendida detrás de

una pantalla; mientras comían apresuradamente, Tom celebró su consejo de guerra y dio órdenes a cada uno de sus tenientes para el ataque nocturno contra el campamento árabe. En cuanto acabaron de comer reanudaron la marcha.

Desde tres kilómetros de distancia se veía el resplandor de las fogatas del campamento. Tom y Abolí apostaron a cada un de los arqueros lozis en la posición fijada y les repitieron las órdenes, para que no hubiera malentendidos. Luego ocuparon sus puestos para iniciar la larga espera. Tom quería atacar en la hora más oscura, entre la medianoche y el alba, cuando el espíritu y el vigor de los árabes estuviera en su punto más bajo.

Poco a poco, las fogatas de la caravana se fueron apagando hasta reducirse a cenizas rojas. El gran Escorpión de estrellas, con el rabo enhiesto, se deslizó por el cielo hasta hundirse en el horizonte. Las voces y los cantos de los esclavos fueron callando; un silencio profundo se asentó sobre el campamento.

Ahora dijo Tom, por fin.

Y se levantó. Se acercaron un poco más para efectuar una última inspección del campamento, por si algo se hubiera alterado. El único fuego que aún ardía estaba junto a las filas de caballos, entre unas acacias que se alzaban a poca distancia. Contra las llamas se recortaban tres de los guardias árabes, que se habían sentado a beber café. Conversaban en voz baja, mirando el fuego. "Eso los cegará", pensó Tom, ceñudo. Luego susurró a Aboli:

Ocúpate del que tienes más cerca.

Avanzaron hasta encontrarse en el borde del círculo iluminado, con las espadas cubiertas para que ningún reflejo de luz alertara a los centinelas.

¡A ellos!

Tom desenvainó la espada y se acercó a los árabes desde atrás, corriendo con ligereza. Mató al primero con una limpia estocada en la cara posterior del cuello. Al otro lado del fuego, Abolí mató a otro; el muerto cayó de bruces en el fuego; su turbante y su mata de pelo largo estallaron en llamas como una antorcha. El tercer árabe dejó escapar un grito sobresaltado y quiso levantarse, pero Tom le atravesó la garganta. La espada azul penetró dulcemente, ahogando un segundo grito en la propia sangre del hombre.

Tom y Abolí se agazaparon sobre los cuerpos de sus víctimas, esperando la voz de alarma, pero las líneas de caballos estaban apartadas del campamento principal y el árabe moribundo no había hecho más ruido que un hombre dormido en medio de una pesadilla. Todo estaba en silencio. Avanzaron hasta los caballos. Otra sombra les salió al encuentro de entre los árboles. Tom la desafió con un silbido en dos notas: el reclamo de un chotacabras. La contraseña llegó de inmediato y Luke Jervis dio un paso adelante.

¡Todo en orden! murmuró, haciéndole saber que los árabes encargados de los caballos habían sido liquidados.

Tom corrió a uno de los caballos. Había escogido el potro bayo que el jefe árabe usara ese día. Desató el freno y le hablo con suavidad, acariciándole el testuz. Luego montó en pelo. Aboli había elegido otro caballo; en cuanto estuvo montado, Tom lanzó un quedo silbido. Luke corrió hacia sus hombres, que habían rodeado una de las lonas donde dormían los guardias árabes. Casi de inmediato se oyeron descargas de mosquete en toda la periferia del campamento; bocanadas de llama perforaron la oscuridad, en tanto los marineros disparaban contra los árabes dormidos desde corta distancia. Un zumbido grave corría por el campamento, que iba despertando; de pronto se elevó a un alboroto de gritos. Los negreros árabe salieron a tropezones de las lonas, medio dormidos y manoteando las armas, Sólo para encontrarse con descarga tras descarga y sibilantes flechas lozis.

Los esclavos no podían moverse, pues estaban encadenados a estacas de hierro que los esclavistas habían clavado en la tierra dura. Tendidos en el suelo, gemían y aullaban de terror, aumentando la confusión.

Algunos de los árabes estaban respondiendo a los disparos; comenzaba a formarse una resistencia decidida. Tom galopó hacia la loma de ramas espinosas donde, al anochecer, había visto entrar al jefe de la caravana. Llevaba en una mano un leño encendido tomado de la fogata de los guardias. Lo arrojó contra el techo de paja, que se encendió rápidamente; las llamas se elevaron con una lluvia de chispas, iluminando la a cien metros a la redonda. El calor hizo que saliera el jefe árabe corriendo de la choza, con un trabuco en la mano. Iba sin turbante y el pelo gris, aceitado, le caía sobre los hombros; su barba estaba enmarañada y en desorden. Tom volvió grupas y cargó directamente contra él. El árabe lo esperó a pie firme, tirándole con el trabuco. El joven se inclinó sobre el cuello potro y lo condujo directamente hacia la boca del arma. El árabe disparó- En el capullo de humo, Tom oyó que bala silbaba muy cerca de su cabeza. Esperaba que una vez descargada su arma, girara en redondo y echara a correr. En cambio lo vio orgulloso, indefenso y desarmado, pero con la cabeza en alto, esperando la muerte con ojos feroces. Tom sintió una punzada de admiración y respeto al inclinarse para atravesarle el corazón con la centelleante hoja azul, con tanta fuerza que lo levantó en vilo. El árabe murió antes de caer nuevamente al suelo. Tom regresó para mirarlo. La barba plateada, movida por la brisa nocturna, rozaba el pecho como una pluma. Habría podido sentir remordimientos, pero se acordó de los hijos masacrados de Aboli, de la muchacha devorada viva por las hienas, y su culpa murió antes de nacer.

Volvió grupas y echó un vistazo a la línea. En dos lugares los negreros habían buscado refugio, agrupándose en pequeños focos de resistencia. Tom llamó inmediatamente a Aboli.

Tenemos que diseminarlos. Cabalga conmigo.

Se lanzaron como trombas sobre ellos, con las espadas desnudas, chillando con el furioso éxtasis del combate, y los derribaron. Los árabes sobrevivientes se diseminaron bajo la embestida. Arrojando los mosquetes descargados, huyeron corriendo en la oscuridad.

¡Dejad que se vayan! Tom impidió a sus hombres que los persiguieran, consolándose, no llegarán muy lejos. Mandaré a Fundi con sus arqueros tras ellos en cuanto aclare.

En el combate, Aboli y él se habían separado. Recorrió las filas de esclavos en su busca. Aunque la lucha había terminado, el campamento estaba en caos. Muchos de los esclavos habían arrancado sus estacas y andaban a tumbos a la luz del fuego, gritando y aullando. El estruendo era ensordecedor; Tom no podía hacer oír sus órdenes. Cuando trató de que los esclavos recobraran algo de tino a golpes de vaina, Sólo consiguió enloquecerlos más por el pánico. Abandonando todo esfuerzo por acallarlos, continuó su marcha en busca de Aboli. Encontró su caballo, pero sin jinete, y sintió una dolorosa punzada de preocupación al pensar que su compañero pudiera haber sido derribado de un disparo. En el momento en que azuzaba a su montura para continuar, vio en la multitud a Aboli de pie, con dos niños en los brazos, estrechando contra el pecho sus cuerpos desnudos y polvorientos.

Están indemnes, Klebe, los dos, le gritó.

Tom agitó el brazo y volvió grupas en busca de Sarah. Estaba seguro de que estaría en ese mar de cuerpos negros, tratando de atender a quienes necesitaran ayuda, y lo preocupaba que estuviera en medio de esa atmósfera peligrosa e inestable bien podía resultar arrollada por la turba o tropezar con un árabe fugitivo que llevara una daga curva en el cinturón.

Su cabellera dorada apareció como un faro a la luz del fuego; él acicateó al potro para atravesar la multitud hacia ella; se inclinó y, deslizándole un brazo en torno de la cintura, la subió a la cruz de su montura y le dio un beso.

Ella le echó los brazos al cuello, estrechándolo con tanta fuerza que le dolió.

Lo hiciste, querido. Están libres.

Y hay una buena carga de marfil árabe para recoger. Tomás sonrió de oreja a oreja.

¡Vil criatura! Ella le devolvió la sonrisa. ¿Como puedes pensar en eso en un momento tan glorioso?

Mi padre me enseñó: "Haz el bien a todos, pero al final no olvides de cobrar tus honorarios.

El resto de la noche se fue en restaurar el orden entre las hordas de esclavos. Casi todos estaban aún encadenados, pero en cuanto aclaró iniciaron el trabajo de liberarlos. Tom encontró un enorme manojo de llaves en el cinturón del viejo capataz árabe al que había matado. Correspondían a las cerraduras. Tom ordenó que, mientras se liberaba a los esclavos, se los separara en grupos según sus tribus y aldeas. Luego los puso bajo la responsabilidad de sus propios jefes.

Sarah atendió primero a la familia de Aboli. Los dos niños estaban indemnes y todavía saludables. Zete y Falla no cabían en sí de terror, pero se tranquilizaron cuando Aboli les habló con severidad. Una vez segura de que ya no necesitaban su ayuda, Sarah se dedicó a los otros. Primero escogió a los niños que requerían atención médica. Había muchos que estaban asolados por la disentería les dio una poción antidiarreica; luego aplicó ungüentos curativos a las llagas abiertas por las cadenas y las sogas. Aunque trabajó sin pausa durante toda la noche y el día siguiente, con su pequeño botiquín no podía hacer mucho por los centenares que le pedían auxilio. Mientras tanto, su esposo había enviado a Fundi y a un grupo de arqueros tras los árabe fugitivos. No se habían alejado mucho y, en su mayoría, estaban desarmados. Los hombres de Fundi los liquidaron rápidamente con esas perversa flechas erizadas, el veneno amorataba la carne en derredor la herida; luego corría por la sangre como fuego líquido. No era una muerte piadosa, pero cuando los cazadores trajeron las cabezas de sus víctimas como prueba de la matanza, Tom las miró sin pena. Aún tenía frescos en la mente los actos de esos muertos y su ira no acababa de apaciguarse.

Dirigidos por los oficiales, los marineros saquearon el campamento y amontonaron el botín para que Tom lo inventariara en su libro de bitácora. Además del cúmulo de marfil encontraron, entre las cenizas de la choza del jefe, un pequeño cofre de hierro que había resistido el calor de las llamas. Contenía dinares de oro por valor de trescientas libras o poco menos.

Esto completa una buena ganancia por nuestras buenas obras dijo a Sarah, muy satisfecho.

Reunieron los cestos de comida y los mosquetes, los barriles de pólvora y las barras de plomo para moldear proyectiles, piezas de tela, sacos de cuentas y montañas de equipos valiosos.

¿Cómo vas a llevar todo esto a Fuerte Providencia? preguntó Sarah. Tal vez tengas que dejarlo aquí.

Ya veremos prometió Tom, ceñudo.

E hizo que Fundi y Aboli le llevaran a todos los jefes de los esclavos liberados. Les explicó que repartiría las provisiones entre las diferentes tribus; las mujeres y los niños podían regresar a sus aldeas, pero los hombres, a cambio de su libertad, debían actuar como porteadores para llevar el botín hasta el territorio lozi. Hecho eso podrían reunirse con las mujeres en sus hogares. Les explicó que el trabajo les seria pagado con mercancías. Los jefes quedaron encantados con ese arreglo, pues todos los salarios de los súbditos pasarían directamente a sus manos. Hasta ese momento no se habían percatado de que estaban nuevamente en libertad: creían que sólo habían pasado de un grupo de negreros a otro.

Tardaron varios días en repartir los alimentos y formar las caravanas para que Tom pudiera enviar a las mujeres de regreso. Partieron cantando su gratitud y sus alabanzas a los blancos que los habían rescatado. Luego la caravana de hombres fuertemente cargados partió hacia el sur, con Tom y Sarah a la cabeza, montados en caballos capturados a los árabes.

Tom dejó a Fundi, con veinte de sus cazadores más intrépidos, para que patrullara la ruta de los esclavos durante el resto de la estación seca. Tenía órdenes de enviar mensajeros a Fuerte Providencia en cuanto advirtiera la proximidad de otra caravana árabe, a fin de dar aviso a Tom. Cuando llegaron a Fuerte Providencia Tom cayo en la cuenta de que ya tenía una carga completa para el pequeño Centauro y aún sobraba.

No tendremos que volver a cazar, al menos por esta temporada dijo a Sarah. Podré concentrar todos mis esfuerzos en liberar a otros miserables de las garras de esos perversos musulmanes.

Aunque su expresión era pía y virtuosa, ella vio el chisporroteo de sus ojos y no se dejó engañar.

Ojalá tus sentimientos fueran sinceros, Thomas Courtney, pero te conozco demasiado bien. Estás en esto por el marfil y por la diversión de una buena batalla.

Eres un juez muy duro, preciosa mía protestó él muy sonriente, pero, ¿para qué protestar? Los que te interesan son esos críos y yo los pongo a tu cuidado. De ese modo los dos nos damos gusto.

La próxima vez no será tan fácil, le advirtió Sarah. Los traficantes árabes te estarán esperando.

Ah, pero yo también tengo algunas ideas sobre el asunto.

Habían capturado casi doscientos mosquetes árabes y una buena provisión de pólvora y plomo. En vez de cazar elefantes, Tom y su tripulación entrenaron como fusileros a cincuenta guerreros lozis. Pese a haber escogido a los más prometedores, aun estos tuvieron dificultad para dominar un arma tan ajena a su cultura. Nunca superaron del todo el miedo y el respeto religioso que les inspiraban las armas de fuego; tampoco el instinto de cerrar los ojos con fuerza en el momento de disparar. Tom no tardó en comprender que nunca serían buenos tiradores y lo aceptó así; en cambio, los preparó para lanzar descargas masivas a corta distancia, cargando los trabucos con un puñado de perdigones especialmente fundidos para que se diseminaran, en vez de una sola bala.

A las pocas semanas uno de los mensajeros de Fundi llegó a Fuerte Providencia con la noticia de que otra caravana de esclavos venía desde la zona de los lagos.

Es hora de ver cómo resulta mi nueva estrategia dijo Tom a Sarah. ¿Podré persuadirte de que te quedes aquí, en Fuerte Providencia, lejos de todo daño?

A modo de respuesta ella sonrió y fue a preparar su botiquín.

La caravana era aún más numerosa y rica que la primera, pero llevaba una mayor escolta de soldados árabes. Sus fuerzas casi duplicaban a los hombres de Tom. El y Aboli los siguieron por varios días, en tanto elaboraban un plan para atacarlos.

Muy pronto fue evidente que los traficantes árabes sabían de la suerte corrida por la primera caravana. Estaban siempre alerta. Durante la marcha diseminaban exploradores y, a la primera señal de problemas, se congregaban en formaciones defensivas. Por la noche se alojaban en lonas construidas para la defensa y mantenían un cordón de vigilancia en torno del campamento, para protegerse contra cualquier ataque nocturno.

Explorando por delante de la columna, Tom y Aboli encontraron un ancho río con un vado por donde la caravana de esclavos tendría que cruzar. Allí trasladaron sus fuerzas, concentrando a todos sus hombres en el denso bosque que crecía sobre la ribera opuesta.

Cuando la caravana llegó al río, la columna de esclavos, larga y difícil de manejar, inició el cruce. Tom dejó que la vanguardia pasara sin disturbios. Cuando la mitad de los esclavos y su escolta estuvieron en el lado opuesto, los aisló y cayó sobre la vanguardia.

Desde sus posiciones cuidadosamente disimuladas, los mosqueteros lozis dispararon descargas cerradas contra los guardias árabes. A quemarropa y con la amplitud de las perdigonadas, ni siquiera ellos podían fallar. El efecto fue sanguinario. Por un rato el combate fue feroz, pero los guardias árabes superados en número, fueron diezmados por esas primeras descargas. Cuando sus camaradas de la ribera opuesta trataron de cruzar el río para reforzarlos, se vieron obligados a vadear con el agua al pecho; entonces los certeros disparos de los marineros los obligaron a una confusa retirada. Hacia el oscurecer el combate había terminado. Habían capturado a la vanguardia de la caravana y todos los árabes estaban liquidados. También se habían apoderado de toda la pólvora negra que llevaban los traficantes. Ahora Tom los aventajaba en número y los árabe restantes, en la otra orilla, estaban desesperadamente escasos de municiones.

Tom cruzó el río con sus hombres y lanzó una serie de ataques relámpago contra las posiciones de los esclavistas, obligándolos a utilizar el resto de su pólvora en la defensa. Cuando todos los mosquetes estuvieron descargados, atacó vigorosamente, destrozando a las filas árabes. Los defensores, ya sin pólvora, fueron barridos en un desesperado combate mano a mano, en el que los lozis usaron sus lanzas cortas con efectos salvajes. Los últimos árabes tuvieron que retroceder hasta el río, donde se habían reunido los cocodrilos, atraídos por el olor de la sangre en el agua.

Terminada la lucha, Tom liberó a más de tres mil esclavos y volvió a Fuerte Providencia con una larga fila de porteadores cargados con el abundante botín.

Aunque los exploradores de Fundi mantenían la vigilancia sobre las rutas de los esclavos, ésa fue la última caravana que intentó llegar a la Costa de la Fiebre por el resto de la estación seca.

Esperemos que el negocio mejore la próxima vez, dijo Tom a Sarah, en el alcázar del pequeño Centauro, que navegaba hacia el océano en el comienzo de las Grandes Lluvias.

Si el negocio mejora, el barco se nos hundirá bajo los pies, replicó ella. No puedo siquiera utilizar mi camarote, porque está lleno de colmillos de elefante.

Los que pesan tanto son todos esos niños tuyos, acuso Tom.

Sarah no había podido resistir la tentación de tomar bajo su custodia a cuatro de los huérfanos más atractivos de las caravanas liberadas. En ellos volcaba generosamente sus instintos maternales; ahora los tenía aferrados a sus faldas, chupándose el pulgar, vestidos con la ropa que ella les había cosido.

Me parece que estás celoso de unos pocos pequeños, Thomas Courtney.

Cuando lleguemos a Buena Esperanza te compraré un bonito sombrero para reconquistar tu amor, prometió él.

Ella abrió la boca para decirle que preferiría un hijo, pero era un tema penoso para ambos. A cambio sonrió:

Y un hermoso vestido que haga juego. Hace meses que visto harapos. Le apretó un brazo. Oh, Tom, qué grato será volver a la civilización, aunque sea por poco tiempo.

Abd Muhammad Al-Malik, califa de Omán, agoniza en su palacio de Mascate, sin que el más sabio de sus médicos pudiera descubrir la causa de la misteriosa enfermedad que lo asediaba. Lo habían purgado hasta que su ano manó sangre; le perforaron las venas de los brazos para sangrarlo hasta que su enjuto rostro quedó cetrino y azul, con las cuencas de los ojos color de ciruela; le ampollaron el pecho y la espalda con hierros calientes para quemar la enfermedad. Todo fue inútil. La enfermedad había comenzado a manifestarse poco después de que el príncipe Zayn al-Din retornara de su largo peregrinaje a la Meca y a los sitios sagrados del Islam, penitencia que le había impuesto su padre por su traición. A su regreso a Mascate, Zayn al-Din repitió ante su padre las más abyectas peticiones. Desgarró sus finas prendas y se tajeó las mejillas y el pecho con un puñal afilado. Se cubrió la cabeza de cenizas y polvo. Se presentó a su padre arrastrándose de rodillas, gimiendo por su perdón.

Al-Malik bajó de su trono de marfil para ponerlo de pie y con el ruedo de su propia túnica, limpió la sangre y la suciedad que cubrían las gordas facciones de su hijo. Luego lo besó en los labios.

Eres mi hijo. Creía haberte perdido, pero me eres devuelto dijo. Ve a bañarte, cambia tu atuendo. Ponte las vestiduras azules que corresponden a la familia real de Omán y ven a ocupar tu sitio a mi diestra.

Poco después se iniciaron esos terribles dolores de cabeza que lo dejaban confuso y soñoliento. Luego sufrió ataques de convulsiones y vómitos. Le dolía el estómago, sus heces tenían el olor y la consistencia de la brea; la orina surgía roja de sangre.

Mientras los médicos lo trataban, buscando mejoría, la enfermedad empeoró. Las uñas tomaron una coloración azulada. El pelo y la barba se le caían a mechones. Caía a menudo en una inconsciencia y su carne se consumió a tal punto que la cabeza calva parecía la de un cadáver.

Sabiendo que se aproximaba el final, treinta de sus hijos varones se reunieron en torno de su cama, en la alcoba oscura cerrada y sin aire. Zayn al-Din, el mayor, ocupó el asiento más próximo al lecho para dirigir las oraciones con que se pedía la intervención de Alá en los sufrimientos de su padre.

Una vez, en la pausa entre dos plegarias, el primogénito alzó los ojos llenos de lágrimas hacia su medio hermano. Ibi al-Malik Abubaker era hijo de una concubina sin importancia. Su escasa jerarquía dentro de la casa real podría haberlo hecho caer en la oscuridad, pero en el desierto se dice que todo hombre necesita de un camello para cruzar las arenas. Zayi al-Din era el camello de Abubaker. A lomos de su medio hermano mayor, el joven estaba decidido a cabalgar hacia el poder. Además, sabía que también Zayn al-Din necesitaba de un servidor leal, astuto y lleno de recursos. Abubaker había estado junto al heredero en la batalla de Mascate, tratando de protegerlo tras la derrota de los turcos otomanos, pero un lanzazo en el pecho, en medio de la confusión, lo arrojó de su caballo.

Una vez repuesto de sus heridas recibió el perdón del nuevo califa; al-Malik era siempre benévolo y generoso para con sus hijos. No obstante, en vez de estarle agradecido por su misericordia, Abubaker quedó ardorosamente resentido. Como Zayn al-Din, era ambicioso y taimado, conspirador nato y ambicioso de poder. Sabía que, pese al perdón de su padre, su traición sería recordada por el resto de la vida del califa. "Ojalá sea corta", pensó, buscando la mirada del heredero a través de la alcoba atestada, brumosa de humo de incienso. Zayn al-Din le hizo una señal afirmativa apenas perceptible; él bajó los ojos y se peinó los bigotes, como señal de que había comprendido.

Era Abubaker quien había conseguido el amargo polvo blanco que estaba obrando por ellos. Uno de los médicos que atendían al moribundo califa respondía a sus órdenes. Administrado en pequeñas dosis, el veneno se acumulaba en el cuerpo de la víctima, de modo que los síntomas se intensificaran gradualmente. En silencio, acababa de acordar con su hermano que había llegado el momento de administrar al califa la dosis letal.

Abubaker se cubrió la cara con el tocado negro, como para disimular su pena, y sonrió. Al día siguiente, a esas horas, su hermano mayor estaría sentado en el Trono del Elefante. El, Ibi al-Malik Abubaker, seria comandante de los ejércitos y las flotas de Omán. Zayn al-Din se lo había prometido, junto con el rango de imán y dos lakhs de rupias del tesoro real. Se consideraba gran guerrero y sabía que, por fin, su estrella en ascenso comenzaba a refulgir con potencia.

Y todo gracias a mi santo hermano Zayn al-Din. Que Alá haga llover diez mil bendiciones sobre su cabeza susurro.

Al anochecer los médicos dieron al Califa poción para ayudarlo a dormir y fortalecerse contra el asedio de los demonios nocturnos. Aunque al-Malik tosía y meneaba la cabeza, dejando gotear el remedio por el mentón, los médicos lo sujetaron con suavidad, haciéndole tragar hasta la última gota.

Yacía tan inmóvil, tan pálido sobre los cojines que por dos veces, durante esa noche larga y calurosa, los médicos le abrieron los párpados y acercaron una lámpara a su rostro. Viendo que las pupilas se encogían, en cada oportunidad entonaron:

Por el amor y la bondad de Alá, el califa aún vive.

Por fin, cuando los primeros rayos cobrizos de la aurora penetraban por las celosías de la ventana oriental, el califa dio un súbito respingo, emitiendo un grito claro y fuerte:

¡Dios es grande!

Luego cayó contra los almohadones de la cama, empapados de sudor, y un lento hilo de sangre surgió de las fosas nasales, corriendo por las mejillas hasta las sábanas.

Los médicos se acercaron precipitadamente, formando un círculo en torno de él. Aunque todos sus hijos estiraron el cuello para mirar, el padre era invisible tras ellos. El cirujano en jefe giró hacia las filas de príncipes sentados y entonó, como anunciando un gran portento:

Abd Muhammad al-Malik, califa de Omán, ha muerto.

¡Que Alá reciba su espíritu!

En el nombre de Dios respondieron ellos en coro solemne; muchos, con la cara contraída por la pena.

Según los deseos de su padre, Zayn al-Din lo sucede en el Trono del Elefante de Omán. Que Alá lo bendiga y le otorgue un reinado largo y glorioso.

¡En el nombre de Dios! Repitieron ellos.

Pero no hubo muestras de regocijo ante el anuncio. Sabían que se avecinaban días tenebrosos.

Ante las murallas de la ciudad había un promontorio rocoso que se adentraba en el mar. Los acantilados de la punta caían a pico hacia las aguas profundas, tan claras que los detalles del coral sumergido se grababan como un mosaico de mármol. El nuevo califa había ordenado construir, en el borde del precipicio, un pabellón de granito rosado al que llamó Palacio del Justo Castigo. Desde su asiento, a la sombra de la columnata, podía mirar la superficie del océano y observar las oscuras sombras de los tiburones, que se deslizaban por sobre el arrecife. Esos tiburones habían aparecido tras la construcción del palacio; eran muchos y estaban bien alimentados.

Zayn al-Din estaba comiendo una granada madura cuando le trajeron, descalzo, a otro de los oficiales de su padre. Le habían afeitado la cabeza y la barba; como símbolo de condena llevaba una cadena al cuello.

Cuando yo estaba en desgracia, perdido el favor de mi padre, bendita sea su alma, dijo el califa, tú me trataste mal, bin-Nabula.

Escupió una semilla de granada, que golpeó al orgulloso anciano en la cara. Sin siquiera parpadear, el condenado sostuvo fríamente la mirada de su torturador. Bín-Nabula había sido el comandante del ejército y la flota para el califa anterior.

"Cachorro gordo", me llamaste. Zayn al-Din meneó tristemente la cabeza. Eso fue muy cruel de tu parte.

El nombre te sentaba bien, replicó el militar. Desde entonces tu panza ha engrosado y tu semblante es mas repulsivo. Doy gracias a Alá de que tu noble padre no pueda ver qué plaga ha desatado sobre su pueblo.

Siempre fuiste gruñón, viejo, pero tengo cierta cura para ese vicio. Zayn al-Din hizo una señal al nuevo general de su ejercito. Mis amiguitos de allí abajo están hambrientos. No los hagáis esperar.

Abubaker se inclinó en una reverencia. Iba de media armadura, con casco y gola de seda bordada. Cuando se enderezó tenía en la cara estrecha una sonrisa de barracuda. Pero bin-Nabula no parpadeó.

Muchos dignos me han precedido por este camino, dijo. Prefiero su Compañía a la tuya.

Desde la ascensión del nuevo califa se llevaban a cabo ejecuciones diarias. Cientos de hombres, antes poderosos e importantes, habían caído desde el acantilado hacia los tiburones que esperaban. Zayn al-Din tenía buena memoria para los desdenes y los insultos; ni él ni el general Abubaker se cansaban del juego.

Quitadle la cadena ordenó Abubaker a sus hombres. No quería que bin-Nabula se hundiera con demasiada celeridad. Retiraron los pesados eslabones de su cuello y lo condujeron al tajo. Los dos pies.

Pusieron las piernas del anciano cruzadas sobre el tajo. Abubaker había refinado el castigo: amputados los pies el condenado podía chapotear en la superficie, pero le era imposible nadar hasta la costa; además, la sangre en el agua estimulaba en los tiburones un hambre frenética.

Desenvainó la espada y la apuntó hacia las piernas de bin-Nabula, mostrando sus dientes desparejos en una sonrisa. El viejo general le sostuvo la mirada sin dar señales de miedo. Abubaker podría haber delegado esa función en cualquiera de sus hombres, pero le daba placer hacerlo personalmente. Apoyó el filo contra los tobillos del anciano, calculando el golpe con los ojos entornados.

Un solo golpe, limpio lo instó Zayn al-Din, si no quieres que te aplique un castigo, hermano mío.

Abubaker levantó la hoja y se detuvo en lo alto. El acero siseó en el aire, atravesando la carne y el hueso, hasta clavarse en el tajo de madera. El blanco pie, con sus venas azules, cayó al suelo de granito. Zayn al-Din palmoteó.

Buen golpe, por cierto, pero ¿podrías repetirlo?

Su medio hermano limpió el acero con el trozo de seda que le ofrecía un esclavo; luego apuntó al otro tobillo. Con siseo y golpe sordo, el filo se hundió profundamente en la madera. El califa bramó de risa.

Los soldados arrastraron a bin-Nabula hasta el borde del acantilado, dejando un rastro rojo en las lajas rosadas. Zayn al-Din se levantó de sus almohadones para cojear hasta el parapeto que le impedía caer al vacío. Inclinado sobre la pared, miró hacia abajo.

Mis pececitos te están esperando, bin-Nabula. ¡Ve con Dios!

Los soldados lo arrojaron desde el borde. Sus túnicas se inflaron como un globo al caer, pero él no emitió ninguna voz. Algunos aullaban durante toda la caída; Zayn al-Din lo disfrutaba. Bin-Nabula tocó la superficie y se hundió profundamente por el impulso de la caída. Luego el agua revuelta se aclaró y lo vieron ascender hasta la superficie. Allí manoteó, tratando de mantener la cabeza por encima de la superficie, pero el agua se iba tiñendo de rojo a su alrededor.

¡Allí! El califa señaló con un dedo trémulo, chillando de entusiasmo. Mirad mis encantadores peces!

Las formas oscuras se movían con agitación, cobrando velocidad al subir hacia la superficie, rodeando al anciano.

¡Sí, pequeños míos, venid! ¡Venid!

Por fin se lanzó el primero. Bin-Nabula se hundió, pero el agua estaba tan clara que Zayn al-Din podía seguir en todo detalle el banquete organizado.

Ya terminado el espectáculo, volvió a los almohadones amontonados bajo el dosel de seda y pidió otro sorbete fresco. Luego llamó a su hermano por señas.

Eso estuvo muy bien, Abubaker, pero es más satisfactorio cuando gritan. Creo que el viejo shaitan guardó silencio, sólo para disminuir mi placer.

Siempre fue un viejo cabrón obstinado, concordó el general. En la lista que me disteis había seiscientos doce nombres, Majestad. Es triste decirlo, pero bin-Nabula era el número seiscientos. Ya estamos llegando al final.

No, mi querido hermano, aún no. Aún no hemos ajustado cuentas con uno de los jefes enemigos.

Decidme el nombre del pillo. Abubaker mostró sus dientes desparejos en una mueca demasiado salvaje para merecer el nombre de sonrisa. Decidme dónde encontrarlo y yo os lo traeré.

¡Pero silo conoces bien, hermano mío! TÚ también tienes una cuenta pendiente con él. Zayn al-Din se inclinó hacia adelante, con la panza caída sobre el regazo, y recogió el ruedo de su túnica para masajearse tiernamente el tobillo deformado. Aún después de tantos años, este pie me duele cuando hay truenos en el aire.

En los ojos brunos de Abubaker amaneció la comprensión, pero el califa prosiguió suavemente:

No me gustó que me arrastraran con una soga al cuello hasta las puertas de Mascate.

Al-Salil, asintió el general. El demonio pelirrojo de ojos verdes. Sé dónde buscarlo. Nuestro santo padre, Alá bendiga su memoria, lo envió al Africa, a reabrir las rutas comerciales para nuestras caravanas.

Toma todos los barcos y todos los hombres que necesites, Abubaker. Ve al Africa y tráemelo. Quebrado, si quieres, pero vivo. ¿Me comprendes?

Quebrado, pero vivo. Comprendo perfectamente Majestad.