Había casi seis mil combatientes en la columna de Awamires que regresaba en tropel por el Paso de la Gacela Brillante. Las salinas, atrás estaban libres de enemigos. Al enterarse por sus exploradores de que se acercaba el ejército del príncipe habían huido con rumbo norte, hacia Mas-cate.

Al-Malik se detuvo en el paso para dar sepultura decente los cuerpos quebrados de los saares que habían muerto allí. Dorian todavía estaba demasiado débil y enfermo como para levantadse de su litera, pero hizo que Batula y cuatro más le llevaran hasta la tumba y, por primera vez, rezó como musulmán, en comunión con los otros fieles que recitaban la oración por los muertos.

Después el ejército continuó cruzando las planicies de sal rumbo a los amargos pozos de Ghail ya Yamin, donde ya se habían reunido los guerreros del Saar, que añadían tres mil lanzas a las fuerzas del príncipe. Los jeques saares acudieron esa noche a la tienda donde yacía Dorian; arracimados en torno de su litera, exigieron que les contara en todo detalle el combate del paso. Interrumpido por exclamaciones de maravilla, él les contó cómo había muerto cada uno de los suyos; lo padres y los hermanos de esos difuntos lloraban de orgullo.

¡Por Alá, en un combate como ese Hassan habría muerto feliz!

En el nombre de Dios, Salim era todo un hombre.

Alá tendrá un sitio en el Paraíso para mi hijo Mustaf. Pedían, feroces, guerra y venganza, pues la deuda de sangre sólo se podía saldar con sangre; escupían en la arena, pronunciando juramentos de venganza contra Zayn al-Din y lo turcos. Dorian, en su corazón, juraba lo mismo que ellos. Cada mediodía y cada anochecer del tiempo que el ejercito paso acampado en Ghail ya Yamin, los hombres volvieron a su tienda para que él les repitiera la historia; si él omitía un solo pasaje le corregían y le rogaban que recordara todos los golpes, todos los disparos, que había dicho y hecho exactamente cada uno de los saares antes de morir.

Desde Ghail ya Yamin, el ejército partió hacia el norte para cubrir la siguiente etapa de ese largo viaje a Mas-cate. En cada aguada, en cada paso de las montañas, venían otras tribus a unírseles: los Balhaf y los Afar, los Baít Kathír y los Harasís, así, cuando llegaron a Muqaibara eran quince mil lanzas: una hueste poderosa que cubría quince kilómetros de desierto.

Batula susurró la historia de la conversión de Dorian a uno de sus compañeros. Ningún árabe puede mantener un secreto, sobre todo si es tan emocionante como ése, y la leyenda se contó en torno de todas las fogatas; los guerreros repetían la profecía del antiguo San Taimtaim, pues muchos habían leído el texto en los muros de su sepulcro. La debatían interminablemente y juraban por el nombre de Dios que al-Salil era, en vendad, el huérfano de la profecía; acompañados por él, tenían el triunfo asegurado. Antes de que llegara nuevamente Ramadán habrían instalado al príncipe Abd Muhammad al-Malík en el Trono del Elefante, en los salones de Mas-cate.

En las semanas que requirió el ejército para viajar de Ghail ya Yamin a Muqaiba, las heridas de Dorian cicatrizaron limpiamente, pues en el desierto no hay humores malignos que las corrompan y mortifiquen. Cuando el joven estuvo en condiciones de ocupar nuevamente su puesto en las filas, el príncipe mandó por él. Mientras cruzaba el campamento a grandes pasos, en todas las tribus lo vitoreaban y lo seguían a la tienda del príncipe. Se agolparon en derredor de la entrada abierta, en tanto Dorian se arrodillaba ante al-Malik, pidiendo.

¡Vuestra bendición, padre!.

Tienes mi bendición y mi gratitud, hijo, y mucho más.

Al-Malik dio una palmada y Batula se adelantó trayendo cuatro hermosos camellos de carrera, ricamente enjaezados y con lanzas, espadas y trabucos en las vainas del lomo. Este es mi obsequio, para pagarte una pequeña parte de lo que perdiste en el Paso de la Gacela Brillante.

Agradezco vuestra generosidad, padre, aunque no busco recompensa. Era sólo mi deber.

Al-Malik volvió a golpear las manos; dos ancianas saares, densamente veladas, se acercaron a Dorian para depositar a sus pies un hatillo de seda plegada.

Son las madres de Hassan y Salil, que murieron en el paso explicó el príncipe. Me han implorado el honor de coser y bordar tu estandarte de batalla.

Las mujeres extendieron la enseña en el suelo de la tienda. Media un metro ochenta de longitud; era de seda color de azul y tenía bordada, en hebras de metal plateado, la profecía de San Taimtaim. Los elegantes caracteres fluían y se arremolinaban sobre el fondo de seda, como corrientes y remolinos en la superficie de un precipitado río azul.

Está enseña es digna de un jeque, padre, protestó Dorian.

Y tú lo eres. Al-Malik le sonrió con cariño. Te he ascendido a ese rango. Sé que lo llevarás con honor.

Dorian se levantó y, sosteniendo el estandarte muy alto por sobre su cabeza, corrió con él a la luz del Sol. Las muchedumbres se abrían ante él lanzando gritos de aclamación disparando al aire. La bandera flotaba detrás de Dorian como una serpiente azul al viento. De regreso en la carpa del príncipe, se postergo ante él.

Me hacéis un honor excesivo, señor.

En la batalla venidera comandarás el flanco izquierdo, jeque al-Salil dijo el príncipe. Pondré cuatro mil lanzas bajo tu estandarte.

Dorian se incorporó, mirándolo gravemente a los ojos.

¿Puedo hablaros en secreto, padre?

Al-Malik ordenó con un gesto que se bajaran los costados de la tienda; al-Allama y su cortejo se retiraron, dejándolos a solas.

¿Que más quieres de mi, hijo mío? El príncipe se acercó un poco más. Habla y lo tendrás.

Como respuesta Dorian extendió el está andarte azul y se guió con un dedo las palabras de la profecía.

"El unirá las arenas del desierto, que están divididas, leyó en voz alta.

Continúa ordenó el príncipe, ceñudo. No comprendo lo que quieres decir.

Parece que el santo me impuso una obligación más. Se me ocurre que, al hablar de las arenas del desierto, se refería a las tribus que están divididas y guerrean entre si.

El príncipe asintió.

Bien puede ser admitió. Aunque casi todas las tribus han acudido a nosotros, los smas akanas, los Harth y Bani Bu Hasan aún baten tambores de guerra contra los yaque y la Sublime Puerta.

Permitidme ir a ellos con está a bandera rogó Dorian. Que vean el color de mi pelo y debatiremos la profecía. Si Alá me ayuda, traeré otras diez mil lanzas a vuestro lado.

¡No! Al-Malik dio un respingo de alarma. Los mmas sakaras son traicioneros. Pueden desentrañarte y estaquearte al sol. No voy a permitir que corras semejante peligro.

He combatido contra ellos, dijo Dorian, suavemente. Deben acordarme el respeto que se debe a un enemigo honorable. Si me presento solo y me pongo en sus manos como viajero, no se atreverán a desoír las enseñanzas del Profeta. Tendrán que escucharme.

El príncipe, a disgusto, se acarició la barba con agitación, pero lo que Dorian decía era cierto. El Profeta había impuesto a sus creyentes el deber de la hospitalidad. Todos Estaban obligados a proteger al viajero que recibieran.

Aun así no puedo permitir que te arriesgues tanto, dijo al fin.

Dorian argumentó:

Es una vida en peligro, pero diez mil lanzas en juego. Padre, no podéis negarme la oportunidad de cumplir con mi destino tal como está escrito.

Por fin el príncipe suspiró.

¿Cómo podrían los mas-akaras resistir a tanta elocuencia? Yo no puedo. Eres mi emisario ante ellos, al-Salil. Pero juro por las rojas barbas del Profeta que, si te hacen el menor daño, rodar tantas cabezas que todos los buitres de Arabia quedar ahítos.

Al anochecer del día siguiente, el príncipe estaba sentado a solas en una roca, en la cresta de una pequeña colina que se alzaba más allá del oasis. Cuatro camellos salieron del campamento y pasaron ante esa colina con rumbo norte, hacia las sombras purpúreas. Dorian iba montado en el primero y llevaba al segundo con una rienda larga. Batula lo seguía, también con un segundo camello. Los dos iban velados. Dorian levanto la vista al príncipe, bajando su lanza en señal de saludo, y él levantó la mano derecha en el gestó de la bendición.

Luego Abd Muhammad al-Malik, triste y desolado, los vio perderse en el páramo. Ya había oscurecido y las estrellas eran, un fulgor de gloria en lo alto cuando, por fin, se levantó de la piedra para descender hacia las fogatas que poblaban el amplio valle de Muqaibara.

En la temporada fresca del mes anterior al Ramadán, cuando los vientos vienen del mar, el ejército de al-Malik, extendido ante Mas-cate, observaba a los otomanos y a la horda de tribus leales al califa, que salían a su encuentro en formación de combate.

El príncipe estaba sentado con su plana mayor bajo un toldo de cuero, en un promontorio que se proyectaba hacia la planicie, con su propio ejército reunido allí abajo. Acercó al ojo el largo catalejo de bronce para estudiar las formaciones del enemigo, que maniobraba ante él. Los turcos ocupaban el centro, sus escuadrones de caballería, la vanguardia; atrás iban los hombres montados en camellos.

¿Cuántos? preguntó a quienes lo rodeaban.

Estos discutieron como si estuvieran contando cabras en el mercado.

Doce mil turcos decidieron, por fin.

El centro refulgía de bronce y acero; los estandartes verdes de la Sublime Puerta ondulaban y flameaban ante la brisa marina. Los escuadrones montados se adelantaron al trote largo formaron una falange sólida, lista para lanzase al ataque.

¿Y los mas-akaras? preguntó el príncipe. Cuántos estaban en el flanco derecho, eran una muchedumbre de hombres montados en camellos, inquietos como bandada de estorninos.

Seis, siete mil dijo un jeque harasi.

Cuanto menos añadió otro. Quizá más.

Al-Malik miró hacia el otro flanco enemigo, donde los veb y tocados negros identificaban a los Bani Bu Hasan y a bHanth, los lobos del desierto. Eran tantos como los Mas-akan

Una vez más sintió la hiel amarga del desencanto en fondo de la garganta: Estaban en inferioridad numérica, casi de dos a uno. Al-Salil había fracasado en su intento de ganar las tribus del norte; no se sabía nada de él desde que desapareciera en el desierto, dos lunas atrás. En el fondo él se culpaba de haber calculado mal; nunca debió enviarles a Al-Salil. Temía constantemente recibir un presente de los mas-akan la cabeza cortada de su hijo pelirrojo en un saco de cuero. Aunque el horrendo trofeo no había llegado, la prueba de su fracaso estaba allí, en la planicie: casi quince mil lanzas rebeldes alzadas contra él.

De pronto se notó una perturbación en el centro de las líneas turcas. Eran mensajeros que galopaban hacia el frente llevando órdenes de la plana mayor otomana; los cuernos dieron la señal de avanzar. La caballería turca marchó hacia adelante, fila tras fila, y el sol hizo brillar sus equipos. Pero las formaciones árabes de los flancos mantuvieron sus posiciones dejando que se abrieran blancos en el frente. Eso era extraño; el príncipe, con su catalejo, observó con mayor interés.

Se produjo otra conmoción entre el enemigo; está vez los jinetes galoparon desde el comando turco, que ocupaba el centro; por la manera en que agitaban los brazos, era obvio que instaban a sus aliados árabes a unirse a la avanzada general, cerrando los peligrosos huecos del frente.

Por fin las formaciones árabes comenzaron a moverse, pero lo que hicieron fue girar a derecha y a izquierda, hacia el centro donde estaban los turcos, inseguros y confundidos por esa inesperada maniobra.

En el dulce nombre de Dios, susurró al-Malik, sintiendo el corazón tan henchido que le faltaba el aliento.

En el centro de la primera fila de Mas- akara se estaba desplegando un estandarte nuevo, extraño, portado por un alto jinete montado en un camello color de miel. Apuntó el anteojo hacia ese guerrero; el estandarte era muy azul, cruzado por caracteres plateados. Ante sus maravillados ojos, él se quitó el tocado y apuntó su lanza. Su pelo era rojo dorado; el arma apuntaba hacia el flanco turco.

¡Alá! ¡Alabado sea Alá! Al-Salil ha logrado sumar a las tribus rebeldes a nuestra causa.

Las formaciones árabes de ambos flancos comenzaron a avanzar, enfilando hacia los otomanos, y se cerraron en torno de ellos como un puño de acero.

El príncipe, reaccionando, dio la orden:

¡A la carga! ¡Contra ellos!

Atronaron los tambores; los cuernos tocaron una nota estridente. Con los saares y los awamires en el centro, el ejército del sur marchó hacia adelante, levantando una gran nube de polvo que fue a opacar el fuerte azul del cielo.

Dorian cabalgaba en el centro de la línea con el Corazón cantando. Hasta ese último instante no había estado seguro de que los jeques de Mas-akara respetaran su compromiso de volverse contra los otomanos. El animal que montaba se adelantó a los jinetes de ambos flancos; sólo Batula pudo seguirle el paso: lo seguía a la distancia de una lanza.

Adelante, entre los turcos, reinaba la confusión; la mayoría aún miraba hacia el valle donde las fuerzas de al-Malik comenzaban a avanzar; sólo quienes estaban más próximos al flanco derecho habían visto el peligro y se volvían para enfrentar la carga.

Con un estruendo de cuerpo contra cuerpo, escudo contra escudo, chocaron contra el flanco otomano y se abrieron paso a través de él. Dorian eligió entre las filas a un hombre voluminoso, de cota de malla y casco de bronce; con la cara contraída por la ira y el desconcierto, luchaba por dominar a su corcel. Dorian bajó la punta de su lanza y se inclinó en la montura. Adiestrado por Batula, había aprendido a ensartar, a galope tendido, un melón arrojado al aire. Apuntó hacia la abertura que la cota de malla dejaba en el sobaco izquierdo. La lanza saltó en su mano al hallar la abertura y se deslizo a través del pecho, hasta chocar con la cota de malla del lado opuesto, el impacto arranco al turco de su montura; quedó colgado de la flexible vara pataleando.

Dorian bajó el extremo para que se deslizara hasta rodar por el polvo; luego volvió a levantar el arma y escogió a su víctima siguiente. En esa oportunidad la fuerza del golpe le hizo trizas el arma en la mano, pero la punta de acero quedó firmemente alojada en la garganta de su víctima. El turco aferró el trozo partido con las dos manos, en un intento de arrancárselo, pero murió antes de poder hacerlo; luego resbaló desde la silla y su caballo, enloquecido de miedo, se lo llevó a la rastra.

Batula tiró a Dorian la lanza de repuesto, el joven la atrapó limpiamente y, con el mismo movimiento, apunto su cabeza brillante al vientre de otro hombre.

En los primeros minutos de la carga, las filas otomanas quedaron completamente abiertas, atacadas por ambos flancos aún no se habían repuesto cuando el ejército principal, desde el sur se estrelló contra su desordenado frente. Los ejércitos, trabados en lucha, giraban como basuras enterradas en el vértice de un remolino; el rugido era ensordecedor: los hombres embestían y empujaban, gritaban y morían. No podía durar mucho tiempo, puesto que las fuerzas eran muy desiguales y la furia de los atacantes, demasiado feroz. Atrapados por los flancos y el frente, superados en número, los otomanos comenzaron a ceder. Los árabes, percibiendo la victoria, avanzaron como lobos en torno de un camello moribundo, desgarrando y partiendo, hasta que al fin los otros se quebraron; entonces la batalla se convirtió en un sangriento caos. En su primera embestida, Dorian se había adentrado en la casa de enemigos; por un rato desesperante, él y Batula se quedaron aislados y rodeados. Cuando la segunda lanza se le quebró en la mano, desenvainó la espada y luchó hasta que su brazo derecho quedó untado de sangre turca hasta el hombro.

De pronto la furia del enemigo se abatió abruptamente; volvieron grupas, dirigiendo a sus monturas hacia la retaguardia. Muchos arrojaron sus armas al ver que los árabes venían al galope por las aberturas del frente. Los turcos azotaron a sus cabalgaduras para huir al galope.

¡A perseguirlos! gritó Dorian. Derribadlos.

Mezclados como agua y aceite, los dos ejércitos corrieron juntos por la planicie; los árabes ululaban y blandían las espadas sangrientas, lanzando sus gritos de guerra, en tanto la batalla se convertía en fuga desordenada; los turcos hacían poco esfuerzo por defenderse. Algunos se arrojaban desde la montura para arrodillarse ante sus atacantes, implorando misericordia, pero los árabes los lanceaban al pasar, indiferentes; luego volvían para despojar a los cadáveres de su oro y su botín.

Dorian, combatiendo, se abrió paso hasta la retaguardia. La plana mayor de los otomanos había abandonado la batalla rato atrás y cruzaba también la planicie, en desesperada fuga. El general y cada uno de sus oficiales se habían apoderado de un caballo o un camello y huían hacia la ciudad. De toda esa multitud Dorian sólo deseaba a un hombre.

¿Dónde está Zayn al-Din? gritó a Batula.

Lo había visto esa mañana, más temprano, en tanto el ejército emergía por las puertas de Mas-cate. Entonces estaba con la plana mayor de los turcos, cabalgando detrás del general otomano, luciendo su media armadura y su lanza como si estuviera deseoso de combatir. Lo acompañaba Abubaker, el viejo amigo y compinche de la zenana de Lamu, alto y delgado, de largos mostachos, vestido también con atuendo guerrero. Aunque sus dos viejos enemigos pasaron a dos lanzas de Dorian, ninguno lo distinguió entre los mas-akaras, pues montaba un camello extrañó y tenía la cara y el pelo rojo envueltos en pliegues de un turbante negro.

¿Dónde está? gritó a Batula. ¿Lo ves? Y subió de un salto, muy erguido, a la estructura de madera que constituía la silla del camello, lanzado a toda carrera en una temeraria hazaña de habilidad. Desde esa altura observó la planicie, que estaba cubierta, no sólo de enemigos en fuga, sino de caballos desbocados y camellos cuyos jinetes habían sido derribados.

¡Allí está! aúllo Dorian. Y se dejó caer fácilmente en montura para azuzar a su bestia. Zayn al-Din estaba ochocientos metros más adelante, montado en el mismo potro bayo que Dorian había visto esa mañana. Su cuerpo regordete era inconfundible, tanto como la cuerda de oro que sujetaba su tocado azul. Dorian exigió a su camello la máxima velocidad. Alcanzó y dejó atrás a muchos otros turcos, algunos de los cuales eran oficiales de alto rango, pero no les prestó atención, como un chita que persiguiera a la gacela escogida, se aproximaba rápidamente a Zayn al-Din.

¡Hermano! lo llamó, al acercarse por atrás al bayo. ¡Espera un momento! Tengo algo para ti.

Zayn miró por sobre el hombro. El viento le arrancó el tocado, agitando el largo pelo oscuro y la barba. El terror le puso en la cara el color de la manteca de camello rancia al ver a Dorian tan cerca, con la espada curva en la mano y el rostro salpicado de sangre ajena, salvaje e inmisericorde la gran sonrisa. Paralizado de miedo, se aferro del lomo de su montura, con los ojos fijos en Dorian, que se puso a la par, con la cimitarra alzada.

Entonces, con un chillido, Zayn soltó la montura y se dejó caer. Choco violentamente contra el suelo y rodó como una piedra desprendida de una cuesta empinada, hasta quedar reducido a un bulto polvoriento, como un montón de ropa vieja.

Dorian hizo girar su camello y se irguió ante él en tanto Zayn se incorporaba sobre las rodillas, con la cara blanca de polvo y una despellejadura en la mejilla. Levantó la vista hacia su hermano y comenzó a balbucear:

No me mates, al-Salil. Te daré lo que me pidas.

Arrójame tu lanza pidió Dorian a Batula, sin apartar vista de ese rostro abyecto. Batula se la tiró. El bajó la punta hacia el pecho de Zayn, que empezó a sollozan; las lágrimas abrieron suncos en el polvo que le cubría las mejillas.

Tengo un lakh de rupias de oro, hermano mío. Si no me matas será todo para ti, lo juro. Tenía la boca floja y los labios trémulos babeaban de miedo.

¿Recuerdas a Hassan, el del Paso de la Gacela Brillante? preguntó Dorian, ceñudo, inclinándose desde la montura para mirarlo de frente.

Dios me perdone, lloró Zayn. Fue en el calor de la batalla. Estaba fuera de mí. Perdóname, hermano mío.

Ojalá pudiera decidirme a tocarte, para poder cortarte los testículos, como hiciste con mi amigo. Pero preferiría tocar una víbora ponzoñosa. Dorian escupió con disgusto. No mereces morir como guerrero, perforado por una lanza, pero como soy compasivo te la brindare.

Presionó con la lanza y la punta brillante pinchó el pecho gordo de Zayn al-Din.

Y entonces Zayn salvó su propia vida: encontró las únicas palabras que podían desviar la implacable ira de Dorian.

En nombre de nuestro padre. Por el amor de al-Malik, te pido misericordia.

Dorian cambió de expresión; con la mirada vacilante, apartó un poco la punta de la lanza.

Pues la sentencia del padre al que has traicionado. Los dos sabemos que debería ser el garrote del verdugo. Si prefieres esa muerte y no la muerte limpia que te ofrezco, sea: te la otorgo.

Y lanzó la lanza en el soporte de cuero que tenía tras el talón.

¡Batula! Ata a este comecerdos con los brazos a la espalda y ponle un nudo corredizo al cuello.

Su lancero se deslizó desde la montura y amarro con facilidad los brazos a Zayn; después de pasarle un nudo corredizo por la cabeza, entregó el extremo de la cuerda a Dorian, que lo ató a su montura.

¡De pie! ladró Dorian, dando un tirón a la cuerda. Te llevaré ante el príncipe.

Zayn se irguió precipitadamente y marchó a tropezones tras el camello de su hermano. En una oportunidad perdió el equilibrio y rodó por el suelo, pero Dorian no aminoro el paso ni se molestó en mirar; Zayn se levantó trabajosamente, con la túnica nota y las rodillas ensangrentadas. Antes de haber cubierto una milla de esa planicie sanguinaria, donde los cadáveres de los turcos yacían como algas en una playa azotada por la tempestad, había perdido las sandalias de oro y tenía las plantas en carne viva; la cara, hinchada y negra; medio estrangulado por la cuerda, se sentía tan débil que ya no podía pedir misericordia.

Cuando el príncipe Abd Mui-Iammad Al-Malik llegó a las puertas de Mas-cate, a la cabeza de su cortejo, los habitantes de la ciudad y los cortesanos del califa al-Uzar ibn Yaqub abrieron de par en par y salieron a saludarlo. Como señal de arrepentimiento, traían las vestiduras desgarradas y la cabeza cubierta de polvo y ceniza; se arrodillaron ante su caballo para imploradles piedad, jurándole fidelidad y vítores como nuevo califa de Omán.

El príncipe permanecía impasible sobre su caballo.

Noble majestad susurro, cuando se adelantó el visir de su Hermano Yaqub, trayendo al hombro un saco manchado, su expresión se tomó pesarosa, pues sabia cuál era su contenido.

El visir vació el saco en el polvo de la ruta; la cabeza cortada de Yaqub rodó hasta las patas del caballo que montaba el príncipe, mirándolo con ojos opacos y vidriosos. La barba gris estaba sucia y apelmazada, como la de un mendigo; las moscas se posaron en nubes zumbantes sobre los ojos abiertos los labios ensangrentados.

Al-Malik la contempló con tristeza. Luego levantó la vista hacia el visir, diciendo suavemente:

¿Buscas ganar mi aprobación asesinando a mi hermano y trayendo este triste objeto quebrado?

Gran señor, sólo quería complaceros. El visir se estremeció, demudado.

El príncipe hizo un gestó o al jeque awamir, que venia a su lado:

¡Matadlo!

El jeque se inclinó desde la montura y descargó la espada contra el cráneo del hombre, abriéndolo hasta el mentón.

Tratad los restos de mi hermano con todo respeto y preparadlo para sepultar antes de que se ponga el sol. Yo dirigiré las plegarias por su alma dijo al-Malik. Luego miró a los acobardados habitantes de Mas-cate. Vuestra ciudad es ahora mi ciudad. Su pueblo, mi pueblo. Por decreto real mío, Mas-cate queda a salvo de todo saqueo. Sus mujeres, protegidas por mi palabra de honor contra la violación; sus tesoros, del pillaje. Y añadió, alzando la mano derecha en gestó de bendición. Cuando hayas pronunciado el juramento de lealtad, todos vuestros crímenes contra mi quedarán perdonados y olvidados.

Y penetró en la ciudad hasta los salones de Mas-cate, donde ocupo su lugar en el Trono del Elefante de Omán, tallado de grandes colmillos de marfil.

Un centenar de nobles clamaban por la atención del nuevo Califa; un centenar de asuntos urgentes aguardaba su atención uno de los primeros a quienes mandó llaman fue el jeque al-Salil. Cuando Dorian se prosternó delante del trono, Al-Malik descendió para ponerlo de pie y lo abrazo.

Te creía muerto, hijo mío. Cuando ví tú estándarte flameando entre las filas de los mas-akaras, mi corazón gritó de alegría. Te debo mucho; jamás sabré cuánto, pues si no hubieses puesto a las tribus norteñas bajo mi bandera la batalla podría habernos sido adversa. Tal vez ahora no estaría sentado en el Trono del Elefante.

Durante la batalla, padre, tomé a un prisionero del ejército otomano, le dijo Dorian. E hizo una señal a Batula, que esperaba entre los nobles en la parte trasera del salón. El lancero se adelantó, trayendo a Zayn al-Din con su cuerda.

Zayn tenía las ropas harapientas y sucias de polvo y sangre seca; el pelo y la barba, blancos de polvo; los pies descalzos, despellejados y manando sangre, como los de un peregrino. Al principio al-Malik no lo reconoció. Por fin Zayn se adelantó a tropezones para arrojarse a sus pies, llorando y retorciendo el cuerpo como un perro azotado.

Perdonadme, padre. Perdonad mi estupidez. Soy culpable de traición e irrespetuosidad. Soy culpable de codicia. Me deje confundir por hombres malos.

¿Cómo es eso? preguntó fríamente el califa.

La Sublime Puerta me ofreció el Trono del Elefante si me alzaba contra vos. Fui débil y estúpido. Lo lamento con todo mi corazón. Si me mandáis matar, gritaré mi amor por vos hasta los cielos en tanto la vida vuele de mi cuerpo.

Bien te mereces esa muerte, dijo el califa. De mí no has recibido más que amor y bondad toda tu vida, pero me has pagado con traición y deshonor.

Dadme otra oportunidad de demostraros mi amor. Zayn babeo sobre las sandalias de su padre, chorreando moco y lagrimas.

Este día feliz ya ha sido opacado por la muerte de mi hermano Yaqub. Ya se ha vertido demasiada sangre dijo al-Malik, pensativo. Levántate, Zayn al-Din. Te perdono, pero como penitencia deberás hacer el peregrinaje hasta los lugares sagrados de La Meca y pedir perdón también allí. No vuelvas a mostrarme tu rostro hasta que regreses con el alma purificada.

Zayn se levantó lentamente.

Pido para vos todas las bendiciones de Alá, majestad, por tu benevolencia y tu compasión. Verás que mi amor es como un río poderoso que fluye eternamente.

Humillándose con reverencias y protestas de lealtad, Zayn caminó hacia atrás a lo largo de toda la sala; luego giró para abrirse paso entre la multitud y cruzó las altas puertas de marfil.

Diez días después de la triunfal entrada en Mas-Cate, siete días antes de que se iniciara el Ramadán, se celebró la coronación del nuevo califa en los salones y en las calles de la ciudad. Casi todos los guerreros tribales habían vuelto a sus aldeas en torno de los pequeños oasis diseminados a lo largo de Omán pues eran habitantes del desierto y se sentían desdichados tras los muros de una ciudad. Después de jurar fidelidad a al-Malik se alejaron en sus camellos, cargados con el botín del destruido ejército otomano.

Los restantes se unieron a las celebraciones en las callejeras de Mas-cate, donde se asaban camellos y ovejas enteros en las hogueras de todos los souks y todas las plazas. Sonaban lo cuernos de carnero, batían los tambores y los hombres bailaban en las calles, mientras las mujeres veladas observaban desde los pisos altos de apretados edificios.

El nuevo califa recorrió las calles atestadas en procesión deteniéndose cada pocos pasos para abrazan a alguno de los guerreros que habían combatido en su ejército. Las muchedumbres ululaban, hacían disparos jubilosos al aire y caían a sus pies.

Muy pasada la medianoche, el califa volvió al palacio de Mas-cate. El jeque al-Salil aún estaba a su lado, como lo había estado durante todo el día.

Quédate conmigo un rato más ordenó al-Malik, cuando llegaron a la puerta de su alcoba.

Tomó a Dorian del brazo y lo condujo al alto balcón, desde donde se veía el mar y las calles de la ciudad. Hasta allí sabían vagamente la música y los gritos de los celebrantes; las llamas de las fogatas se reflejaban en las paredes, iluminando a los bailarines.

Te debo una explicación por haber perdonado a Zayn al Din, dijo por fin el califa.

No me debéis nada, Majestad protestó el joven. Soy yo quien os debe todo.

Zayn merecía un castigo más duro. Era un traidor. Y se del trato que dio a tus camaradas en el Paso de la Gacela Veloz.

Mis aflicciones no importan. Lo que importa es lo que hizo a vos y lo que volverá hacer algún día. Eso me enluce.

¿Crees que su arrepentimiento era fingido?

Ansia el Trono del Elefante, dijo Dorian. Me habría sentido más tranquilo si hubierais puesto un escorpión contra vuestro pecho y una cobra en la cama.

El califa suspiró con tristeza. Es mi hijo mayor. No podía iniciar mi reinado haciéndolo matar. Pero te he puesto en gran peligro, pues te odia implacablemente.

Puedo defenderme, padre.

Eso lo has demostrado. El califa río por lo bajo. Pero cambiemos de tema. Tengo otra misión para ti, peligrosa y difícil.

Basta con que me deis la orden, Majestad.

Nuestro comercio con el interior africano es de suma importancia para la prosperidad de nuestro pueblo. En otros tiempos éramos sólo pobres nómadas del desierto, pero nos estamos convirtiendo en una nación de marinos y mercaderes.

Lo sé, padre.

Hoy recibí un mensaje del sultán de Zanzíbar. Otra grave amenaza pesa sobre nuestro comercio africano; está en juego la misma existencia de nuestras bases de Zanzíbar y Lamu.

¿Cómo es posible?

Una banda de incursores asuela las rutas de nuestras caravanas, entre la Costa de la Fiebre y los Grandes Lagos.

¿Son las tribus negras, que se alzan en rebelión?

Quizás. Sabemos que hay negros de las tribus entre los merodeadores, pero también se rumorea que los manejan francos infieles.

¿De que país? preguntó Dorian.

El califa se encogió de hombros. No se sabe. Lo único seguro es que son implacables en sus ataques contra nuestras caravanas de esclavos. Hemos perdido casi todos los ingresos que debía rendir este año el tráfico de esclavos, junto con inmensas cantidades de oro y marfil traídos del interior.

¿Que debo hacer?

Te daré una firma de autoridad, un nombramiento de general en mis ejércitos y tantos combatientes como necesites. ¿Mil, dos mil? Quiero que navegues hasta Lamu; luego cruzarás el canal para marchar tierra adentro y pondrás fin a estas depredaciones.

¿Cuándo debo partir?

Debes zarpar con la luna nueva que pone fin al ayuno del Ramadán.

Con la luna llena, la flotilla del Jeque Al-Salil la espada Desnuda, ancló frente a la playa de la isla de Lamu. Se componía de siete dhows grandes, aptos para el mar, que llevaban mil doscientos soldados del califato. Dorian desembarcó al amanecer para visitar al gobernador, presentarle su firmas y acordar la recepción y el reaprovisionamiento de su ejército. Necesitaba alojamiento en tierra donde sus hombres pudieran recuperarse del largo viaje a lo largo de la costa, más alimentos frescos, caballos y animales de carga.

Los camellos del desierto no sobrevivirían por mucho tiempo en la costa húmeda y pestilente; tampoco los caballos árabes del norte. Dorian necesitaba animales que, por haber sido criados en la costa, fueran inmunes a las enfermedades africanas.

Necesitó tres días para desembarcar a todos sus hombres y su carga; pasó gran parte de ese tiempo en los muelles o en el campamento recién construido por encima de la playa. Al anochecer del tercer día, mientras caminaba por las calles de la ciudad, acompañado por Batula y tres de sus capitanes, se oyó llamar por el nombre de su infancia:

¡Al-Amhara!

Giró en redondo, pues reconocía la voz, aunque llevaba muchos años sin oírla. Y se quedó mirando a la mujer, densamente velada; Estaba en cuclillas en el umbral de la vieja mezquita, al otro lado de la callejuela.

¿Tahi? ¿Eres tú, anciana madre?

Alabado sea Dios, hijo mío. Temí que no me recordaras.

Dorian habría querido correr a abrazarla, pero hacerlo en publico habría sido una grave falta de decoro y etiqueta.

Quédate ahí y mandare a alguien para que te lleve a mi alojamiento, le dijo mientras continuaba su camino. Luego hizo que Batula la acompañara al fuerte, hasta el ala que el gobernador había puesto o a su disposición.

En cuanto entró, Tahi dejó caer el velo hacia atrás y corrió hacia él llorando, casi incoherente.

Mi niñito, mi bebe, que alto estás. Esa barba, esos fieros ojos de halcón… Pero te habría reconocido en cualquier parte. Te has convertido en un gran hombre. Y jeque, por añadidura.

Dorian, riendo, la abrazo y le acarició el pelo.

¿Que es está a plata que veo aquí, anciana madre? Pero todavía eres hermosa.

Soy vieja, pero tu abrazo me devuelve la juventud.

Siéntate. El la condujo a las alfombras amontonadas en la terraza; luego hizo que un esclavo trajera sorbetes y un plato de dátiles con miel.

Hay tantas cosas que quiero preguntante… Tahi le acaricio la barba y la mejilla. ¡Mi hermoso bebe, convertido en hermoso hombre! Cuéntame todo lo que hayas hecho desde que partiste de Lamu.

Me llevaría un día entero y una noche protestó él sonriéndole con cariño.

Tengo el resto de mi vida para escuchar.

Entonces él respondió a todas sus preguntas, callando entre tanto las propias, aunque eso exigiera todo su autodominio. Por fin llegó a la culminación del relato:

Así que el califa me ha encomendado volver a Lamu y a la Costa de la Fiebre. Y se lo agradezco a Dios, porque ahora puedo ver nuevamente tu querido rostro. Ella tenía el pelo gris acerado y, en la cara, profundas arrugas de preocupación y pesadumbres, pero Dorian la amaba tanto como siempre. Ahora Cuéntame que has hecho desde que me fui.

Tahi le dijo que continuaba viviendo en la zenana, a cargo de tareas serviles que le indicaba Kush, el eunuco en jefe.

Cuanto menos tengo techo y comida, alabado sea el nombre de Dios.

Ahora vendrás a vivir conmigo, le prometió él. Así podré pagarte todo el amor y la bondad que me prodigaste.

La mujer sollozo otra vez de felicidad. Entonces, tratando de mostrarse indiferente, Dorian formuló la pregunta y aguardó la respuesta a temida:

¿Que noticias tienes de la pequeña Yasmini? Ya ha de ser toda una mujer; sin duda hace tiempo que la enviaron a la India para que se casara con su principito mogol.

El murió de cólera antes de que la niña pudiera viajar, dijo Tahi, observándolo con astucia.

El joven bebió un poco de sorbete para disimular sus sentimientos.

¿Supongo que le buscaron otro esposo noble e importante? Pregunto con suavidad.

Si, confirmo Tahi. El emir de los al-Bil Khail, en Dhabi: un anciano rico, con cincuenta concubinas, que solo tiene tres esposas, pues la mayor murió hace dos años.

Y vio en los ojos verdes dolor y resignación.

¿Cuándo se casó? preguntó él.

La anciana le tuvo compasión.

Está comprometida, pero aún no se ha casado. Debe embarcarse hacia allí cuando cambien los vientos y vuelva a soplar el kusi. Mientras tanto espera tristemente en la zenana de Lamu.

¿Yasmini está todavía aquí, en Lamu? La miraba fijamente. Lo ignoraba.

Esta mañana estuve con ella en el jardín, junto a la fuente. Sabe que estás aquí. Lo sabe toda la zenana. Si hubiera visto los ojos de Yasmini cuando pronuncio tu nombre. Refulgían como las estrellas de la gran cruz. Dijo: "Amo a al-Amhara como hermano y más. Debo verlo por última vez antes de convertirme en la esposa de un anciano y desaparecer para siempre del mundo."

Dorian se levantó de un salto para marchar hasta el extremo de la terraza. Desde allí contempló la bahía, donde los dhow se mecían en el fondeadero. Sentía un extraño regocijo, como si la rueda de su destino hubiera dado otro giro. Aunque su recuerdos de Yasmini se habían opacado en los duros años pasados en el desierto, siempre rechazo los ofrecimientos de lo jeques saares, que proponían buscarle esposa entre sus propias hijas. Sólo ahora comprendía que había estado esperando algo, a cierta persona, la memoria de la niñita con cara mono y sonrisa traviesa.

Luego experimento un dejo de consternación. Los obstáculos eran muchos. Ella estaba prisionera en la zenana y prometida a otro. A los ojos de Alá era su hermana, y la pena por incesta era una muerte horrenda. Si violaba a una virgen y profanaba la santidad de la zenana, ni siquiera el califa podría salvarlo de morir lapidado o decapitado. ¿Y que harían con Yasmini? Se estremeció al recordar las leyendas, repetidas en susurros, del trato que daba Kush a cualquiera de sus pupilas extraviadas. Se decía que una muchacha había tardado cuatro días en morir, que durante ese periodo nadie había podido dormir en la zenana, debido a sus gritos.

No puedo permitir que corra el riesgo, dijo en voz alta. Y se apretó los hombros, desgarrado por emociones que lo llevaban de un extremo al otro. Pero tampoco puedo resistir las instancias de mi corazón.

Se volvió para estrellar el puño contra el muro de bloque almos, disfrutando del dolor.

¿Que voy a hacer? Volvió hacia Tahi, que lo esperaba pacientemente, en cuclillas en la alfombra. ¿Le llevarías un mensaje?

Bien sabes que sí. ¿Que debo decirle, hijo mío?

Dile que mañana, cuando asome la Luna, la estaré esperando al final del Camino del Ángel.

No permitió que Batula lo acompañara, al caer la noche montó a caballo y, cubierto de voluminosas túnicas y velos, salió de la ciudad rumbo al norte. Recordaba cada senda, cada arroyo, cada sector del manglar.

Describió un círculo hacia atrás entre los palmares hasta ver adelante los muros de la zenana, altos, sólidos y oscuros, pues aún no había luna. Ya en la antigua ruina, amarro su yegua a un matorral cercano, donde no estaría a la vista de quien pudiera usar el sendero de los leñadores. A esas horas, los isleños no solían estar fuera de casa, pues eran supersticiosos y tenían terror a los djinns del bosque.

Trepó por los montones de mampostería caída, abriéndose paso por entre matas y arbustos, hasta bajar a la hoya escondida del centro. La entrada al túnel estaba cubierta de vegetación; era obvio que nadie la había utilizado en todos los años transcurridos.

Buscó asiento en un bloque de coral, desde donde podría vigilar la entrada al túnel y detectar a cualquier intruso. No tuvo que esperar mucho, pues pronto la Luna se elevó por sobre las frondas de las palmeras, inundando la hoya de luz plateada. Entonces oyó un ruido suave, una pisada ligera y un susurro a la entrada del túnel.

¡Dowie! ¿Estás ahí?

Su voz sonaba más grave y sensual de lo que él la recordaba; se le erizó la piel de los antebrazos y el pelo de la nuca.

Aquí estoy, oyó Yazmini.

Las ramas que ocultaban la entrada se dividieron y ella salió al claro de luna. Vestía una sencilla túnica blanca y un paño sobre la cabeza. Dorian noto de inmediato que había crecido varios centímetros, pero su cuerpo se mantenía esbelto y flexible como una enredadera; su paso, rápido y alerta como el de una gacela asustada. Ella se detuvo en seco al verlo; luego levantó poco a poco una mano para apartar el velo que le cubría la cara.

Él ahogó una exclamación. Era hermosa. Aunque ya no niña, su rostro conservaba la delicadeza de duende, los pómulos altos y los enormes ojos oscuros. Sus labios eran plenos, sus dientes, blancos y parejos.

Dorian se levantó para retirar su propio velo. Ella dio respingo.

Eres tan alto… y la barba… se interrumpió, vacilante

Y tú te has convertido en una mujer encantadora.

Oh, te extrañaba mucho, susurró ella. Todos los días. De pronto corrió hacia él. Dorian le abrió los brazos.

Yasmini, temblando, sollozó suavemente contra su pecho.

No llores, Yazmini. No llores, por favor.

Soy tan feliz… sollozó ella. Nunca en mi vida fui tan feliz.

Se sentaron en el bloque coralino. La muchacha dejó de llorar y se apartó un poco para observarlo.

Hasta en la zenana han recibido noticias tuyas. Sé que te has convertido en un guerrero formidable; que libraste una gran batalla en el desierto y acompañaste a nuestro padre a Mas-cate para vencer allí en otro combate feroz.

Pero no lo hice solo. Sonriente, él siguió la línea de su boca con la punta de un dedo.

Conversaron de prisa, ansiosos, interrumpiéndose mutuamente y diciendo las cosas a medias para pasar a otra idea.

¿Que fue de Jinni, tu mono?

Los ojos de Yasmini se llenaron de lágrimas.

Jinni murió, dijo en un susurro. Kush lo descubrió en su precioso jardín y lo mató a golpes de pala. Como regalo me envió su cuerpecito.

Dorian cambió de tema para distraerla con otros recuerdos de infancia, más gratos; pronto ella volvió a reír. Por fin ambos callaron; ella bajó tímidamente los ojos y le preguntó, sin mirarlo:

¿Recuerdas aquella vez en que me llevaste a nadar? Fue la única vez en que recuerdo haber salido de la zenana.

Recuerdo, respondió él gruñón.

¿Me llevarás de nuevo esta noche? Lo miraba. Por favor, Dowie.

Descendieron de la mano por entre los árboles; la playa estaba desierta y relumbrante bajo el claro de luna. Las palmeras lanzaban sombras purpúreas a la arena y el agua tenía luminiscencia oleosa de las perlas negras. Desde la vez anterior, el oleaje de las mareas altas había andado la cueva abierta en la piedra arenisca. Se detuvieron a la entrada para mirarse.

¿Lo que estamos haciendo es pecado? preguntó ella.

Si lo es, no me importa. Sólo se que te amo y que estar contigo no me parece pecado.

Yo también te amo. No podría amar a ningún otro, aunque viviera cien años.

Ella se desató la cinta del cuello, dejando que la túnica cayera a la arena. Debajo sólo usaba pantalones de seda. Dorian contempló sin poder respiran. Sus pechos habían crecido terminaban en puntas oscuras. La piel era suave y reluciente como el interior de una ostra.

Solías provocarme diciendo que parecía un monito, dijo ella, entre tímida y desafiante, temiendo su rechazo.

Ya no. Dorian había recuperado el aliento. En mi vida vi nada tan bello.

Tenía mucho miedo de no gustarte. Quiero gustarte, Dowie. Dime que te gusto, por favor.

Te amo, respondió él. Quiero que seas mi mujer y mi esposa.

Riendo de alegría, ella le tomó las manos para llenárselas de los pechos, tibios y dóciles; los pezones se endurecieron bajo los dedos de Dorian.

Soy tu mujer. Creo que siempre he sido tu mujer. No se cómo se hace, pero esta noche, aquí, quiero ser también tu esposa.

¿Estás segura, querida mía? Si alguien se entera de esto podría acarrearte la desgracia y una muerte horrible.

Vivir sin ti seria una muerte mucho más horrible que cuantas Kush pudiera imaginar. Sé que no puede ser para siempre, pero haz que sea tu esposa por está única noche. Enséñame como, Dowie, por favor.

Él tendió sus vestiduras en la arena y la acostó sobre ellas: lentamente, con infinita dulzura, entre suaves sonidos de amor y maravilla, exclamaciones de sorpresa y, al final, un largo estremecimiento de dolor que pronto se perdió en transportes de gozo, fueron amantes.

En los días siguientes Dorian estuvo dedicado por completo a planear la inminente campaña en el continente, al otro lado del canal. Adquirió casi todos los caballos y animales de carga aún disponibles en Lamu y envió a uno de sus capitanes a Zanzíbar, para que hiciera lo mismo allí. También compró gran parte de los cereales y las mercancías que quedaban en los mercados.

Todos los días dedicaba horas enteras a conversan con los mercaderes árabes que habían formado parte de las caravanas atacadas por los incursores. Trataba de averiguar la identidad de los bandidos, su número, sus armas y los métodos que utilizaban para llevan a cabo sus ataques. Al sumar las pérdidas sufridas por esos hombres, los totales lo horrorizaron, más de tres lakhs de oro en polvo, veintisiete toneladas de marfil fresco y casi quince mil esclavos recién capturados. El califa tenía mucha razón en estar preocupado. En cuanto a los asaltantes, los informes eran vagos y contradictorios. Algunos decían que eran blancos, francos, con algunos lanceros negros. Otros, que eran sólo salvajes que combatían a lanza y flechas. Uno dijo que llevaban a cabo sus incursiones sólo durante la noche, cuando las caravanas acampaban. Otro, que habían emboscado a sus largas filas de esclavos y porteadores en pleno día, asesinando a toda la escolta árabe, salvo a él. Un mercader contó que él y sus hombres, una vez despojados de todas sus pertenencias, habían sido dejados en libertad. Dorian comprendió que no había coincidencias en cuanto a quiénes eran ni patrones en sus métodos. Sólo una cosa era evidente: los atacantes aparecían como djinns del bosque llegados de los páramos del sur, para desaparecer luego de igual manera.

¿Que hacen con los esclavos que capturan? Preguntó.

Los árabes se encogieron de hombros.

Deben de venderlos en algún lugar insistió él. Para transportarlos necesitarían toda una flota de naves grandes. No se ha visto ninguna flota así en toda la Costa de la Fiebre le respondieron.

El desconcierto de Dorian iba en aumento.

Tenía muy poca información sobre la cual basan sus planes. Sólo podía concentrar su esfuerzo en proteger las caravanas ponerlas nuevamente en movimiento, pues el tráfico estaba casi agotado. Frente a pérdidas tan gruesas, pocos de los comerciantes árabes de Lamu y Zanzíbar asumirían el riesgo de financiar nuevas expediciones.

Sus otros planes se basaban en hacer la guerra a los bandidos, seguirlos hasta sus escondrijos, rastrearlos como animales salvajes que eran y aniquilarlos. Con este propósito reclutaron todos los exploradores y guías de caravanas que habían quedado ociosos al cesar el comercio. No podría iniciar la campaña hasta que cambiara el clima en el continente, pues era la temporada de las Grandes Lluvias, durante la cual las tierras bajas se inundan y la Costa de la Fiebre responde a su temible reputación. Sin embargo debía estar listo para hacerse a la mar en cuanto cesaran las lluvias y el viento kusi volviera a soplar. Pensar en el comienzo del kusi siempre llevaba su mente hacia Yasmini. El mismo viento se la llevaría al norte, hacia el Golfo y su boda. La idea le agriaba las entrañas de cólera y frustración. Pensó en escribir al califa para pedirle que cancelara el matrimonio. Pensó también en confesar su amor a su padre adoptivo y solicitarle una dispensa para casarse con Yasmini.

Se veían todas las noches, después del oscurecen, pero cuando él le planteo su idea Yasmini, aterrorizada, tembló de miedo.

No pienso en mí misma, Dowie, pero si nuestro padre llegara a sospechar que entre nosotros hay un amor de hombre y mujer, por mucho que te ame tendría la obligación de honor de hacerte juzgar por los mullahs según las leyes de Shani’ah. Sólo habría un veredicto para nosotros. No, Dowie, no hay modo de escapar. Nuestro destino está en manos de Dios, que no siempre es misericordioso.

Te llevaré lejos declaro Dorian. En uno de los dhows, con mis mejores hombres, nos iremos en busca de algún lugar donde podamos vivir nuestro amor.

Ese lugar no existe, replicó Yasmini, entristecida. Los dos somos del Islam y en el Islam no habría espacio para nosotros. Seriamos eternamente descastados y vagabundos. Aquí eres un gran hombre y pronto lo serás más aún. Cuentas con el amor y el respeto de nuestro padre y de todos los hombres. No voy a permitir que renuncies por mí a todo eso.

Pasaban gran parte del precioso tiempo compartido discutiendo su terrible aprieto. A la luz de la Luna, abrazados, susurraban interminablemente. Viendo que no tenían salida ni liberación, hacían el amor con una pasión casi salvaje, como para desviar el destino que se alzaba ante ellos.

Todas las mañanas, antes del amanecer, Dorian la acompañaba hasta el túnel de entrada; allí la muchacha lo besaba como por última vez y tomaba el Camino del túnel para volver a la zenana. Ella, que había sido juguetona y alegre, querida por todos en la zenana, estaba ahora pálida, silenciosa y aletargada. Sus amigas y todos los sirvientes acabaron por alarmarse. Y en ese pequeño mundo cerrado no sucedía nada que no llegara, finalmente, a los oídos de Kush.

Ese defectuoso idilio de amor y desesperación se prolongó por los meses faltantes para el cambio de los vientos monzónicos. La fuerza expedicionaria estaba casi lista para hacerse a la vela y ya se habían terminado los preparativos finales para la boda de Yasmini: la dote, enviada al novio desde Mas-cate; el ajuar, en sus baúles, para ser embancada en el dhow que llevaría a su nuevo hogar, miles de kilómetros hacia el norte a los confines de otra zenana real, en la que pasaría el resto o de su vida.

No puedo permitirlo, le dijo Dorian. Voy a rescatarte de eso, aunque deba renunciar a todo lo demás.

No, Dowie, no puedo permitírtelo. En los años venideros tendrás muchas otras esposas; sin mi conquistarás gloria y dicha.

No. Lo demás no me importa. Sólo tú.

En ese caso no podré venir a ti nunca más por el Camino del ángel. Si no me prometes quitarte esa locura de la cabeza, este será nuestro último encuentro, Dowie. Debes jurármelo.

No puedo.

Entonces no volveremos a vernos.

Dorian vio que ella estaba decidida.

Por favor, Yazminii, no puedes ser tan cruel con los dos.

Bueno, hazme el amor por última vez.

No puedo seguir sin ti, Yazmini.

Eres fuerte. Seguirás adelante. Hazme el amor. Dame algo de que aferrarme, algo que recordar en los años venideros.

Se despidieron a la entrada del túnel y Yasmini echó a correr por el estrecho pasadizo, cegada por las lágrimas. Cuando salía por la abertura practicada sobre la tumba del santo, una mano enorme se cerró en torno de su brazo, levantándola en vilo.

Pese a sus forcejeos y puntapiés, Kush la retuvo con facilidad, riéndose en su cara.

He esperado muchos años por esto, mi pequeña ramera. Estaba seguro de que algún día te pondrías en mis manos. Siempre fuiste demasiado empecinada y audaz.

¡Suéltame! gritó ella.

No. Ahora eres mía. No volverás a desafiar mis reglas. Las otras mujeres, al oír tus alaridos, temblarán en sus camas y pensarán en el precio del pecado.

Mi padre, exclamó ella. Mi futuro esposo. Ellos te harán pagar muy caro cualquier daño que me hagas.

Tu padre apenas sabe como te llamas. Tiene muchas otras hijas que no son rameras. Tu futuro esposo jamás aceptaría en su zenana una fruta podrida y medio masticada. No, pequeña mía: desde ahora perteneces sólo a Kush. Kush la llevó a una pequeña celda construida junto al cementerio, en la parte trasera de los jardines, oculta al restó de la zenana por un seto de espinos florecidos. Allí esperaban dos de sus asistentes, también eunucos hombres corpulentos, fuertes pese a la obesidad. habían aplicado muchas veces ese juego y todo estaba preparado. Kush acostó a Yasmini en el duro banco de madera y la desvistió con cuidado. Los tres sonreían, expectantes y sudorosos en esa celda calurosa, aunque sólo se cubrían con taparrabos. según su cuerpo iba quedando al descubierto, ellos la tocaban, acariciándole los miembros suaves, olfateándole el pelo, pellizcando los pechos pequeños y lustrosos. Cuando estuvo desnuda le ataron las muñecas y los tobillos con correas, hasta inmovilizarla con los miembros abiertos. Luego Kush se planto entre sus piernas, sonriéndole con un aire casi paternal.

Se te ha sorprendido en pecado carnal. Sabemos con quién, pero lamentablemente es demasiado poderoso para llevarlo ante la Justicia. Su castigo será enterarse de tu suerte. Para el resto del mundo, fuera de estos muros, habrás muerto de fiebres, como a tantas les sucede en esta temporada. Pero yo me encargaré de que a oídos de tu amante llegue la verdad. Pasará el resto de su vida sabiéndose responsable de tu extraña y singular muerte.

Siempre sonriendo, se inclinó hacia adelante para apoyar una gorda mano en las partes privadas de la muchacha, acariciando con suavidad el nido de vello oscuro entre los muslos.

Supongo que has oído comentar lo que sucede a todas las niñas malas que llegan a está e cuarto. Por si no estás segura, te lo explicaré sobre la marcha.

Hizo una señal con la cabeza a uno de los eunucos, que se acercó a él llevando una bandeja de madera. En ella había dos paquetes pequeños, envueltos en fino papel de arroz; tenían forma de pez, ahusada por ambos extremos, y el tamaño de un dedo. La grasa de oveja con que estaban untados los hacia brillar a la luz de la lámpara.

Cada uno de éstos contiene ciento cincuenta gramos de guindilla en polvo. Yo mismo las cultivo en mi pequeña huerta. Estas son de la variedad más feroz. El jugo de mi fruta despellejaría la boca hasta a los mogoles, que se alimentan

toda la vida de las salsas más picantes. Para molerlas tengo que usar guantes de piel de perro.

De pronto le hundió hasta el fondo el gordo índice.

Uno, para este agujero de adelante, tan bonitamente perfumado. Le sonrió de oreja a oreja, mientras ella gritaba de dolor y humillación. Luego retiró el dedo para hundirlo otra vez más atrás. Y el segundo paquete para está a otra caverna, mas oscura.

Al retirar el dedo lo olfateó y arrugó la nariz, haciendo una mueca a los otros dos eunucos, que rieron de placer. Luego tomó uno de los paquetes de la bandeja. Yasmini, horrorizada forcejeó contra las ataduras.

Sujetadle las piernas gruño Kush a los otros dos.

Uno de ellos le separó las rodillas tanto como se podía. Kush abrió el pelaje de seda y los blandos labios. Luego, con la pericia que da la práctica, deslizó el envoltorio engrasado dentro de su cuerpo.

¡Que bien! Al-Amhara me ha abierto el paso, facilitándome la tarea, dijo. Luego dio un paso atrás y se limpió los dedos en el taparrabo. El frente está listo. Vamos ahora a retaguardia.

Tomo el otro paquete. Su asistente metió las manos bajo el cuerpo de Yasmini y le separó brutalmente las nalgas, pequeñas y redondas.

Ella se estaba mordiendo los labios y tenía los dientes manchados con su propia sangre. Agitaba el cuerpo de un lado a otro, tanto como se lo permitían las ataduras, y las lagrimas rodaban hacia atrás, hasta mojar el pelo.

Con la mano libre, Kush tanteo entre las nalgas.

¡Abre más! ordenó al otro. Si, así. Tan dulce y apretada…

Los sollozos de Yasmini terminaron con un chillido agudo

¡Ah, si! se jacto Kush. Ahí está. Bien adentro. Hasta donde llego. Y dio un paso atrás. ¡Shabash! Listo. Atadle los tobillos y las rodillas juntos, para que no pueda expulsar las golosinas.

Trabajaron con celeridad. Luego retrocedieron para observar su obra con satisfacción. Kush se detuvo junto a Yasmini

Tu féretro está listo, y la sábana para cubrirte cuando te bajemos a la tierra. Se los señalo; Estaban contra la pared opuesta. Ya ves que he tallado tu lápida con mis propias amantes manos. La levantó para que pudiera leerla. Tiene la fecha de tu muerte y dice al mundo que moriste de fiebres.

La muchacha había callado, con el cuerpo rígido; los ojos dilatados estaban fijos en el eunuco, que se inclinaba hacia ella.

Verás, el polvo de guindilla es tan virulento que carcome el papel de arroz; desde afuera, los jugos de tu cuerpo irán humedeciéndolo y debilitándolo aún más. La envoltura no tarda en disolverse; entonces el polvo se distribuirá por tus partes secretas.

Le apartó el pelo de la frente con una caricia; luego le enjuago los párpados con el pulgar, con femenina ternura.

Al principio sentirás un pequeño escozor, que crece hasta convertirse en un fuego, un incendio que te hará desear el calor del infierno, más suave. He visto a muchas rameras morir en está e lecho de madera, pero no creo que haya palabras para describir sus sufrimientos. Te carcomerá el vientre y los intestinos como si cien ratas estuvieran abriendo madrigueras en tus partes blandas; tus alaridos llegarán a todas las mujeres de la zenana, para que se acuerden de ti la próxima vez que sientan la tentación de pecar.

Ahora respiraba con pesadez; parecía estar en éxtasis, profundamente excitado por la imagen de sufrimiento que pintaba.

¿Cuándo comenzará? preguntó retóricamente. No se puede saber con certeza. Dentro de una hora, dos, quizá más. ¿Cuánto durará? No sabría decírtelo. He visto a las debiluchas morir en un día; las fuertes duran cuatro y gritan hasta el final. Creo que tú eres de las fuertes, pero ya veremos.

Fue hacia la puerta para preguntar a sus hombres, que estaban cavando la sepultura:

¿Todavía no habéis terminado? Sólo cuando terminéis os permitiré entran a presenciar la diversión.

Falta poco. Uno se detuvo, apoyado en la pala. Solo asomaba la coronilla afeitada por sobre el borde de la excavación.

Terminaremos antes de que reviente el primer paquete.

Kush volvió a la choza e instalo cómodamente su mole en el banco de la pared opuesta.

La espera es lo más interesante, dijo a Yasmini. Algunas imploran misericordia, pero sé que tú eres demasiado orgullosa para eso. A veces, las valientes tratan de ocultarme el momento en que se rompe el papel. Tratan de privarme de la diversión, pero no por mucho tiempo. Soltó una risita aguda. No por mucho tiempo.

Con los brazos cruzados contra las blandas tetillas femeninas, se recostó contra el muro.

Estaré a tu lado hasta el final, Yasmini, para compartir contigo cada uno de esos exquisitos momentos. Y probablemente derrame una lágrima sobre tu sepultura, pues soy hombre sentimental y de corazón tierno.

Por la zenana se esparcía rápidamente la noticia de que Kush había llevado a otra muchacha a la casilla del cementerio. En cuanto el rumor llegó a oídos de Tahi, la anciana adivinó con horrible certeza de quién se trataba. Y sabía exactamente que debía hacer. Sin vacilar, se echo un velo y un chal y recogió la cesta a en la que siempre traía sus compras de la ciudad, cuando alguna de las esposas o concubinas reales la mandaba con algún recado. Como era anciana y libre, podía ir y venir sin limites entre la zenana y el mundo exterior; una de sus obligaciones era ir diariamente a los mercados. Salió de su mísero cuanto, situado detrás de las cocinas, y corrió por los claustros; la aterrorizaba la posibilidad de que uno de los eunucos la detuviera antes de llegan al portón. Sobre la zenana y los jardines pendía, como un paño fúnebre, un silencio profundo y antinatural; los claustros estaban desiertos. No se oían risas de niños; nadie cantaba, las hornillos de las cocinas estaban apagadas y frías. En ese mundo de mujeres, todas las habitantes se habían encerrado con su prole en sus propias habitaciones. El silencio era tal que, cuando Tahi se detuvo a escuchar, sólo percibió el palpitar de su propia sangre contra los oídos.

Ante el portón sólo había un guardia eunuco que la conocía bien. Distraído por lo dramático del ambiente, apenas le echo un vistazo cuando ella apartó el velo para identificarse. Se limito a darle paso con un gestó o de la mano regordeta y cargada de anillos.

En cuanto estuvo fuera de la vista, Tahi dejó caer la cesta y echó a correr. Antes de haber cubierto dos kilómetros sentía el corazón tan hinchado de fatiga que apenas podía respirar. Cayo a la vera del camino, sin poder arrancar a sus piernas un solo paso más.

Un muchacho esclavo salió de los sembrados, arreando dos burros cargados de corteza de mangle para curtir cueros Tahi se levantó trabajosamente, buscando la taleguilla bajo sus ropas.

Mi hija se muere dijo al jovencito. Debo traer al médico. Le ofreció una rupia de plata. Si me llevas, cuando lleguemos al fuerte te daré otra moneda.

El muchacho asintió vigorosamente, devorando la moneda con los ojos. Luego desato un atado de corteza y lo dejo caer a un costado. Después de montar a Tahi a lomo del burro, azoto al pequeño animal para ponerlo al trote.

Sujétate bien, anciana madre recomendó a Tahi, mientras corría atrás, riendo. Rabat es veloz como un dardo. Estarás en el puerto en un abrir y cerrar de ojos.

Dorian estaba sentado en la terraza junto a Ben Abram bebiendo café negro y espeso. Ambos Estaban dedicados a compilar una lista de los elementos médicos que necesitarían en la expedición al continente. La amistad entre ellos se había renovado gozosamente casi en el instante en que Dorian pisó la playa de Lamu. Ben Abram iba todos los días a acompañarlo en las oraciones matutinas; después pasaban largo rato conversando agradable y Cómodamente, como viejos amigos.

Soy demasiado viejo para abandonar la isla, protestó Ben Abram, ante la insistencia de Dorian para que se uniera a la expedición para atender la salud de los soldados.

Los dos sabemos que estás tan fuerte y ágil como el día en que nos conocimos, replicó el joven. ¿Me dejarías morir en el interior de alguna enfermedad horrible? Te necesito, Ben Abram.

Pero se interrumpió al oír un alboroto en el extremo de la terraza. Se puso de pie para gritar a los guardias, irritado:

¿Que escándalo es ese? Os di ordenes estrictas de no molestarme.

Soy como el polvo bajo vuestros pies, gran jeque. Pero aquí tenemos a una vieja que patea y araña como un gato rabioso.

Dorian lanzó una exclamación de fastidio. Cuando iba a ordenar que la pusieran en la calle con un azote en las nalgas, ella chillo:

¡Al-Amhara! ¡Soy yo, Tahi! En el nombre de Alá, deja que te hable de alguien a quien los dos amamos.

El joven sintió el frío del miedo. Tahi nunca habría sido tan indiscreta, a menos que Yasmini estuviera en un terrible desastre.

¡Déjala pasar! gritó a los guardias.

Y corrió al encuentro de la anciana, que venia a trompicones por la terraza, deshecha de fatiga y aflicción. Ella se derrumbó a sus pies, abrazada a sus rodillas.

Kush sabe lo vuestro. Estaba esperando a Yasmini cuando volvió a la zenana y la ha llevado a la casilla del cementerio, barbotó.

Por su propia estancia tras los muros de la zenana, Dorian sabía que era esa casilla. Aunque estaba estrictamente prohibido, los niños se desafiaban mutuamente a escurrirse por debajo del seto espinoso para entrar allí y tocar el temible marco de madera. Se aterrorizaban unos a otros con horrendas historias de lo que Kush hacia con las mujeres a las que encerraba allí. Uno de sus recuerdos más escalofriantes eran los alaridos de una muchacha llamada Fátima, a la que Kush había llevado allí tras descubrir su amor por un joven oficial de la guardia del gobernador. Sus gritos se habían prolongado por cuatro días y tres noches, cada vez más débiles; el silencio de final fue más angustiante que el peor de sus aullidos.

Por largos instantes quedó emasculado por la advertencia de Tahi. Sus piernas perdieron la energía; no podía moverlas, su mente se había puesto o en blanco, como tratando de ocultarse del horror. Por fin, con un estremecimiento, se sacudió su debilidad para volverse hacia Ben Abnam. El viejo médico se había puesto de pie, con el semblante lleno de alarma atemperada por la compasión.

No debería haber oído esas palabras, hijo mío. Debes de haber estado loco, fuera de toda razón. Pero mi corazón sufre por ti.

Ayúdame, viejo amigo, rogó Dorian. He cometido una locura, sí, un pecado terrible, pero fue el pecado del amor. Y sabes lo que hará Kush con ella.

El anciano asintió: He visto los frutos de su monstruosa crueldad.

Necesito tu ayuda, Ben Abram. Dorian trató de imponerse por la mera intensidad de su mirada.

No puedo entrar en la zenana, dijo él.

¿Si la saco de allí, nos ayudarás?

Si, hijo mío. Si la traes a mi os ayudaré, siempre que no sea demasiado tarde. Ben Abnam se volvió hacia Tahi. ¿Cuándo la llevó a la casilla?

No sé. Hace dos horas, tal vez sollozó la vieja.

Entonces disponemos de muy poco tiempo decidió el médico, enérgico. Tengo conmigo los instrumentos necesarios. Vamos inmediatamente.

No podrás seguirme el paso, anciano padre. Dorian se abrochó el tahalí. Sígueme al paso que puedas. Bajo los muros, por el costado del este, hay una entrada oculta. Le descubrió rápidamente cómo hallar la boca del túnel.

He pasado a caballo por allí y recuerdo las ruinas murmuró Ben Abram.

Esperarme allí. Y Dorian corrió escalinata abajo, de tres peldaños por vez. Mientras volaba hacia los establos y que uno de los caballerizos sacaba su potro negro al patio, con un freno en la fina cabeza árabe; era uno de los más veloces de la tropilla que el califa le había obligado a aceptan como regalo de despedida.

Arrebató la única rienda de manos del sorprendido mozo trepó de un brinco al lomo negro. En cuanto clavó los talones los flancos del animal, el potro partió de un salto. Antes haber llegado a los portones del fuente iba ya a galope tendido.

Volaron por las calles estrechas, dispersando pollos, perros y gente aterrorizada a su paso. Cuando irrumpieron en campo abierto, Dorian se inclinó sobre el cuello del animal, exigiéndole su máxima velocidad.

¡Corre! le susurró al oído. El potro echó las orejas atrás para escuchar. Corre, por la vida de mi amada.

Había un atajo por entre los manglares. Dorian desvió al caballo, abandonardo la ruta, y ambos chapotearon por el lodo a lo largo de cien metros, hasta pisar nuevamente suelo firme. Entonces cruzaron raudamente el palmar del lado opuesto, ahorrando poco menos de un kilómetro. Por entre las palmeras se veían, blancos, los altos muros de la zenana; él se desvió hacia la playa para que no lo vieran desde el portón. Luego regreso al muro para galopar a lo largo de su base. Al ver el montón de ruinas desmontó de un salto, con un brazo rodeando el cuello del potro y los pies rozando la tierra. Se soltó antes de que el caballo se hubiera detenido y utilizó el impulso para arrojarse por encima de los muros derruidos, hacia la hoya interior.

Apartando las ramas de las enredaderas, se adentró a la carrera por la oscura boca. El interior era más estrecho y más bajo de lo que él lo recordaba; la oscuridad era total. Cuando el suelo desigual empezó a elevarse bajo sus pies estuvo a punto de caer. Por fin vio, hacia adelante, la luz escasa de la salida; entonces pudo apretar el paso aún más. De un brinco alcanzó el borde de la abertura y, con un solo movimiento, se izó hasta la terraza soleada donde, tiempo atrás, Yasmini y sus amiguitas jugaban con las muñecas. Estaba desierta. La cruzó a paso largo y se dejó caer por la escalinata hacia el jardín; allí Zayn al-Din se había lesionado el tobillo.

Ya al pie se detuvo para orientarse. Sobre la zenana y los jardines se apretaba el silencio. No había esclavas que atendieran los canteros ni las fuentes; nadie se movía; ni los pájaros cantaban. En la quietud hasta la brisa había cesado, como si la naturaleza contuviera el aliento. Las frondas de las palmeras pendían mudas; no se movía una hoja en las altas copas de las casuaninas.

Dorian desenvainó la espada, dispuesto a matar sin vacilación a cualquiera de los eunucos que tratará de impedirle el paso, y marchó hacia el extremo norte del recinto, donde estaban la mezquita y el cementerio.

Corrió sendero abajo, entre la muralla exterior y la parte posterior de la mezquita. Adelante divisó el seto espinoso que rodeaba el almacabra. Pasó agachado por la abertura que recordaba bien y echó un vistazo al cementerio. Cada montículo tenía su lápida; algunas de las más recientes estaban todavía decoradas con banderas y cintas desteñidas.

La casilla estaba en el lado opuesto; desde la última visita de Dorian, el seto espinoso había crecido hasta cubrirla casi por completo. La puerta estaba de par en par; él contuvo el aliento, tratando de percibir cualquier voz de sufrimiento que brotara del interior. El silencio era sofocante y ominoso, como si estuviera cangado de malignidad.

Por fin oyó voces: el parloteo femenino y agudo de un hombre castrado. Con la espada escondida en un pliegue de la túnica, se adelantó sin hacer ruido. Hubo una ráfaga de risita uno de los eunucos, sentado en el borde de una tumba recién cavada, balanceaba los pies dentro de la fosa; los rollos del vientre le colgaban hasta el regazo. Dorian se le acercó por la espalda; los nudillos de la columna se hicieron visibles bajo la grasa, al inclinarse el hombre hacia adelante para hablar a alguien que estaba dentro del hoyo. Él clavó la punta afilada de su cimitarra entre dos vértebras, cortando la médula espinal con un toque de cirujano. El eunuco murió sin un murmullo se deslizó hacia adentro de la fosa; su mismo peso lo desprendió del acero. Cayó como un saco de grasa sobre el hombre que estaba abajo.

El otro, atrapado por su peso, lanzó un chillido de indignación, forcejeando por liberarse.

¿Que haces, Shanif? ¿Te has vuelto loco? Quítate. Empujando el cadáver, logró ponerse de pie. Su cabeza no alcanzaba a asoman por sobre el borde y seguía mirando al muení tendido a sus pies. Levántate, Shanif. ¿que juego es este?

Su cabeza afeitada parecía un huevo de avestruz. Dorian alzó la espada y la descargó, partiendo el cráneo en dos hasta la dentadura. Con una torsión de muñeca, retiró la hoja del hueso partido y corrió hacia la puerta de la casilla.

Cuando llegaba, Kush apareció ante él bloqueando el baño con su mole. Se minaron fijamente por un momento fugaz, pero el eunuco lo reconoció: había estado entre la multitud que presenciaba el desembarco de Dorian, a la llegada de la flota. Con asombrosa agilidad para persona tan gruesa, volvió de un salto a la habitación, en busca de una pala que estaba apoyada contra la pared. De un segundo salto, puso entre él y Dorian el pesado banco de madera al que Yasmini estaba amarrada; luego levantó la pala por sobre la muchacha.

¡Atrás! bramó-. Con un solo golpe puedo hacer que los envoltorios revienten dentro de ella, liberando la ponzoña.

Yasmini yacía desnuda bajo su amenaza, con las esbeltas piernas fuertemente atadas a la altura de los tobillos y las rodillas, los brazos, extendidos por sobre la cabeza, deformaban los tiernos pechos dorados. Sus ojos, enormes como eran, no alcanzaban a contener todo su terror.

Dorian se lanzó a través de la habitación, en el momento en que Kush empezaba a descargar la pala con todas sus fuerzas, y paró el golpe dirigido a su vientre escudándola con su propio cuerpo. La pala lo golpeó en la espalda, haciéndole crujir las costillas. El dolor alzó llamas en su pecho.

Rodó sobre la plataforma, obligándose a ignorar el dolor, cuidando de que su peso no rompiera los frágiles sacos. Kush volvió a levantar la pala, pero está a vez apuntó a la cabeza de Dorian. Su gorda cara era una máscara de furia; la panza se abultaba sobre el taparrabo. Dorian tenía todo el costado izquierdo entumecido por el golpe y había caído sobre una rodilla, sin poder levantarse a tiempo para enfrentan el siguiente.

Aún tenía la espada en la mano derecha. Alargó el brazo y, deslizando el filo por el vientre de Kush, de lado a lado, lo abrió a la altura del ombligo tal como el vendedor de pescado abre la panza de un mero. El eunuco dejó caer ruidosamente la pala a las lajas del suelo. Luego retrocedió hasta la pared, tambaleándose, tratando de cerrar con ambas manos los labios de la larga herida. Se la miró con aire de estupefacción, viendo que sus entrañas brotaban por entre los dedos en cuerdas resbaladizas. El olor fétido de las tripas perforadas se extendió por la pequeña habitación.

Dorian se levantó penosamente. El brazo izquierdo le colgaba a un lado, entumecido e inútil. Se inclinó hacia Yasmini.

Rezaba por que vinieras, susurró ella. No lo creía posible. Y ya es demasiado tarde. Kush me ha puesto adentro cosas terribles.

Sé lo que ha hecho le dijo Dorian. No hables. No te muevas.

El eunuco lanzó un grito agudo, quejumbroso, y cayó de bruces. Luego quedo pataleando y debatiéndose débilmente en el revoltijo de sus propias entrañas.

Dorian apenas le echó un vistazo. Luego deslizó el filo de la cimitarra entre los tobillos y las rodillas de Yasmini, para cortar las conreas.

No trates de incorporarte. Cualquier contracción podría romper las bolsas.

Con un toque de acero cortó las ligaduras que le sujetaban las muñecas; luego dejó caer la espada y se masajeo el brazo paralizado. Sintió una oleada de alivio al percibir el hormigueo; la fuerza fluyo hasta la punta de sus dedos. Entonces deslizó el brazo bajo los hombros de Yasmini y, retirándola cuidadosamente de la madera, la puso de pie.

Ponte en cuclillas, lentamente. No hagas movimientos bruscos. La ayudó a sostenerse. Ahora separa las rodillas y puja con suavidad, como para evacuar. Se arrodillo a su lado para rodearle los hombros con un brazo. Con suavidad al principio; luego, con más fuerza.

Ella aspiró hondo y empujó, con la cara contraída y congestionada. Se oyó un súbito borboteo; uno de los paquetes salió de su cuerpo, expulsado con tanta fuerza que golpeó el suelo entre sus pies y estalló, esparciendo el polvo rojo por las lajas. El olor acre de la guindilla, mezclada con la fetidez de las heces de Kush, les escoció en la nariz.

¡Bien! Bien, Yazmini. La estrechó con más fuerza. ¿Puedes hacer lo mismo con el otro saco?

Voy a intentarlo. Ella volvió a aspiran hondo y pujo otra vez, pero al cabo de un minuto sacudió la cabeza, suspirando. No, no se mueve. No puedo.

Ben Abnam nos espera al final del Camino del ángel. Voy a llevarte. El sabrá que hacer. La levantó con suavidad. No debes caminar. El menor movimiento podría rompen la bolsa. Ahora, lentamente, sujétate de mi cuello con un brazo deslizó el brazo sano bajo las rodillas de la muchacha y la alzó con facilidad. Mientras él marchaba a grandes pasos hacia la puerta, Kush gimió, balbuceando:

Ayúdame. No me abandones. Me muero.

Dorian no se volvió a mirarlo. Rodeó la sepultura abierta en cuyo fondo yacían los dos eunucos muertos, y continuó de prisa, temiendo encontrarse con otro, pues había dejado la cimitarra en el suelo de la casilla y aún no dominaba por completo el brazo lesionado. Mucho más temía sacudir o apretar Yasmini. Era preciso equilibrar la velocidad con la cautela durante la marcha le susurró palabras de consuelo, tratando de serenaría y reconfortarla.

Todo saldrá bien, pequeña mía. Ben Abnam te librará de eso. Pronto pasará todo. Cruzó los prados con un paso largo y suave, que amortiguará las sacudidas a su preciosa carga y trepó la escalinata hacia la terraza del sepulcro, un peldaño a la vez y pisando con cuidado. Después de bajarla por la abertura hacia el túnel, descolgó a su lado y le observó nerviosamente la cara, buscando alguna señal de que el movimiento había provocado algo indecible dentro de su tierna feminidad.

¿Estás bien? preguntó.

Ella asintió con la cabeza, tratando de sonreír.

Ya casi hemos llegado. Ben Abram nos espera.

La alzó otra vez; para andar por el túnel tuvo que agacharse, casi doblado en dos, por lo bajo del techo. Al ver la luz hacia adelante dio un paso más largo, casi involuntariamente. Un fragmento de coral suelto rodó bajo su pie, haciéndolo vacilar; a punto de caer, golpeó a Yasmini contra la pared.

Ah! exclamó ella, ante la sacudida.

Dorian sintió que se le estrujaba el corazón.

¿Que pasa, querida?

Arde adentro susurró. Oh, Alá ¡Cómo arde!

Dorian apuró los últimos pasos y la sacó a la hoya bañada de sol, entre las ruinas.

¡Ben Abnam! gritó. En el nombre de Dios, ¿Dónde estás?

Aquí, hijo mío. El médico, que Estaba aguardando a la sombra, corrió hacia ellos, cangado con su bolsa.

Ya ha comenzado, anciano padre. Date prisa. La tendieron en el suelo. Dorian dijo, entre jadeos incoherentes, que Yasmini había expulsado un paquete. Pero el otro sigue dentro de ella y ha comenzado a filtrar.

Sostenle las rodillas hacia arriba, así dijo Ben Abram. Y luego, a la muchacha. Esto va a doler. Son los instrumentos que uso para los partos.

Centelleaban en sus manos. Ella cerró los ojos.

Me someto a la voluntad de Dios murmuro.

Cuando Ben Abram inició su trabajo, clavó las uñas en el antebrazo de Dorian. Las muestras del dolor cruzaban su rostro adorable, tensando y torciendo los labios. En una ocasión se le escapó un gemido. El joven susurró, impotente:

Te amo, flor de mi corazón.

Te amo, Dowie jadeó ella, pero dentro de mí hay una hoguera.

Ahora voy a cortar -dijo Ben Abram.

Un momento después Yasmini lanzó un grito y tensó todo el cuerpo. Dorian vio sangre en las manos del médico, que había tomado un instrumento de plata con forma de doble cuchara. Un minuto después se sentó sobre los talones, con un paquete sanguinolento, empapado y medio deshecho entre las dos cucharas.

¡Aquí está! dijo. Pero algo de la especia ha quedado dentro de ella. Es preciso llevarla inmediatamente al agua.

Dorian la alzó velozmente en brazos, olvidando el brazo lesionado y el dolor de las costillas fisuradas. corrió con el cuerpo desnudo de Yasmini apretado al pecho, mientras Ben Abram cojeaba tras ellos, pendiendo terreno. El joven pasó a toda velocidad entre las palmeras, cruzó la playa y se metió en el océano, sumergiendo a Yasmini en las frescas aguas verdes.

Ben Abram los siguió, trayendo una jeringa de bronce para irrigaciones. Mientras Dorian sostenía a la muchacha con la parte inferior del cuerpo bajo la superficie, el médico lleno repetidamente el tubo de la jeringa con agua de mar para introduciría en ella. Casi media hora después, satisfecho, permitió que Dorian la llevara a la playa.

Yasmini temblaba por el shock y el dolor. Él la envolvió en su chal de lana y la depositó en un lugar sombreado, bajo los árboles. Ben Abram sacó de su bolsa una botella de bálsamo y le unto las heridas. Después de un rato los temblones cesaron y ella dijo:

El dolor ya está pasando. Todavía arde, pero no tanto.

Con las cucharas pude retinan la mayor parte del veneno. Creo que logre lavar el resto antes de que hiciera mucho dañó. Tuve que cortarte para alcanzar el paquete, pero es un corte limpio. Ahora te daré una puntada y el bálsamo hará que cicatricé muy pronto. La alentó con un sonrisa, en tanto enhebraba una aguja con tripa de gato. Has tenido suerte. Debes agradecérselo a Tahi y a al-Salil.

¿Y ahora que haremos, Dowie? Alargó una mano hacia Dorian. El se la estrechó. Ya no puedo volver a la zenana

Parecía otra vez la niñita de cara de mono, pálida y arrebujada en el chal, con la cabellera revuelta y mojada caída sobre sus hombros y los ojos subrayados con sombras purpúreas por el dolor.

No volverás jamás a esa zenana, te lo juro. El se inclinó para besarla en los labios hinchados. Luego se levantó con expresión sombría. Debo dejarte aquí, con Ben Abnam. Tengo algo que hacer, pero volveré muy pronto, antes de que termine su trabajo. Sé valiente, amor mío.

Saltó nuevamente a la hoya y recorrió el túnel, pasando bajo los muros de la zenana. salió cautelosamente a la terraza de la tumba del santo y se tomó un minuto para observar, con el oído alerta. Viendo que aún reinaba una quietud mortal bajó la escalinata y cruzó los prados. Se detuvo tras el seto de espinillos del cementerio; una vez seguro de que nadie había descubierto los cadáveres de los eunucos y dado la alarma, se adelantó cautelosamente.

Ante la puerta de la casilla se detuvo para permitir que sus ojos se adaptaran a la penumbra. Kush estaba acurrucado en el suelo, en la posición de un niño por nacen en el vientre materno. Sus manos ensangrentadas aún sujetaban la panza abierta; tenía los ojos cerrados. Dorian supuso que había muerto, pero el eunuco abrió los ojos y cambió de expresión.

Ayuda al viejo Kush, por favor murmuró. Siempre fuiste un buen niño, al-Amhara. No me dejes morir.

Dorian se agachó para recoger su cimitarra. Eso reanimó a Kush.

No, no me mates. En el nombre de Alá te imploro misericordia.

Al ver que el muchacho deslizaba la hoja en la vaina, gimoteó de alivio.

Como digo, siempre fuiste un buen niño. Ayúdame a subir a la andanilla. trató de arrastrarse hacia el féretro que había preparado para llevar a Yasmini a su tumba, pero el movimiento abrió la gran herida del vientre y la sangre volvió a manar. El volvió a quedar inmóvil, abrazado a sí mismo.

Ayúdame, al-Amhara. Llama a otros para que me lleven a un cirujano.

Con expresión implacable, Dorian se inclinó para sujetarlo por los tobillos; luego lo arrastró hacia atrás, rumbo a la puerta.

¡No! ¡No hagas eso! Abrirás la herida aún más chilló Kush.

Pero el joven ignoró sus protestas. Detrás del eunuco fue quedando una larga huella untuosa de sangre y jugos gástricos. Dorian lo sacó a rastras, con los pies hacia adelante, a la luz del Sol. Kush, gemebundo, se aferró del marco de la puerta con la fuerza de quien se ahoga. Entonces el muchacho le soltó las piernas y, en un movimiento tan rápido que la vista casi no podía seguirlo, extrajo su cimitarra y cortó los tres dedos de la mano derecha que el herido había aferrado a la jamba. Kush lanzó un aullido y, llevándose la mano cercenada al pecho, la miró con horrorizada estupefacción.

¡Me has mutilado! tartamudeo.

Dorian envaino la espada y lo aferró nuevamente por los tobillos, para arrastrarlo por el polvo del cementerio hacia la tumba abierta. A medio camino Kush adivinó sus intenciones. Ahora sus alaridos eran agudos como los de una muchacha, sus forcejeos hicieron que sus entrañas colgantes se revolcaran por la arena.

Las mujeres que oigan tus maullidos pensaran que son de Yasmini, con tus malditos paquetes reventados en el vientre gruño Dorian. Sigue cantando, bolsa de grasa. De este lado del infierno no hay nadie que te ayude.

Con un último esfuerzo, lo arrojó dentro de la tumba, sobre los otros dos cadáveres, y se quedó contemplándolo con los brazos en jarras, mientras recobraba el aliento y esperaba a que el dolor de las costillas cediera un poco. El eunuco leyó su propia muerte en aquellos ojos vendes.

¡Misericordia! trató de levantarse, pero el tormento de sus entrañas era demasiado grande; recogiendo las rodilla contra el pecho, se acurrucó contra el costado del hoyo recién abierto.

Dorian volvió a la casilla en busca de la pala. A su regreso cuando recogió la primera palada de tierra, Kush aulló:

¡No, no! ¿Cómo puedes hacerme esto?

Con la misma facilidad con que tú aplicabas tus endebles crueldades a las mujeres indefensas que tenias a tu cargo, respondió el joven.

El eunuco gritó y suplicó hasta que la tierra ahogó sus gritos. Dorian siguió trabajando empeñosamente hasta cubrir la sepultura sobre los tres cuerpos. Luego la asentó a golpes, dando forma al montículo.

Sobre él plantó la lápida que tenía tallado el nombre de Yasmini y la rodeó con una cinta fúnebre, en la que había bordado la oración por los muertos. Finalmente repuso la pala en la casilla, recogió los trozos de cornea y descolgó de la percha las túnicas de Kush. Después de hacer un envoltorio Con todo eso, lo ató con un trozo de tiento.

Antes de salir echó un vistazo para asegurarse de que todo estuviera en orden y sonrío lúgubremente.

En los próximos cien años los poetas cantarían la desaparición de los tres eunucos, después de asesinar y sepultar a la encantadora princesa Yasmini. Quizás el mismo diablo viniera para escoltarlos al infierno. Nadie lo sabría jamás. ¡Pero que buena leyenda para la posteridad!

Y abandonó la zenana por última vez, utilizando el Camino del túnel.

Cuando Dorian llegó, Ben Abram había terminado de suturar las heridas de Yasmini y las Estaba taponando con un trozo de algodón.

Todo está bien, al-Salil le aseguró. Dentro de siete días quitaré las suturas y en un mes estará completamente curada, como si nada hubiera sucedido.

Dorian envolvió a Yasmini en las túnicas de Kush, de finísima lana; luego la ayudó a montar en el potro negro, cruzada sobre su regazo, para que no hubiera presión sobre las heridas. Partieron hacia el fuerte, a paso tranquilo. Envuelta como estaba en las voluminosas vestiduras, ninguna persona inquisitiva que pasara por la ruta podría decir si era hombre o mujer.

Nadie ha visto nunca tu cara fuera de la zenana. No hay quien pueda reconocer en ti a la princesa Yasmini, pues yace bajo una lápida en el almacabra.

¿De veras estoy en libertad, Dowie? susurró ella con dificultad: a pesar de todos los cuidados, las suturas tironeaban dolorosamente.

No, pequeña tonta. Ahora eres un niño esclavo, propiedad del gran jeque al-Salil. Jamás serás libre.

¿Jamás? Prométeme que seré tu esclava para siempre. Que jamás me dejarás ir.

Te lo juro.

Entonces estoy satisfecha.

Y apoyó la cabeza en el hombro de Dorian.