Dorian Courtney estaba de rodillas rezando al Dios de sus antepasados. Al levantarse caminó por el borde del barranco hasta que un guijarro le llamó la atención. Se inclino para recogerlo y, después de mojarlo con la lengua, lo sostuvo a la luz del Sol. Era ágata rosada, con suaves estrías azules coronadas con cristales de claridad diamantina. Era bello. Lo dejó caer al vacío y siguió con la vista su caída: quince metros a plomo. Fue empequeñeciéndose hasta desaparecer aun antes de tocar la superficie del mar, muy abajo. No levanto salpicaduras ni dejó marca alguna en la superficie; no había señales de que hubiera existido nunca algo tan encantador. Él, por primera vez en casi siete años, pensó en la pequeña Yazmini, que de igual modo había desaparecido de su vida. El viento tironeaba de su túnica, haciéndola flamear hacía atrás, pero él tenía los pies bien plantados, sin temer al abismo que se abría a sus pies. A la derecha, el adusto acantilado depiedra roja se hendía en un valle estrecho. En sus honduras, precariamente aferradas a la costa, se veían los palmares, los tejados y las blancas cúpulas de la aldea de Shihr. Los hombres de Dorian estaban acampados algo más allá, entre acacu preguntó Dorian, inclinándose hacia adelante para mirarlo a la cara. Siempre hay un motivo en lo que hacéis.

El mullah, sonriendo, respondió con una suave pregunta:

¿Sabes que tumba es ésta?

El joven levantó la vista hacia la cúpula y los muros, maltratados por la intemperie.

Es de un hombre santo, dijo. Había muchos de esos sepulcros antiguos; algunos custodiaban los oasis dispersos del interior; otros, los acantilados y las colinas escarpadas de la costa de Omán, en el sur de Arabia.

Si concordó al-Allama. Un santo.

No llego a leer el nombre. La mayoría de las inscripciones habían sido erosionadas por los vientos cargados de arena. Algunas eran citas del Corán pero había otras que Dorian no reconoció. Tal vez fueran frases del mismo difunto.

Al-Allama se levantó para caminar en torno de la tumba, deteniéndose a leer cualquier inscripción que aún fuera legible. Por fin Dorian lo siguió.

He aquí una cita del santo que descansa adentro. Quizá te interese. El mullah señalo la pared a buena altura.

Dorian descifró una parte con dificultad.

"El huérfano que viene del mar" leyó en voz alta. Al-Allama lo alentó con un gesto. "Con la lengua y la corona del Profeta…" El muchacho se interrumpió. No puedo leer la línea siguiente. Está demasiado borrosa.

"Con la lengua y la corona del Profeta, pero con oscuridad en un corazón pagano" lo ayudó al-Allama.

Dorian se acercó más a la pared, aguzando la vista.

"Cuando la luz llene el corazón pagano, unirá las arenas del desierto que están divididas y su justo y piadoso padre montará a lomos del elefante." Fue a reunirse con el mullah.

¿Que es? No recuerdo que sea del Corán. Como poema ritma bien, pero no tiene sentido. ¿Que son la lengua y la corona del Profeta? ¿Cómo es posible que un huérfano tenga padre? ¿Y por que a lomos de un elefante?

El Profeta estaba coronado de pelo rojo y su lengua era el árabe, por supuesto, el idioma sagrado señalo al-Allama, levantándose. En el palacio de Mascate se alza el Trono del Elefante de Omán, tallado de enormes colmillos de marfil. Te dejaré para que reflexiones sobre el resto de la profecía. Hasta un discípulo tan torpe como al-Salil puede, si se aplica, resolver el acertijo del santo Taimtaim.

¡Taimtaim! Exclamó Dorian. ¿Ésta es la tumba del santo? Observando la inscripción erosionada distinguió nombre del santo, como una silueta entrevista a través de bruma. ¡Es la profecía! Son las palabras que han dado forma a mi vida.

Sintió un gran respeto religioso, pero también enojo y resentimiento por haber sido privado de tantas cosas, obligado a sufrir por esas pocas palabras místicas, escritas tanto tiempo atrás y ya casi ilegibles. Habría querido desmentirlas, protestar, refutarlas, pero al-Allama iba ya descendiendo hacia el valle, le había dejado en ese lugar desolado para que se enfrentara a su destino.

Dorian permaneció varias horas allí. De a ratos, enfadado se paseaba a lo largo de los muros, escrutando las otras inscripciones en busca de otros fragmentos de sabiduría. Las leía en voz alta, probando más el sonido de las palabras que sentido, tratando de adivinar el significado oculto tras ellas, a veces se sentaba en cuclillas para estudiar una sola frase; luego volvía a levantarse de un salto y regresaba a la inscripción que al-Allama le había señalado.

"Si en verdad soy el huérfano del que hablas, te equivocas anciano. Jamás sucederá. Soy cristiano. Jamás aceptaré el Islam, decía, desafiando al santo antiguo. "Jamás uniré las arenas del desierto, cualquiera que sea el significado de eso."

¡Señor! La voz de Batula interrumpió sus cavilaciones, Dorian se levantó. Los barcos están entrando en la bahía.

Batula había traído los camellos y avanzaba hacia lo alto del sendero. Dorian echó a correr y los alcanzó con facilidad antes de que iniciaran el descenso.

Jbrisam llamó a su bestia, trotando junto a ella ¡Viento de Seda!

Al oír su voz el animal giró la cabeza para mirarlo; sus grandes ojos oscuros tenían una doble hilera de pestañas; noble hembra sherari bramó suavemente, con amor, para darle la bienvenida. Él trepó a la alta montura, a más de dos metros de altura, en un solo movimiento y sin esfuerzo. Luego tocó el cuello con la punta de la larga vara, cambiando de posición en la silla, acolchada con finísimo cuero y llena de adornos lujosos: borlas y correas teñidas de rojo, amarillo y redes bordadas con estambres de plata y papel metálico.

Jbrisam respondió a sus toques y movimientos está iniciándolo en ese paso elegante, Cómodo, con el que cierta vez había llevado a su amo por dieciocho horas sin detenerse, a dieciséis kilómetros por hora, desde la lengua de Wadi Taub hasta las aguas cenagosas del oasis de Ma Shadid, cruzando la horrenda planicie de Mudhail, que sembraban los blancos huesos de caravanas perdidas.

Amaba a Dorian como un perro fiel. Tras toda una jornada de travesía por las terribles arenas, no dormía en la noche del desierto a menos que él se tendiera a su lado. Por brutales que fueran la sed o el hambre, dejaba de abrevar o de pastar para venir a hociquearlo, suplicando sus caricias y el consuelo de su voz.

Volaron sendero abajo, alcanzando a Batula antes de que éste llegara al fondo del valle. Todo el campamento estaba alborotado: los camellos bramaban, los hombres gritaban y ululaban, disparando al aire por puro jubilo, en tanto corrían en tropel por los bosques hacia la playa. Jbrisam llevó a Dorian hasta la vanguardia de la alocada procesión y, cruzando las arenas doradas, hasta la orilla del agua.

Cuando el príncipe al-Malik pisó la costa, Dorian fue el primero en correr a saludarlo. No llevaba velo; cayó de rodillas para besar el ruedo del príncipe.

Que todos vuestros días se doren de gloria, señor. Por demasiado tiempo mis ojos han anhelado ver vuestro rostro.

El príncipe lo levantó para observarlo.

¡Al-Salil! No te habría reconocido a no ser por el color de tu pelo, hijo mío. Abrazo a Dorian, estrechándolo contra su pecho. Ya veo que son ciertos todos los informes que recibí sobre ti. Te has convertido en todo un hombre.

Luego se volvió para saludar a los jeques de los zares, que también se adelantaban a empujones para rodearlo. Cuando los hubo abrazado a todos, el príncipe avanzó lentamente valle arriba, en procesión triunfal. Los guerreros del desierto esparcían frondas de palmera a sus pies, llenándolo de bendiciones, le besaban el ruedo de la túnica y disparaban sus trabucos al aire.

Junto al pozo, a la sombra del bosquecillo, habían erigido una tienda de cuero, tan grande que podía albergar a cien hombres. Los costados estaban abiertos para permitir el paso de la brisa nocturna que venia del mar; alfombras y almohadones cubrían la tierra arenosa. El príncipe tomó asiento en el centro, con los jeques reunidos en torno de él. Unos esclavos trajeron jarras de agua de pozo para que se lavaran las manos. Luego les ofrecieron enormes bandejas de bronce cargadas de arroz amarillo, rebosante de manteca fundida hecha con leche de camella, y fragantes guisos de cordero con especias.

Al-Malik tomó delicadamente, con la mano derecha, bocado de cada plato. Probó algunos personalmente y dio otro a los hombres que lo rodeaban. Hacerlo era un honor, una señal de preferencia; esos curtidos y aguileños guerreros, que podían contar las cicatrices de guerra en sus cuerpos, lo trataban con el respeto y el afecto que un niño amante siente por padre.

Después de comer el príncipe ordenó con un gestó o que llevaran las bandejas, aún desbordantes, a las filas de guerreros comunes sentados en cuclillas bajo cielo abierto, a fin que participaran del banquete.

El rojo sol descendió tras las colinas y las estrellas perforaron el cielo oscurecido del desierto. Volvieron a lavarse las manos y los esclavos encendieron las pipas de agua. Se bajaron los costados de la tienda; los jeques, arracimados en torno del príncipe, pasaban de mano en mano las boquillas de marfil. Las densas nubes de humo que lanzaba el tabaco turco arremolinaron en torno de las cabezas. A la luz amarilla de las lámparas se inició la conversación.

El primero en hablar dijo:

La Sublime Puerta ha enviado a un ejército de quince mil hombres para que se apodere de Mascate. Y Yaqub les ha abierto las puertas de la ciudad.

La Sublime Puerta era la máxima autoridad del Imperio Turco Otomano, con sede en la lejana Estambul. El hermano mayor de Al-Malik, al-Uzar Ibn Yaqub, el débil y disoluto califa de Omán en Mascate, finalmente había capitulado ante otomanos sin presentar batalla. Sólo Ala sabe que sobornos y garantías recibió, pero había recibido en su ciudad al ejército de ocupación de la Puerta; ahora, la libertad y la independencia de todas las tribus del desierto corrían el peor de los peligros.

Es un traidor. ¡Pongo a Alá por testigo! Nos ha vendido como esclavos, dijo otro de los jeques.

Gruñeron como una manada de leones, mirando a al-Malik

Es mi hermano y mi califa recordó el príncipe. Le he jurado fidelidad.

Por Dios, ya no es gobernante de Omán protestó el jeque. Se ha convertido en juguete de la Puerta.

El que ha sodomizado a un millar de donceles, se ha convertido en prostituta de los turcos, concordó otro. Su traición nos libera a todos, incluido vos, de nuestros votos de fidelidad.

Lideradnos, poderoso señor, urgió otro. Somos vuestros hombres. Conducidnos hasta las puertas de Mascate y os ayudaremos a expulsar a los otomanos. Os sentaremos en el Trono del Elefante de Omán.

Hablaron uno tras otro, todos diciendo lo mismo.

Os hemos rogado que vinierais a nosotros. Ahora os rogamos que nos lideréis.

Los zares os hemos jurado lealtad. Podemos reunir tres mil lanzas para que cabalguen detrás de vos.

¿Y las otras tribus? Preguntó el príncipe, sin precipitarse a decisión tan tremenda. ¿Los awamires, los bait imanies? ¿Los bait, kathires, los harasis?

Los zares no podemos hablar por ellos respondieron, pues tenemos guerras tribales con muchos de ellos. Pero sus jeques os esperan en las arenas. Id a verlos. Si Dios quiere, levantar la lanza guerrera y cabalgar con nosotros a Mascate.

Decidnos vuestra decisión suplicaron. Decidid y tendréis nuestro juramento.

Seré vuestro líder, dijo el príncipe, suave y sencillamente.

Las caras morenas y curtidas se encendieron de júbilo. Uno a uno se arrodillaron ante él y le besaron los pies. Él presentó su daga curva para que tocaran el acero con los labios. Luego lo tomaron de las manos para ponerlo de pie y lo llevaron fuera de la tienda, hacia los guerreros que esperaban bajo el claro de luna.

Aquí tenéis al nuevo califa de Omán dijeron a sus hombres.

Estos dispararon sus mosquetes al aire, lanzando gritos de fidelidad. Comenzaron a batir los tambores de guerra; el espectral sonido de los cuernos de carnero levantó ecos en los oscuros acantilados, por sobre el palmar. En medio de la jubilosa conmoción, Dorian se acercó a su padre para abrazarlo.

Mis hombres y yo estamos listos para llevaros al encuentro con los jeques de los awamires, en los pozos de Muhaid.

Partamos, pues, hijo mío, concordó el príncipe.

Dorian se apartó de él para marchar a grandes pasos por el bosquecillo, ordenando a sus hombres:

¡Ensillad! ¡Partimos de inmediato!

Corrieron a sus camellos, llamándolos por sus nombres, muy pronto el valle entero estaba en un caos, en tanto levantaban campamento. Entre los bramidos de los camellos, se cargaron las cantimploras y se empacaron las tiendas.

Antes de que saliera la luna nueva, en la frescura de noche, estuvieron listos para partir: una larga columna de hombres envueltos en túnicas y velos, montados en altas bestias.

El camello del príncipe era una hembra color crema. En cuanto él estuvo en la silla, Dorian ordenó al animal que se levantara. Ella obedeció con un gruñido. Al-Malik la montaba con facilidad: nacido en el desierto y guerrero desde la primera juventud, componía una noble imagen bajo los primeros rayo de la Luna.

Dorian ordenó una vanguardia de veinte hombres y un retaguardia tras ellos. Cuando la columna inició el ascenso del valle para adelantarse en el desierto, él iba junto al príncipe. Marchaban de prisa, pues todos eran camellos de carrera, sus cargas eran livianas, a no ser por las cantimploras. El desierto se extendía hacia adelante, infinito y silencioso; hacia el norte, colinas de roca purpúrea y brillantes dunas de arena plateada. Por encima de la ondulante víbora de hombres y bestias, las estrellas formaban un campo deslumbrante, como macizos de margaritas silvestres después de la lluvia. La arena apagaba las pisadas de los camellos, con sus anchas plantas; el único ruido era el crujir del cuero y el murmullo ocasional de una voz que advertía:

¡Cuidado con el hoyo!

Dorian viajaba cómodamente, adormecido por el paso rítmico de Jbrisam y por las recias millas desérticas que se desplegaban ante él. Las colinas oscuras conformaban siluetas extrañas y maravillosas, cargadas de sombras y misterios; las estrellas y la luna creciente del Islam iluminaban su paso en la noche. Levantó la vista al cielo, no sólo para orientarse en la oscuridad en ese páramo resquebrajado, sino porque lo amenizaban los antiguos diseños de luz y su inexorable marcha por el firmamento.

Aunque pareciera extrañó, ese era el momento en que se sentía más cerca de su pasado; creía sentir la presencia de Tom aún próxima. Tiempo atrás, a bordo del viejo Serafín habían pasado muchas noches juntos, bajo el cielo estrellado, encaramados en el cordaje. habían sido Aboli, Gran Daniel, Ned Tyler quienes les enseñarán los nombres de todas las estrellas que servían para la náutica; ahora los susurraba en voz alta. Muchas tenían nombres arábigos: Al Nilam, Al Nita Mintaka, Saif…

Viajando en Compañía del hombre que se había convertido en su padre, de esos guerreros con fiereza de halcón a los que comandaba, Dorian reflexionaba sobre la antigua profecía de San Taimtaim, tal como la había visto escrita en las desmoronadas paredes de su tumba. Poco a poco lo fue abrumando un sentido casi religioso de algún destino inmutable que lo aguardaba bajo esos cielos del desierto.

Se detuvieron después de medianoche, cuando el gran Escorpión casi tocaba las colinas pedregosas. Uno de los jeques saares se acercó al príncipe para despedirse y reiterarle su sus votos.

Voy a reclutar hombres dijo a al-Malik. Antes del plenilunio me reuniré con vos en los pozos de Ma Shadid, con quinientas lanzas a mi espalda, prometió.

Siguieron con la vista a su camello, que se alejaba velozmente hacia el Levante, hasta que lo perdieron entre las sombras purpúreas; luego continuaron la marcha. Durante la noche, otros dos jeques se apartaron de la columna principal y, después de pedir la bendición del príncipe, se alejaron por las arenas, dejándoles la promesa de reunirse con ellos en los pozos de Ma Shadid durante el plenilunio.

Ellos continuaron hasta descubrir un campo de lozana Sahara, que había brotado meses antes, cuando una tormenta empapó un diminuto sector del desierto. Allí se detuvieron para que los camellos pastaran, mientras ellos cortaban brazadas de "la flor", pues era el mejor pienso para los camellos, muy apreciado. Después de cargarlo en sus monturas, continuaron el viaje hasta que el amanecer pintó de rosa y naranja el horizonte del este.

Entonces se detuvieron para acampar y alimentar a los camellos con la Sahara recolectada. Prepararon café y tortas de cereal sobre fogatas humeantes encendidas con estiércol seco de camello. Después de comer se acostaron, envueltos en sus túnicas para dormir durante las horas de calor reverberante, cuando las rocas bailaban entre espejismos. Dorian se tendió junto a Jbrisam, a su sombra; el ruido de sus eructos y el rechinar de sus mandíbulas al mascar lo adormecía con su familiaridad. Durmió bien y despertó al atardecer, cuando el aire se hizo más fresco.

Mientras la columna entraba en movimiento, preparándose para la prolongada marcha de la noche, Dorian puso una pequeña patrulla a las ordenes de Batula para que se adelantara por el curso proyectado. Luego monto en Jbrisam y retrocedió para barrer las huellas dejadas, asegurándose de que nadie los siguiera.

Así era esa tierra dura y hostil, donde las tribus vivían en perpetuo estado de guerra entre clanes, donde las incursiones en busca de camellos y mujeres formaban parte de la existencia y la vigilancia era el centro de la vida.

Dorian comprobó que el rastro dejado estaba limpio. Entonces puso a Jbrisam al trote y pronto alcanzó a la columna principal. Después de medianoche llegaron a los amargos pozos de Ghail y a Yamin. Un pequeño campamento de saares, que ya estaba allí, salió de las tiendas para rodear al camello del príncipe, ululando y disparando al aire como muestra de júbilo.

Pasaron dos días acampados bajo los escasos datileros de Ghail ya Yamin, donde el agua de los pozos era tan salobre que sólo se la podía beber mezclada con leche de camello. Los hombres debían descender hasta las profundidades de la tierra para subirla a la superficie en sacos de cuero, a fin de abrevar a los camellos. Después de la larga jornada sin agua, los animales la bebían con placer. Jbrisam sorbió cien litros de agua en las horas siguientes.

Los últimos jeques saares abandonaron la columna allí y se dispersaron por el páramo en busca de su gente, dejando al príncipe al-Malik con el pequeño destacamento de Dorian como única guía y protección en la última etapa del viaje, antes de encontrarse con los awamires en los pozos de Muhaid.

Tardaron tres noches en cruzar las salinas que se extendían ante las colinas de Shiya. Aun bajo la Luna esas planicies eran blancas como campos nevados; las pisadas de los camelos dejaban un sendero oscuro en la superficie brillante. A la tercera mañana vieron elevarse las colinas mucho más adelante una línea azul claro, recortándose contra el alba como dentadura de tiburón. Pasaron el día acampados en un oasis de poca profundidad, donde un grupo de espinosos árboles de ghaf los amparaba un poco del sol. Antes de acostarse a dormir, Dorian trepó hasta el borde del wadi para estudiar la línea de colinas que se extendía hacia adelante. El sol naciente acentuaba el rojo de la roca escarpada.

Las colinas de Shiya señalaban el limite entre el territorio de los saares y el de los awamires. Dorian distinguió un pico en forma de torrezuela de castillo, al que los saares llamaban torre de la Bruja. Marcaba el paso a través de la sierra que los llevaría al dominio de los awamires. El muchacho sonrió de satisfacción por haber conducido a la columna directamente hasta el paso, a través de una planicie sin caminos. Luego se apuró para bajar al wadi, en busca de sombra y descanso.

Ese anochecer, mientras la columna se disponía a continuar la marcha, Dorian retrocedió para borrar las huellas, como de costumbre. A ochocientos metros del campamento encontró el rastro de un camello extrañó. A esa altura era tan experto en cuestiones del desierto que podía reconocer la pisada de todas las bestias de su columna. Esas huellas mostraban que el jinete desconocido había llegado desde el oeste cruzando su huella. Dorian interpretó que el hombre había desmontado para examinar el rastro de la caravana; luego monto para seguirla a lo largo de tres kilómetros, antes de desviarse hacia una saliente rocosa, que se elevaba como la columna de un elefante en medio de la blanca salina. Detrás de ese escondrijo había dejado su camello para trepar hasta lo alto del risco. Sus marcas de serpiente eran, para Dorian, lectura fácil.

Al seguirlas hasta lo alto del risco, el muchacho descubrió que desde allí se veía el campamento donde la columna había pasado el día. El desconocido se había tendido allí por un rato, para luego bajar corriendo hasta su camello amarrado. Partió dando un amplio rodeo en torno del campamento; luego se encaminó directamente hacia las colinas de Shiya y la Torre de la Bruja, por sobre el paso. El espía les llevaba cuanto menos ocho horas de ventaja; por entonces ya habría llegado al paso.

Las implicancias eran siniestras. En Mas-cate, el califa y sus aliados otomanos ya habrían recibido la noticia de que al-Malik cruzaba el desierto para reunirse con los jefes de las tribus. Era posible que los hicieran interceptar por un ejército. Y el sitio lógico para esa embocada sería el paso de la Torre de la Bruja.

Dorian tardó pocos minutos en decidir el próximo paso. Monto a Jbrisam y la puso al galope por las planicies blancas, poco tiempo después apareció la columna: sombras oscuras sobre la tierra refulgente. La retaguardia le dio la voz de alto antes de reconocer a Jbrisam.

¡Por Dios, es al-Salil!

¿Dónde está Batula? gritó Dorian al detenerse.

Su lancero galopó hacia él y echó atrás el velo para descubrirse la cara.

Vienes de prisa, amo. ¿Hay peligro?

Un desconocido cabalga a nuestra sombra. Nos ha observado desde lejos mientras acampábamos; luego partió hacia el paso, quizá para avisar a los hombres que esperan allí.

Después de explicar rápidamente a Batula lo que había descubierto, hizo que partiera con dos compañeros tras las huellas del desconocido. Mientras ellos se alejaban, azuzo a Jbrisam para alcanzar al príncipe.

Al-Malik escuchó atentamente su informe.

Hay muchos enemigos. Casi con certeza, éstos son servidores de los otomanos o de mi hermano, el califa. Bien sabe Alá que son muchos los que desean impedirme llegar a las tribus del interior. ¿Que planeas, hijo mío?

Dorian señalo las oscuras colinas de Shiya: una barrera interrumpida, ciento cincuenta metros por encima de las salinas.

No sabemos, señor, cuántos son los enemigos. Con mis treinta hombres, me río de un número dos o tres veces mayor. Pero si los otomanos han sabido de vuestro viaje, pueden haber enviado a todo un ejército.

Es probable.

El paso de Torre de la Bruja es el cruce más rápido hacia Awamir a través de las sierras, pero más hacia el oeste hay un paso menor. Dorian señalo por sobre la planicie plateada. Se lo conoce como Paso de la Gacela Brillante; tendríamos que desviarnos muchas leguas para llegar hasta allí, pero no podemos arriesgarnos a que un gran número de otomanos nos atrape dentro de Torre de la Bruja.

Al-Malik asintió.

¿A que distancia está ese otro paso? ¿Podemos llegar antes de que amanezca?

No, respondió Dorian. Aun exigiendo mucho a los camellos, no llegaremos antes de media mañana.

Montemos, pues dijo al-Malik.

Dorian llamó a los hombres de la vanguardia y les ordenó cambiar el rumbo hacia el oeste. Cerraron filas y, con el príncipe en el centro, cada hombre atento a cualquier emboscada,

Azuzaron a los camellos. Las bestias estaban todavía fuertes y descansadas los cristales de sal crujían bajo sus plantas. De ellos, en el aire quieto de la noche, se elevaba una nube de chispeante polvo blanco.

Después de medianoche se detuvieron por un rato, para que los camellos recobraran el aliento y para beber una taza de agua mezclada con leche; luego continuaron.

En la hora más oscura de la noche, cuando faltaban cuatro para el amanecer, se oyó un grito de alarma entre los jinetes la retaguardia. Dorian volvió grupas y galopó hacia atrás.

¿Que pasa? Comenzó.

Pero se interrumpió al ver que una oscura masa de camellos venía hacia allí, como salida de la noche. Eran pocos, pero podían ser la avanzada de un ejército.

¡Cerrad filas! Ordenó, aflojando el asta de su lanza en la bota de cuero.

La columna maniobró velozmente para adoptar una formación defensiva, con el príncipe en el centro, donde pudieran protegerlo. Luego Dorian azuzó a Jbrisam hacia adelante y dio la voz de alto a los hombres que se acercaban.

¡Al-Salil! La respuesta a fue inmediata.

¡Batula!

Salió al encuentro de su lancero y volvió grupas para galopar junto a la montura de Batula, a fin de que pudieran dialogar.

¿Que noticias traes?

Una partida de guerra, muchos hombres. Estaban esperando en Torre de la Bruja.

¿Cuántos?

Quinientos, quizá más.

¿Quiénes?

Turcos y mas-akaras.

Mas-akara era la tribu de las tierras costeras que rodeaban a Mas-cate y Sur. A Dorian no le quedaron dudas de que eran hombres del califa, sobre todo si había turcos entre ellos.

¿Acampados?

No. Galopan detrás de nosotros.

¿Cómo saben que hemos cambiado de dirección?

Sólo puedo suponer que han puesto a muchos exploradores a vigilarnos. Además, desde muchas millas de distancia se ve vuestra nube de polvo. Brilla como un faro a la luz de la Luna.

Al levantar la vista, Dorian vio que oscurecía la mitad del cielo.

¿A que distancia están?

Batula echó atrás el velo, muy sonriente a la luz de las estrellas.

Si fuera de día podrías ver con claridad su nube de polvo. Prepara tu lanza, al-Salil. Mañana, antes de que se ponga sol, habrá una buena batalla.

Galoparon durante toda esa noche, hasta que el alba encendió el cielo por Oriente y la luz cobró potencia.

¡Continuad! Dijo Dorian al príncipe, mientras apartaba a Jbrisam rumbo a un montículo de lava oscura, que solo salía unos quince metros en la planicie blanca. Saltó desde la montura para trepar hasta arriba.

La aurora llameo ante sus ojos y la luz apareció con celeridad, en ese milagroso nacimiento del día desértico. Las salvajes colinas de Shiya se erguían adelante, altas y serradas, con el encantador colorido de algunas aves tropicales: oro brillante y rojo, con parras purpúreas y terraplenes carmesíes. El Paso de la Gacela Brillante se veía con claridad: una hendidura azul oscuro que partía los escarpados barrancos a pico, desde la cima hasta el fondo. Las arenas blancas se amontonaban al pie de las sierras en una rampa inclinada; el viento había tallado esas blandas dunas con formas fantásticas.

Cuando Dorian miró hacia atrás divisó la polvareda de los turcos; se henchía desde la planicie reluciente a poca distancia. En ese momento el sol naciente envío su primer dardo de luz a través de una abertura entre las colinas. Aunque Dorian estaba todavía a la sombra, la llanura quedó iluminada hacia atrás y el sol arrancó chispas a las puntas de las lanzas que se aproximaban.

Batula se equivocó susurró, al ver esas multitudes. Son muchos más de los que él dijo. Un millar, quizá.

Se habían extendido en un frente amplio: muchos escuadrones, algunos oscurecidos por el polvo de la vanguardia.

"Tenemos algún traidor", pensó el joven. "Si enviaron tan gran número es porque tenían la certeza de que el príncipe vendría por aquí."

El escuadrón más cercano ocupaba casi el centro de la línea: una pequeña banda que se había separado del cuerpo principal. Estaban tan cerca que Dorian distinguió la silueta de los camellos y los jinetes a través de la gasa del polvo. Aunque podía contarlos, calculó que los de ese grupo eran doscientos y, a juzgar por su modo de cabalgar, combatientes aguerridos. Entornó los ojos, tratando de calcular su velocidad y compararla con el ritmo de sus propios hombres. Los camellos del enemigo estaban frescos, mientras que los suyos habían galopado toda la noche. El enemigo los estaba alcanzando; sería reñida, la carrera para llegar al Paso de la Gacela Brillante.

Corrió hacia Jbrasim y la monto de un salto. Ella se puso en marcha de un brinco al toque de su vara y voló tras la columna. Al salir de tras las rocas fue visto por los perseguidores, sus gritos de guerra le llegaron traídos por el aire fresco de la mañana. Dorian giró en la montura para mirar atrás, espero para ver las bocanadas de humo de pólvora: los jinetes de la primera fila estaban disparando contra él.

La distancia era muy grande; ni siquiera oyó el paso de las balas. Jbrisam, Viento de Seda, siguió corriendo, intacta, hasta alcanzar a su propio grupo, al pie de la pendiente de arena que ascendía hasta el pie de los barrancos. Era una cuesta resbaladiza, pues las partículas cristalinas sueltas cedían bajo el peso de los camellos y corrían hacia atrás bajo sus plantas, como agua.

La columna subió trabajosamente, retrocediendo medio paso por cada uno que avanzaban; los camellos gemían de miedo en terreno tan traicionero. Uno de los animales de vanguardia cayó sobre los cuartos traseros, forcejeando desesperadamente por erguirse; por fin rodó hacia atrás, aplastando a su jinete

bajo la silla. Dorian, que estaba cerca, oyó sus gritos y el crujido de ambas piernas al fracturarse. Luego la pesada bestia se deslizó hasta el pie de la pendiente, dejando la cuesta a sembrada de cantimploras y cosas despedazadas, arrastrando consigo al jinete atrapado en los arreos.

Dorian desmontó de un salto para liberar al herido con la espada. Batula, al verlo, retrocedió para prestarle ayuda, deslizándose con su montura cuesta a abajo, en las minas de arena voladora; entre ambos levantaron al herido y, entre el bamboleo de sus piernas destrozadas, lo subieron al lomo de Jbrisam.

La retaguardia de la columna estaba ya en la mitad de la pendiente. El príncipe y la vanguardia habían llegado al pie de las rocas y empezaban a desaparecer en la grieta oscura del paso.

Dorian sujetó el freno de Jbrisam para obligarla a girar la cabeza y la hizo trepar por la duna. Al volver la vista atrás vio que sus perseguidores estaban ya muy cerca, con las monturas a todo galope y el polvo bullendo tras ellos; los jinetes blandían sus armas, lanzando gritos de guerra al viento, con intención de derribarlos en tanto forcejeaban por subir esa cuesta traicionera.

Abruptamente, desde muy arriba, les llegaron disparos de mosquete. El príncipe había reunido a los hombres según iban llegando a la boca del paso; el estruendo de la descarga resonó contra la faz del barranco. Dorian vio caer a tres de los jinetees cuanto menos, derribados por las pesadas balas de plomo; una debió de alcanzar a un camello en el cerebro, pues el animal cayó tan de súbito que dio una voltereta, con los cuartos traseros por sobre la cabeza, lanzando por el aire a su jinete. La carga perdió velocidad e ímpetu. En tanto Dorian y Batula subían con esfuerzo esa pendiente blanda, otra descarga de mosquetes pasó por sobre sus cabezas.

Le respondió un repiqueteo de disparos desde el pie de la dunas, donde el enemigo estaba desmontando para apuntar sus trabucos hacía los dos hombres expuestos en la cuesta. Las balas levantaron lluvias de arena en torno de los pies de Dorian; no obstante, como si lo protegiera algún encantamiento, él y Batula continuaron su trabajoso ascenso.

Chorreantes de sudor, respirando en jadeos, arrastraron los camellos por sobre el tope de la rampa, hacia la saliente roca que marcaba la boca del paso. En tanto resollaba, Doria miro rápidamente en derredor.

Los otros camellos estaban ya en lugar seguro, tras el primer recodo de los altos muros de piedra; después de hacer que se echaran allí, sus hombres habían corrido a tomar posiciones entre las rocas, desde donde podrían disparar contra el enemigo.

Por encima de la planicie, Dorian vio que los escuadrones otomanos cubrían varios kilómetros de tierra pálida pero todos venían en la misma dirección, contó rápidamente.

Son cerca de un millar, sin duda decidió.

Después de enjugarse con el tocado el sudor que le quemaba los ojos, examinó rápidamente a Jbrisam, pasándole las manos por los flancos y los cuartos traseros, temiendo encontrar alguna herida de bala, pero estaba indemne. Entregó la cuerda del freno a Batula.

Lleva a los camellos a lugar seguro ordenó y haz que atiendan al herido.

Mientras Batula se adentraba con las bestias en el paso, fue en busca del príncipe. Al-Malik estaba sentado en cuclillas con el mosquete en la mano, indemne y compuesto, dando serenas directivas a los mosqueteros distribuidos entre las rocas. El joven se agachó a su lado.

Esté trabajo no os incumbe a vos, señor, sino a mi.

El príncipe le sonrío.

Hasta ahora has actuado bien. Deberías haber dejado que ese torpe se las arreglara solo. Tu vida vale por cien como la de él.

Dorian ignoró tanto el reproche como el cumplido.

Con la mitad de los hombres, dijo en voz baja, puedo contener aquí al enemigo por varios días, hasta que se nos acabe el agua. Haré que Batula y la otra mitad os escolten a través del paso, hasta el oasis de Muhaid.

El príncipe lo miró a la cara, grave su expresión. Serian veinte contra un millar; aunque se encontraban en una posición fuerte, cabía esperar que el enemigo fuera decidido e ingenioso. Comprendió cuál era el sacrificio que Dorian le estaba ofreciendo.

Deja aquí a Batula propuso y ven conmigo a Muhaid.

El tono de su voz no era una orden, sino una pregunta.

No, mi señor respondió Dorian. No puedo hacer eso. Mi lugar está aquí, con mis hombres.

Tienes razón. El príncipe se puso de pie. No puedo obligarte a descuidar tu deber, pero si te ordeno que no combatas aquí hasta la muerte.

Dorian se encogió de hombros.

La muerte toma sus propias decisiones. No nos permite discutir.

Contenedlos aquí por el restó del día y la noche dijo al-Malik. Eso me dará tiempo para llegar a Muhaid y convocar a los awamires. Volveré por ti con un ejército.

Como mi señor ordene, dijo Dorian.

Pero el príncipe vio en sus ojos verdes una locura guerrera que lo intranquilizó.

Al-Salil dijo con firmeza, apretándole los hombros para acentuar sus palabras : no puedo decirte cuánto tardaré en regresar con los hombres de Awamir. Contenlos aquí hasta el amanecer de mañana, no más. Luego corre a reunirte conmigo, tan aprisa como Jbrisam pueda llevarte. Eres mi talismán y no puedo permitirme el lujo de perderte.

Señor, debéis partir de inmediato. Cada instante es precioso.

Regresaron juntos adonde estaban los camellos. Dorian, con rápidas órdenes, dividió a los hombres en dos grupos: los que se quedarían a defender el paso y los que acompañarían al príncipe. Se repartieron lo que restaba del agua y la comida: una cuarta parte para el príncipe y el resto para el grupo de Dorian.

Os dejaremos todos los mosquetes, los cinco barriles de pólvora negra y los sacos de balas dijo al-Malik.

Les daremos buen uso prometió el joven.

En pocos minutos todo estuvo hecho. El príncipe y Batula montaron a la cabeza del grupo que continuaría viaje. El miró a Dorian desde la montura.

Que Alá sea tu escudo, hijo mío.

Id con Dios, padre mío.

Es la primera vez que me llamas así.

Es la primera vez que así lo siento.

Me honras, dijo gravemente al-Malik.

Y tocó con la vara el cuello de su animal. Dorian los vio serpentear por el estrecho desfiladero, entre los altos muros de roca, y desaparecer en el primer recodo. Luego apartó de su mente todo lo que no fuera la inminente batalla. Volvió a grandes pasos a la boca, para escrutar la planicie y los barrancos con ojo militar. Cálculo, por la altura del Sol, que era mediodía apenas pasado. El día iba a ser largo; la noche, más aún.

Buscó en su defensa los puntos débiles que el enemigo pudiera explotar y trazó sus planes para contrarrestar cada movimiento que éste hiciera. Primero intentarían un asalto directo, cuesta a arriba, puesto que se estaban agrupando allí abajo, en el borde de la llanura. Caminó entre sus hombres, riendo y bromeando con ellos, para distribuirlos en las mejores posiciones defensivas entre las piedras, y se aseguró de que cada uno tuviera una buena provisión de pólvora y balas.

No había terminado de instalar el ultimó de sus piquetes cuando se oyó el sonido distante de un cuerno al pie de la cuesta, seguido inmediatamente por el batir de los tambores y el grito creciente de la primera oleada de atacantes, que se lanzaron hacia adelante, iniciando el ascenso de la pendiente.

¡Quietos! Ordenó Dorian a sus hombres. Reservad el fuego, hermanos de sangre guerrera. Dio una palmada en el hombro a un joven de largos rizos oscuros; ambos se sonrieron mutuamente. El primer disparo será el más dulce, Ahmed. Haz que valga.

Y continuó a lo largo de la línea.

Espera a que estén frente a la boca de tu arma, Hassan. Quiero una muerte limpia con tu primera bala, Mustaf. Salim, deja que se acerquen tanto que ni siquiera tú puedas fallar.

Aunque reía y bromeaba, estaba atento a los atacantes que subían la cuesta. Eran turcos, hombres más corpulentos que los livianos árabes del desierto, con largos mostachos y cascos redondos de bronce que protegían la nariz, y cota de malla sobre la túnica de lana a rayas. "Equipo pesado para el desierto", pensó Dorian, mientras los veía trepar esforzadamente por la arena suelta; la primera embestida se iba convirtiendo un ascenso trabajoso. Dorian salió a la saliente de la cuesta como para darles la bienvenida, y les sonrió con los brazos en jarras. No quería sólo inspirar a sus hombres con el ejemplo, sino también asegurarse de que nadie abriera fuego antes de tiempo, desobedeciendo sus órdenes.

Uno de los turcos se detuvo para alzar su mosquete; tenía la cara brillante de sudor y las manos le temblaban por el esfuerzo. Dorian reunió valor y lo dejó disparar. La bala pasó siseando junto a su cabeza; el viento de su paso le arrojo un rizo rojo dorado contra la mejilla y los labios.

¿Eso es lo mejor que podéis hacer los que tenéis cabras por amantes? Les lanzó una carcajada. Subid, subid a degustar la hospitalidad de los saares.

Sus pullas dieron nuevos alientos a las primeras filas, que rompieron en una torpe carrera para cubrir los últimos metros de la cuesta, Dorian retrocedió hacia sus propios hombres.

Preparaos, hermanos, dijo en voz baja, amartillando su trabuco.

Una hilera de turcos apareció en la boca, hombro contra hombro. Con la cara enrojecida y bañada de sudor, se enfrentaron a los mosquetes apuntados de los saares. Casi todos habían abandonado sus armas de fuego durante el ascenso y ahora blandían sus cimitarras. Con un chillido ronco, se arrojaron contra los defensores.

¡Ahora! Gritó Dorian.

Los saares dispararon al unísono: veinte mosquetes en un prolongado estallido de humo y balas, que arrasó la línea de turcos. Dorian vio que su propio tiro abría un agujero en los dientes amarillos de un corpulento turco de mostachos. La cabeza del hombre saltó hacia atrás, reventando en sangre y tejido cerebral por la cara posterior del cráneo; la espada voló de su mano. Cayó contra el hombre que lo seguía, bambaleándose en lo alto de la cuesta, y le hizo perder el equilibrio; ambos rodaron juntos por la rampa de arena, derribando a otros hombres, que rodaron con ellos hasta el pie.

Con el acero ahora, ordenó Dorian.

Y saltaron de entre las rocas para cargar contra los tui aglomerados en el borde. Esa embestida impulsó a los otomanos hacia atrás, tropezando con sus propios muertos, hasta quedar el borde de la rampa. La saliente quedó despejada y los árabes pudieron enfrentar a los hombres que aún forcejeaban por subir hacia ellos. Tenían la ventaja de la altura y los turcos llegaban casi exhaustos.

La lucha a espada acabó muy pronto con los atacantes trabados, muertos y heridos. Los que seguían indemnes se resbalaron hacia abajo, sin prestar atención a los gritos furiosos de sus capitanes. Dorian vio de un vistazo que no había perdido a un solo hombre. En cambio había cuanto menos doce cadáveres turcos medio enterrados en la arena fina de la duna.

Ese fue sólo el primer plato del banquete dijo, dominando su propio júbilo, pues esa primera carga sólo había incluido a un centenar de turcos. No volverán a intentar lo mismo.

Caminó entre sus hombres, gritándoles que recargaran los mosquetes, pero le llevó algún tiempo lograr que se controlaran.

Quiero diez hombres arriba, en los barrancos.

Los escogió por sus nombres e hizo que escalaran los muros rocosos hasta donde pudieran observar todo el frente de las colinas y cualquier movimiento del enemigo. Cálculo que ahora treparían por las dunas a cada lado de la boca, donde los hombres de Dorían no pudieran alcanzarlos con sus disparos, y se reagruparían en el borde, para atacar desde ambos costados. Eso, sumado a otro ataque frontal, sería la más difícil de resistir.

Dorian sabia que, tarde o temprano, sus hombres tendrían que retroceder hacia el interior del paso; era en ese estrechez del desfiladero donde se verían obligados a efectuar su defensa final. Confiado en que los hombres apostados arriba darían la voz de alerta cuando se iniciara el ataque siguiente, se adentró en el paso con seis hombres para escoger las mejores posiciones defensivas.

Hacia casi tres años que no pasaba por allí, pero recordó que existía un lugar estrecho, donde la roca se estrechaba. Cuando lo halló, la abertura apenas permitía el paso de un camello. Más allá había un deslizamiento de montaña; por órdenes suyas, los seis saares dejaron sus armas y utilizaron las piedras sueltas para fortificar la abertura, construyendo un muro tras el cual pudieran guarecerse.

Los camellos estaban echados dentro del paso, detrás del siguiente recodo del desfiladero; Dorian fue a verificar que estuvieran ensillados y listos para una rápida fuga cuando el enemigo franqueara el sangar. Jbrisam gimió de amor al verlo: se puso acariciarle la cabeza, él regresó a la boca del paso. Los hombres a los que había enviado arriba estaban ya en posición; los otros, diseminados a lo largo de la cornisa, cargaban los mosquetes que les había dejado el príncipe y los dejaban mano. De ese modo dispondrían de un tiro adicional cuando la lucha arreciara.

Dorian se sentó en cuclillas en la cornisa para observar al enemigo. Aunque el Sol ya estaba alto y el calor empezaba a ser feroz, las planicies de sal hervían de actividad. Aún llegaban tropas de jinetes para acrecentar las filas enemigas; los oficiales turcos iban de un lado a otro al pie de las dunas, estudiando la disposición del terreno. Chispeaban sus cascos y sus armas; el polvo blanco pendía sobre ellos como una cortina rialante.

De pronto se notó un movimiento aún más agitado entre las tropas que estaban directamente debajo de Dorian. Sonó un cuerno. Se acercaba un grupo reducido, cuya avanzada enarbolaba estandartes en verde y escarlata, los colores de la Sublime Puerta. Sin duda, eran los comandantes de la fuerza enemiga. Una vez que estuvieron más cerca Dorian los estudió con interés. En el centro del grupo distinguió dos figuras que, a juzgar por su espléndida vestimenta y los ricos jaeces de sus camellos, eran oficiales de alto rango. Uno era turco, pues portaba el escudo redondo y el yelmo de acero. El general otomano, decidió Dorian. Y concentró su atención en el segundo hombre, un árabe. A pesar de la distancia veía en él algo inquietantemente familiar. Estaba envuelto en finas túnicas de lana, pero Dorian notó que era corpulento. La banda del tocado era oro afiligranado; en su cintura, la vaina de la daga curva tenía el mismo brillo metálico. Había oro hasta en sus sandalias. El hombre era un petimetre. "Caramba, lo conozco." La sensación de Dorian se tomó más potente; asoló su memoria tratando de ponerle un nombre.

El grupo de comandantes se detuvo al pie de las dunas muy fuera de alcance para los mosquetes de los hombres apostados en la cornisa; el comandante turco levantó un catalejo para observar la boca del paso. Tras completar una tranquila observación de la faz del acantilado, bajó el cristal y habló con sus oficiales, obsequiosamente agrupados a su espalda. Inmediatamente giraron en redondo para dar ordenes a los escuadrones que esperaban.

Hubo otro estallido de actividad. Estaban haciendo exactamente lo que Dorian había previsto: al poco rato cientos de hombres fuertemente armados trepaban por la cuesta a ambos costados. Aunque se mantenían fuera de tiro con respecto al pequeño grupo de defensores, Dorian sabia que, cuando llegaran a la cornisa, se infiltrarían para tratar de invadir la entrada del paso.

¡Al-Salil! Los turcos come hormigas están subiendo otra vez anunciaron los vigías de Dorian, apostados sobre los barrancos. Desde esos puestos ventajosos veían mejor que él y pudieron advertirle cuando el primer hombre enemigo llegó a la cornisa y empezó a avanzar hacia el centro.

Disparad contra cualquiera que se ponga a tiro gritó el joven a su vez.

Inmediatamente, una descarga de mosquetes levantó ecos a lo largo de los barrancos. Los saares estaban disparando contra la cornisa y los turcos respondían al fuego. Ocasionalmente se oía el grito de algún herido, pero los vigías advertían a viva voz que el enemigo estaba logrando gradualmente una posición desde la cual podrían lanzar el primer asalto contra la boca del paso.

Aun distraído por la acción, Dorian no dejaba de observar al árabe ataviado de oro, que cabalgaba junto al general turco. Por fin una caravana de camellos de carga se adelantó desde la retaguardia, trayendo una tienda de cuero pintado. Veinte hombres lo desenrollaron para armarla en la planicie blanca; a su sombra esparcieron alfombras y almohadones. El general turco desmontó y fue a instalarse en esos tapices. El petimetre árabe también se descolgó torpemente de la montura y siguió al turco a la tienda. Entonces Dorian pudo apreciar la amplitud de sus hombros y la curva del vientre bajo la túnica de lana. En cuanto dio algunos pasos Dorian reparó en la cojera: renqueaba del pie derecho. Bastó eso para recordar la riña en la escalinata del antiguo sepulcro, en los jardines de la zenana de Lamu, y la caída que había fracturado ese píe.

¡Zayn! susurró ¡Zayn al-Din! Era su viejo enemigo de la niñez, ahora ataviado como príncipe de Omán y cabalgando a la vanguardia de un ejército.

Dorian sintió que todo el odio y el antagonismo volvían a raudales. Zayn volvía a ser el enemigo. "Pero, ¿que hace aquí persiguiendo a su propio padre? ¿Sabe acaso que yo también estoy aquí?", se preguntó.

Trató de encontrar sentido a esa extraña circunstancia fortuita. Zayn había pasado tanto tiempo en la corte de Mascate que estaba atrapado en el complejo torbellino de intrigas reales, probablemente dirigidas y alentadas por su tío, el califa. A menos que hubiera cambiado mucho, sin duda practicaba de buen grado las conspiraciones de la corte. Era obvio que se había convertido en un peón más para la Sublime Puerta. Quizás estaba en el centro de la capitulación de Omán ante los Otomanos.

Cerdo traidor murmuró Dorian, mirándolo con aborrecimiento. Venderías a tu país y a tu pueblo, hasta a tu propio padre. ¿Cuál fue el precio? ¿Que recompensa te ha ofrecido la Puerta, Zayn? ¿El mismo trono, como títere puesto por ellos en Mascate?

Zayn al-Din ocupó su asiento junto al general turco, a la sombra de la tienda, y un esclavo le puso una taza en la mano de la que él bebió un sorbo. Dorian vio que se había dejado una barba ralla y desaliñada, aunque tenía las mejillas tersas y regordetas. Viendo que miraba directamente hacia él, Dorian se quitó el tocado y sacudió sus relucientes rizos dorados. Zayn, al reconocerlo, dejó caer la taza de entre los dedos.

El pelirrojo lo saludó alegremente con la mano. Zayn, sin responder, pareció encogerse un poco, ensanchándose como un sapo hinchado. En ese momento se oyó una súbita ráfaga de disparos a lo largo de los barrancos de la derecha. Dorian se volvió para animar a los defensores de ese costado.

¡Cuidado, al-Salil! anunció uno de los vigías. ¡Allí vienen!

¿Cuántos? Preguntó el joven, mientras se dejaba caer detrás de la roca, con Ahmed.

¡Muchos! fue la respuesta. ¡Demasiados!

Por ese lado los barrancos formaban una fortificación desigual que se plegaba sobre sí misma, de modo que no permitía ver a más de veinte pasos a lo largo de la cornisa; pero se oían las voces de los hombres detrás del recodo y el ruido de sus pisadas adelantarse, el repiqueteo de un escudo de bronce contra la piedra, el crujir de las correas de petos y tahaliíes.

¡Quietos! índico Dorian a sus hombres, en voz baja.Esperadlos. Dejad que se acerquen.

De pronto una fila de turcos cargó desde la esquina del barranco, directamente hacia ellos. La cornisa apenas permitía pasar a tres hombres a la vez, pero otros se apretaban tras ellos, pisándoles los talones.

¡Allah akbar! aullaban. ¡Dios es grande!

Al frente venia un hombre alto, marcado de viruelas, con un yelmo sarraceno de acero en la cabeza, el torso cubierto por cota de malla y, en las manos, un hacha de combate de doble filo. Se adelantó de un brinco y, escogiendo a Dorian, cargó contra él con el hacha alzada por sobre la cabeza.

Estaba a un paso de distancia. Cuando Dorían disparó la boca del largo trabuco estaba casi contra su cara. El proyectil entró por el cuello y el turco cayo de rodillas, apretándose la herida. Una arteria cortada bombeo la sangre entre sus dedos en gruesos chorros glutinosos, y él cayo de bruces.

Dorian soltó el arma descargada, la cambió por la otra y la amartilló. Otro hombre saltó por sobre el turco moribundo. Recibió el disparo en el pecho y cayo sobre la cornisa, pateando y retorciéndose.

Dorian arrojo al suelo el mosquete vacío y, desenvainando la espada, se adelantó para bloquear la cornisa. Anmed estaba a su derecha; Salim, a la izquierda, pegados a sus hombros. El enemigo vino en tropel, de a tres, pero con otros siguiéndolo de cerca, listos para cubrir los blancos dejados por los hombres que cayeran. A Dorian le encantaba sentir en la mano el peso de una buena espada. La que blandía ahora había sido el regalo de despedida del príncipe, el día en que él se hizo a la mar desde Lamu. Era de acero de Damasco, flexible como una rama de sauce y afilada como el colmillo de una serpiente.

Mató limpiamente al primer hombre con quien se enfrento, apuntando al ojo oscuro bajo el borde del yelmo; después de ensartar el globo ocular como sí fuera un riñón de oveja en kebab, impulsó su acero hasta el cerebro. Luego retiró velozmente la hoja, dejando caer a su víctima. Los otros avanzaron precipitadamente tras los escudos de bronce; ya no había espacio ni pausa para la esgrima. Hombro contra hombro en la multitud, lanzaron mandobles, estocadas y gritos, atrás y adelante, a diestra y a siniestra por la estrecha cornisa.

El grito de advertencia de los vigías saares se oyó casi apagado por los gritos, el clamor de los aceros, los pisoteos y los empujones.

¡A la izquierda y al frente!

Dorian, al oírlo, derribó a otro hombre antes de saltar hacia atrás, apartándose del combate, dejando su lugar a Mustaf que lo seguía.

Miró a su alrededor; mientras él combatía a la derecha, los turcos habían lanzado una serie de ataques contra los otros puntos. Cinco de sus hombres luchaban desesperadamente para defender el lado opuesto de la entrada, donde el enemigo avanzaba a lo largo de la cornisa. Al mismo tiempo doscientos turcos trepaban por la duna desde adelante. En los pocos segundos que tardó en hacer su evaluación cayeron dos de sus hombres: Salim, medio degollado por un golpe de hacha, y Mustaf con una espada hundida en sus pulmones, vomitando chorros de sangre.

Dorian no podía compensar esas pérdidas y los turcos que subían por la cuesta a estaban casi en la cornisa. Los hombres apostados en los barrancos, sin esperar su orden, descendían ya para incorporarse al combate. Agradeció que bajaran de un salto los últimos tres metros para caer a su lado, en la roca. Por entonces sus flancos estaban cediendo ante la presión; en cualquier momento una oleada de enemigos cruzaría rugiendo la parte frontal de la cornisa.

¡Espalda contra espalda!, chilló Dorian. ¡Cubríos mutuamente! ¡Adentro del paso!

Formaron un apretado circulo defensivo, en tanto los turcos ladraban en torno de ellos, y retrocedieron con celeridad hacia la boca del paso, pero seguían perdiendo hombres ante el destello del acero y las balas de mosquete disparadas a corta distancia.

¡Ya! ordenó Dorian, ¡Corred!

Giraron en redondo para correr hacia adentro, arrastrando a los heridos, mientras los enemigos se atascaban en la entrada, obstruyéndose mutuamente en el intento de perseguirlos. Con Dorian a la cabeza, dejaron atrás el recodo del desfiladero. Él gritó a los seis hombres que estaban tras los muros del sangar:

¡No disparéis!. ¡Somos nosotros!

Tuvieron que trepar por sobre el muro del sangar, que les llegaba hasta el pecho. Los hombres que esperaban atrás los ayudaron a pasar a los heridos por arriba. Cuando el último de los saares se hubo dejado caer desde lo alto de la pared, el enemigo apareció rugiendo por el desfiladero, a corta distancia. Los seis hombres que no habían combatido hasta entonces estaban desesperados por participar: después de cargar todos los mosquetes restantes, los habían alineado a lo largo del barranco; las largas lanzas estaban plantadas en la tierra, bien a mano, para cuando los turcos cruzaran el sangar.

¡Agua! ordenó. ¡Traed una cantimplora!

El desfiladero parecía un horno de pan y el combate había sido fragoroso. Bebieron a grandes tragos del liquido turbio amargo de los pozos de Ghail ya Yamin, como si fuera un sorbete dulce.

¿Dónde está Hassan? preguntó Dorian, mientras contaba cabezas.

Lo ví caer respondió uno de sus hombres, pero venía cargando a Zayid y no pude regresar por él.

Dorian lamentó la perdida, pues Hassan era uno de su favoritos. Sólo le quedaban doce hombres en condiciones de combatir. habían traído a cinco de los heridos, pero los otros estaban abandonados a merced de los turcos. Esos cinco fueron dejados con los camellos; luego Dorian dividió a los sobrevivientes en cuatro grupos iguales.

En el muro del sangar sólo había espacio para tres hombres por vez. Dorian apostó a los tres grupos restantes detrás de la primera fila; después de cada descarga, ésta retrocedería para cargar, mientras las siguientes se adelantaban para reemplazarla. De esa manera esperaba mantener un fuego graneado contra los turcos que avanzaran. Tal vez pudiera contenerlos hasta el oscurecer, pero difícilmente podrían sobrevivir a la noche.

Quedaban muy pocos saanes de pie y los turcos tenían reputación de ser combatientes terribles y esforzados, lo bastante ingeniosos, sin duda, como para hallar alguna estratagema con que burlar los mejores esfuerzos de la defensa. Sólo podían aspiran a ganar tiempo para al-Malik; al final tendrían que intentar abrirse paso a lanza y espada.

Se instalaron detrás del sangar, en el desfiladero caliente silencioso, reservando las energías.

Cambiaría mi lugar en el Paraíso por una pipa deje, dijo Misqha con una gran sonrisa, mientras se vendaba corte de espada en el brazo con una tira de trapo sucio y empapado en sudor. El humo embriagador de la hierba hacía que el

fumador perdiera el miedo e ignorara el dolor de sus herida.

Te encenderé una con mis propias manos, cuando estamos sentados en los salones de Mas-cate prometió Dorian. Luego se interrumpió pues alguien lo llamaba por su nombre

¡Al-Salil, hermano mío! La voz reverbero en la noche Mi corazón se regocija al verte nuevamente.

Era aguda, casi femenina. Aunque su timbre había cambiado, Dorían la reconoció.

¿Cómo sigue tu pie, Zayn al-Din? preguntó. Ven, permíteme que te quiebre el otro, para equilibrar tu andar de pato.

Invisible tras el recodo del pasaje, Zayn soltó una risita aguda.

Iremos, hermano mío, creedme que iremos. ¡Y como reiré cuando mis aliados turcos te levanten las faldas de la túnica y te doblen sobre la montura del camello!

Creo que tú lo disfrutarías más que yo, Zayn. Dorian empleó la forma femenina de tratamiento, como si estuviera hablando con una mujer.

Zayn se estuvo callado por un rato. Luego volvió a gritan:

Escucha al-Salil. Aquí está Hassan, tu hermano de sangre. Lo dejaste atrás mientras huías como un cobarde chacal. Aún vive.

Dorian sintió un escalofrío a lo largo de la columna.

Es un valiente, Zayn al-Din. Permítele morir con dignidad, clamó. Hassan era su amigo desde el primer día de su residencia entre los saares. Tenía dos esposas jóvenes y cuatro hijitos; el mayor, de sólo cinco años.

Un terrible alarido corrió por el desfiladero: un alarido de tormento mortal, de indignación, que se redujo a un gemido sollozante.

Aquí tienes un regalo de tu amigo. Desde el recodo arrojaron algo pequeño, blando y sanguinolento, que rodó por la tierra arenosa hasta detenerse frente al sangar. Te hace falta otro par de bolas, al-Salil, hermano mío dijo Zayn al-Din. Ahí van. Hassan no las necesitará allí donde va.

Los saanes gruñeron maldiciones y Dorian sintió un escozor de lágrimas en los párpados. Con voz ahogada, gritó: ¡Juro por Dios que algún día te haré lo mismo!.

¡Oh, hermano mió! respondió el otro, si este perro saarte es tan querido, te lo devolveré. Pero antes quiero verle el hígado.

Hubo otro grito espantoso; luego empujaron a Hassan hacia el sangar. Venia tambaleándose, desnudo; entre las piernas había un agujero negro, pastoso de sangre. Le habían abierto el vientre y las entrañas le colgaban hasta las rodillas, escurridizas y purpúreas. Avanzó tambaleándose hacia Dorian, con la boca abierta, emitiendo un balido animal. Esa boca era una cueva inundada de sangre: Zayn al-Din le había contado la lengua.

Antes de llegar se derrumbó en el polvo, retorciéndose débilmente. Dorian saltó por sobre el muro, con el mosquete en la mano. Apoyó la boca contra la nuca de Hassan y disparo. El cráneo se deshizo como un melón podrido. Al ruido del disparo los turcos cargaron en tropel por el desfiladero, con una ola de agua tempestuosa. Dorian saltó otra vez hacia atrás.

¡Fuego! gritó a sus hombres. La primera descarga mosquetes se clavó como grava en la primera fila de atacante. La batalla recrudeció varias veces en las pocas horas de luz que restaban. Gradualmente el desfiladero se fue bloqueando con los cadáveres del enemigo, que se amontonaban casi hasta la altura del muro rocoso; una densa niebla de humo llena las profundidades del paso, tornando el aire difícil de respirar entre toses y jadeos, ellos disparaban y volvían a cargar. El humo se mezclaba con el olor metálico de la sangre y los gases de los intestinos destrozados; el sudor les chorreaba por el cuenco y les quemaba los ojos de sal.

Por tres veces los turcos lograron trepar hasta lo alto de pared, utilizando a sus propios muertos como escalera de asalto; por tres veces Dorian y sus saanes los obligaron a retroceder. Al caer la oscuridad sólo quedaban siete árabes que aún podían mantenerse de pie a su lado, todos ellos heridos. En la pausa entre un ataque y otro arrastraban a los caídos hacia atrás, hasta donde esperaban los camellos. Como no había nadie que atendiera a los heridos, Dorian dejó una cantimplora junto a quienes aún tenían fuerzas para beber de ella.

Jaub, a quien apodaban el Gato, tenía el hombro derecho destrozado por un golpe de hacha. Dorian no pudo detener hemorragia.

Es hora de que te abandone, al-Salil susurro Jaub, incorporándose trabajosamente sobre las rodillas. Sostén la espada.

El joven no pudo negarse a esa última solicitud: no podía dejar a manos de los turcos a ese camarada de diez batallas. Con el corazón hecho hielo, apoyó firmemente la empuñadura en la arena y puso la punta de la hoja debajo de las costillas apuntada hacia el corazón.

Alá y su Profeta te bendigan, amigo mío.

Y se dejó caer hacia adelante. La hoja penetró en toda longitud; la punta, untada de sangre, asomó por entre los omoplatos. Dorian se levantó para volver corriendo al muro, en momento en que otra oleada de turcos venia aullando por el

paso. Por fin lograron rechazarlos, pero habían caído otros dos saares.

"Esperaba contenerlos por más tiempo", pensó Dorian, recostándose contra la pared empapada en sangre. "Esperaba dar a mi padre más tiempo para reclutar a los awamires. Pero quedamos demasiado pocos. Está o casi ha terminado.

El desfiladero estaba ya muy oscuro. Pronto los turcos podrían trepar hasta el pie del muro sin ser vistos.

Bin-Shibam graznó al hombre que estaba a su lado, con la garganta hinchada de sed y ronca de tanto gritar trae la última cantimplora y los haces de leña que cargan los camellos. Vamos a beber y a iluminar la noche con nuestra última fogata.

Las llamas iluminaron los muros del desfiladero con un esplendor rojizo y vacilante; a intervalos, uno de los saares arrojaba una rama encendida por sobre el muro, para dispensan las sombras en que los turcos podían llegar a gatas.

Hubo una pausa. Se oían los diálogos de los turcos detrás del recodo y los gemidos de los moribundos, pero el ataque siguiente no se producía. Sentados en un pequeño grupo, detrás del muro, bebieron el resto del agua y se ayudaron mutuamente a vendarse las heridas. Todos tenían alguna; las de Dorian eran las menos graves, aunque había pasado el día entero en lo más reñido de la lucha. Tenía un corte profundo en la cara posterior del brazo izquierdo y una estocada en el hombro del mismo lado.

Pero aún puedo usar el brazo derecho para blandir la espada dijo al hombre que le estaba improvisando un cabestrillo con un trozo de soga. Creo que hemos hecho aquí todo lo que era posible. Aquel de ustedes que quiera retirarse puede montar un camello y huir, con mi agradecimiento y mi bendición.

Este es buen lugar para morir, dijo el hombre que estaba a su lado.

A las huríes del Paraíso no les gustaría que desoyéramos su llamado. Otro rechazaba su ofrecimiento.

Luego todos levantaron la vista, levemente alarmados por un guijarro que se desprendía desde arriba, rebotando de pared en pared y arrancando diminutas chispas a la roca.

Han trepado los barrancos y están por sobre nosotros. Dorian se levantó de un salto. Apagad el fuego. Las llamas permitirían que los hombres de arriba vieran su posición. Pero su advertencia llegó demasiado tarde. De súbito el aire, en derredor de ellos, se lleno con un rugido atronador, como el de una gran catarata, y un bombardeó de piedras se precipitó sobre ellos. Algunos de los cantos rodados eran como barriles de pólvora; otros, apenas como la cabeza de un hombre. Pero en las entrañas del paso no había donde refugiarse de esa lluvia letal.

Tres hombres más quedaron aplastados en los primeros momentos; los otros fueron derribados mientras corrían por el pasadizo hacia los camellos. Sólo llegó Dorian, que se arrojó sobre la montura.

¡Hut! ¡Hut! dijo, ungiéndola a levantarse.

Pero mientras ella se incorporaba el bombardeo de cantos rodados cesó abruptamente y los turcos se lanzaron en tropel por sobre la pared, a su espalda. Después de apuñalar a los árabes heridos, casi sin detenerse, corrieron para rodear Jbrisam.

Dorian atravesó a uno con la lanza, clavando profundamente la punta de acero en el pecho, contra la resistencia de la carne viva, pero el mango se le quebró en la cara. Arrojó el cabo a la cara de otro turco y desenvaino la espada. Mientras lanzaba mandobles contra las cabezas de quienes trataban de arrancarlo de su montura, condujo a Jbrisam a lo largo del desfiladero, ella pateó a cuantos se le pusieron en el camino estrecho. Afincando sus enormes dientes amarillos a un hombre le arrancó los dedos de un mordisco; a otro le trituro las costillas con un solo golpe de la pata delantera. Luego saltó hacia delante abriéndose paso entre las filas.

Dorian usó el brazo sano para aferrarse del pomo de la silla, en tanto Jbrisam corría libremente, siguiendo los meandros y convulsiones del desfiladero. Los gritos sanguinarios de los turcos fueron quedando atrás.

El paso corría a través de casi dos kilómetros de colinas, era un curso de agua seco, formado por el agua de las tormentas al deshacer un estrato de roca más blando, a lo largo de milenios. Cuando estuvieron libres de sus perseguidores, Jbrisam pasó a ese trote suave con el que cubría la distancia con celeridad y por el que la llamaban Viento de Seda.

Dorian cayó en un trance provocado por la sed, el agotamiento y el dolor de las heridas. Los muros del desfiladero pasaban a su lado, sin fin, martirizándolo aún más. En un ocasión estuvo a punto de caen de la silla, pero Jbrisam lo percibió y se detuvo abruptamente. Eso reavivó a Dorian, que adoptó una posición más firme en la montura.

Sólo entonces noto que el paso de la camella era dificultoso; pero estaba confuso y aturdido; apenas podía mantenerse erguido. El esfuerzo necesario para desmontar y revisar al animal era demasiado para él.

Se adormeció una vez más al despertar descubrió que habían emergido por el lado opuesto del paso y estaban ya en el territorio abierto de Awamir. Por la altura de la Luna y la posición de las estrellas calculó que ya era medianoche pasada.

La noche era glacial, en cruel contraste con el calor ardoroso del día. La sangre y el sudor que empapaban su túnica lo congelaban aún más; estaba mareado y temblaba. Jbrisam se movía bajo él de modo extrañó, con pasos cortos, con el lomo encorvado. Por fin reunió fuerzas y decisión para ordenarle que se detuviera y se echara.

Al revisar la cantimplora colgada sobre su cruz descubrió que apenas contenía cuatro litros del agua maloliente de Ghail ya Yamin. Se cubrió los hombros con el grueso chal de lana que llevaba en la red. Todavía está remecido, examinó a Jbrisam para averiguar la causa de su malestar.

De inmediato vio que su grupa brillaba a la luz de la Luna mojada por una fuerte diarrea. El estiércol líquido que evacuaba tenía el color rojo oscuro de la sangre. Dorian sintió una oleada de horror. Olvidando sus propias heridas y su angustia, palpó los flancos suaves y lustrosos, pero cuando le tocó el vientre, por delante de las patas delanteras, la oyó gemir suavemente y su mano salió mojada de sangre.

Un lanzazo turco le había penetrado profundamente en la panza, perforándole los intestinos. Estaba mortalmente herida; sólo por un milagro de amor y decisión había podido llevarlo hasta allí. Dorian, débil y triste como estaba dejó corren las lágrimas. Desató de entre la carga el cubo de cuero y lo llenó con el agua de la cantimplora. Después de beber un cuarto litro de ese liquido mugriento se arrodilló junto a la cabeza de Jbrisam.

Querida mía, mi valiente le dijo, dándole a beber lo que restaba en el cántaro. Ella sorbió el agua con ansiedad; al terminar hociqueó el fondo.

No hay nada más que pueda hacen por ti. Dorian le acarició las orejas; a ella le encantaba. Morirás antes de que amanezca, y yo contigo, a menos que puedas llevarme un poco más allá pues los turcos han de estar cerca. ¿Me cangarás por última vez? Se puso de pie, instándola suavemente: Hut Hut!

Ella levantó la cabeza para mirarlo, desbordantes de agonía los grandes ojos oscuros.

¡Hut! ¡Hut! repitió él.

La camella gimió. Luego se incorporo con un bramido. Dorian subió trabajosamente a la montura.

Ella continuó la mancha, con su paso tieso y penoso, siguiendo las huellas dejadas por el príncipe y Batula a través de las colinas quebradas y los profundos wadis. Dorian volvió a tambalearse, pero utilizó la red ya vacía para atarse a la montura. Dormitaba, despertaba con un respingo y volvía dormitar, hundiéndose lentamente en un coma. Perdió toda noción del tiempo, la velocidad y la dirección. Así avanzaba la bestia moribunda y el hombre. Una hora después del amanecer, cuando el cruel flagelo del sol volvía a castigarlos, Jbrisam cayó por última vez. Murió de pie, tratando aún de dar un paso más. Cayó pesadamente, con un gemido postrero, arrojando de la silla a su jinete, quien quedó despatarrado en el suelo rocoso. Dorian se arrastró de rodillas hasta la sombra que dejaba el cuerpo de Jbrisam. Se obligó a no pensar en la muerte de su amada bestia ni en la perdida de sus hombres. Debía centrar todas sus fuerzas y su ingenio en mantenerse vivo hasta que Batula viniera a rescatarlo con los awamines.

Vio hacia adelante las huellas pesadas de muchos camello en la tierra suelta; entonces comprendió que, hasta en los estertores de la agonía, Jbrisam había seguido fielmente la ruta que Batula y el príncipe siguieran hacia el oasis de Muhaid. Eso aún podía salvarle la vida, pues cuando regresaran lo harían sobre sus propias huellas. Era regla de sobrevivencia en el desierto no dejan un lugar seguro para vagar por el páramo, pero Dorian sabia que los turcos venían siguiéndolo. Zayn al-Din no lo dejaría escapa con tanta facilidad. El enemigo debía de estar cerca, si lo encontraban antes que Batula, podía esperar el mismo tratamiento que Zayn había dado a los heridos capturados en el Paso de la Gacela Brillante.

Debía salir al encuentro de Batula, tratando de mantener la distancia con los turcos mientras tuviera fuerzas para mantenerse de pie. Se levantó, trémulo, para estudiar la carga de Jbrisam. ¿Había allí algo que pudiera serle útil? Desengancho la cantimplora y la sostuvo en alto con ambas manos, acercando el pico a los labios. Unas pocas gotas amargas se deslizaron hasta su boca, de mala gana; él tragó con dificultad: ya tenía la garganta hinchada. Luego dejó caer la bota vacía.

Armas. Allí estaba su trabuco, en la vaina de cuero, el frasco de pólvora y la bolsa de municiones. La culata del mosquete tenía incrustaciones de marfil y madreperla; el cerrojo estaba labrado en plata. Pesaba más de tres kilos, demasiado para cargarlo. Lo abandono.

Su lanza rota había quedado en el paso; la espada lo demoraría; su peso parecía duplicarse con cada milla recorrida. Se quitó tristemente el tahalí y lo dejó caer. Conservó la daga; al final la necesitaría. Estaba bien afilada. Cuando los turcos se acercaran se dejaría caer contra ella; prefería una muerte limpia a la emasculación y el desentrañamiento.

Luego miró a Jbrisam, diciendo:

Hay una última cosa que debo pedirte, querida mía.

Se arrodilló para abrirle el vientre con la daga. Sacó puñados del estomago y exprimió el liquido entre los dedos para beberlo, amargo de bilis. Tuvo que contener el impulso de vomitarlo, sabiendo que le daría fuerzas para sobrevivir algunas horas más bajo el sol implacable.

Al cambiarse los vendajes vio que las heridas habían dejado de sangrar y tenían costras negras. Luego ajustó las correas de sus sandalias y se cubrió la cabeza con el chal, para protegerse de los rayos brutales. Sin mirar atrás, echó a andar por la huella del príncipe y su grupo, hacia un horizonte que ya ondulaba en azules espejismos de calor.

Una hora más tarde cayo por primera vez. Fue como si las piernas se le convirtieran en agua, arrojándolo de bruces. La boca abierta se le llenó de tierra seca, alcalina; al tratar de escupiría estuvo a punto de sofocarse: no le quedaba saliva en la boca y, al tomar aire, el polvo entró en sus pulmones. Se incorporó a duras penas, tosiendo y jadeando. Ese esfuerzo lo salvó de hundirse en el coma. Sin saliva en los labios ni sudor en la cara, se limpió la cara con el extremo del tocado y logro ponerse de pie. Aunque tambaleante y a tropezones, se mantuvo erguido y sus piernas recuperaron en parte las fuerzas.

Continuó caminando; el sol le penetraba por los ojos, como si estuviera cocinándole el contenido del cráneo. Los labios se le partieron como pergamino; cuando trató de tragar sintió en la boca el lento hilo metálico y salobre de la sangre.

El dolor y la sed cedieron poco a poco, según ingresaba ese estado onírico en el que no hay sensaciones. Al oír una música dulce y melodiosa, se detuvo a mirar en derredor. Tom y Yasmini estaban de pie en lo alto de la cuesta a que él iba ascendiendo. Ambos agitaban la mano riendo.

¡No seas niño, Dorry! gritó su hermano.

¡Ven, Dowie!. Yasmini bailaba a su lado como un primoroso elfo, haciendo girar sus faldas. Dorian había olvidado lo bonita que era. Ven conmigo, Dowie. Te llevaré otra vez por el Camino del µrgel.

Él rompió en una carrera vacilante, desgarbada; la pareja de la colina se volvió a saludarlo con las manos antes de desaparecer detrás de la cresta. Tenía la sensación de estar caminando por arena muy suelta; cuando tropezó con una piedra tuvo que agitar los brazos para no caer, pero llegó a lo alto pudo mirar hacia abajo.

Quedo asombrado, pues el valle estaba poblado de verdes árboles llenos de fruta roja y madura; había prados de lozano césped inglés que descendían hacia un lago de aguas chispeantes. Tom había desaparecido, pero Yasmini estaba de pie borde del agua, desnuda. La piel de su cuerpo, lustroso y esbelto, tenía un hermoso tono dorado; la cabellera ondulada hasta la cintura, con aquel extrañó reflejo de plata. Los pechos de manzana asomaban tímidamente por entre esa cortina deslumbrante.

¡Dowie! llamó, con voz tan dulce como el reclamo de un zorzal del desierto. Te espero desde hace tanto tiempo Dowie…

Él trató de correr hacia ella, pero las piernas se le aflojaron otra vez y cayó. Estaba demasiado exhausto como para levantar la cabeza. Déjame dormir un ratito, Yazmini suplicó. pero de garganta hinchada no surgió sonido alguno; la lengua pareció llenarle toda la boca y pegarse al paladar.

Abrió los ojos, con otro esfuerzo enorme. Yasmini y Tom habían desaparecido. Fue una terrible sensación de pérdida, sólo quedaba allí abajo el páramo calcinante, roca, espino y arena. Giró sobre si mismo para mirar colina abajo. La patrulla de la caballería otomana venia a lo largo de su huella: cincuenta hombres montados en camellos de carrera. Aún estaban a dos millas marítimas de distancia, pero se acercaban de prisa. Y tuvo la certeza de que ellos, cuanto menos, no eran fantasmas.

Se arrastró gateando un trecho más antes de levantarse. Aunque se le doblaban las rodillas, luchó contra la debilidad para franquear, tambaleándose, la cresta de la lomada. La pendiente lo ayudó a continuar corriendo.

Volvió la música, pero está a vez colmaba el firmamento: eran cientos de voces las que cantaban. Dorian alzó los ojos y vio al coro celestial: una multitud de Ángeles arracimados en torno del sol, tan gloriosos que sellaban su visión como los reflejos lanzados por las facetas de un gran diamante.

¡Ven a Dios! Cantaban. ¡Entrégate a la Voluntad de Dios!

Si murmuro. Su propia voz le sonó extraña, como sí llegara desde muy lejos. Si, estoy listo.

Al decirlo se produjo un milagro: Dios apareció ante él. Dios era alto; vestía una túnica de cegadora blancura; detrás de su cabeza, los rayos del Sol formaban un nimbo dorado. Su semblante era bello, noble y lleno de gran compasión. Levantó la mano derecha en un gestó de bendición y miró a Dorian con ojos llenos de amor. El joven sintió que la fuerza de Dios fluía por su cuerpo, cargándole el alma de una infinita sensación de santidad y reverencia. Cayó de rodillas. Utilizó esa nueva fuerza para gritar a todo pulmón:

¡Doy testimonio de que no hay más Dios que Dios, y Mahoma es Su Profeta!

El bello rostro de Dios brillaba de benevolencia. Se adelantó a grandes pasos para levantar a Dorian, abrazarlo y besar sus labios ennegrecidos y sangrantes.

Hijo mío, musitó Dios. Pero hablaba con la voz del príncipe Abd Muhammad al-Malik. Tu aceptación de la única fe verdadera me llena el corazón de gozo. Ahora se cumple la profecía. Agradezco al Señor que te hayamos encontrado a tiempo.

Dorian se derrumbó en brazos del príncipe. Al-Malik grite a los hombres que lo seguían:

¡Agua! Trae agua, Batula.

El lancero vertió entre los labios de Dorian el agua fresca dulce de una esponja; luego lo cargó en la camilla que traían preparada. Diez o doce awamines la alzaron hasta el lomo un camello de carga.

Encaramado en su oscilante litera, Dorian giró la cabeza con los ojos enrojecidos tras los párpados hinchados, vio que una horda de awamires venia cruzando la llanura.

Luego, en la línea del horizonte, apareció la patrulla turcos, que sofrenó a los camellos en medio de su propia nube de polvo, mirando con estupefacción y súbito miedo al ejército de Awamir.

De las filas árabes surgió un fuerte grito: ¡Allah akbar!

En ristre las largas lanzas, se lanzaron al combate. Los turcos volvieron grupas y huyeron ante ellos.

Dorian se hundió nuevamente en la camilla. Cerrando los ojos, se dejó aplastar por la oscuridad.