Ayer Guy bajo al fuerte. El sultán mandó a por él, dijo Sarah a Tom. Volvió con un humor de pernos. Desmayó golpes a uno de los mozos de cuadra y nos gritó a Carolina y mí
¿Te golpeó? quiso saber Tom. Si te levanta la mano juro que lo haré pulpa.
Una vez lo intentó rió Sarah, haciendo bailar la cabellera al viento monzónico. Dudo que vuelva a hacerlo. Le rompí en la cabeza uno de sus preciosos jarrones chinos. No sangró mucho, pero él se componte como sí estuviera por morir. ¡Pero basta de eso! Te estaba presentando mi informe.
Listos para viran la interrumpió Tom.
Ella saltó hacía el amantillo de mesana de la pequeña falúa. Estaba aprendiendo con celeridad a manejar los cabos y ya era buena tripulante. Tom alquilaba la embarcación en el puerto de Zanzíbar, por unas pocas rupias al día, y estaba haciendo bordadas para rodear el extremo sur de la isla. Luego Sarah volvió a sentarse junto a él.
La cuestión es que, después de armar un verdadero pandemonium en toda la casa, Guy pasó el resto de la tarde en su cuarto. Durante la cena apenas dijo una palabra, pero bebió dos botellas de oporto y otra de Madeira. Caroline y yo tuvimos que llevarlo a la cama con la ayuda de dos criados.
¿Conque mi gemelo se ha vuelto borracho? Preguntó Tom.
No, esto fue muy desacostumbrado; es la primera vez que lo veo beber hasta quedar sin sentido. Pareces ejercen un efecto extrañó sobre la gente. La muchacha hizo ese intencionado comentario con tanta despreocupación que Tom no supo como interpretarlo. Luego prosiguió, tranquilamente: Cuando estuvo acostado y Caroline con él bajé a la oficina y descubrí que había escrito varias cartas. Hice copias de las que nos conciernen.
Sacó las páginas plegadas del bolsillo de su falda.
Esta es para Lord Childs; esta, para tu hermano William. Se las entregó; las páginas aletearon en su mano.
Hazte caro del timón.
Sarah se encaramó en el travesaño, con las faldas recogidas hasta las rodillas para que el sol y el viento jugaran con su piel. Tom hizo un esfuerzo por apartar los ojos de esos miembros largos, fuertes, y concentrar su atención en los papeles. Al leer la primera carta frunció el entrecejo; según continuaba, el gesto se convirtió en un ceño sombrío.
¡Que hijo de puta! exclamó. De inmediato se mostró contrito. Perdona. No quise decir algo tan grosero.
Ella río, arrugando los ojos.
Sí Guy fuera un hijo de puta, tú también lo serías. Es mejor que busquemos otra descripción. ¿Gusano? ¿Montón de mierda?
Él sintió que enrojecía; no esperaba que ella lo superara en el uso de las invectivas. Se apresuró a volver su atención a la canta dirigida a William. Le causaba una extraña sensación leer palabras destinadas al hombre que él había matado.
Al terminar la lectura hizo pedazos las dos cantas y las arrojo al aire. Los fragmentos se alejaron volando, como gaviotas blancas en el viento.
Bueno, cuéntame como fue tu audiencia con el sultán. Hasta el último detalle exigió ella.
Antes de responder, Tom se levantó para bajarla vela latina; inmediatamente la falucha alteró su movimiento; en vez de dar cabezazos, luchando contra el viento, se entregó a él como una amante, con un suave vaivén. El volvió a sentarse junto a Sarah, pero sin tocarla.
Tuve que entrar por la fuerza en el gabinete interior dijo, pero me había armado con una cita del Corán.
Le describió la entrevista, repitiendo los diálogos palabra por palabra; ella escuchaba con solemnidad, sin interrumpirlo una sola vez; aun conociéndola tan poco, él comprendió que eso no era lo habitual.
Una o dos veces, durante el relato, Tom perdió el hilo y se repitió. Ella tenía los ojos muy abiertos, con el blanco tan limpio que parecía teñirse de un leve fulgor azulado, como en los bebes saludables. Tenían las caras tan juntas que él muestro su efusiva fragancia: era la de su aliento. Cuando acabó de hablar los dos guardaron silencio, sin que ninguno hiciera ademán de apartarse.
Sarah quebró el silencio.
¿No piensas besarme, Tom? Se apartó con una mano los largos zarcillos del pelo. Porque si vas a hacerlo, éste es buen momento. No hay nadie que nos espíe.
El acercó la cara y se detuvo a dos o tres centímetros de sus labios, abrumado por una sensación de respeto y sacrilegio casi religioso.
No quiero hacer nada que te ofenda graznó.
No seas bobo, Tom Countney. A pesan del insulto, su voz era sensual; cerro lentamente los ojos, entrelazando las gruesas pestañas oscuras, y deslizó la punta de la lengua sobre los labios; luego los frunció a la expectativa.
Tom sintió un impulso casi irresistible de estrujar ese cuerpo contra el suyo. En cambio le tocó los labios con los suyos, con tanta levedad como la mariposa al posarse sobre un pétalo. Sintió la humedad tenía un sabor vagamente dulce; él temió que la presión del pecho lo sofocará. Después de un momento se retiró.
Ella abrió los ojos. Eran asombrosamente vendes.
Maldito seas, Tom Courtney dijo. ¿Después de esperan tanto tiempo, esto es lo mejor que sabes hacer?
Eres tan suave y bella… tartamudeó él. No quiero hacerte sufrir ni ganarme tu desprecio.
Si no quienes que te desprecie tendrás que esmerarte más. Sarah volvió a cerrar los ojos y se inclinó hacía él. Ton vaciló apenas un segundo; luego la envolvió en sus brazos aplastó su boca contra la de ella.
La muchacha lanzó un pequeño gemido de sorpresa y se puso rígida ante la inesperada potencia de su abrazo; luego se dejó caer hacia adelante, respondiendo al beso con abandonó tal que los dientes se encontraron y se entrelazaron las lenguas.
Una ola más grande golpeó el costado de la falucha dejando la deriva, derribándolos del travesaño. Eso no interrumpió el abrazo; cayeron en la cubierta, sin prestan atención al agua de la sentina ni a las escamas de pescado que cubrían las duras tablas de abajo.
Tom, Tom! Ella trató de hablar sin apartan la boca.
Sí.
Tanto tiempo. Nunca pensé… oh, sí, que fuerte eres. No pares.
Él quería devorarla, tragarla por entero. El interior de su boca era escurridizo; su lengua, una tentación enloquecedora el universo se abatió sobre él hasta que toda la existencia se redujo al cuerpo cálido y fragante que tenía en los brazos.
Por fin tuvieron que separan las bocas para respiran. Fue sólo por un momento, lo suficiente para que ella exclamara:
Tom, oh, Tom. Te amo desde el primen momento en que te vi. Todos estos años creía haberte perdido.
Luego se abalanzaron otra vez, gimiendo, a manotazos; el y le ató los brazos al cuello, magullándose los labios contra sus dientes. Él le buscó a ciegas los pechos; su forma, su peso elástico, lo hicieron lanzar una fuerte exclamación, casi de dolor. Tironeó de las ataduras del corpiño, pero era torpe e inexperto. Ella le apartó las manos, impaciente, para desatar la cinta; luego sacó uno de los pechos y se lo puso en la mano, cerrándole los dedos contra él.
Ahí tienes dijo dentro de su boca, es tuyo. Todo es tuyo.
Tom le sobó la carne: Sarah gimió, pero disfrutando del dolor.
Oh, te hice daño. Él se apartó. Lo siento. De veras, lo siento.
No, no! La chica le buscó las manos para devolverlas a su pecho. Hazlo. Haz lo que quieras.
Clavó la vista en el pecho que tenía en la mano. Era blanco, como recién tallado en marfil, pero tenía las marcas rosadas de sus torpes dedos. Le llenaba la mano ahuecada, con el pezón hinchado y duro, oscurecido por el flujo de sangre.
Que hermoso. Nunca he visto nada tan hermoso.
Inclinó la cabeza para apoyar los labios en el pezón. Ella arqueó la espalda para levantarlo a su encuentro y enredó dos dedos en sus rizos gruesos, elásticos, guiándole la boca. Cuando al fin él levantó la cabeza para mirarla, Sarah volvió a besarlo en la boca.
Ahora lo tenía sobre ella; de pronto comprendió que era ese algo duro que pujaba contra sus muslos y su vientre. Era la primera vez que lo sentía, pero a menudo había sido tema de conversación con Caroline, a quien había sonsacado todos los detalles. Al cobrar conciencia dejó de respirar, rígida de sorpresa. Inmediatamente Tom trató de apártense otra vez.
No quería asustarte. Deberíamos detenernos aquí.
La amenaza la aterrorizo. La desesperaba la idea de verse privada de él de ese cuerpo duro. Lo atrajo de nuevo hacia sí.
Por favor, Tom, no te vayas.
El joven volvió a abrazarla, casi con timidez, arqueando la parte inferior del cuerpo para mantenerlo apartado. Ella quería sentir otra vez esa maravilla viril. Cruzó las manos contra sus nalgas, apretándola, buscándolo con las caderas.
Si! Lo había hallado. Oh, si.
Estaba transportada; sus emociones giraban a tumbos, como una ramita en un remolino. Al sentir que él le tironeaba de la ropa, buscando entre los dos, comprendió lo que intentaba hacer. Se alzó sobre los hombros y los talones, arqueándose para separan el trasero de la cubierta, y alzó las faldas hasta los muslos; luego, hasta el ombligo. El viento sopló, fresco, en su vientre desnudo. Tom, arrodillado por sobre ella, pellizcaba frenéticamente la atadura de sus pantalones. Ella se incorporó sobre los codos para mirarlo. Pese a las gráficas descripciones de Caroline, quería ver personalmente. Tom estaba tardando tanto que no pudo esperar más. Alargó una mano, decidida a ayudarlo.
En ese momento él se bajó los pantalones hasta la rodilla, Sarah ahogó una exclamación. Nada de lo que su hermana le hubiera dicho podía haberla preparado para eso. Con la vista fija en él se dejó caer contra la dura cubierta; sus piernas se apartaron débilmente, como si estuvieran fuera de su mando.
Largo rato después Tom se dejó caer sobre ella, pesado inerte. Jadeaba como un hombre rescatado a punto de ahogarse. Algunas gotas de sudor habían caído sobre la muchacha como lluvia, mojándole la pechera del corpiño, la cara y el pecho desnudo. Ella lo había cercado con las piernas y aún lo retenía. La falúa los mecía como a bebés en la cuna.
Tom se movió, tratando de incorporarse, pero ella ciño brazos y piernas para impedir que la abandonara. Con un suspiro trémulo, él volvió a dejarse caer. Sarah experimentó una extraña sensación de triunfo y posesión, como si hubiera logrado algo de importancia casi mística, algo superior a la simple carne. No hallaba palabras con que definirlo ante sí misma, pero le acarició la cabeza, murmurando frases de cariño, suaves incoherentes.
Con infinita pena, con una sensación de dolorosa pérdida lo sintió encogerse dentro de ella; aunque estaba dolorida allí donde él se había abierto paso, tensó los músculos en un intento de retenerlo, pero él se deslizó hacia afuera y se incorporo mirando en derredor con expresión de desconcierto.
Nos hemos desviado una legua mar adentro.
Sarah se sentó a su lado, alisando las faldas; la isla en una línea azul en el horizonte. Tom se alzó sobre las rodillas subiéndose los pantalones. Ella lo observaba, maternal y protectora, como si por milagro hubiera alcanzado la plena condición de mujer, como si hubiera dejado la niñez atrás. Ahora ella era la persona fuerte; él un niño al que criar y proteger.
Tom caminó con dificultad hasta el amantillo, izó la vela puso la falucha viento en popa. La muchacha se acomodó ropa y volvió a atar la cinta del corpiño. Luego se levantó para sentarse a su lado, junto al timón. Él le rodeó los hombros con un brazo, dejando que se acurrucara contra su cuerpo. Cubrieron la mitad de la distancia a la isla sin decir nada.
Te amo, Sarah Beatty dijo él por fin.
Era un regocijo oírselo decir; ella estrechó el abrazo.
Como ya te dije, te he amado desde que te vi., por primera vez, Tom Countney. Aunque era sólo una niña, recé por ser algún día tu mujer.
Ese día ha llegado confirmó él.
Y la besó otra vez.
Se encontraban tan a menudo como Sarah podía escapar de la vigilancia de Caroline y Guy. A veces, los intervalos entre esos encuentros era de dos o tres días, pero la demora inflamaba su pasión. Se citaban sólo por la tarde, pues a la mañana ella ayudaba a su hermana con el manejo de la casa y el cuidado del pequeño Christopher. Tom tampoco podía abandonar al Golondrina y a su tripulación: la nave había sufrido grandes daños en el casco y en el cordaje por las tormentas, al abandonar Buena Esperanza, y era preciso repararlo para que estuviera en condiciones de hacerse a la mar. Casi todas las mañanas Tom subí al fuente, desesperado por recibir noticias de Dorian desde Mascate; además, esperaba todavía su licencia para trafican. Aunque prodigaba halagos y baksheesh al visir, aún estaba en desgracia y el visir lo castigaba con floridas excusas y disculpas por la demora. Sin el firman del sultán en las manos, Tom no podía comercian en los mercados de la isla.
Esas horas preciosas que podía pasan con Sarah transcurrían con demasiada celeridad para ambos. Algunas tardes permanecían abrazados, sin molestarse en tocan las exquisiteces que ella había traído consigo, y hacían el amor como si fuera la última vez. En los intervalos conversaban, sofocados por la necesidad de decirse cuanto sentían, trazando planes fantásticos para el futuro, para el día en que pudieran escapan juntos de la isla y zarpar con Dorian en el Golondrina.
Otras veces navegaban en la falucha hasta los arrecifes exteriores y anclaban sobre el coral para pescar con líneas dé mano, riendo y gritando de entusiasmo cuando arrancaban una de esas encantadoras criaturas a las profundidades, sacudiéndose en las líneas, chispeando como grandes piedras preciosas a la luz del Sol.
Una tarde Sarah trajo la caja de pistolas para duelo que su padre le había dado al partir ella de Bombay, para que se protegiera en esa tierra de animales salvajes y hombres más salvajes aún.
Papa prometió enseñarme a disparan, pero nunca tuvo tiempo dijo. ¿Me enseñarás Tom?
Eran armas magnificas, con culata de lustroso nogal tallado; los largos caños tenían incrustaciones de oro y plata. Las acompañaban baquetas de cuerno y frascos de plata para la pólvora. El estuche tenía un pote con tapa a rosca, que contenía cincuenta balas de plomo, escogidas por su perfecta redondez y simetría. Los parches eran de cuero aceitado.
Tom las cargó con media medida de pólvora para reducir el recule. Luego le demostró como se plantaban los pies y se apuntaba al blanco, medio de costado, presentando el hombro derecho. A continuación, con el puño izquierdo en la cadera, debía levantar el arma manteniendo el brazo derecho recto, alineando la saliente de la mira delantera con la muesca de la trasera disparar girando a través del blanco, en vez de seguir apuntando hasta que le temblara el brazo.
Puso un coco sobre uno de los muros bajos del monasterio a quince pasos de distancia.
¡Votado! dijo. Y fue señalando sus errores. Bajo Todavía bajo, A la derecha.
Recargó con celeridad y ella cambió de pistola. Al cuarto disparo, el coco salió girando y chorreando leche. Ella lanzó un chillido de gozo y muy pronto estaba acertando más disparos de los que fallaba.
Debería recibir un premio por cada acierto exigió.
¿Que tipo de premio tienes pensado?
Un beso podría servir.
Con ese incentivo volteó sucesivamente cinco de los cocos.
Tom le dijo:
Por ser tan hábil has ganado el premio mayor.
La alzó en brazos para llevarla, entre protestas débiles insinceras, a su rincón secreto entre las ruinas.
Pocos días después llevó consigo uno de los mejores mosquetes de Londres y le enseño a cargarlo y disparan con él. Antes de abandonar Inglaterra había comprado cuatro de esas armas extraordinarias. No podía permitirse más, pues eran costosísimas.
Los mosquetes militares baratos eran de ánima lisa; como la bala no se ajustaba bien al caño, no recibía movimiento giratorio al ser impulsada y, al carecer de estabilidad, su curso era errático. Con esa arma rayada, en cambio, la exactitud era asombrosa. Tom tenía la seguridad de acertar invariablemente a un coco a ciento cincuenta pasos. Sarah tenía suficiente fuerza y estatura como para sostenerla sin dificultad a la altura del hombro; una vez más demostró tener la rapidez visual y manual de los tiradores natos. Con una hora de práctica pudo reclamar su recompensa casi a cada disparo.
Y ahora querrás que te enseñé a manejar la espada comentó Tom, tendido con ella en la esterilla trenzada con que habían amueblado la celda sin techo.
Ya me lo has enseñado bastante bien. Ella sonrió con picardía, deslizando la mano hacia abajo. He aquí mi fiel espada, señor, y ya sé muy bien como manejarla.
Ya más serios analizaron sus planes para cuando Tom logrará rescatar a Dorian.
Volveré por ti dijo él y te llevaré conmigo, lejos de Zanzíbar y de Guy.
Si. Ella asintió como si nunca lo hubiera dudado. Y después retornaremos juntos a Inglaterra, ¿vendad, Tom? Al ver que él cambiaba de expresión preguntó, ansiosa: ¿Que pasa, querido mío?
Jamás podré volver a Inglaterra, dijo él en voz baja.
Sarah se incorporó sobre las rodillas, mirándolo con horror.
¿Que quieres decir? ¿No volverás a la patria?
Escúchame, Sarah. Tom se incorporó para tomarle las manos. En Inglaterra, antes de zarpan, sucedió algo terrible, algo que nunca fue mi intención.
Cuéntame rogó ella. Todo lo que te afecte me afecta a mi.
Y él le contó lo de William. Comenzó por el principio, escribiendo su niñez y la creciente tiranía que el hermano mayor había ejercido sobre los menores. Relató muchas de las pequeñas crueldades que William les había inflingido.
Creo que Dorian, Guy y yo sólo é ramos felices cuando nos veíamos libres de él mientras estaba en la universidad.
La expresión de Sarah se llenó de solidaridad.
Cuando lo conocí, en High Weald, no me gustó dijo. Me hacía pensar en una serpiente fría y venenosa.
Tom asintió con la cabeza.
Durante el viaje en el Serafín casi olvide lo vengativo que podía ser. Pero cuando llevé a mi padre a casa, después del combate en Flor de la Mar, todo volvió a mi multiplicado.
Le habló del trato que William había dado a su padre durante su agonía y como, después de su muerte, había repudiado su Juramento de ayudarlo en la búsqueda de Dorian.
Peleamos dijo. Habíamos peleado muchas veces, pero nunca así. Hizo una pausa; el dolor del recuerdo era tan visible que ella trató de abrazarlo para interrumpir el relato.
No, Sarah; debo decirte todo. Tienes que escuchar sí quieres entender como sucedió.
A veces entrecortado, otras en un feroz torrente de palabras, le relató el combate de la última noche en High Weald.
Me preguntaste como me había quebrado la nariz y yo no pude responderte. Se toco el chichón. Fue obra de Willy.
Describió la batalla en palabras sencillas, tan vividas y conmovedoras que Sarah, palideciendo, se aferró de su brazo, clavándole las uñas en la carne.
Al final no pude matarlo, aunque lo merecía cien veces Me dejé conmover por Alice, que estaba allí, con el bebe en brazos, suplicando por su vida. Y no pude matarlo. Aparté mi espada y me alejé a caballo, pensando que ése era el fin del asunto. Debería haber conocido mejor a mi hermano.
¿Hay más? pregunto ella, en voz débil y asustada. No creo que pueda soportarlo.
Debo decírtelo todo. Y tú tienes que escuchar para comprender.
Llegó finalmente al encuentro fatal en el embarcadero, junto a la Torne de Londres. Describió la lucha con la banda de matones a sueldo. Su voz descendía cada vez más; hacía largas pausas para buscan palabras con que describir la terrible culminación.
Aún ignoraba que fuera Billy. Estaba oscuro. Él llevaba puesto un sombrero ancho, que le cubría la cara. Lo tomé por el botero y corrí hacía él pidiéndole que nos llevara en su embarcación. Quedé estupefacto al ver que extraía la pistola, disparó; la bala me hirió aquí.
Levantó la camisa para mostrar la langa cicatriz rosada lo largo de las costillas, bajo el brazo. Ella la miró fijamente luego siguió con la punta de los dedos las mancas levantadas retorcidas La había visto antes, pero a sus preguntas él mostraba evasivo. Ahora sabía por que.
Pudo haberte matado susurro.
Sí, y eso creí yo. Por suerte, la bala chocó contra la costilla y se desvío. Caí al suelo; Billy se detuvo ante mí y apuntó el segundo cañón. Ese disparo habría puesto fin al asunto. Yo tenía la espada en la mano. Estaba asustado, aterrorizado. La arrojé con todas mis fuerzas; lo alcanzó en pleno pecho y atravesó el corazón.
¡Oh, Dios misericordioso!. Sarah lo miró de frente. Mataste a tu propio hermano.
Aun entonces no sabía que era Billy. No lo supe hasta que le quité el sombrero y vi su cara.
Por un rato guardaron silencio. Ella parecía horrorizada. Luego reunió valor.
Trató de matarte dijo con firmeza. Tenias que hacerlo, Tom, para salvar la vida. Viendo la desolación de sus ojos, le sujeta la cabeza para apoyarla contra su seno y le acarició el pelo. No tienes ninguna culpa. Debes dejan eso atrás.
Pero comprendió que nada de cuanto pudiera decir calmaría su dolor. Aquello lo perseguiría aunque viviera cien años. Le dio un beso.
Nada de todo eso cambia las cosas para nosotros, Tom. Soy tu mujer para siempre. Si no podemos retornar a Inglaterra, no importa. Te seguiré hasta los confines del mundo. Sólo importamos tú y yo, y nuestro amor.
Lo impulsó consigo hacia la esterilla y le ofreció el consuelo de su cuerpo.
El Golondrina aún esperaba en el puerto las reparaciones estaban terminadas desde hacía tiempo; una vez más se lo veía esbelto y encantador, con el casco lustroso de pintura nueva. Pero las velas permanecían arrizadas y el barco cabeceaba inquieto contra el cable del anda, como un halcón retenido.
La tripulación comenzaba a perder el sosiego. Los hombres estaban irritables por la inactividad y ya se habían producido varías riñas desagradables. Tom comprendió que no podría mantenerlos ociosos por mucho tiempo más, como prisioneros en su propia nave. Cada vez era mayor la tentación de desafiar el decreto del sultán navegando hacia el norte, hacia esos mares prohibidos donde retenían cautivo a Dorian, o llevar al gol hasta el continente, para buscan el misterioso interior donde se cosechaban el oro, el marfil y la goma arábiga.
Aboli y Ned Tyler le aconsejaban paciencia, pero Tom giraba hacia ellos con furia.
La paciencia es para los viejos. La fortuna nunca ha sonreído a los pacientes.
Cesó el monzón, dejando el sofocante periodo de las calmas ecuatoriales; luego giró hasta el otro lado de la brújula y comenzó a susurrar desde el nordeste, casi inaudible, con esas primeras brisas que anunciaban el cambio de estación, agoreras de las grandes lluvias.
El kaskazi cobraba fuerzas; los bancos mercantes del puerto, muy cargados, levaron anclas, desplegaron sus velas ante el viento nuevo y partieron con rumbo sur, para circunnavegan Buena Esperanza.
El Golondrina esperaba en el fondeadero casi desierto. De pronto, en una de las regulares visitas de Tom al fuente, el visir lo recibió como si acabará de llegan al puerto, ofreciéndole asiento en un almohadón de brocato y una diminuta taza de café dulce, negro y espeso.
Todos los esfuerzos que he hecho en vuestro nombre han rendido frutos. Su Excelencia, el sultán, ha acogido favorablemente vuestra solicitud de licencia para comerciar. Con una sonrisa apaciguadora, sacó el documento de su manga. He aquí su firman.
Tom extendió una mano ansiosa, pero el visir volvió a guardar el papel en la manga.
La firma se limita sólo a la isla de Zanzíbar. No os autoriza a navegar más al norte ni a visitar puerto alguno del continente. Si lo hicierais vuestro barco seria confiscado y la tripulación también.
Tom trató de disimular su irritación.
Comprendo. Y agradezco la generosidad del sultán.
Se os cobrará un impuesto por cualquier mercancía que adquiráis en los mercados; debe sen abonado en oro antes de cargar los productos a bordo. El impuesto es un quinto del valor de toda la mercancía.
Tom tragó saliva con dificultad, pero mantuvo su sonrisa cortés.
Su Excelencia es generoso.
El visir le alargó el documento, pero volvió a retirarlo cuando Tom acercó la mano, exclamando:
Ah! Perdonad, effendi. Olvidaba el pequeño detalle de la tarifa por licencia. Mil rupias en oro. Y otras quinientas rupias, por supuesto, por mi intercesión ante Su Excelencia.
Con la firman real finalmente en su poder, Tom pudo finalmente visitar los mercados. Desembarcaba todos los días al amanecer, acompañado por maese Walsh y Abolí y regresaba al barco sólo a la hora de Zuhn la oración de la tarde, cuando los mercaderes cerraban sus puestos para responden a la convocatoria del muezzin.
En esas primeras semanas no hizo ninguna compra, pero todos los días pasaba varias horas sentado con uno u otro de los comerciantes, bebiendo café e intercambiando gentilezas; examinaba sus mercancías sin demostrar entusiasmo y, sin cerrar nunca trato, comparaba precios y calidad. Al principio creyó que la ausencia de otros comerciantes europeos, que ya habían partido con el kaskazi, lo fortalecería en las negociaciones, pues habría poca demanda para la mercadería ofrecida. Pronto descubrió que no era así. Los otros capitanes habían escogido lo mejor. Los colmillos de marfil que aún quedaban eran generalmente inmaduros, cortos y descoloridos. Ninguno se acercaba, siquiera remotamente, a ese gigantesco par que su padre había comprado al cónsul Grey en su primera visita a la isla. Pese a la deficiente calidad, los mercaderes, que ya estaban gordos de ganancias, mantenían sus precios y se encogían de hombros ante sus protestas.
Hay pocos hombres que cacen a esas bestias, effendi. Es un trabajo peligroso y deben ir cada vez más lejos para hallar rebaños. Ahora la temporada está muy avanzada. Los otros francos se han llevado casi todo el marfil disponible explicó tranquilamente uno de los mercaderes. pero tengo algunos esclavos de calidad para mostraros.
Con toda la amabilidad que le fue posible, Tom rechazo el ofrecimiento de examinar a esos enseres humanos. Aboli había sido capturado en la niñez, pero aún guardaba muy en la memoria todos los detalles de los horrores que se le infligieron. Tom se había criado oyendo sus descripciones de comercio infame. Su padre, que en sus viajes había acumulado un conocimiento directo de ese infame tráfico, ayudó a que el joven Tom creciera aborreciendo esas prácticas inhumanas.
Desde que rodeara el Cabo de Buena Esperanza, Tom había establecido un contacto regular con los esclavistas y victimas. Durante su langa espera en Zanzíbar siempre barcos negreros anclados a poca distancia; hasta el Golondrina llegaban claramente el hedor y los patéticos ruidos.
Ahora que recorría diariamente con Abolí los puestos esclavos era más difícil ignorar la angustia que los rodeaba, el llanto de los niños arrancados de los brazos paternos, el llanto de las madres dolientes, el mudo sufrimiento en los ojos oscuros de hombres y mujeres jóvenes, privados de su existencia libre y silvestre, encadenados como animales, insultados en un idioma que no comprendían, estaqueados y azotados con el cruel kiboko de piel de hipopótamo, hasta que asomaban las costillas por las heridas. La sola idea de obtener ganancias por el tormento de esas almas pendidas le subía la bilis hasta la garganta. De regreso en el Golondrina analizaba el aprieto con sus oficiales. Aunque el objetivo primordial del viaje era hallar a Dorian, Tom tenía un deber para con su tripulación. Muchos de ellos se habían embancado por la promesa de una recompensa. Hasta el momento no había ninguna y pocas perspectivas de una ganancia a compartir.
Aquí queda muy poca cosa a buen precio confirmó maese Walsh, lúgubre. Abrió su libreta y, acomodándose las gafas en la nariz, cito la lista de precios de marfil y goma arábiga que había recopilado antes de abandonar Inglaterra. El preció de las especias es más favorable, pero aún deja poca ganancia, sí tomamos en cuenta las privaciones y los gastos del viaje. Para clavo y pimienta siempre hay buena demanda; en menor grado, también para la canela. Y la corteza de circonio es muy buscada en América y en los países mediterráneos afectados por la malaria.
Deberíamos compran una carga de cincona para nuestro propio uso interrumpió Tom. Ahora que van a comenzar las grandes lluvias habrá mucha fiebre entre los hombres. El extracto hervido de la corteza era amargo como la hiel, pero un siglo atrás los jesuitas habían descubierto que constituía un remedio soberano para la malaria. Fueron ellos los que introdujeron esos árboles en la isla, donde ahora crecían profusamente
Sí concordó suavemente Abolí. Necesitarás cincona sobre todo si vas a adentrarte en el continente para busca marfil.
Tom le clavó una minada aguda.
Que te hace pensar que voy a cometen la tontería de desobedecer al sultán y a la Compañía tú mismo me has aconsejado enérgicamente que no lo haga.
Te he observado cuando te sientas a proa, al anochecer, y contemplas el continente africano a través del canal. Tus pensamientos son tan potentes que casi me ensordeces.
Sería peligroso. Tom no había podido negar la acusación, pero giró instintivamente la cabeza hacia el oeste, hacía la línea borrosa de la tierra, que se esfumaba en las sombras crepusculares, y sus ojos asumieron una expresión soñadora.
Eso nunca te detuvo señaló el negro.
No sabría por dónde comenzar. Es un continente desconocido, tierra incógnita. Utilizaba el término de los mapas que estudiaba en su camarote con tanta avidez. Ni siquiera tú has viajado por allí, Abolí. Sería una locura ir sin un guía.
No, no conozco estas tierras del norte reconoció Abolí. Nací mucho más al sur, cerca del gran río Zambeze, y han pasado muchos años desde la última vez que estuve allí. Hizo una pausa. Pero se dónde podemos hallar a alguien que nos guié hacia el interior.
¿Quién? preguntó Tom, incapaz de disimulan su entusiasmo. ¿Dónde encontraremos a ese hombre?¿Como se llama?
Aún no conozco su nombre ni su rostro, pero lo reconoceré en cuanto lo vea.
A la mañana siguiente cuando bajaron a tierra estaban llegando al mercado las primeras filas de esclavos en cadenas, traídos desde los barracones donde habían pasado la noche.
Como todas las mercancías, a esa avanzada altura de la temporada, su número era reducido: había en venta menos de doscientos especimenes, cuando a la llegada del Golondrina se ofrecían varios millares. Casi todos los remanentes eran viejos o frágiles, flacos ponía enfermedad o con cicatrices de kiboko. Los compradores siempre desconfiaban del esclavo con marcas de l tigo, pues por lo general significaba que era incorregible, no apto para ser adiestrado.
En sus anteriores visitas al mercado Tom había desviado la vista, tratando de no observarlos, pues la repugnancia y la compasión lo afectaban demasiado. pero ahora se instaló con Abolí ante el portón principal, desde donde podrían observa las patéticas columnas que pasaban como ganado. Ambos observaban atentamente a cada uno de los individuos que pasaba ante ellos.
En las filas había dos o tres negros que parecían pertenecer al tipo que ellos buscaban: alto, fuente y heroico, a pesar de las cadenas. Pero cuando él toco a Abolí en el brazo, dándole una minada inquisitiva, su compañero sacudió la cabeza con aire de impaciencia.
¿Nada? preguntó Tom en voz baja, abatido. Estaba pasando los últimos esclavos sin que él hubiera mostrado interés alguno.
Nuestro hombre está allí lo contradijo Abolí pero los negreros nos estaban observando. No podía señalártelo.
Los esclavos fueron conducidos a los puestos instalados alrededor de la plaza y encadenados cada uno a un poste. Los traficantes tomaron asiento a la sombra; eran hombres adinerados, satisfechos, ricamente vestidos con esclavos personales que les preparaban café y les encendían las hookas. Con ojos entornados y astutos, observaban a Tom y Abolí, en tanto ellos recorrían lentamente el mercado.
El negro se detuvo ante el primen puesto y examinó a un de los esclavos, hombre corpulento y guerrero, a juzgar por su aspecto. El traficante le abrió la boca para exhibir los dientes como sí fuera un caballo, y le palpó los músculos.
No tiene más de veinte años, effendi dijo. Observa sus brazos: fuerte como un buey. Todavía se le pueden extraer otros treinta años de trabajo pesado.
Aboli se dirigió al esclavo en uno de los dialectos de la selva, pero ante su mirada estúpida meneó la cabeza y paso al puesto siguiente, donde repitió la rutina.
Tom notó que avanzaba lentamente hacía el hombre que y ya había seleccionado. Miró hacía adelante, tratando de adivinar cuál era, y de pronto lo reconoció con súbita certeza.
Estaba desnudo, a excepción de un breve taparrabo; menudo, de cuerpo delgado y fibroso. No había en él grasa ni carne blanda. Su pelo era una mata densa y desaliñada de animal silvestre, pero los ojos relucían, penetrantes.
Poco a poco Tom y Abolí se fueron acercando al grupo con cual estaba amarrado; el joven puso cuidado en fingir desinterés por el escogido. Inspeccionaron a otro y a una muchacha luego, para gran fastidio del negrero, hicieron ademán de continuar la marcha. Como por una ocurrencia de ultimó momento, Abolí se volvió hacia el hombrecito.
Quiero verle las manos exigió al traficante, que hizo una seña a su auxiliar. Entre los dos sujetaron las muñecas del esclavo y lo obligaron a extenderlas hacía Abolí.
Dadles vuelta ordenó este.
Ellos pusieron las palmas hacia arriba. Abolí disimulo la satisfacción: el índice y el mayor estaban encallecidos a tal punto que parecían deformes.
Este es nuestro hombre dijo a Tom en inglés, pero dio a la frase un tono que la hizo sonar como rechazo. El joven meneó la cabeza, como confirmando su rechazo. Luego volvieron la espalda al desencantado traficante, que los siguió con la minada.
¿Que pasa con sus manos? preguntó Tom, sin mirar atrás. ¿Que las ha marcado de ese modo?
El arco respondió su compañero, secamente.
¿En las dos manos? Tom se detuvo, sorprendido.
Es un cazador de elefantes. Pero sigue caminando y te lo explicaré. El arco para elefantes es tan rígido que ningún hombre puede tensarlo desde el hombro. El cazador se acerca… hasta esta distancia. Señaló una pared a diez pasos. Luego se tiende de espaldas, con los dos pies en la yana del arco. Pone la punta de la flecha entre los dedos gordos y tensa el arma tirando de la cuenda con ambas manos. Con el correr de los años la cuenda le marca los dedos así.
A Tom le costaba visualizar un arco de tanta potencia.
Ha de sen un arma formidable.
Puede atravesar con una flecha el cuerpo de un buey, de paleta a paleta, y aun matan a quien este de pie al otro lado dijo Abolí. Este hombre pertenece a la pequeña hermandad de intrépidos que viven de cazar esas grandes bestias.
Después de completar esa lenta recorrida del mercado, volvieron con aire indiferente hacia el hombrecito.
Esté doblemente encadenado: por los tobillos y por las muñecas señaló Abolí en inglés. Y mírale la espalda.
Tom vio que su piel oscura estaba entrecruzada de heridas a medio cicatrizan.
Lo han castigado con salvajismo, tratando de domarlo, pero en sus ojos se ve que no lo han logrado.
Abolí caminó a paso lento en torno del hombrecito, observando su estructura muscular, y le dijo algo en un idioma que Tom no comprendió. No hubo en el esclavo reacción alguna; mantenía los ojos taciturnos, como si no comprendiera. Abolí pronunció dos palabras en otro dialecto selvático. Tampoco hubo señales de que el esclavo comprendiera.
Tom sabia que su compañero hablaba, además de la lengua materna, la que le había enseñado en la infancia, diez o doce dialectos menores del remoto interior. Cambió nuevamente de idioma. Esta vez el hombrecito dio un respingo y giró la cabeza para mirarlo, con sorpresa y confusión. Respondió con una sola palabra:
Fundí
Ese es su nombre explicó Abolí a Tom, siempre en inglés. Es de los lozi, una tribu de guerreros feroces. Su nombre significa "adepto". Sonrío. Es probable que se lo haya ganado.
Tom aceptó la taza de café que le ofrecía el traficante, acompañamiento esencial de cualquier negociación civilizada. En muy poco tiempo percibió que el negrero estaba ansioso por liberarse de esa mercancía pequeña, pero truculenta, y aprovechó la ventaja. Tras una hora de regateos el hombre levantó las manos en un gesto de desesperación.
Mis hijos morirán de hambre. Me habéis arruinado con vuestra intransigencia. Me dejáis en la miseria, pero lleváoslo, lleváoslo, y también mi sangre y mis huesos.
Cuando Fundí, el Adepto, estuvo a bordo del Golondrina, Tom llamó al herreno y le hizo quitar las cadenas de las muñecas y los tobillos. El hombrecito se frotó la carne ampollada, mirándolos con estupefacción. Luego giró los ojos hacía el oeste, hacía el contorno sombreado de la tierna a la que tan cruelmente había sido arrancado.
Si dijo Abolí, leyéndole los pensamientos. Puedes tratar de fugarte y volver a tu casa. ¿Pero podrás nadar tanto? Señaló la intimidante expansión de agua azul. Allí afuera tiburones más grandes que los peores cocodrilos que has visto, con dientes más largos y afilados que la punta de tus hasta. Sí no te comen ellos te atrapare yo, y te daré tal paliza, que los golpes de los árabes te parecerán las tímidas caricias de una virgen. Luego volveré a encadenarte como a un animal.
Fundí le clavó una minada desafiante, pero Abolí continuo:
Sí eres inteligente, nos hablarás de la tierra de la que vienes y nos guiarás hasta allí sin cadenas, caminando delante de nosotros otra vez como guerrero, como matador de grandes elefantes: libre y orgulloso.
Fundí seguía mirándolo, pero contra su voluntad cambió expresión y sus ojos oscuros se ensancharon.
¿Como sabes que soy cazador de elefantes? ¿Como hablas lenguaje de los lozis? Por que me ofreces devolverme la libertad? ¿Por que quieres viajar a la tierra de mis antepasados?
Te explicaré todas esas cosas prometió Abolí. Por ahora, piensa sólo que no somos tus enemigos. Toma, aquí tienes comida.
Fundi, que estaba medio famélico, devoró el cuenco de arroz y guiso de cabra que Abolí le puso adelante. Poco a poco, la comida en el vientre lo fue adormeciendo; respondió a las suaves preguntas sin dejar de masticar.
Abolí tradujo para su compañero:
No sabe a que distancia está pues no mide el espacio como nosotros. Pero su país está lejos, a muchos meses de viaje. Dice que vive junto a un gran río.
Fundi necesitó de tiempo para contarles toda su historia, pero con el correr de los días siguientes les fue proporcionando detalles y los intrigó con su descripción de lagos y grandes llanuras, de montañas coronadas de blanco brillante, como cabezas de anciano.
¿Montañas de cumbres nevadas? Tom estaba perplejo.
No es posible, en estos climas tropicales.
Él les habló de inmensos rebaños de bestias extrañas, algunas más grandes que los cebes joroba dos de los árabes, negros y monstruosos, cuyas astas en forma de hoz eran capaces de destripar a un león de una sola cornada.
¿Elefantes? preguntó Tom.¿Marfil?
A Fundi le brillaban los ojos cuando hablaba de esas poderosas bestias.
Son mis cabras se jactó ante Abolí, mostrándole los dedos encallecidos. Me llaman Fundí, el gran matador de elefantes. Mostró ambas manos con los dedos extendidos, por diez veces cerró los puños y volvió a estiran los dedos. He aquí cuántos elefantes han caído ante mi arco, con el corazón atravesado por mis flechas, cada uno de ellos un macho potente, con dientes más largos que esto. Se empino en puntas de pies, estirando el brazo hacía arriba tanto como pudo.
Quedan todavía muchos elefantes en este país? preguntó Tom. ¿O acaso el gran cazador Fundi los ha matado a todos?
Cuando Abolí le tradujo la pregunta, Fundi se echo a reír con expresión pícara.
¿Puedes contar las briznas de hierba de las grandes llanuras?¿Cuántos peces hay en los lagos? ¿Cuántos son los patos que en bandadas oscurecen el cielo en la temporada de las grandes lluvias? Ese es el número de elefantes que hay en las tierras de los lozis.
El entusiasmo de Tom se alimentaba de esos relatos intrigantes; por la noche permanecía despierto en su dura y estrecha litera, soñando con la tierra salvaje que les describía el hombrecito. No era solo por la promesa de obtener ganancias también quería ver con sus propios ojos esas maravillas, perseguir a las grandes bestias, ver las montañas de cumbres nevadas y viajar por las amplias aguas dulces de los lagos.
Pero los locos vuelos de su imaginación se veían frenados por el recuerdo de Dorian y de Sarah, y su compromiso ante ambos: "Sarah ya me ha prometido acompañarme adonde vaya".
No es como otras chicas. Se parece a mí. Tiene la aventura en la sangre. "¿Pero que será de Dorian?"
Pensaba en Dorian más que nunca desde que se separaron. En su mente lo veía como aquella noche fatídica en Flor de la Mar, cuando él había trepado hasta la ventana de su celda: un niñito indefenso. Debía hacer un esfuerzo por apartar la mente de la huella por la que había viajado tanto tiempo. ¿Como sería ahora? ¿Lo habrían cambiado las vicisitudes que había debido sufrir? "Sigue siendo mí hermanito o es ya un hombre diferente del niño que conocí", se preguntaba, alarmado por la posibilidad de que un desconocido hubiera ocupado el lugar de Dorian. "De una cosa estoy seguro: jamás cambiará como Guy". Siempre habrá fuego en él. Y querrá acompañarme a esta nueva aventura. "El vinculo entre nosotros aún es fuente: de eso estoy seguro."
Como sí hubiera arrojado el guante a los dioses de la casualidad, la respuesta que buscaba llegó antes de lo esperado.
Al amanecer de la mañana siguiente, un sucio botecito partió del muelle de piedra para acercarse al Golondrina. Cuando estaba todavía a medio tiro de pistola, el botero se puso de pie en la regala para gritan:
Effendi, os traigo un papel del cónsul inglés blandía en alto el documento.
Venid autorizo Ned Tyler.
Tom, desde su camarote, oyó los gritos y tuvo la extraña sensación de que estaba por sucederle algo portentoso. Corrió a cubierta en mangas de camisa, justo a tiempo para arrebatar la carta de manos del remero. En la dirección de la hoja llegada reconoció la letra de Guy; había cambiado poco desde los tiempos en que practicaban juntos con el maestro Walsh, la misiva estaba dirigida al capitán Thomas Countney, a bordo del Golondrina, Rutas de Zanzíbar.
Tom la abrió de prisa; el mensaje que contenía era seco: "El Sultán nos ordena que ambos nos presentemos a una audiencia en el mediodía de hoy. Os esperaré a las puertas del fuente, diez minutos antes de la hora. GMT.
Previsiblemente, Guy fue muy puntual. Cuando llegó, a caballo y acompañado por un criado, su saludo fue frío. Se limitó a inclinar la cabeza; luego desmontó, arrojando las riendas al servidor, y echo una mirada a Tom.
No os habría molestado, señor dijo, distante y sin mirarlo a los ojos, pero Su Excelencia insistió en que debíais de estar presente en esta audiencia.
Sacó un reloj del bolsillo de su chaleco y, después de echarle un vistazo, cruzó las puertas sin miran atrás.
El visir los saludó con expresiones del mayor respeto, reverencias y sonrisas obsequiosas; luego retrocedió ante ellos hacia la presencia del sultán, ante quien se prosterno.
Guy le hizo una reverencia, pero no demasiado profunda consciente de su dignidad como representante del Rey, y le presentó sus corteses saludos. Tom siguió su ejemplo. Luego su mirada fue hacia el hombre sentado a la derecha del sultán; parecía bien alimentado y su ropa era de la mejor calidad; la empuñadura de su daga era de oro y cuerno de rinoceronte. Obviamente, era un personaje de alto rango e importancia, pues hasta el sultán lo trataba con reverencia. Estudiaba a Tom con un interés fuera de lo común, como si tuviera informes de él.
Pido para vosotros la bendición de Alá dijo el sultán. Y señaló los almohadones listos para recibirlos.
Guy se sentó con torpeza; al hacerlo le era difícil manejar la espada. Tom, que había pasado muchas horas con los comerciantes de los mercados, estaba habituado a esa posición y se cruzó en el regazo la Neptuno envainada.
Tengo el honor de recibir en mi corte al santo mullah de la mezquita del príncipe Abd Muhammad al-Malik, el hermano del califa de Omán. El sultán inclinó la cabeza hacia el hombre sentado junto a él. Tom se puso rígido y su respiración se aceleró ante el nombre del príncipe que había comprado a Dorian. Miró fijamente al mullah, mientras el sultán proseguía:
Os presento al santo al-Allama, que viene en nombre del príncipe.
Los hermanos lo miraron fijamente. Al-Allama hizo un gestó elegante. Sus manos eran pequeñas y suaves como las de una muchacha.
Que seáis favorecidos a la vista de Dios y Su Profeta dijo.
Ambos se inclinaron en agradecimiento.
Confió que hayáis tenido un viaje agradable y que, a vuestra partida, todo estuviera bien en vuestra casa dijo Tom.
El mullah respondió:
Os agradezco el interés. El kaskazi nos trajo amablemente y Al sonrío sobre nuestra empresa. Al-Allama sonrío. Debo felicitaros por lo excelente que es vuestro dominio del árabe. Habláis el idioma sagrado como sí fuera vuestra lengua materna.
Los cumplidos iban y venían, pero ese largo y complicado rito de saludos y buenos deseos era difícil de soportan para Tom. Ese hombre traía noticias de Dorian; la audiencia no podía tener otro motivo. Estudió la cara del mullah, tratando de adivinar la naturaleza de sus nuevas por las pequeñas señales, la torsión de los labios, la inflexión de su voz y la expresión de sus ojos, pero el hombre se mostraba blando y cortés.
¿Vuestras negociaciones en los mercados de Zanzíbar han sido provechosas? preguntó. El Profeta mira con aprobación al comerciante honesto.
El principal motivo que me trajo a los dominios de vuestro califa no ha sido comercian dijo Tom, aliviado al encontrar píe para expresan su verdadero interés. Vengo por una misión compasiva. Busco a un ser querido que mí familia y yo hemos pendido.
Mí señor, el príncipe al-Malik, ha sabido de vuestra búsqueda y recibido la petición que le dirigisteis replicó al-Allama. Su tono seguía siendo inexpresivo; su rostro, inescrutable.
Dicen que vuestro señor es hombre poderoso, pero lleno compasión para con los débiles y firme partidario de la justicia y la ley.
Todo eso es el príncipe Abd Muhammad al-Malík. Por ese motivo me ha mandado atender personalmente vuestra inquietud, en vez de enviaros un mensaje que no podría expresar sus profundos sentimientos por vuestra pérdida.
Tom sintió un escalofrío en la piel, pese a que la habitación estaba cerrada y el airé, cargado de incienso. Las palabras escogidas por el mullah sonaban ominosas. Sintió que Guy se movía a su lado, pero no lo miró. Esperaba a que el hombre continuara hablando, temeroso de lo que iba a oír. Pero al-Allama sorbió delicadamente su café y bajó la vista a su daga. Por fin Tom se vio obligado a presionarlo:
Hace tres años que espero noticias de mi hermano. Os ruego que no prolonguéis mis sufrimientos.
El mullah dejó su taza y se limpió la boca con el paño plegado que un esclavo le ofrecía.
Mi señor, el príncipe, me encomendó hablar así. Hizo otra pausa, como para ordenar sus pensamientos. Es verdad que, hace algunos años, compro a un niño franco. Se lo llamó al-Amhara por su pelo, que tenía un maravilloso tono de rojo."
Tom dejó escapan un largo y siseante suspiro de alivio. Lo habían admitido. No tendría que luchan contra negativas y subterfugios. Dorian estaba en manos del príncipe musulmán.
Vuestras palabras han quitado de mi pecho una gran piedra que amenazaba quitarme la vida dijo, con voz ahogada. Temía perder el dominio de sí, derrumbarse en una debilidad que sería una terrible pérdida de prestigio, provocando el desdén de todos los presentes. Aspiro profundamente y alzo el mentón para minar al mullah a los ojos. ¿Que condiciones ha puesto vuestro príncipe para el retorno de mi hermano al seno de su familia?
Al-Allama no respondió de inmediato; se acariciaba la barba, acomodando las trenzas perfumadas en el pecho.
Mí señor me ordenó hablan así: "Yo, Abd Muhammad al-Malik, tomo al niño al-Amhara bajo mi protección, pagando un principesco rescate por él a fin de protegerlo de los hombres que lo habían capturado y cuidar de que no se le infligieran más privaciones."
Vuestro príncipe es un hombre poderoso y misericorde dijo Tom, aunque deseaba gritar: ¿Donde está?¿Donde esta mi hermano?¿Que precio queréis por su liberación?"
Mi señor, el príncipe, descubrió que el niño era simpático y bien dotado. Le tomó afecto y, para demostrarle su favor y protegerlo de todo mal, lo declaró hijo adoptivo suyo.
Tom empezó a levantarse del almohadón, con la alarma claramente pintada en la cara.
¿Hijo suyo? inquirió, previendo el terrible obstáculo que eso pondría en su camino.
Si, su propio hijo. Lo trataba como a un príncipe. Se me asignó la tarea de educar al niño y yo también lo encontré digno de amor. Al-Allama bajó la vista, dando muestras de emoción por primera vez.
Me regocija que mi hermano haya encontrado tal favor en tan altos puestos dijo Tom. Pero es hermano mío. Tengo el derecho de la sangre. El Profeta de Dios ha dicho que el vínculo de sangre es como el acero, que no se puede cortar.
Os honra ese conocimiento de las Santas Palabras del Islam dijo el mullah. Mi señor, el príncipe, reconoce vuestro derecho de sangre y os ofrece una compensación por vuestra pérdida.
Al-Allama llamó a un sirviente, que se adelantó con un pequeño cofre de ébano, con incrustaciones de marfil y madreperla. Arrodillándose frente a los dos blancos, puso la caja en los mosaicos del suelo y levantó la cubierta.
Tom no se había movido; ni siquiera miró el contenido del cofre. Guy, en cambio, se inclinó para observan las monedas de oro que lo llenaban a desbordan.
Cincuenta mil rupias dijo al-Allama. Mil de vuestras libras inglesas. Esta suma toma en cuenta el hecho de que al-Amhara era príncipe de la casa real de Omán.
Por fin Tom recupero la voz y la facultad de moverse. Empezó a levantarse, con la mano en la empuñadura de la espada Neptuno.
No hay en Arabia oro suficiente para compran mí voluntad rugió. He venido en busca de mí hermano y no me iré mientras no lo recupere.
Eso no es posible dijo el mullah, en voz baja y cargada de pena. Vuestro hermano ha muerto. Murió de malaria, hace casi dos años. No había nada que hombre alguno pudiera hacer por salvarlo, aunque Alá sabe que quienes lo amábamos hicimos lo posible. Al-Amhara ha muerto.
Tom volvió a caen en el almohadón, demudado por el golpe, y clavó en al-Allama sus ojos dolientes. Pasó largo rato sin hablar; sólo se oía el zumbido de una gorda mosca azul que chocaba contra el techo.
No creo en lo que me decís susurro. Pero en su voz no había esperanza y su expresión era desolada. Os juro, por mí amor a Dios y por las oraciones que rezo
su salvación, que he visto el nombre de al-Amhara en su tumba, en el cementerio real de Lamu pronunció al-Allama. Él infinito dolor de su voz, Tom no pudo seguir dudando.
Dorian susurro. Era tan joven, tan lleno de vida…
Alá es bondadoso. Podemos estar seguros de que hay un paraíso para él en el más allá. Mi señor, el príncipe, os ofrece consuelo. Comparte profundamente vuestra perdida aseguró el mullah.
Tom se puso de píe. El movimiento, tan simple, pareció requerir un gran esfuerzo.
Agradezco a vuestro amo replicó. Os imploro tolerancia, pero ahora necesito estar solo para lloran por mi hermano.
Y se volvió hacia la puerta. Guy se puso de pie e hizo una reverencia a los dos árabes.
Nuestra gratitud a vuestro señor, el príncipe, por su compasión. Aceptamos su ofrecimiento de dinero por el vínculo de sangre. Se agachó para cerrar el cofre y lo levantó. Todas las deudas entre el príncipe Abd Muhammad al-Malik y nuestra familia quedan completamente cubiertas.
Y siguió a Tom hacia la puerta, entorpecido por el peso del oro.
Sarah estaba como de costumbre encaramada sobre el muro del antiguo monasterio, desde donde podía ver a Tom en cuanto asomaba por el sendero que subía desde la playa.
¡Tom! lo llamó, agitando alegremente la mano.
Se puso de pie para correr por los muros medio derruidos, con los brazos extendidos para conservan el equilibrio.
Llegas tarde! Hace horas que te espero. Ya casi había perdido las esperanzas. Saltó al suelo y echó a correr por el camino arenoso, descalza. Tom, ¿que pasa? susurró. Nunca lo había visto así, demacrado, con los ojos llenos de un terrible dolor. ¿Que te ha sucedido?
Él dio un paso inseguro hacia ella, alargándole los brazos como si se ahogara. Sarah corrió hacia él.
¡Tom, oh, Tom! ¿Que pasa? Lo estrechó con todas sus fuerzas. Cuéntame, querido mío. Quiero ayudar.
Él se echó a temblar. La muchacha temió que estuviera enfermo, abrumado por alguna fiebre terrible. Tom emitió un sonido ahogado y las lágrimas corrieron a torrentes por su cara.
¡Tienes que decírmelo! suplicó ella. Nunca habría imaginado que él pudiera sucumbir así. Siempre lo había creído fuente e indómito. Pero allí estaba, quebrado entre sus brazos, devastado. Por favor, háblame.
Dorian ha muerto.
Ella quedó inmóvil, helada.
No puede ser susurró. No, no puede ser. ¿Estás seguro? ¿No hay duda?
El hombre que trajo la noticia es un mullah, un santón, me lo juró por su fe. No puede haber duda.
Cayeron de rodillas, todavía abrazados. Sarah lloraba con él.
Era como sí fuese mí propio hermano dijo, apretando la mejilla contra la de él; las lágrimas se mezclaron, mojando las dos caras. Al fin ella se limpió la cara con la manga de la blusa. ¿Como fue?
El aún no podía hablar.
Cuéntame Tom insistió. Sabía por instinto que debía hacerlo hablar; como el cirujano, debía perforar el forúnculo para dejar salera el pus y el veneno. Por fin él inició el relato; sus palabras surgían con dificultad, como si le desgarraran la garganta al pasar a viva fuerza. Tardó largo rato, pero al fin todo quedó dicho, y ella supo que debía ser vendad.
¿Y ahora que vamos a hacer? preguntó. Se levantó sin soltarle las manos y lo obligó a ponerse de pié. Debía impedir que él cediera a las lúgubres oleadas de dolor en las que se estaba hundiendo.
No se. Sólo se que Dorian ha muerto, que no pude salvarlo. Fue culpa mía. ¡Si hubiera llegado antes…!
No fue culpa tuya replicó ella, enfadada. No quiero que lo pienses, siquiera. Hiciste todo lo que estaba a tu alcance. Nadie podría haber hecho más.
Ya no me importa.
Claro que si. Te lo debes a ti mismo, a mi, a la memoria de Dorian. Él siempre te tuvo por ejemplo. Sabía lo fuerte que eres. No quería verte así.
Por favor, Sarah, no me regañes. Estoy exhausto por el. Lo demás no tiene importancia.
No voy a permitir que te rindas. Debemos planificar juntos. ¿Que vamos a hacer? exigió la muchacha.
No sé repitió Tom. Pero cuadró los hombros y se enjuago las lágrimas.
¿Adónde vamos? No podernos quedarnos aquí ni tampoco volver a Inglaterra. ¿Adónde, Tom?
Al Africa, respondió él. Abolí ha hallado a un hombre que puede guiarnos hacía el interior.
¿Cuándo partimos? preguntó ella simplemente, sin discutir la decisión.
Pronto. Dentro de pocos días. Él se había repuesto, echando por el momento ese dolor incapacitante. Es lo que tardaremos en llenar los toneles de agua, comprar provisiones frescas y hacer los arreglos finales.
Estaré preparada.
Será difícil. Un viaje peligroso, sin final. ¿Estás segura de que es lo que deseas? Si tienes dudas, debes decírmelo ahora.
No seas bobo, Tom Courtney dijo ella. Desde luego que voy contigo.
Al salir del monasterio Sarah dio un rodeo para volver al consulado; primero se desvió por una senda que había descubierto; conducía a una de las pequeñas aldeas de la costa oceánica. Apenas había recorrido unos ochocientos metros cuando tuvo la certidumbre de que alguien la seguía. Creyendo oír ruido de cascos en el camino, a sus espaldas, tiró de las riendas y giró sobre la montura para mirar hacia atrás. El sendero está bordeado a ambos lados por una densa vegetación: tallos retorcidos y hojas lustrosas de veloutia; matas de lantana. No se veía más allá de la última curva del camino, apenas unos pasos más atrás.
¿Tom? Llamó. ¿Eres tú?
No hubo respuesta a su pregunta. En medio del silencio, decidió que empezaba a ver fantasmas y sombras. "No seas tonta", se dijo con firmeza. Y continuó la marcha.
En la aldea compró una cesta de verduras a una anciana, como justificativo para su larga ausencia; luego llegó casi hasta el puerto, a fin de regresar al consulado por la ruta principal. Tenía mucho en que pensar. Su estado de ánimo iba del jubiló excitado, ante la perspectiva de la aventura a la que se enfrentaba, hasta la profunda tristeza por la necesidad de separarse de Caroline y el pequeño Christopher, a quienes amaba mucho. Su hermana, en la tenebrosa desdicha de su matrimonio con Guy, había llegado a apoyarse en la fortaleza de la menor; en cuanto al niñito, Sarah lo quería como si fuera suyo. Le preocupaba la suerte que pudieran correr sin ella. ¿No podrían venir con nosotros?, se preguntó. Y casi de inmediato comprendió que el solo pensarlo era una locura.
"Tengo que dejarlos." Reunió valor. "Los amo a ambos, pero Tom es mi hombre y lo amo más que a la vida misma. Debo ir con él."
Concentrada como estaba en está os pensamientos, entró en el establo sin ver a Guy, hasta que él la llamó severamente desde la sombra de la galería.
¿Dónde has estado, Sarah?
Ella levantó la visa, confundida.
Me sobresaltaste, Guy.
¿Conciencia sucia? Acusó él.
Fui a comprar verduras. Ella tocó el cesto atado detrás de la silla. ¡Estoy por fugarme con un repollo!
Y rió alegremente. Pero Guy no sonrió.
¡Ven a mi oficina! ordenó.
Ella notó que su criado rondaba la puerta del establo. Ese muchacho era creación de Guy: un tipejo astuto, marcado de viruelas, que se llamaba Assam. Nunca le había inspirado simpatía ni confianza, mucho menos ahora, al verlo sonreír con aire jactancioso y sabedor. Con un vuelco en el estomagó, Sarah se lamentó de no haber puesto más cuidado en cubrir sus huellas al acudir a su cita, de no haber prestado más atención a está sospecha de que la seguían.
Quiero bañarme y cambiarme para cenar dijo a Guy, tratando de zafar a fuerza de descaro.
Pero él muy ceñudo, se golpeó la bota con el látigo.
No necesito mucho tiempo, dijo. Como tutor insisto en que me obedezcas. Assam se ocupará de tu yegua.
Resignada, Sarah lo siguió por la galería hasta la fresca penumbra del despacho. Guy cerró las puertas y la dejó de pié en el centro del cuarto, mientras él ocupaba el asiento detrás del escritorio.
Te has estado encontrando con él en el monasterio viejo, dijo sin rodeos.
¿Con quién?¿De que estás hablando?
No te molestes en negarlo. Assam te siguió por orden mía.
¡Me has hecho espiar! estalló la joven. ¿Cómo te atreves? Trataba de mostrarse indignada, pero no resultaba convincente.
Me alegra que no intentes negarlo. Sería un insulto a mi inteligencia.
¿Por que debo negar al hombre que amo? Ella se irguió en toda su estatura, ya realmente furiosa.
Te has convertido en una ramera de puerto, dijo Guy. Una vez que él haya obtenido de entre tus piernas todo lo que desea, se hará a la mar riéndose de ti, como lo hizo con tu hermana.
Cuando se haga a la mar, yo iré con él.
Tienes sólo dieciocho años y estás bajo mi tutela. No iras a ninguna parte sin mi consentimiento.
Iré con Tom aseguró ella, y nada de lo que digas o hagas me detendrá.
Ya veremos. El se levantó. Quedas confinada en tus habitaciones; no saldrás de ellas hasta que el Golondrina haya zarpado de Zanzíbar.
No puedes tenerme prisionera.
Claro que puedo. Habrá un guardia a la puerta de tus habitaciones y otro ante los portones. Ya les he dado órdenes. Ahora sube a tu cuarto. Te haré llevar la cena.
Tom estaba tan ocupado preparando el Golondrina para navegar que apenas prestó atención al barco de velas cuadradas que entró dificultosamente en el puerto, después del atardecer. Aun bajo esa pobre luz vio que estaba dañado por las tormentas. En esa temporada los ciclones barrían el océano Índico; seguramente el navío se había encontrado con alguno de esos vientos endemoniados. En su proa se leía el nombre de Apóstol. En su palo mayor flameaba una harapienta bandera de la Compañía Inglesa de las Indias Orientales. Una vez que hubo anclado, Tom hizo que Luke Jervis fuera en la falúa a pedir noticias.
El capitán regresó una hora después y fue al camarote de Tom, que estaba escribiendo en el libro de bitácora.
Lleva a Bombay una carga de paños y sú informe. Al norte de las Mascarenas encontró una tempestad. Quieren repararlo aquí antes de reanudar el viaje.
¿Que novedades hay?
En su mayoría son viejas, pues el Apóstol zarpó de Inglaterra hace varios meses, pero la guerra contra Francia marcha bien. Guillermo les está azotando el trasero. Es buen combatiente, nuestro Willy.
¡Gran noticia! Tom se levantó de un brinco. Da día a la tripulación y repartid un buen trago de ron para que todos beban a la salud del rey Willy.
Lo que Tom no podría saber era que, aparte de las noticias sobre la guerra, el Apóstol traía un paquete de cartas y documentos, sellados dentro de un saco de lona embreada, que el gobernador de Bombay enviaba al cónsul de Su Majestad en Zanzíbar. A la mañana siguiente el capitán mandó el paquete a tierra. Guy Courtney lo abrió a la hora del almuerzo, sentado ante la mesa de la galería del consulado. Frente a sí tenía a Caroline, pero Sarah seguía encerrada en sus habitaciones.
Aquí hay una carta personal de tu padre dijo a su esposa, separando un sobre de entre las gacetillas y los documentos lacrados.
Está dirigida a mi, protestó ella, al ver que rompía el sello de lacre para leerla.
Soy tu marido respondió él ufano. De pronto cambió de expresión y la hoja le tembló en las manos. ¡Por Dios! ¡Esto supera todo lo creíble!
¿Que pasa? Caroline dejó la cuchara de plata que tenía en la mano. La noticia debía de ser trascendente, en verdad, para causar ese efecto en su esposo: Guy se enorgullecía de su compostura aun en las circunstancias más inquietantes.
El miraba fijamente la carta; poco a poco, su expresión fue pasando de la consternación al júbilo.
¡Ahora lo tengo en mis manos!
¿A quién?, ¿Que ha pasado?
¡A Tom! Es un asesino. ¡Por Dios! Ahora pagará en el patíbulo. Ha asesinado a William, nuestro querido hermano, y hay una orden de arrestó contra él. Pienso cumplir con mi deber; me dará un placer grandísimo ajustarle las cuentas.
Guy se levantó de un brinco, tumbando la tetera, que se estrelló en los mosaicos; él apenas le echó un vistazo.
¿Adónde vas, Guy? Caroline se puso de pie, pálida y temblándose por la impresión.
A ver al sultán respondió él. Y gritó a los criados: ¡Que Assam ensille el rucio! ¡De prisa! Luego se volvió hacia su esposa, golpeando con un puño la palma de la otra mano. ¡Por fin! He esperado mucho tiempo. Pediré guardias al sultán. No me los negará después de los problemas que Tom le ha causado, arrestaremos a maese Thomas y el Golondrina será confiscado. Ese barco se puede vender por dos mil libras, cuanto menos. Merezco una recompensa por entregar a la Justicia a un criminal peligroso. Y río triunfalmente. Maese Tom tendrá pasaje gratuito a Londres en el Apóstol cargado de cadenas.
¡Pero es tu hermano, Guy! no puedes hacerle eso, Caroline estaba afligida.
Billy también era su hermano, pero el cerdo lo atravesó sangre fría. Ahora pagará muy cara su arrogancia.
Ella corrió a aferrarlo por la manga.
No, Guy, no puedes hacer esto.
¡Que! Él giró en redondo. Su cara se había abotagado y parecía hinchada de ira. Ruegas por él. Todavía lo amas ¿no? No tardarías ni un minuto en recogerte las faldas y abrirte de piernas para él, como sucia ramera que eres. No es cierto. Te encantaría que te plantara otro bastardo en la panza.
La bofetada la hizo retroceder, tambaleándose contra el cerco bajo de la galería. Bueno, ese amante tuyo no va a sembrar más bastardos.
Y Guy se fue a grandes pasos por la terraza, pidiendo a gritos su caballo. Caroline se apoyó pesadamente contra la pared, apretando la magulladura furiosamente roja que tenía en la mejilla, hasta que oyó el galope del caballo que cruzaba los portones y se alejaba hacia el fuerte. Luego se obligó a levantarse.
Al enterarse por Guy de las relaciones entre Tom y su hermana menor había quedado horrorizada y llena de celos. Pero la noche anterior había pasado casi dos horas con Sarah, en sus habitaciones. Poco a poco llegó a comprender lo profundamente enamorada que estaba la chica. Ya había hecho a un lado sus propios sentimientos por él sabiendo que no tenían esperanzas; aunque el dolor del sacrificio era intenso, dio un beso a su hermana y le prometió ayudarla en la fuga.
Tengo que darles aviso susurró, pero hay tan poco tiempo…
Tomó una bandeja del aparador y, después de cargarla de comida para Sarah, la llevó hasta el extremo de la galería, pasando frente a la habitación infantil donde dormía Christopher. En la última puerta, uno de los guardias de Guy dormitaba en cuclillas bajo el calor de la tarde, con el mosquete cruzado en el regazo. Al acercarse ella despertó con un respingo y se puso de pie.
Salaam alekum, Donna. Le hizo una reverencia. El amo ha dado órdenes estrictas de que nadie cruce está a puerta ni para entrar ni para salir.
Traigo comida para la señora, mi hermana dijo ella, imperiosa. Hazte a un lado.
El hombre vaciló; sus órdenes no cubrían esa eventualidad. Luego volvió a inclinarse.
Soy polvo bajo vuestros pies dijo, extrayendo una grafo llave de hierro de entre los pliegues de su túnica.
La hizo girar en la cerradura. Caroline pasó velozmente su lado, pero al cerrarse la puerta dejó la bandeja en la primera mesa a la vista y corrió a la alcoba.
Sarah, ¿Dónde estás?
Su hermana estaba tendida en la cama, bajo el tul de mosquitero, cubierta por una sábana ligera; parecía dormida, pero al oír la voz de Caroline arrojó la sábana a un lado y se levantó de un salto, completamente vestida y calzada con botas de montar bajo las faldas.
Caroline Me alegra que hayas venido. No quería partir sin despedirme de ti.
Ella la miró fijamente. Sarah corrió a abrazarla.
Me voy con Tom. Me está esperando en la playa, bajo el monasterio viejo, pero ya llego tarde.
¿Cómo escaparás de los guardias de Guy? Preguntó a su hermana.
La muchacha hundió una mano entre las faldas y extrajo las pistolas para duelo.
Disparando contra quien intente detenerme.
Escúchame, Sarah. Ha llegado una carta de padre. Tom está acusado de asesinar a su hermano mayor y hay una orden de arrestó contra él.
Ya lo sé, Tom me lo dijo. La menor se apartó. No puedes detenerme, Caroline. Eso no cambia las cosas. Se qué es inocente y me iré con él.
No comprendes. Caroline volvió a apretarle el brazo Te prometí que os ayudaría y no me echaré atrás. Vine decirte que Guy ha ido al fuerte para informar al sultán. Van arrestar a Tom para enviarlo encadenado a Inglaterra, para que sea juzgado y ejecutado.
¡No! Sarah miró fijamente a su hermana.
Tienes que darle aviso, pero no podrás escapar a menos que yo te ayude. Pensó rápidamente. Te diré lo que haremos. Habló con celeridad, completando el plan sobre la marcha.
Al terminar preguntó, ¿Me has comprendido? La muchacha asintió.
Estoy lista. He hecho todos los preparativos. Pero daté prisa, Caroline. Tom creerá que he decidido no ir. Cuando se canse de esperar se irá.
Caroline fue hacia la puerta y pidió al guardia que abriera. Cuando hubo salido, el hombre volvió a echar llave. Ella fue directamente a los establos y ordenó a Assam:
Ensilla mi yegua. Como el mozo vacilara, golpeó el suelo con un pie. De inmediato, si no quieres que te haga azotar, llevo prisa. He prometido reunirme con el amo en el fuerte.
En pocos minutos Assam le trajo el animal y Caroline tomó las riendas.
Ve al portón y di a los guardias que abran. Voy a salir. Assam, ya totalmente intimidado, corrió a obedecer.
Tratando de no mostrar su agitación ni su prisa, ella condujo a la yegua ensillada a través del prado, hasta el extremo de la galería. El hombre que montaba guardia ante la puerta de Sarah se levantó para saludarla; ella le extendió la carta de su padre.
Entrega está carta a mi hermana inmediatamente, ordeno.
El guardia se colgó el mosquete del hombro y, con el papel en la mano, tocó a la puerta. Después de un momento Sarah respondió desde adentro:
¿Que pasa?
Una carta, Donna.
Démela.
Él hizo girar la llave y abrió. Sarah dio un paso afuera plantándole las pistolas ante la cara sobresaltada. Estaban amartilladas y ella tenía los dedos curvados en torno de los gatillos.
Tiéndete de bruces, ordeno.
El hombre, en vez de obedecer, descolgó el mosquete que llevaba al hombro y trató de amartillarlo. Con toda calma, la muchacha apuntó la pistola de la mano derecha y le disparó a quemarropa en la rodilla. El lanzó un alarido y se derrumbó en los mosaicos de la galería, con la pierna destrozada bajo el cuerpo. Sarah apartó de un puntapié el mosquete caído.
¡Tonto! Deberías haberme obedecido le dijo con aspereza. La próxima bala irá a tu cabeza.
Viendo que el hombre se cubría la cara, acobardado, se metió la pistola descargada bajo el cinturón y entró para arrastrar a la galería un zurrón en el que llevaba sus pertenencias más preciadas. Caroline corrió a ayudarle a cargar el saco en la montura. Luego las dos hermanas se abrazaron apresuradamente, pero con calor.
Que Dios te acompañé, mí querida Sarah. Os deseo, a ti y a Tom, toda la felicidad del mundo.
Se que tú también lo amas, Caroline.
Si, pero ahora es tuyo. Trátalo bien.
Un beso a Christopher.
Los dos te extrañáremos, pero ahora vete. Date prisa
Caroline hizo un estribo con las manos cruzadas para impulsarla hasta la silla. Adiós, hermana mía, exclamó, en tanto Sarah azuzaba a la yegua para ponerla al galope y cruzaba los prados a toda velocidad.
Assam, al verla llegar, gritó a los otros guardias que cerraran las puertas, pero Sarah galopo directamente hacia él obligándolo a arrojarse a un lado para no ser derribado por los cascos. La yegua cruzo velozmente el portón abierto y se adentro en el bosque. Sarah la condujo hacia el sendero que llevaba hacia el sur, cruzando los palmares, rumbo al monasterio en ruinas.
Espérame, Tom, por favor susurró. El viento se llevaba las palabras y puso a volar su cabellera, como un está andarte. Esperadme, querido mío, que ya vengo.
Puso a la yegua a galope tendido; los troncos de las Palmeras pasaban junto a ella como borrones. Ante las puertas del monasterio sofrenó bruscamente al animal, que echó la cabeza atrás, sudando nerviosamente, pues no estaba habituada a semejante trato.
¡Tom! Gritó ella. La remedaron los ecos de esos vetustos muros. ¡Tom!
"Se ha ido", pensó. Mientras la yegua retrocedía, caminando en círculos, ella se inclinó desde la silla para estudiar tierra blanda. Distinguió las huellas recientes que subían desde la playa y una zona pisoteada frente a la entrada, donde se había paseado de un lado a otro mientras la esperaba. Luego obviamente agotada su paciencia, la sarta de huellas volvió hacia la playa.
¡Tom! Aúllo, desesperada. Y encaminó al animal por sendero estrecho abierto entre la maleza. Volaron a lo largo del arroyo, entre ramas que le azotaban las piernas, y por fin irrumpieron en las blancas arenas coralinas, con las aguas límpidas de la laguna hacia adelante.
Al ver la marca que la quilla de la falucha había dejado en la orilla, levantó la vista y divisó la pequeña embarcación ; se alejaba lentamente hacia la abertura del arrecife, a unos ochocientos metros de la costa. Tom iba a popa, con la larga caña del timón en las manos, impulsándola por los bajíos.
¡Tom! Gritó ella a todo pulmón, agitando el brazo Tom!
Pero el viento agitaba las palmas y el oleaje tronaba contra el arrecife exterior, ahogando sus gritos. La diminuta falucha continuaba alejándose empecinadamente, sin que él se volviera. Sarah azuzo a la yegua para que se adentrara en el agua. Aunque al principio se resistió, era un animal valeroso y se lanzó hacia adelante, pasando a brincos los hoyos más profundos, hasta que el agua le llegó a las paletas. La muchacha tenía las botas y las faldas empapadas. Pero la falucha empezaba a alejarse a mayor velocidad.
¡Tom! Repitió Sarah, atormentada. Entonces sacó del cinturón la segunda pistola y disparó hacia el aire. El estallido fue insignificante en la inmensidad del viento y el mar. ¡No me ha oído!
El sonido tardó un largo segundo en llegar. Luego Sarah vio que la distante silueta daba un respingo y se volvía hacia ella.
Oh, alabado sea Dios! Exclamó ella, casi llorando de alivio.
Con un experto movimiento de pértiga, Tom hizo girar la embarcación y la impulsó a través de la laguna.
¿Dónde estabas?, ¿que ha sucedido?, gritó, una vez que estuvo al alcance de su oído.
Guy ha descubierto lo de William respondió ella. Ha ido al fuerte para alertar a la guardia. Van a apresarte y a confiscar tu barco.
El no dijo nada, aunque su expresión se endureció. Cuando el bote estuvo junto a la yegua abandonó la pértiga para tomar a Sarah por la cintura y retirarla de la silla. Luego la depositó en la cubierta.
¡Mi bolsa! Jadeó ella.
Con el puñal que llevaba al cinturón, Tom cortó el tiento que lo ataba a la cintura y lo arrastró a bordo. Luego dio una palmada a la yegua, que volvió grupas y volvió trabajosamente a la playa. El apunto nuevamente la proa de la falucha hacia el paso.
¿Cuánto hace que Guy salió hacia el fuerte? preguntó. ¿Cuánto tiempo tenemos?
No mucho. Salió del consulado hace más de dos horas.
Ponte junto al amantillo ordenó él ceñudo. Tendremos que izar la vela y arriesgarnos con el coral.
La vela latina restalló flameando; luego se hinchó ante viento del monzón. La falucha escoró pronunciadamente, volando hacia la abertura del arrecife. Pasó rauda, rozándolo; en cuanto el agua tomó un color azul bajo la quilla, Tom se puso al timón y la hizo girar hacia el puerto, donde estaba la Golondrina.
Cuéntame todo ordenó. Ella se acercó para rodearle cintura con los brazos. ¿Cómo se supo?
Anoche llegó un barco.
El Apóstol exclamó él. Era de esperar. Y escucha atentamente los detalles del relato. Cuando ella hubo terminado murmuró. Dios quiera que lleguemos a tiempo.
El puerto de Zanzíbar se abrió ante ellos. El pequeño Golondrina se mecía tranquilamente sobre el agua.
¡Gracias a Dios! Todavía no lo han confiscado exclamó él fervoroso.
Pero en ese momento ambos vieron una flotilla de doce botes que, alejándose del muelle del fuerte, cruzaban la bahía hacia la nave. Tom, con una mano a modo de visera, miró fija mente la primera embarcación, a través del kilómetro y medio que los separaba. Reconoció la figura alta y delgada que iba a proa, con un sombrero emplumado.
Guy está excitado como sabueso con el olor del zorro en el hocico.
La falúa se hundía en el agua bajo el peso de los hombres armados. Todos los botes de la flotilla estaban igualmente cargados.
Ha traído a un centenar de esos pillos del sultán, cuanto menos calculó Tom. No quiere arriesgarse.
Echó un vistazo al palo mayor, calculando en la mejilla la fuerza y la dirección del viento. A esa altura conocía bien los puntos débiles de la embarcación y sabía arrancarle hasta la ultima pizca de velocidad.
Ténsala un poquito indicó a Sarah.
Ella corrió hacia el botalón. La falucha a gusto con su mano brincó hacia adelante bajo sus pies.
Pasaremos rozándonos Tom observaba al primer bote calculando la diferencia de curso y velocidad. Tenía el viento favor. Guy, en cambio, navegaba muy ceñido contra el viento con el casco sobrecargado; era muy difícil que pudiera llegar al Golondrina en una sola bordada. Por otra parte, la falucha tendría que pasar frente a la proa del dhow. Tom entornó los ojos para calcular el curso convergente,
Vamos a pasar a tiro de mosquete del primer bote, dijo Sarah. Amontona esas redes y las cajas para pescado a lo largo de la barandilla de estribor. Luego te tiendes tras ellas
¿Y tú? preguntó ella, afligida.
No te lo he dicho. Soy inmune a las balas de mosquete. El sonrío de oreja a oreja. Además, todos los árabes tienen muy mala puntería.
Al no estar tan enamorada ella podría haberse impresionado más por esa despreocupación ante el peligro.
Mi lugar está a tu lado, dijo tercamente, tratando de igualar su exhibición de valor.
Tu lugar está donde yo diga. Tom se mostró lúgubre y frío. Tiéndete, mujer.
La pilló desprevenida, pues ella nunca lo había visto así. Se descubrió obedeciendo mansamente. Sólo cuando estuvo tendida en la cubierta maloliente, protegida por las redes y las pesadas cajas de madera, empezó a recuperar su sentido de la independencia.
"No puedo permitir que se imponga tan pronto", pensó. Pero un grito lejano interrumpió sus pensamientos: los árabes del primer dhow habían divisado a la pequeña falucha que pasaba raudamente por la aleta.. El navío escoró peligrosamente, pues todos se agolparon ante la barandilla para mirarla, entre parloteos y gesticulaciones, cebando los trabucos de caño largo.
¡Alto! La voz de Guy sonaba débil en el viento, pero ya estaban lo bastante cerca como para que Tom viera con claridad su expresión ceñuda y furiosa. Si no os ponéis al pairo de inmediato, Tom Courtney, ordenaré a mis hombres que disparen contra vos.
Tom, riendo, agitó alegremente la mano.
Si meas contra el viento, querido hermano, te volverá todo a la cara.
Los separaban menos de cien metros, un tiro de pistola; Guy dio una orden a los mosqueteros árabes apiñados en la cubierta del dhow y, con la espada desenvainada, señalo la falucha. Ellos apuntaron los mosquetes. Pese a su jactancia, Tom sintió un ramalazo de miedo al ver la línea de armas dirigidas hacia él.
¡Fuego! chilló Guy, moviendo la espada.
Hubo una explosión; un denso banco de humo de pólvora ocultó brevemente el dhow.
En torno de la cabeza de Tom, el aire silbó y zumbó con los proyectiles que pasaban; las pesadas balas de plomo levantaron chorros de llovizna en la superficie del agua, junto al casco de la falúa, y se clavaron en los costados, arrancando astillas blancas de sus maderos. El sintió que algo le tironeaba de la manga; cuando bajó la vista tenía una desgarradura en la tela y un hilo de sangre que manaba de una herida superficial abierta en el bíceps.
¿Estás bien, Tom? Preguntó Sarah, preocupada.
Él volvió a reír y le volvió a medias la espalda, para que no viera la manga ensangrentada.
Te dije que tienen mala puntería.
Se quitó el sombrero para dedicar un burlón saludo a Guy. Pero el movimiento hizo que algunas gotas escarlatas salpicaran la sucia cubierta, a sus pies. Sarah vio la sangre y palideció. Entonces, sin vacilar, se levantó de un salto para correr popa.
¡Aléjate! le espetó él. Esas son balas de verdad. Podrían matarte.
Sin prestarle atención, ella se plantó delante de él protegiéndolo con su propio cuerpo, y se quitó el chal de los hombros; la cabellera sacudida flameó al viento como un está andarte.
¡Dispara!, gritó a todo pulmón hacia la falúa. Disparadme si te atreves, Guy Courtney.
La menor distancia le permitió ver la expresión frustrada y furiosa de Guy.
¡Abajo, Sarah! chilló él. Si resultas herida será por tu propia culpa.
Tom trató de empujarla a cubierta, pero ella le echó los brazos al cuello y se aferró de él. Arrebolada por la ira, echo una mirada fulminante a la falúa.
Si quieres a tu hermano tendrás que matarme primero, gritó.
Guy pasó del triunfo a la incertidumbre. Miró a los mosqueteros, que estaban recargando frenéticamente. Tom vio las puntas de las baquetas que subían y bajaban, empujando la bala a lo largo del caño. Hasta el mejor de los hombres tarda dos largos minutos en recargar; cuando la siguiente anda estuvo lista, las dos embarcaciones habían llegado a su menor distancia, en tanto la falucha pasaba frente proa de la falúa. Los mosqueteros más expertos terminaron la operación, dos de ellos cebaron las armas y levantaron los mosquete al unísono, alineando las miras hacia la pareja de la falucha, Guy aun vacilaba, pero entonces su ceñuda expresión se desmorono y con un movimiento de su espada, desvío el arma del hombre que estaba a su lado, gritando en árabe:
¡Alto! ¡No disparéis! ¡Mataréis a la mujer!
Un hombre, ignorando la orden, disparó. La boca de su trabuco lanzó un chorro de humo azul y la bala se clavó en la barra del timón, junto a la mano de Tom.
¡Alto!, chilló Guy furioso, bajando la espada hacia muñeca del hombre. Hubo un destello de sangre; el mosquetero aferrándose el brazo herido, se alejo a tumbos por la cubierta.
¡Alto!
Los otros, de mala gana, de a uno, fueron bajando los mosquetes. La falucha pasó por delante de la falúa y empezó a alejarse.
Todavía no has ganado, ¡Tom Courtney! les grito Guy. Desde ahora en adelante la mano de cada hombre estará contra ti. Uno de estos días tendrás que pagar tu deuda. Yo me encargaré de eso, ¡lo juro!
Tom miraba hacia proa, sin prestar atención a los gritos coléricos de su hermano, que se iban desvaneciendo. El Golondrina estaba ahora a diez brazas de distancia, pero los disparos de la falúa habían puesto o sobre aviso a la tripulación, que corría por la cubierta y trepaba al cordaje. Ned Tyler no había esperado órdenes para levar anclas.
Sarah abrazó a Tom por la cintura y miró el enjambre de pequeñas embarcaciones que los seguían, que aventura dijo, con ojos chispeantes.
No te atrevas a ufanarte tanto, diablilla. Tom la estrechó. Desobedeciste mis órdenes.
Será mejor que te acostumbres a eso. Ella le dedicó una gran sonrisa. Podría volver a ocurrir, un día de éstos.
Después, con aire práctico, uso el puñal del joven para cortar la manga desgarrada. Con la tela cortada vendó la herida del brazo y restañando la sangre. Mientras tanto se acercaban velozmente al Golondrina.
Deja eso indicó Tom y prepárate para un buen salto.
El cabestrante rechinaba en la proa de la balandra, izando el ancla; cuando ésta se desprendió del fondo, la embarcación comenzó a derivar hacia popa. Sarah se recogió las faldas bajo el cinturón, para dar libertad a las piernas, y se agachó junto a la barandilla.
Tom vio asomar arriba la cabeza de Aboli. Cuando los cascos se tocaron, en tanto él arriaba la vela, el negro saltó como una gran pantera que se arrojara sobre una gacela desde la rama de un árbol. Aterrizó en la cubierta, junto a Sarah, con un golpe sordo de pies descalzos, y la alzó en brazos. Ella protestó con un chillido, pero Aboli, sin interrumpir el movimiento, brincó hacia arriba para sujetar la escalerilla de abordaje que pendía por el costado de la balandra y la llevó consigo hasta la cubierta.
Tom levantó el zurrón de la muchacha y cubrió de un salto la estrecha franja de agua que separaba los cascos. Dejando la falucha a la deriva, trepó siguiendo a Abolí. Ned Tyler lo saludo con solemnidad desde el timón.
Bienvenido a bordo, capitán.
Gracias, señor Tyler. No veo motivos para seguir demorándonos aquí. Poned viento en popa, por favor.
Dejó el saco de Sarah en cubierta para marchar a popa. El dhow, con Guy a proa, los seguía a doscientos metros de distancia, pero la balandra se alejaba a tal velocidad que pareció estar anclado.
Su hermano tenía la espada desnuda al costado, los hombros abatidos y la cara contraída por la frustración y el odio al ver a Tom, los hombres que lo rodeaban no pudieron contenerse más e iniciaron una furiosa descarga, sin que él pareciera notarlo. Toda su atención estaba concentrada en su gemelo.
Se miraron fijamente, en tanto crecía rápidamente la distancia entre los dos navíos. Sarah se reunió con Tom. De la mano, ambos contemplaron la silueta de la falúa, hasta que ya no fue posible distinguir la alta figura de Guy. Entonces Golondrina rodeó el cabo. El puerto de Zanzíbar se cerró tras ellos y el dhow se perdió de vista.