Tom decidió no esperar a que los hombres del comisario vinieran por él, por los cargos que William inventara. Sus hombres estaban en la taberna de la Royal Oak; al verle las ropas manchadas de sangre y la nariz quebrada quedaron estupefactos.
Nos haremos inmediatamente a la mar dijo a Aboli, Ned Tyler y Alf Wilson. Luego miró a Luke Jervis, que estaba sentado al otro lado del hogar. Luke, como propietario del pequeño Cuervo, no recibía órdenes de nadie, pero respondió sin demora con un gesto afirmativo. Cuando estaban por soltar amarras apareció un jinete solitario al galope. Al frenar estuvo a punto de caer por sobre cuello del animal.
Esperadme, señor. Tom sonrió al reconocer la voz de maese Walsh. No podéis dejarme aquí.
Mientras el Cuervo se deslizaba hacia el mar nocturno, en la cubierta se reunió un pequeño grupo de viejos leales.
Que rumbo señor, pregunto Luke, cuando dejaron atrás el promontorio.
Tom echo una mirada anhelante hacia el sur. Allí estaba Cabo de Buena Esperanza y la puerta al Oriente. "Oh, si tuviera un barco de verdad en vez de este cascarón de nuez, pensó. Luego se aparto con firmeza.
A Londres dijo, con la voz gangosa por la nariz hinchada. Os pagaré este viaje añadió. Aún tenía la mayor parte de su botín en el Samuels Bank de Londres.
Eso lo arreglaremos después gruñó Luke. Y ordenó a gritos a sus tres tripulantes que iniciaran las bordadas hacia el este.
El Cuervo se deslizó calladamente por el Támesis hasta el Estanque de Londres, sin llamar la atención en el apretado trajinar de pequeñas embarcaciones. Luke los dejó, con su magro equipaje, en el muelle de piedra, debajo de la Torre de Londres. Aboli buscó alojamiento barato en las míseras callejuelas que bordeaban el río.
Si la suerte nos ayuda, sólo necesitaremos estos cuartos por unos pocos días. Tom paseó la mirada por el sucio cobertizo de madera.
Suerte es lo que necesitaremos para sobrevivir a las ratas y a las cuca-rachas comentó Alf Wilson, mientras el joven se ponía las mejores ropas que había llevado. La chaqueta azul oscuro y los pantalones de montar, no demasiado elegantes, le daban un aspecto sobrio y emprendedor.
Iré contigo, Klebe ofreció Aboli. Sin mi es probable que te pierdas.
El día era frío y lluvioso, avanzada del otoño. Caminaron largamente por el laberinto de calles estrechas, pero Aboli serpenteó entre ellas tan infaliblemente como si estuviera en sus selvas natales. Salieron en el extremo a orilla de la calle Leadenhal y cruzaron hacia la imponente sede de la Compañía.
Te espero en la taberna de la esquina dijo Aboli cuando se separaron.
Cuando Tom entró en el vestíbulo del edificio, uno de los secretarios lo reconoció y lo saludó respetuosamente.
Veré si Su Señoría puede recibiros dijo. Mientras tanto podéis esperar en el salón, señor Courtney.
Un lacayo uniformado le recibió la chaqueta y le trajo una copa de Madeira. Mientras esperaba en un sillón, frente al fuego crepitante. Tom ensayó la solicitud que pensaba presentar a Nicholas Childs. Estaba razonablemente seguro de que ese hombre aún no había recibido noticias de su hermano. A menos que William hubiese adquirido el don de la clarividencia, no podía saber que él visitaría a Childs; era improbable que le hubiera enviado un mensaje urgente para advertirle que no brindara ayuda alguna a Tom.
Por otra parte, resultaría inútil pedir a Childs que lo pusiera al mando de un barco de la Compañía, habiendo tantos capitanes experimentados y con muchos años de servicio. Tom nunca había ejercido el mando completo por si solo. A lo sumo podía esperar que lo embarcaran como suboficial en un barco que partiera hacia la India. Y Dorian estaba en el África.
Tom analizó el problema, contemplando ceñudamente el fuego, en tanto bebía a sorbos su vino. Lord Childs sabía de la captura de Dorian; él lo había oído discutir el tema con su padre, durante su estancia en Casa Bombay. Si le pedía un barco, el empresario comprendería que su intención era irse en busca de su hermano secuestrado. Más aún: haría lo posible por impedirle que rodeara el Cabo. Hal había dicho que la Compañía rechazaba enérgicamente la presencia de intérlopes en sus territorios. No, lo mejor era fingir que esa parte del mundo le interesaba. "Tendría que andar con pies de plomo", decidió sobriamente.
Lord Childs lo hizo esperar menos de una hora, cosa que Tom interpreto como señal de gran preferencia. El presidente de la Compañía Inglesa de las Indias Orientales era uno de lo hombres más ocupados de Londres y él había llegado sin invitación ni aviso previo. "Por otra parte, soy caballero de la hermandad y mi familia posee el siete por ciento de las acciones de la Compañía. Él no puede saber que hace pocos días estuvo a punto de degollar a Billy."
El secretario lo condujo, por la escalera principal y la antecámara, al despacho de Childs. El mobiliario daba testimonio de la vasta riqueza de la Compañía. Las alfombras eran de lustrosa seda; las pinturas que pendían de los muros artesanados, imponentes paisajes marinos que representaban a las naves de la Compañía con las velas desplegadas, frente a las exóticas costas Carntica y Coomandel. Cuando Tom, tras posar bajo una araña que parecía una montaña de hielo invertida, cruzó las puertas talladas y sobredoradas de la habitación interior, Lord Childs abandono su escritorio para salirle al encuentro. Eso basto para allanar cualquier duda que el joven aún tuviera en cuanto a su recepción.
Mi querido Thomas. Childs le estrecho la mano haciendo, con el pulgar y el índice, la señal con que se reconocían los caballeros de la Orden. Que agradable sorpresa.
Tom le hizo la señal de respuesta.
Sois muy amables al recibirme pese a la falta de aviso milord.
Childs lo descarto con un gesto.
En absoluto. Solo lamento haber tenido que haceros esperar. El embajador holandés… Se encogió de hombros. Ya me comprendéis. Llevaba peluca entera y la estrella de la Liga en las solapas bordadas de oro. ¿Como está William, vuestro querido hermano?
Goza de muy buena salud, milord. Me encomendó transmitiros sus más profundos respetos.
Lamento muchísimo no poder asistir a los funerales de vuestro padre, pero Plymouth está tan lejos de Londres… Lo condujo hasta un sillón dispuesto bajo las altas ventanas, que ofrecían una lejana vista del río y sus barcos por sobre los tejados. Hombre notable, vuestro padre. Quienes lo conocimos bien sentiremos profundamente su falta.
Dedicaron algunos minutos más a intercambiar gentilezas, hasta que Childs se echó atrás para sacar el reloj de oro del bolsillo.
Bendita sea mi alma, son pasadas las diez y me esperan en St. James. Volvió a guardar el reloj. No creo que hayáis venido por pasatiempo.
Si me permitís ir al grano, milord, necesito empleo.
Habéis acudido al mejor lugar. El hombre asintió con tanta vehemencia que sus papadas se bambolearon como el moco del pavo. Dentro de diez días parte el Serafín hacia la costa Carnatica. Su capitán es Edward Anderson. Los conocéis a ambos, desde luego. Él tiene disponible el puesto de tercer oficial; es vuestro, sitio si queréis.
Tenía pensado algo más… más guerrero.
Ah, el señor Pepys es amigo mío y conocía a vuestro padre. No dudo de que podremos procuraros un puesto en algún buque de guerra. Creo que una fragata seria muy adecuada para un joven de vuestro temperamento.
Una vez más, señor, ¿puedo ser franco? Interrumpió Tom, como pidiendo disculpas. Tengo a mi disposición un pequeño cúter. Es muy veloz y maniobrable, el navío ideal para acosar a los barcos comerciales franceses que navegan por el Canal.
Childs lo miro con aire estupefacto. Antes de que él pudiera negarse, Tom continuó:
También tengo una tripulación de marineros combatientes para operarlo; algunos navegaron en el Serafín a las órdenes de mi padre. Solo me falta una patente de corso para atacar a los franceses.
Childs rió de tan buena gana que la panza le reboto en el regazo como una pelota de goma.
De tal palo, tal astilla, ¿no? Como vuestro padre, preferís mandar a obedecer. Vuestras hazañas guerreras están en boca de todos, desde luego. Un día de éstos, cuando se os nombre caballero, tendréis que hacer incorporar la cabeza de al-Auf vuestro escudo de armas.
De pronto dejo de reír; entonces Tom entrevió fugazmente la mente astuta y calculadora que se escondía tras aquellos benignos ojos azules. Childs se levanto para acercarse a la ventana y allí estuvo, contemplando el río, hasta que Tom empezó a removerse en la silla. De pronto comprendió que esa pausa era intencional.
Milord dijo, me gustaría que recibierais una parte de cualquier botín que yo logre capturar bajo este nombramiento. Creo que un cinco por ciento podría ser una expresión adecuada de mi gratitud.
El diez por ciento sería aun más adecuado observo.
Diez por ciento, sin duda. Y naturalmente, cuanto antes pueda zarpar, antes podré efectivizaros esos diez puntos.
Childs se volvió hacia él con cara afable, frotándose enérgicamente las manos.
Justamente ahora debo hablar con ciertos personajes en St. James, caballeros que tienen los nombramientos en la palma de la mano. Visitadme de nuevo dentro de tres días: el jueves, a las diez en punto. Tal vez ya tenga noticias para voz.
Esos tres días de espera pasaron como una procesión fúnebre; cada minuto estaba lleno de temores y malos presagios.
William había tomado la precaución de ponerse en contacto con todos sus conocidos poderosos, Londres entera cerraría las puertas a Tom. Desde su partida había pasado tiempo suficiente para que la llegada de un mensajero arruinara todos sus planes. Aunque Childs pudiera procurarle un nombramiento, no tenia nave ni tripulación, pues no podía abordar el tema con nadie sin tener la carta del Rey en el bolsillo. Luke Jervis ya se había hecho a la mar, en otro de sus inicuos viajes, para encontrarse con un colega francés en medio del Canal. Esta vez podía tener mala suerte con los hombres de la Aduana Real y no regresaría jamás. Las dudas se reunían como buitres que asolaran no sólo sus horas de vela, sino también sus sueños. Cuando Luke regresara, ¿estaría dispuesto a arriesgar su pequeño Cuervo en una empresa tan peligrosa? Ya debía ser rico; además, Ahora había dicho que tenía esposa y una caterva de pequeños.
Sus hombres pasaron los tres días mirándolo con expectación, pero Tom no podía ofrecerles nada. No osaba comunicarles siquiera lo que Childs había prometido, para que no se hicieran demasiadas esperanzas. El jueves por la mañana se escabulló de su albergue como un ladrón, sin decir siquiera a Aboli adonde iba.
Apenas sonaron las diez en el reloj de la pequeña iglesia de la calle Leadenhal, el secretario de Lord Childs bajó al salón para hacerlo pasar.
Basto una mirada a la expresión simpática de Childs para calmar todas las pesadillas que habían estado acosando a Tom. En cuanto estuvieron sentados frente a frente, Childs recogió un pesado pergamino que tenía ante sí. Tom reconoció el gran sello rojo del canciller de Inglaterra al pie de la única página. El documento era idéntico al que llevaba su padre cuando se hizo a la mar con el Serafín. Childs leyó la primera línea en tono pedante.
Por la presente hacemos saber que nuestro leal y bienamado súbdito, Thomas Courtney…" Sin leer más levantó la vista con una sonrisa.
¡La tenéis, por la gracia de Dios! interpuso Tom, entusiasmado.
Dudo de que algún otro capitán haya recibido un nombramiento con tanta prontitud comento Childs. Es un buen augurio para nuestra empresa añadió, destacando el posesivo plural. Luego apartó la carta para recoger otro documento. Aquí tengo un contrato aparte que establece nuestro acuerdo. He dejado en blanco el nombre del barco, pero debemos llenarlo ahora mismo. Tomó una pluma y, después de afilar la punta, la sumergió en el tintero, clavando en Tom una mirada expectante. El joven aspiró hondo antes de comprometerse.
El Cuervo dijo.
El Cuervo repitió Childs, escribiendo con elegancia.
Ahora necesito vuestra firma.
Tom apenas echo un vistazo al contrato antes de garabatear su aceptación. Childs agrego su firma y seco la tinta. Siempre con la misma sonrisa afable, se acerco a una mesa rinconera, donde se erguía todo un pelotón de botellones de cristal, y llenó dos copas hasta el borde. Entrego una a Tom mientras izaba la otra.
¡Condenado sea Luis XIV y mala peste se lleve a los franceses!
Aboli, centrará a un botero para que no lleve aguas arriba, hasta la pequeña isla donde anclaba Luke Jervis, cuyo improbable nombre era "El Pie: pastel de anguila". Desde dos brazas de distancia vieron que el Cuervo había regresado de su último viaje y estaba amarrado al muelle de madera. Mientras acortaban la distancia, el capitán salió de la cabaña construida entre un grupo de sauces y bajo tranquilamente al muelle para recibirlos, dejando tras de sí una estela de humo azul de tabaco. Tom saltó a tierra, mientras Aboli pagaba al botero sus seis peniques.
¿Provechoso el viaje, maese Luke? preguntó.
Frente a Pernees nos persiguieron los hombres de Aduana. Tuve que arrojar al agua tres toneles de coñac antes de escabullirnos. Todas mis ganancias de los seis meses últimos se han ido al fondo! Se frotó la cicatriz de la mejilla con cara de luto. Creo que ya estoy muy viejo para este juego señor Courtney.
Tal vez pueda interesaros en algo menos cansado para los nervios sugirió Tom.
Luke se animo notablemente.
Ya imaginaba que teníais algo entre manos. Me recordáis a vuestro padre. Siempre estaba atento a la mejor oportunidad.
En ese momento apareció una mujer a la puerta de la cabaña. Traía el delantal manchado de hollín y un bebe desnudo en la cadera, con el trasero sucio. La criatura se aferraba con ambas manos al pecho blanco que se bamboleaba, flojo con oreja de spaniel, por la abertura de la blusa.
Luke Jervis, no te atrevas a salir de parranda con es tunantes que tienes por amigos, dejándome sin comida en casa y seis chiquitos hambrientos que alimentar chilló. El pelo le colgaba contra la cara, lacio y llovido.
El capitán guiñó un ojo a Tom.
Mi angelito. El matrimonio es un noble estado. Demasiado bueno para gente como yo, suelo pensar.
La mujer chilló:
Es hora de que busques un empleo honrado, en vez de escabullirte en medio de la noche y volver con ese cuento que perdiste el dinero, cuando se perfectamente que te la ha pasado con alguna ramera podrida.
Tenéis algún empleo honrado para mi, señor Courtney, Cualquiera donde no llegue la voz de mi santa esposa.
De eso venia a hablaros. Tom, aliviado, sonrió de oreja a oreja.
Tres noches después, el Curvo se acercaba subrepticiamente a la costa francesa, con un hombre a proa, provisto de sonda.
¡Marca cinco! anunció suavemente. Luego abrió apenas la portilla de la mampara para ver que había recogido del fondo el sebo puesto en el extremo de la sonda.
Arena y conchilla, informo, con voz casi susurrante.
El banco Huitre. Luke hizo un gesto afirmativo en la oscuridad, confirmando su posición. Tenemos Calais a estribor y Honfleur detrás del promontorio.
Pronunciaba con fluidez esos difíciles nombres. Tom sabia por Aboli que hablaba el idioma como si fuera francés.
La playa asciende aquí muy gradualmente; con esta brisa del este podremos vadear hasta la costa sin ninguna dificultad, anuncio a Tom. Preparaos para saltar cuando yo lo diga.
Tom había decidido que sólo ellos dos bajaran a explorar el amarradero de Calais. Luke conocía el terreno y, con su conocimiento del idioma, podría resolver cualquier problema con el que se enfrentaran. Sintió la tentación de llevar también a Aboli, pero lo más prudente era que el grupo fuera mínimo. Y Aboli, con su cara negra, sería difícil de explicar si los detenía alguna patrulla francesa.
Marca dos, fue el suave anuncio desde proa.
Listos murmuro Luke.
Y entregó el timón a su segundo. Él y Tom recogieron los zurrones y se acercaron a la proa. Los dos vestían toscas ropas de pescador: chalecos de cuero sobre faldones de lana, zuecos en los pies y gorra tejida en la cabeza. En ese momento sintieron que el Cuervo tocaba fondo con un suave golpe contra la playa de arena.
Alto los remos, susurró Luke a los hombres; éstos dejaron descansar las palas.
Él fue el primero en pasar por sobre la borda y el agua le llegó a los sobacos. Tom le entregó los dos zurrones y lo siguió. El agua estaba tan fría que lo dejo sin aliento.
¡Remad! ordeno el piloto a los remeros, en voz baja.
Y el Cuervo se aparto lentamente de la arena. Luke había escogido la marea en ascenso para que no corrieran peligro de quedar varados. Con diez o doce golpes de remo, el botecito desapareció en la noche; Tom se estremeció otra vez, y no sólo por frío. Era una sensación espectral, la de encontrarse solo en una costa enemiga sin saber lo que les aguardaba en la playa. El fondo subió rápidamente; salieron a la arena dura mojada y allí se agazaparon, alerta. Como sólo se oía el chapoteo siseante del oleaje bajo, se levantaron de un brinco para correr hacia las dunas. Allí descansaron por unos minutos para recuperar el aliento, siempre escuchando; luego cruzaron a paso rápido las dunas y el matorral para encaminarse al promontorio. Unos ochocientos metros más allá se toparon con las ruinas de un antiguo naufragio, varado por sobre la marca de la pleamar.
Es el viejo Bonheur, un costero bretón dijo Luke. Un buen mojón para nuestro regreso. Y se dejo caer de rodilla para cavar un hoyo en la arena, debajo de las costillas blanqueadas del casco. Allí dejo caer uno de los zurrones, que cubrió con arena suelta. Aquí lo encontraremos cuando nos haga falta.
A paso más rápido escalaron el promontorio. Una vez en la cima se movieron con m s lentitud, utilizando la maleza para mantenerse fuera de la vista, hasta que hallaran un escondrijo. Encontraron uno en las ruinas de una estructura de piedra que según Luke, había sido un blocao del ejército francés durante las guerras con Holanda. Estaba situado de modo que brindaba una amplia vista de los acercamientos y del fondeadero principal. Ambos exploraron la zona próxima al fuerte, hasta asegurarse de que estuviera desierta y sin señales de ocupación reciente. Luego Luke saco de su morral un par de pistolas para cada uno. Las cargaron con pólvora fresca y las dejaron a mano. Luego se instalaron a esperar el amanecer. Por fin el horizonte oriental tomo un color de limón y pimpollo de rosa, lanzando un precioso resplandor cálido sobre la escena de abajo. A esas horas ya había mucha actividad en torno de la flota francesa anclada en el puerto. Por la lente de su catalejo Tom contó quince naves de tres cubiertas, con ochenta cañones cada una, y una enorme cantidad de navíos más pequeños. Muchos no tenían las vergas cruzadas y en las cubiertas pululaban de trabajadores. También en la costa había una enérgica actividad tan pronto como el sol se hubo desprendido de la niebla matutina vieron que varias compañías de tropas marchaban hacia la ciudad, provenientes de Paris. El sol arrancaba destellos a las bayonetas de sus mosquetes; a cada paso se bamboleaban las plumas y las cintas del tricornio. Los seguía una caravana de carretas, a tumbos por entre los baches. Algo más allá un escuadrón de caballería, de chaquetas con alamares orados, capas azules y lustradas botas negras, salió al trote de la ciudad. Por un momento escalofriante Tom pensó que subirían la cuesta directamente hacia su escondrijo, pero dejo escapar el aliento en un suspiro de alivio al ver que, una vez en el cruce de caminos, se desviaban hacia el sur, por la ruta flanqueada de álamos. La nube de polvo desapareció en dirección a Honfleurm. Cuando la luz del sol se hizo más fuerte, quemando las nubes bajas, Tom pudo concentrar su catalejo en una búsqueda del puerto. Entre los buques de combate había decenas de embarcaciones menores. Algunas eran gabarras y barcazas que llevaban provisiones y hombres a los barcos de mayor tamaño. Una falúa que enarbolaba banderas de advertencia se acercó lentamente a uno de los navíos grandes, cargada de toneles de pólvora negra. Otras embarcaciones estaban amarradas al muelle o ancladas de cualquier modo en la bahía. Muchas estaban aparejadas a proa y a popa, con un solo palo y un bauprés. En navíos de menor tamaño, ese nuevo aparejo tenía ciertas ventajas sobre el más tradicional de las velas cuadradas, por lo que estaba cobrando popularidad en todas las armadas modernas. Eran más veloces en el viento y necesitaban menos tripulantes. A menudo se las empleaba para la exploración y como auxiliares de la flota principal. Un raudal intermitente de esos navíos y otras embarcaciones menores iba y venia por la bahía, sin alejarse mucho de la costa, a fin de evitar las atenciones de la Marina Real. La flota inglesa estaba bloqueando los principales puertos del Canal, a la espera de que los franceses hicieran una salida. En el medio del Canal Tom había divisado ocasionalmente velas inglesas a la distancia. También el Cuervo estaba allí afuera, esperando la caída de la noche para volver a la playa y retirarlos de los bajíos. Tom se concentro en las embarcaciones que salían al Canal, estudiando ávidamente los pequeños barcos franceses del fondeadero. En su mayoría eran mucho más grandes que el Cuervo; muchos estaban armados con pequeños cañones. Escogió diez o doce que podían servirle, pero los fue descartando uno tras otro según descubría sus defectos. Algunos se encontraban en mal estado de mantenimiento o estaban muy poco armados; otros eran costeros, inadecuados para viajes largos y mares picados; otros no tenían espacio para la carga y los hombres que él necesitaría. Al promediar el día, Tom y Luke se tendieron boca abajo en la arena saliente para comer el pan, el jamón y los huevos duros que el último llevaba en su morral, pasándose la botella de cerveza. El joven trataba de no deprimirse, pero allí parecía haber poco que les sirviera. Cuando el sol se acercaba al horizonte sólo le quedaban dos de las decenas de barcos examinados. De pronto uno de ello izó la vela mayor y se hizo a la mar, dejando como única opción un cúter viejo y mediocre, que había visto tiempos mejores.
Tendremos que conformarnos con ése decidió desanimado.
Recogieron las pistolas y el equipo, preparándose para descender a la laya en cuanto oscureciera. De pronto el joven apretó el brazo de Luke, señalando hacia el norte.
Allí está, proclamó. ¡Ese!
Esbelta y veloz como un galgo, una balandra venia volando en torno del promontorio; luego hizo una limpia bordeada entro rauda en el puerto.
¡Miradlo! Está muy cargado, como se ve por su línea de flotación, pero aun así podría dar quince nudos con un paso de virgen susurró Luke, abrumado por su belleza. Su cubierta estaba nivelada, sin castillo a proa ni a popa. El único mástil guardaba elegante proporción con la longitud del casco. Tom calculó que mediría unos cincuenta pies en total.
¡Diez cañones! contó a través del catalejo. Suficiente para ahuyentar a cualquier dhow árabe.
Enarbolaba una vela mayor con botalón, una gavia en la verga y dos foques en el bauprés. A la luz ya escasa tenía un aspecto etéreo y fantasmagórico, como si estuviera hecho de viento y espuma de mar.
Le escogeremos un nombre nuevo prometió Tom.
La balandra arrió velas y desapareció como en un truco con magia. Ambos esforzaron la vista para verla amarrar. Tom contó a sus tripulantes: eran nueve, pero probablemente cabrían treinta marinos combatientes en un viaje largo, aunque fuera preciso alterar la cubierta inferior para alojarlos.
Grabáosla, Luke, dijo Tom, sin bajar el catalejo. Tendréis que hallarla de nuevo en la oscuridad.
La tengo grabada en los ojos le aseguró Luke.
Con la última luz vieron que seis hombres abandonaban el barco para bajar al muelle, donde ya se estaban encendiendo lámparas en las ventanas de las tabernas.
Desde aquí se les huele la sed. No volverán hasta el amanecer susurró Tom. Eso significa que sólo quedan tres hombres a bordo.
Al apagarse el último resplandor, ambos bajaron de prisa las dunas hacia la playa. Luke desenterró el otro zurrón y encendió, con pedernal y acero, la lámpara que contenía. Después de apuntarla hacia el mar, levantó la portilla para hacer tres señales. Aguardo un rato y las repitió. Al cuarto intento su señal recibió respuesta: tres breves destellos en el mar oscuro. Se adentraron caminando por el agua hasta que el oleaje les rompió en la cara. Cuando les llego un crujir de remos en la noche, Luke lanzó un silbido agudo. Minutos después el Cuervo se alzaba ante ellos. Alargaron los brazos para trepar a bordo. Aún chorreando agua marina, Luke se hizo cargo del timón para retirar la nave de la playa. En cuanto tuvo suficiente agua abajo, izó la vela mayor y el foque. Tom se desnudó para secarse con el tosco paño que Aboli le ofrecía; luego se puso ropa seca. A una legua de la costa, Luke puso el Cuervo al pairo, luego formaron un circuló en cuclillas en torno de una linterna velada.
Hemos hallado un barco dijo Tom a sus hombres, de caras lobunas a la luz del candil, pero no ser fácil llevárnoslo bajo las narices de los franceses. No quería que se sintieran demasiado confiados. Esperaremos hasta la guardia de medianoche; entonces estarán en sus hamacas. Maese Luke nos llevará al puerto y nos pondrá junto a la balandra. Si nos dan la voz de alto, Luke responder por nosotros; el resto de vosotros, mantened la boca cerrada. Los miro con el ceño fruncido para impresionarlos con la necesidad de silencio.
Cuando estemos a la par yo daré la orden y me pondré a la cabeza del grupo de abordaje. Aboli y Alf Wilson me ayudarán a despejar de enemigos la cubierta. La mayoría está en tierra, probablemente por toda la noche. No tendremos que vérnosla sino con tres hombres. Nada de pistolas: sólo cachiporras y puños. Usad los aceros solo como último recurso. Lo más importante es el silencio, y un hombre con un puñal en el vientre chillará como una cerda parida. Fred soltará los cabos de proa; Reggie, los de popa. Es cuestión de cortar y correr, muchachos, así que tened las navajas a mano.
Luego hizo que cada uno le repitiera sus ordenes, a fin de que no hubiera confusión en la oscuridad. Con Luke y sus tres tripulantes eran quince en total; los demás eran viejos veteranos del Serafín, los que Alf y Aboli habían podido reunir en tan poco tiempo. Más que suficientes para el trabajo.
El viento viene del este y Luke calcula que arreciará antes de la medianoche. No vi que pusieran juntas en la mayor de modo que se desprenderá con un tirón a la driza. Tom miró a Ned Tyler, cuyas nudosas facciones se acentuaban ante el resplandor amarillo de la lámpara. Señor Tyler, no participéis en el combate: tomaréis el timón. Luke nos guiaras con El Cuervo, llevando una luz velada a popa.
Cuando todos supieron lo que se deseaba de ellos, Tom inspeccionó las armas y se aseguro de que todos tuvieran una cachiporra y un puñal. El sería el único en llevar espada. Ciño la Neptuno a su cintura.
Antes de partir comprobó que todos llevaran ropas oscuras; luego fue pasando la lámpara de uno en otro, para que se tiznaran la cara y las manos con el hollín de la chimenea. Después intercambiaron las habituales bromas sobre Aboli, que no necesitaba esa pigmentación adicional, y se instalaron debajo de las regalas, envueltos en los capotes, a comer un poco de pan y carne fría y dormir algunas horas.
Al concluir la primera guardia Luke acercó sigilosamente el Cuervo a la costa. La brisa, que venia desde tierra, les trae con toda claridad los sonidos de la costa; un reloj de iglesia da las doce, tan audiblemente que pudieron contar cada una de las campanadas. Tom hizo circular la orden y sacudió a los dormidos, que eran pocos: casi todos estaban ya tensos y nerviosos.
Tuvieron que entrar en el puerto contra la brisa, pero era un precio que Tom pagaba con gusto a cambio de poder salir directamente. Pronto estuvieron entre los barcos de la flota francesa; pasaron junto a uno de los más grandes, a tan poca distancia que oyeron la conversación soñolienta de la guardia en la cubierta principal. Nadie les dio la voz de alto; Luke codujo silenciosamente al Cuervo hacia el muelle de piedra donde habían visto la balandra. Tom, agazapado a proa, estaba alerta al primer vistazo de la embarcación francesa, rezando por que la mayor parte de su tripulación estuviera todavía bebiendo en las tabernas y que su capitán prefiriera esperar a la mañana para descargar.
El barco se acercó lentamente al muelle oscuro, serpenteando entre dos navíos anclados. Tom forzó la vista, ahuecando las manos para evitar el reflejo de las luces encendidas en las casas del puerto. Ya podía oír risas y canciones en las cervecerías, pero el resto de la flota estaba en silencio; solo se veían las lámparas encendidas en lo alto de los palos.
Se ha ido.
Estaban a medio tiro de pistola de donde habían descubierto a la balandra y aún no se la veía. El ánimo se le cayo a los pies y se maldijo por no haber tomado la precaución de escoger un objetivo secundario para esa eventualidad. Cuando estaba por ordenar a Luke que se desviara, el corazón le dio un brinco, golpeando contra las costillas. Había visto el palo mayor desnudo, recortado contra el vago resplandor de la ciudad; entonces comprendió que, con la marea baja, el casco de la balandra había descendido hasta quedar más bajo que la altura del muelle.
Allí está, esperándonos. Miro hacia atrás para asegurarse de que sus hombres estuvieran listos. Como él, se habían agazapado por debajo de las regalas. Las caras ennegrecidas les daban el aspecto de una carga mal distribuida a lo largo de cubierta. Solo Luke se erguía en toda su estatura ante
el timón. En ese momento lo hizo girar hasta el tope; su piloto, sin esperar la orden, dejo que la vela mayor descendiera con un susurro. El Cuervo aminoro la marcha y continuó llevado por su impulso, hasta tocar el costado del navío amarrado. La cubierta de la balandra estaba casi dos metros más arriba;
Tom se afirmo para saltar.
Al tocarse los dos cascos con una sacudida, una adormilada voz francesa exclamo: Nom de Dieu!
Traigo un mensaje para Marcel anuncio Luke, en el mismo idioma.
Aquí no hay ningún Marcel protestó el francés, irritado. Me estás arruinando la pintura con ese estercolero.
Traigo los cincuenta francos que Jacques le debe insistió Luke. Te los enviare con uno de mis tripulantes.
La mención de esa suma acallo cualquier otra protesta. El tono del francés se tornó astuto y simpático.
Esta bien. Dámelos. Yo me encargaré de que Marcel los reciba.
Tom saltó por sobre el costado del Cuervo y se izó ágilmente hasta la cubierta de la balandra. El francés, inclinado por sobre la barandilla, con una gorra de lana en la cabeza, irguió la espalda, quitándose la pipa de arcilla de la boca.
Dame.
Mientras cruzaba la cubierta, con una mano extendida, Tom vio que tenía un magnifico par de mostachos atusados.
Por cierto dijo.
Y le asesto un golpe controlado de cachiporra por sobre la oreja izquierda. El hombre cayó sin un ruido. Un segundo después, Aboli pasaba por sobre la borda, aterrizando como una pantera sobre silenciosos pies descalzos. Tom vio que una de las escotillas de proa estaba abierta; desde abajo se reflejaba una tenue luz de candiles. Se dejo caer por la escalerilla, seguido de cerca por Aboli. Al fulgor de la lámpara que se balanceaba en su soporte, vio tres hamacas tendidas en el otro extremo del camarote. Entonces comprendió que había contado mal a los tripulantes. Mientras él cruzaba la cabina, un hombre se incorporó súbitamente en la hamaca más próxima, preguntando: ¿Quien esta ahí?
A modo de respuesta Tom le asesto un buen golpe. El hombre cayó hacia atrás, pero su vecino lanzo un grito de alarma. Aboli le dio vuelta la hamaca, haciéndolo caer a cubierta. Antes de que pudiera volver a gritar, Tom descargo su cachiporra. Un tercer francés salto de la última hamaca y trato de correr hacia la escalerilla, pero el joven lo sujeto por el tobillo, jalo de él hacia atrás. Aboli cerro un puño enorme y se lo planto en el costado de la cabeza; este también cayó.
¿Queda alguno? Tom paseo una rápida mirada en derredor.
Ese era el último.
Aboli subió corriendo la escalerilla y Tom lo siguió a la cubierta. Fred y Reggie habían cortado los cabos de amarre y la balandra ya se alejaba del muelle a la deriva. El grito del francés de la cabina debió de haber sido amortiguado y no provoco alarma. El puerto seguía tan silencioso y soñoliento como antes.
¿Ned? susurró Tom.
De inmediato le llego la respuesta desde popa.
Sí capitán.
Aun en el calor del momento el muchacho se emocionó al oír ese título: tenía un barco y era nuevamente capitán.
Buen trabajo. ¿Dónde está el Cuervo?
Bien a proa. Ya ha izado las velas.
Hubo alguna demora entre los hombres que estaban en los amantillos del palo mayor: tenían dificultades para reconocer los cabos en la oscuridad, pues los franceses utilizaban otro sistema de cordaje. Tom corrió hacia ellos y los ayudó a desenredarlos. Pero la balandra iba cobrando velocidad y se acercaba rápidamente a una de las embarcaciones ancladas. Tom vio que chocarían con fuerza suficiente para causar daños. En la otra nave, un francés gritó:
Cuidado, estupidos Vais a embestirnos.
¡Listos para rechazar! dijo uno de los tripulantes de Tom, en inglés.
De inmediato se oyó un grito en el otro navío:
¡Merde! lis sont Anglases
Tom saco el amantillo principal de entre la maraña de cabos.
Rápido ¡Izad!
La mesana trepo rauda por el palo; la balandra, deteniendo su deriva de costado, capto la brisa y comenzó a avanzar, pero aún estaba cargada y colisionó contra el barco anclado, arrastrándolo un poco. Por entonces otras voces gritaban:
¡Ingleses! ¡Ingleses al ataque!
Un centinela del muelle, violentamente arrancado a su sueño, disparo su mosquete; de inmediato se produjo el caos en todo el fondeadero. Pero Ned ya tenía la balandra en marcha y cobrando velocidad. Cuando Tom miró hacia delante vio al Cuervo, con la luz de popa encendida, marcando el rumbo hacia el mar abierto.
¡Foques! ordenó Tom, secamente.
Y encabezo un torrente de pies descalzos hacia proa. Empezaban a tomar la mano al velamen: los foques subieron con mínimo retraso. Inmediatamente la balandra escoró y se lanzó hacia adelante, con un susurro de agua bajo la proa, acortando la distancia con el Cuervo. Pero la flota francesa ya despertaba; corrían gritos de barco en barco; en algunos se izaron las lámparas de combate.
Inspirado por el creciente tumulto, el joven Courtney corrió a uno de los cañones. Era un juguete, comparado con los enormes armamentos de los barcos de guerra anclados en derredor. Sólo cabía esperar que estuviera cargado.
¡Ayudadme! gritó a Aboli.
Entre ambos abrieron la cañonera y sacaron el cañón. Al levantar la vista, Tom vio que estaban pasando a medio tiro de pistola de una de las grandes naves, que bloqueaba la mitad del cielo nocturno. No hacia falta apuntar, siquiera; bastaba con disparar ese pequeño cañón tal como estaba. La llave chispeo, pero corrió un momento largo antes de que el arma eructara abruptamente, brincando hacia atrás contra los retenes.
Tom oyó que el proyectil golpeaba contra el pesado maderamen del barco de guerra, con gran estruendo. Los persiguieron salvajes chillidos de furia, pero la balandra ya estaba en carrera. Iba tan baja en el agua que pronto se perdió en la oscuridad.
Algo más allá sonó otro cañonazo; por el largo destello de fuego, Tom noto que no estaba apuntado hacia ellos. Nunca supo donde hizo blanco. Hubo más gritos y luego, un tartamudeo de cañonazos que aumento hasta convertirse en una andanada ensordecedora: las grandes naves disparaban contra la imaginaria flota inglesa que los atacaba. El humo de pólvora se elevo en una densa niebla sobre las dos embarcaciones, casi ocultando a cada uno a la vista del otro; Tom tuvo que esforzarse para divisar la leve luz del Cuervo.
Muy pronto los gritos y los disparos quedaron atrás y ellos salieron del humo a una noche dulce y clara. La brisa le trajo tenues voces inglesas: la pequeña tripulación del Cuervo los estaba vitoreando. Sus propios hombres interrumpieron el trabajo para responderles. No era prudente dar pistas a los franceses que pudieran estar persiguiéndolos, pero Tom no trato de evitarlo. Vio los dientes de Aboli, que sonreían muy blancos en la oscuridad, y sonrió a su vez.
¿Donde están los franceses? preguntó.
De la cabina sacaron a tres siluetas desaliñadas, que fueron a reunirse con su capitán en la popa.
A proa hay un esquife, les dijo. Nos pondremos al pairo y los embarcaremos en él. Que vuelvan a casa con nuestros mejores cumplidos.
Amontonaron a los cuatro hombres en el botecito y lo soltaron. Al comprender lo que estaba sucediendo, el capitán francés se irguió en la proa de la pequeña embarcación, con los bigotes erizados de furia, sacudiendo los puños con una sarta de vituperaciones.
Tu madre fue una vaca y te parió por el otro agujero, montón de mierda blanda. Me meo en la leche de tu madre y pisoteo los huevos de tu padre.
Habla inglés, le gritó Luke. No malgastes la belleza de tu poesía en el aire de la noche.
Y la indignación del capitán se perdió rápidamente en la oscuridad de popa.
Aboli ayudo a Tom a arrizar la mesana; cuando estuvo tensa y dura, dijo:
Ya es tuya, Klebe. ¿Como la llamarás?
¿Como la bautizaron los franceses?
Alf Wilson asomó por sobre la popa, estirando el cuello para leer el nombre pintado en el travesaño.
Hirondelle. ¿Que significa?
Golondrina tradujo Luke.
Es un buen nombre concordaron todos de inmediato. La verdad es que vuela como un pájaro.
Pero no en ese idioma olvidado de Dios vaciló Tom. En nuestro dulce inglés materno. ¡Golondrina! Cuando la tengamos amarrada en el río brindaremos por ella.
Y la vitorearon.
Cuando asomo el sol estaban frente a Sheerness; el Cuervo, pese a navegar a toda vela, iba muy a popa, incapaz de seguir el paso a la Golondrina. La balandra iba en una amplia bordada, arrancando estallidos de espuma blanca a las olas de peltre. Le encanta correr en libertad, se regocijo Ned, con la cara fruncida en cien arrugas de placer. Habría que colgarle una draga a popa para contenerla. A la chispeante luz de la mañana, era tan bonita como una doncella con su vestido de novia; el velamen, tan nuevo y blanco que relumbraba como madreperla; la pintura, tan fresca que hasta se olía la trementina. Y las cubiertas habían sido restregadas hasta quedar limpias como un campo nevado. Tom volvió sus pensamientos a la carga que la Golondrina llevaba en su bodega. Llamo por señas a Aboli y Alf Wilson y les mandó investigar. Ellos descendieron con lámparas encendidas. Media hora después volvieron a emerger, encantados con el descubrimiento. Está llena a reventar de lona de la mejor calidad. Suficiente para el velamen de toda una escuadra. A Tom se le ilumino la cara con la misma alegría. Bien sabía que precios alcanzaría ese artículo en las salas de subasta de la Compañía.
Las fibras de la guerra declaro. Como si fuera oro.
Descargada la lona en el muelle de la compañía, Tom envió una nota a Lord Childs y llevó la Golondrina aguas arriba, hasta el fondeadero que Luke tenía en la isla de El Pie. Permaneció allí por el tiempo suficiente para que sus hombres iniciaran el trabajo de alterar el entrepuente para alojar a una tripulación más numerosa e instalar diminutos camarotes para el capitán y los tres oficiales. No serían más que cubículos en los que cupiera una litera, un baúl, cuya tapa se podía utilizar como escritorio, y poca cosa más; sus ocupantes tendrían que doblarse casi en dos para entrar y salir.
Tom hizo planes para albergar a veinte hombres en el castillo de proa. Moderó su cálculo original de la tripulación necesaria para navegar y combatir en caso de emergencia, a fin de llevar provisiones suficientes para una travesía de tres años y mercancías con que asegurarse una ganancia al terminar ese período.
El alojamiento de la tripulación quedaría atestado aun con buen tiempo, cuando la mayor parte de los hombres durmiera en la cubierta, pero cuando el clima empeorara y todos se vieran obligados a descender, aquello sería demasiado reducido aun para veteranos encallecidos como los reclutados por Alf y Aboli.
Una vez que el nuevo interior estuvo diseñado y los carpinteros iniciaron el trabajo, Tom y Aboli alquilaron un bote para que los llevara río abajo. Cuando llegaron a la calle Leadenhal, el secretario les dijo que Lord Childs estaba en la Cámara de los Lores y no volvería hasta la noche. Sin embargo, había recibido la nota de Tom y esperaba su visita. El secretario le entregó el billete que le había dejado.
Mi querido Thomas: No esperaba recibir noticias de vuestro éxito en tan poco tiempo. La carga de vuestra presa ya ha sido vendida al Almirantazgo y hemos recibido un buen precio por toda la cantidad. Necesito analizar eso con vos. Venid a verme en la Cámara, por favor; un mayordomo me llevará el mensaje.
Vuestro servidor.
Tom y Aboli descendieron por el terraplén hacia el Palacio de Westminster, el enorme edificio de gobierno que se alzaba a la orilla del Támesis. El mayordomo acepto la carta que el joven le entrego ante la puerta de visitantes de la Cámara de los Lores. Después de una espera notablemente corta, Lord Childs bajó las escaleras, resoplando, visiblemente enrojecido y alterado, y asió a Tom del brazo.
Vuestro hermano William está en la Cámara le espetó sin ningún preámbulo. Me separé de él hace apenas diez minutos. Deberíais haberme puesto sobre aviso del estado en que están vuestras relaciones. Pidió a gritos su carruaje. Creo necesario advertiros de que tiene intenciones de tomar represalias por las heridas que le infligisteis.
La culpa fue de Billy comenzó Tom, enfadado.
Pero Childs lo empujó hacia la portezuela del coche que se detenía a la entrada. A Casa Bombay ordenó al conductor. Tan de prisa como podéis. Luego se dejó caer en el asiento, junto a Tom. Vuestro contramaestre puede ir atrás, con el lacayo. Y el joven gritó a Aboli que subiera al pescante.
El carruaje partió con una sacudida, en tanto Childs se levantaba la peluca para secarse el cuero cabelludo.
Vuestro hermano es un gran accionista de la Compañía. Con él no se juega. No deben vernos juntos. Por mantener el orden le he dicho que no tengo tratos con vos.
No puede hacerme nada dijo Tom, con más certidumbre de la que sentía. Tenía que aferrarse de la correa y alzar la voz por sobre el repiqueteo de los cascos y el tronar de las ruedas en los adoquines.
Creo que subestimáis la animosidad de vuestro hermano, Courtney dijo Childs, reacomodándose la peluca en la cabeza rasurada. No importa quién tenga razón en esto; si a una persona de mi posición (de cierta influencia, digamos) no le conviene enemistarse con él, cuánto más deberíais vos, segundón sin herencia, ¡manteneros lejos de su venganza! Childs calló por un ratito; luego dijo, reflexivo: Rara vez he percibido tanta maldad, tanto rencor puro en otro ser humano. Guardaron silencio por el resto del trayecto a Casa Bombay. Sin embargo, cuando cruzaron los portones, Childs asomó por la ventanilla para ordenar al conductor: No nos llevéis a la puerta principal, sino a los establos. Desde las caballerizas condujo a Tom a una pequeña puerta trasera de la mansión.
Sé que vuestro hermano tiene espías buscándoos. Es mejor que no sepa de nuestro encuentro.
El joven corrió tras él por una serie de pasillos y escaleras que le pareció interminable; por fin se encontró en un pequeño gabinete, con tapices en los muros y un gran escritorio sobredorado en el centro. Childs le indicó una silla junto a la suya y repaso los documentos que cubrían el escritorio, hasta sacar uno:
He aquí la factura de venta al Almirantazgo por la lona capturada con la balandra francesa Hirondelle. La entregó a Tom. Como veréis, he deducido del total la comisión habitual.
Veinte por ciento! estallo Tom, asombrado.
Es lo que se acostumbra dijo enérgicamente el caballero. Si releéis nuestro contrato, veréis que está establecido en la cláusula Quince.
El muchacho hizo un gesto de resignación.
¿Y sobre el Hirondelle? ¿También querréis el veinte por ciento de su valor?
Comenzaron a negociar. Tom descubrió muy pronto por que Nicholas Childs se había elevado tanto en el mundo del comercio. Tenía la aplastante sensación de vérselas con un espadachín muy superior a él. En cierto momento Childs se excuso y lo dejó solo, por tanto tiempo que Tom empezó a ponerse nervioso; por fin abandono el asiento para pasearse, impaciente. Mientras tanto, en el cuarto contiguo Childs escribía rápidamente un largo mensaje en una hoja de pergamino. Mientras lo plegaba dijo a su secretario, en voz baja:
Enviadme a Barnes.
Cuando el cochero se presento ante él le dijo:
Este mensaje es para Lord Courtney, que está en la Cámara de los Lores, Barnes. Debéis cuidar de que llegue sano y salvo a sus manos. Es cuestión de vida o muerte.
Muy bien, milord.
A vuestro regreso llevaréis a mi huésped y a su servidor hasta el embarcadero de la Torre de Londres. Pero no debéis ir directamente allí. Os diré lo que haréis. Después de dar minuciosas instrucciones al cochero, concluyó: ¿Comprendéis, Barnes?
Perfectamente, milord.
Childs volvió apresuradamente al gabinete donde lo esperaba Tom.
Perdonad se disculpó, pero tuve que atender un asunto urgente. Le dio una palmadita simpática en el brazo. Ahora volvamos a lo nuestro.
Al promediar la tarde Tom tenía la escritura de propiedad del Hirondelle, pero no recibiría dinero alguno por la venta de la carga. Por añadidura, Nicholas Childs había querido retener un interés del veinticinco por ciento de cualquier utilidad que Tom hiciera bajo el nombramiento que él le había procurado. El joven sabía que era como un pollo en las garras del zorro, pero se defendió con tozudez. Lo único que tenía a su favor era el hecho de que Childs no hubiera visto al Golondrina; la descripción que él le proporcionó no le hacia justicia y no excito su avaricia. Un navío tan pequeño no servia de nada al empresario; Tom percibió que estaba dispuesto a cedérselo. Se mantuvo firme y logró que Childs redujera sus exorbitantes exigencias; por fin le entregó la escritura libre de cualquier impedimento, a cambio de retener el producto de la carga.
Parecía muy complacido con el trato, y estaba justificado. Tom se preguntó, ceñudo, como explicaría a sus hombres que no recibirían ninguna recompensa monetaria por los esfuerzos realizados para apoderarse del barco en Caláis.
Sed prudente, Courtney: abandonad el país en cuanto podáis izar una vela y permaneced al otro lado del océano mientras vuestro hermano tenga memoria. Childs sonrió, magnánimo. Os estoy ofreciendo los medios de escapar de una situación peligrosa con el pellejo intacto.
Fue entonces cuando alguien tocó suavemente a la puerta del gabinete; a una palabra de Childs entro el secretario.
El asunto ya está atendido, milord. Barnes está de regreso y espera para trasladar a vuestros huéspedes.
Muy bien asintió el caballero. Excelente, por cierto. De inmediato se puso de pie con una sonrisa. Creo que nuestro negocio está cerrado, Courtney. ¿Supongo que tomaréis un bote en la Torre?
Lo acompaño amistosamente hasta la puerta principal de la mansión, donde esperaba Barnes con el carruaje. Al estrecharle la mano agregó sin malicia:
¿Adonde iréis con vuestro nuevo barco? ¿cuándo pensáis zarpar?
Sabiendo que la pregunta tenía doble filo, Tom evito la estocada.
Hace apenas un minuto que es mío rió. Aún no he tenido tiempo de pensar en eso.
Childs lo miraba a los ojos, alerta a cualquier evasiva. Él se vio obligado a continuar:
Creo que los puertos franceses sobre el Mediterráneo serian la mejor zona para mis empresas. O tal vez el territorio francés de Louisiana, en el Golfo de México. Podría cruzar el Atlántico con la Golondrina, puesto que así se llama ahora.
Childs gruño por lo bajo, no del todo convencido. Sinceramente, Courtney, espero que no alberguéis ideas de rodear el Cabo de Buena Esperanza para ir en busca de vuestro hermano perdido.
Buen Dios, ¡no, señor! Tom volvió a reír. No soy estúpido para arriesgarme con ese gorro de papel en el Cabo de las Tormentas.
Más allá del Cabo, todos los territorios han sido otorgados por carta real a la Honorable Compañía. Cualquier intérlope será castigado con todo el peso que la ley permita. Por el brillo acerado de sus ojos azules, era obvio que no se dejaría limitar por la ley al tomar represalias. Un viejo refrán marítimo decía: "Más allá de la línea no existe la ley", lo cual significaba que las leyes civilizadas no tenían aplicación en los confines del océano.
Childs le apretó el brazo con fuerza para dejar el asunto bien en claro.
De hecho, si tuvierais la temeridad de cruzaros por delante de mi proa, haríais bien en temerme más que a vuestro hermano.
Os considero un buen amigo, milord, y no haría nada qué alterara eso le dijo Tom, muy serio.
Entonces nos hemos entendido. Childs enmascaró su dura expresión con una sonrisa tan seria como la de Tom y le estrecho la mano. "No importa un rábano", se dijo, muy ufano "Creo que el destino final de este muchacho está ahora en mano de su hermano mayor." Y añadió en voz alta: Que Dios os acompañe, "O el diablo", agregó para sus adentros, mientras agitaba una mano blanca y regordeta.
Tom subió al carruaje con un salto ligero, haciendo señas Aboli para que ocupara el asiento vecino. Childs dio un paso atrás e hizo un gesto afirmativo al cochero; éste le respondió con una mirada significativa, luego se toco el ala del sombrero con el látigo y sacudió las riendas. El carruaje se puso en marcha.
Tom y Aboli estaban tan enfrascados en su conversación que ninguno reparó en el rumbo tomado por el cochero. La callejuelas eran tan homogéneas que no tenían rasgos distintivos por los que orientarse. En tanto el carruaje avanzaba sacudidas, el joven fue relatando a su compañero todos los detalles de su entrevista con Childs. Por fin Aboli dijo.
No es tan mal negocio como crees, Klebe. Ahora tienes la Golondrina y una tripulación completa.
Pero debo pagar de mi propio bolsillo a Luke Jervis y a los hombres que nos acompañaron a Caláis objetó él. Ellos esperan que se les reconozca participación en la carga.
Ofréceles participación y trabajo en el próximo viaje. Estarán más deseosos de servirte.
Tengo que acondicionar y aprovisionar al Golondrina y solo me restan seiscientas libras del dinero que recibo por el botín anterior.
No dijo Aboli. Tienes mil doscientas.
¿Qué tontería es esa, Aboli? Tom giro en el asiento para mirarlo con fijeza.
Tengo todo el dinero que gané con tu padre en esos años en que navegamos juntos. Lo agregaré al tuyo. El negro se encogió de hombros. No tengo otro uso que darle.
Seremos socios por partes iguales. Te firmaré un documento. Tom no hizo esfuerzo alguno por disimular su alegría.
¿Si a estas horas no puedo confiar en ti replico Aboli, casi sonriente, ¿de que me sirve un pedazo de papel? Es sólo dinero, Klebe.
Con mil doscientas libras podemos reacondicionar y aprovisionar al Golondrina, y también llenarle las bodegas de mercancía. No te arrepentirás, viejo amigo, te lo juro.
De pocas cosas me he arrepentido en mi vida dijo el negro, impasible. Y cuando rescatemos a Dorian ya no tendré nada que lamentar. Ahora, si has terminado con tu cháchara, quiero dormir un poco.
Se recostó en el asiento, con los ojos cerrados. Tom lo estudió subrepticiamente, reflexionando sobre la sencilla filosofía y la fortaleza interior que hacían de él un hombre satisfecho y completo en sí. "No tiene vicios", pensó. "No lo impulsa la necesidad de mandar ni de amasar riquezas; posee un fuerte sentido de la lealtad y el honor, estoicismo y una profunda sabiduría natural; es un hombre en paz consigo mismo, capaz de gozar de todos los dones que le han brindado sus extraños dioses de la selva y de soportar sin quejas todos los males y las privaciones que el mundo quiera arrojarle." Estudio el cráneo lustroso y negro en el que ya no crecía un solo cabello, negro o plateado que delatara su edad. Luego observó la cara con más atención. Los complicados tatuajes que la cubrían disimulaban todos los estragos que el tiempo hubiera podido dejarle. ¿Que edad tendría? Parecía tan atemporal como un acantilado de obsidiana negra; aunque debía de ser bastante mayor que el padre de Tom, los años no habían disminuido sus facultades ni su fuerza. "Ahora es lo único que me queda", pensó el muchacho, abrumado de respeto y afecto por el gigante. "Es mi padre y mi consejero; más que eso, es mi amigo."
Sin abrir los ojos, Aboli dijo súbitamente, arrancándolo de sus cavilaciones:
Éste no es el camino al río.
¿Cómo lo sabes? Tom echo un vistazo por la ventanilla y sólo vio edificios oscuros y maltrechos bajo la luz escasa y fantasmagórica. Las callejuelas estaban desiertas, salvo por algunas pocas siluetas envueltas en pesados mantos, que apretaban el paso con rumbo desconocido, y que esperaban de pie los portales penumbrosos, siniestramente quietas, sin que se supiera si eran hombres o mujeres. ¿Cómo lo sabes?
Nos hemos estado alejando del río. Hace rato que deberíamos haber llegado al embarcadero de la Torre.
Tom no tenía dudas sobre su sentido del tiempo y la orientación: era infalible. Se asomo por la ventana para llamar al cochero.
¿Adónde nos lleváis, amigo?
Adonde Su Señoría ordenó: al mercado de Spitalfilds.
No, idiota, gritó Tom. Queremos ir a la Torre de Londres.
Debo de haber oído mal. Estoy seguro de que Su Señor ordenó…
Al diablo con lo que Su Señoría haya dicho. Llévanos adonde te digo. Necesitamos un bote para que nos lleve agua arriba.
Entre audibles rezongos, el cochero puso el carruaje en dirección contraria, ocupando toda la amplitud de la callejuela en tanto el lacayo tironeaba de las bridas del primer caballo para obligarlo a obedecer.
No llegaremos hasta pasadas las seis advirtió a Tom a esa hora no conseguiré ningún bote.
Correremos el riesgo le espetó el joven. Haz lo que se te ordena, hombre.
El cochero, ceñudo, azoto a los caballos para ponerlos a trote; los animales pujaron, serpenteando por entre las huellas y los charcos para desandar lo recorrido. Gradualmente los fue envolviendo una neblina insidiosa que anunciaba el anochecer. Los edificios por los que pasaban estaban amortajados en zarcillos grises; hasta el ruido de ruedas y cascos se apagaba en esa gruesa manta blanca. De pronto se acentuó el frío. Tom, estremecido, se ciño el manto a los hombros.
¿Tienes la espada floja en la vaina, Klebe? preguntó Aboli.
El joven le echó una mirada de alarma.
¿Por que lo preguntas? Pero apoyó la mano en el zafiro azul de la empuñadura y sujetó la vaina entre las rodillas.
Puede hacerte falta gruño el negro. Huelo a traición.
Ese viejo gordo nos desvió por algún motivo.
Fue un error del cochero adujo el muchacho.
Pero Aboli rió por lo bajo.
No fue ningún error, Klebe.
Ahora tenía los ojos abiertos; probó su propia espada, moviéndola un par de centímetros en la vaina, y la reacomodo con un suave siseo. Después de un largo silencio volvió a hablar:
Ahora estamos cerca del río. Tom abrió la boca para preguntarle como lo sabia, pero él se adelantó. Percibo la humedad y huelo el agua.
Apenas lo había dicho cuando salieron de la callejuela y el cochero sofrenó a su tiro al borde de un muelle de piedra. Tom miró hacia afuera. La superficie del río despedía una bruma tan densa que no se veía la orilla opuesta. La luz disminuía rápidamente; con la oscuridad llegaban presentimientos glaciales.
Este no es el embarcadero protesto el joven.
Seguid aquel sendero. El hombre señaló con el látigo. Son sólo doscientos pasos.
¿Si está tan cerca, por qué no nos llevas? Tom ya tenía todas sus sospechas activadas.
Porque el coche es demasiado ancho para el sendero. Y para volver a la calle tendría que hacer un rodeo largo. A pie no tardaréis más de un minuto.
Aboli lo tocó en el brazo, diciendo suavemente:
Haz lo que dice. Si esto es una trampa, en terreno abierto podremos defendernos mejor.
Bajaron ruidosamente al suelo cenagoso. El cochero les sonrió con desprecio. Un caballero bien nacido me daría seis peniques por la molestia.
No soy caballero y tú no te has tomado ninguna molestia replicó Tom. La próxima vez escucha lo que se te ordena y tráenos por donde corresponde.
El conductor, enojado, hizo restallar el látigo y el carruaje se alejó con un ronroneo. Cuando las luces laterales desaparecieron por la callejuela Tom aspiro muy hondo. El hedor del río era fuerte, húmedo y frío, cargado de cloacas que desaguaban directamente en su curso. La niebla se abría y se cerraba como una cortina, jugando malas pasadas a la vista. Pero frente a ellos se abría el camino de la estiba. A la izquierda, una braza por debajo del borde, estaba el agua; a la derecha, un muro de ladrillos sin ventanas.
Ve por la derecha murmuró Aboli. Yo iré por la orilla del río. Tom vio que había pasado la vaina a la cadera derecha, de modo de poder desenvainar sin que ambos se estorbaran si debía combatir con la mano izquierda. Sigue el centro de la calzada.
Marcharon hombro con hombro, ceñidos los mantos al mentón, pero listos para abrirlos en un instante para desenvainar. El silencio y la creciente oscuridad pesaban sobre ellos. Hacia adelante se veía un leve resplandor, apenas suficiente para iluminar el borde del muelle. Al acercarse el joven vio que era una lámpara sin pantalla.
Más cerca aún reconoció, en la niebla cada vez más penumbrosa, los peldaños de piedra del embarcadero.
Este es el lugar dijo en voz baja, para que sólo Aboli lo escuchara. Mira, allí hay un ferry esperando, con su botero.
El botero era una silueta alta y oscura en el extremo del embarcadero. Un sombrero de ala ancha le ocultaba los ojos; la boca estaba cubierta por el cuello de la capa. Había amarrado su embarcación a una de las anillas de hierro instaladas en el muelle; la lámpara, desde el escalón del tope, proyectaba su larga sombra hacia el puente de atrás. Tom vaciló.
Esto no me gusta. Parece un decorado teatral, con un actor esperando el momento de recitar su parte. Hablaba en árabe para que ninguna persona escondida pudiera entender sus palabras. ¿Por que hay un botero esperando, a menos que supiera de nuestra llegada?
Despacio, Klebe le advirtió Aboli. Que el botero no concentre tu atención. El peligro no está en él. Habrá otros.
Continuaron caminando hacia la silueta solitaria, pero vigilando las sombras que se agolpaban sobre ellos. De pronto otra silueta surgió de la oscuridad y salió al camino, apenas fuera del alcance de una espada. La figura dejó caer la capucha hacia atrás, descubriendo una cabeza de gruesos rizos dorados que centelleaban a la luz escasa.
Buenas noches os dé Dios, encantadores caballeros. La voz femenina era sensual y tentadora pero Tom vio repelentes parches de colorete en las mejillas y una densa capa de pintura en la ancha boca, que con esa luz parecía azul como la de un cadáver. Por un chelín os dejaré ver a ambos las puertas del cielo. Los había obligado a detenerse en la parte estrecha del sendero donde había poco espacio; bamboleó las caderas, dedicando a Tom una horrible parodia de lujuria.
Atrás susurro Aboli, en árabe. Tom oyó el suave deslizar de una pisada en los adoquines. Yo me ocupo de él, pero tú vigila a la ramera. Por su voz, bajo esas faldas ha de tener un buen par de bolas.
Seis peniques por los dos, querida dijo Tom.
Y dio un paso hacia ella, poniéndola al alcance de su espada. En ese momento oyó que Aboli giraba en redondo, pero no apartó los ojos de la prostituta. Su compañero embistió diestramente contra el primero de los dos hombres que se acercaban a ellos desde atrás, salidos de la oscuridad. Fue tan rápido que su víctima no llegó siquiera a levantar el acero para parar la estocada. La hoja salió fácilmente del vientre y los atacantes retrocedieron, tambaleándose y aferrándose unos de otros; los gritos del herido aún sonaban, salvajes y espectrales en la noche, pero estaba estorbando el brazo armado de su camarada. Aboli lanzó su siguiente estocada por sobre el hombro, en plena cara del hombre que tenía atrás.
Alcanzado en plena boca, el hombre dejo caer el arma y se cubrió la cara con las dos manos. La sangre manaba a chorros entre sus dedos, negra y densa. Retrocedió con dificultad y cayó de espaldas por sobre el borde del muelle. Con un solo chapoteo, golpeo contra el agua oscura y se hundió inmediatamente bajo la superficie. El otro hombre cayó de rodillas, sujetándose el vientre, y se derrumbó de bruces. Aboli giro para ayudar a Tom, pero llegó demasiado tarde. La prostituta había extraído una espada de bajo el manto; cuando salto contra Tom se le desprendió la peluca, dejando al descubierto el pelo muy corto y sus toscas facciones masculinas. Tom, ya preparado, se adelanto de un brinco para enfrentar el ataque. El asesino se vio tomado por sorpresa; no esperaba una respuesta tan veloz y no había calculado tiempo para ponerse en guardia.
Tom atacó en la línea natural, apuntando a la base del cuello, donde no hay huesos que desvíen la estocada. El acero atravesó la tráquea y las arterias grandes hasta chocar con la columna. Después de recobrar, embistió otra vez, dos o tres centímetros más abajo. En esta oportunidad el acero encontró el espacio entre las vértebras y pasó limpiamente por él.
Estás aprendiendo, Klebe siseó Aboli, mientras la prostituta caía sin un solo movimiento, con las faldas retrepada por las piernas peludas. Pero aún no hemos terminado. Habrá otros.
Salieron de entre sombras y portales oscuros, como perro vagabundos que olieran desechos de carne. Tom no se molestó en contarlos, pero eran muchos. Espalda contra espalda ordenó Aboli. Y paso la espada a la mano más fuerte. La boca estrecha del camino, que antes parecía una trampa, se convirtió en fortaleza. El río los protegía por un flanco por el otro, el muro sin ventanas de una construcción de tres plantas. Tom calculó que había muchos atacantes más concurriendo hacia ellos desde ambos extremos del camino. Pero sólo podían atacar de a uno. El siguiente en venir hacia él estaba armado con un garrote de punta de hierro; de inmediato fue evidente que era experto con esa fea arma. Tom agradeció que Aboli, en High Weald, lo hubiera obligado a practicar horas enteras con uno de esos. Agachó la cabeza bajo el largo y pesado garrote, sin arriesgar la delicada hoja de la Neptuno contra el golpe tan brutal, pero estaba listo para la reversa. No podía ceder terreno, pues tenía la espalda apretada a la de Aboli. El metro ochenta del palo había mantenido al agresor fuera del alcance de su espada, pero cuando embistió con la punta de acero, Tom desvió la cabeza en último momento y la dejó pasa junto a su mejilla. Luego asió la madera de roble con la mano izquierda y dejo que el hombre jalara de él hasta tenerlo a alcance de la espada. Entonces la hoja azul siseo en el aire centelleando como un relámpago de verano. Limpio como una navaja, abrió el cuello del agresor bajo la mandíbula; el aire brotó de la tráquea abierta con un chillido como el del lechón al que se le niega la teta. El hombre que estaba atrás miró fijamente aquel horrible espectáculo del moribundo, que caminaba en círculos. Tanto se distrajo que tardó en frenar la siguiente embestida de Tom. El muchacho volvió apuntar hacia la base del cuello, pero en el último instante su victima se hizo a un lado y la punta le atravesó el hombro. El arma que llevaba cayó de su mano, repiqueteando contra los adoquines. Él se aferró la herida, gritando: ¡Muerto soy, en el nombre de Dios! Luego se estrelló contra los hombres que lo seguían. Formaban un manojo de humanidad oscuro y forcejeante, tan apretado que a Tom le costó escoger un objetivo claro. Lanzó tres estocadas rápidas al montón y a cada una respondió otro chillido de agonía. Un hombre retrocedió a tropezones y cayó agitando los brazos; al chocar con el agua levantó un chorro de llovizna. Los otros se escabulleron, apretándose las heridas, grises las caras a la luz escasa. Tom oyó un ruido atrás: alguien gemía en tono hueco y otro sollozaba de dolor. Una tercera persona pataleaba en el suelo, como un caballo caído con una pata fracturada. Tom no se atrevió a apartar los ojos de los hombres que aún lo enfrentaban, pero necesitaba saber si su compañero seguía cubriéndole la espalda.
¿Estás herido, Aboli? preguntó en voz baja.
De inmediato oyó tras él una voz grave, llena de desprecio.
Estos no son guerreros: son simios. Profanan mi espada con su sangre.
No seas tan melindroso, viejo amigo, por favor. ¿Cuántos quedan?
Muchos, pero creo que han perdido el apetito por el momento.
Un grupo de hombres rondaba Aboli, manteniéndose fuera del alcance de su espada. Al verlos retroceder algunos pasos, él echó la cabeza atrás, emitiendo un grito tal que sobresaltó al mismo Tom. Contra su voluntad, el muchacho giró la cabeza para mirar. La boca de Aboli era una gran caverna roja; tenía las facciones tatuadas contraídas en una máscara de ferocidad animal. Su grito era el aullido del gran simio macho; un golpe en los oídos que aturdía los sentidos. Los hombres que estaban ante él echaron a correr en la oscuridad, mientras los ecos aún resonaban sobre el río oscuro. El mismo pánico se apoderó de los que enfrentaban a Tom: giraron en redondo y echaron a correr. Dos iban renqueando y tambaleándose por sus heridas, pero se escabulleron por una calle lateral; el ruido de su carrera se perdió en el silencio de la niebla circundante.
Creo que has alertado a la guardia. Tom se inclinó para limpiar la espada en las faldas de la prostituta muerta. Dentro de un minuto los tendremos aquí.
Vamos pues, concordó Aboli; su voz parecía suave y serena en comparación con el terrible grito que la había precedido.
Pasaron por sobre los cuerpos caídos para correr hacia el primer peldaño. Aboli bajo a la carrera hacia el bote amarrado; Tom, en cambio, se volvió para acercarse al botero.
¡Una guinea de oro por vuestros servicios! prometió, mientras corría hacia él.
Estaba a menos de cien pasos cuando el botero levanto la pistola que escondía bajo los pliegues de su manto. Tenía caños gemelos, uno junto al otro, y las bocas eran como un par de cuencas negras.
Al mirar esos vacíos ojos de la muerte, el paso de los segundos pareció petrificarse. Todo adquirió un aspecto irreal, onírico. Aunque su vista parecía haberse agudizado y todos sus sentidos se realzaban, se movía con lentitud, como si vadeara por lago más pegajoso. Vio que los dos percutores de la pistola estaban amartillados. Por debajo de la ancha ala del sombrero centelleaba una sola pupila, fija en él; un índice pálido, enganchado ante el gatillo, se tensaba inexorablemente. Tom vio caer el martillo del caño izquierdo, el destello del cebo cuando el pedernal golpeó el acero. Trató de arrojarse a un lado, pero los miembros le obedecieron perezosamente. La mano armada del botero voló hasta la cabeza, en tanto el arma disparaba con un estallido ensordecedor. Una nube de humo azul llenó el aire entre los dos. En ese mismo instante Tom recibió un fuerte golpe en el cuerpo que lo arrojó hacia atrás. Cayó pesadamente y quedó tendido de espaldas en los adoquines. "Estoy herido", pensó con sorpresa, despatarrado en el escalón del tope. Sentía el pecho pesado, entumecido, y comprendió lo que eso presagiaba. "Tal vez me ha matado", fue el pensamiento siguiente. Eso lo enfureció. Alzó una mirada fulminante hacia el hombre que le había disparado.
Aún tenía la espada Neptuno en la diestra. Vio que la pistola descendía como un basilisco fatal, dirigiendo su terrible mirada hacia él. "Si estoy muerto no puedo mover el brazo armado." La idea hirvió en su cerebro, obligándolo a aplicar toda su fuerza y decisión en el brazo derecho.
Descubrió con asombro que el miembro no había perdido sus energías en absoluto. Lo proyectó hacia adelante y la espada voló de entre sus dedos, como una jabalina. La vio volar, con la punta hacia adelante, firme y certera; la luz del candil arrancaba chispas doradas de las incrustaciones de metal precioso.
El botero, de pie ante él, había abierto el manto para exponer el pecho. Abajo sólo tenía una camisa de seda negra, atada con un lazo en el cuello. Antes de que disparara el segundo caño de la pistola, el acero perforó la tela bajo el brazo levantado. Tom vio que desaparecía mágicamente, en toda su centelleante longitud, en el torso del hombre. El botero quedó rígido, trabado en un espasmo mortal, con el corazón atravesado por la hoja. Luego se bamboleo hacia atrás; sus largas piernas, enfundadas en botas de cuero negro lustrado, se aflojaron bajo el cuerpo. Cayó hacia atrás retorciéndose contra el tormento de la espada. Sus movimientos se aquietaron prontamente.
Tom se incorporó sobre un codo. Aboli bajaba a saltos los peldaños.
¡Klebe! ¿Dónde te hirió?
No sé. No siento nada.
Aboli apartó los pliegues de su capote y le desgarró la camisa, tanteando la carne dura y joven.
¡Despacio, por Dios! exclamó Tom. Si no he muerto aún, tú pronto te ocuparás de eso.
El negro tomó la lámpara que ardía en el primer peldaño y abrió la portilla de par en par, dirigiendo el rayo al pecho desnudo de Tom. Había sangre, mucha sangre.
Abajo, en el costado derecho murmuro; el corazón, no; tal vez los pulmones. Al dirigir la luz hacia los ojos del muchacho vio que las pupilas se contraían. ¡Bien! Ahora tose.
Tom hizo lo que se le ordenaba y se limpió la boca con la palma de la mano.
¡No hay sangre! dijo, observando la piel limpia.
Gracias a todos tus dioses y a los míos, Klebe, gruño Aboli, mientras lo acostaba otra vez. Esto va a doler. Grita si quieres, pero debo ver la trayectoria de la bala.
Buscó la boca de la herida y, antes de que Tom pudiera prepararse, introdujo en ella un dedo gordo y largo, en toda su longitud. El muchacho arqueó la espalda, gritando como una virgen a la que desfloraran bestialmente.
Tocó una costilla y se desvió hacia un lado. Aboli sacó el dedo ensangrentado. No ha entrado en la cavidad del pecho. Deslizó la mano bajo el brazo de Tom, buscando el bulto del proyectil cerca del omoplato. Está entre el hueso y la piel. Después cortaremos para sacarla.
Y levanto la gran cabeza tatuada: un grito había resonado en la boca de la callejuela penumbrosa que descendía al embarcadero, en tono de áspera autoridad.
¡Entregaos, villanos, en el nombre del Rey!
¡La guardia! dijo Aboli. Que no nos atrapen aquí, rodeados de cadáveres. Y jaló de Tom para levantarlo. Ven. Te ayudaré a llegar al bote.
¡Suéltame! le espeto el muchacho, desasiéndose. He perdido mi espada.
Doblado en dos para proteger el costado herido, cojeó hacía el botero, que yacía de espaldas, y le apoyó una bota contra el pecho para arrancar la hoja larga y brillante. Cuando estaba por volverle la espalda para descender los peldaños, un impulso lo obligó a apartar el sombrero de ala ancha con la punta de la espada.
Se quedó mirando fijamente esa cara morena y hermosa rodeada de nubio pelo negro, reluciente a la luz de la lámpara La boca floja ya no era cruel; los ojos miraban el cielo nocturno, fijos y ciegos.
¡Billy! susurro, reconociendo con espanto la cara de su hermano muerto. Y por primera vez le fallaron las piernas. ¡Billy! Te he asesinado.
Eso no fue asesinato. Aboli le ciño los hombros con un brazo poderoso, pero alguno habrá si la guardia nos pilla aquí.
Y bajo los peldaños, llevando a Tom medio en vilo. Luego lo dejo caer en el bote y entró de un salto. Con un tajo de su espada cortó el cabo que lo sujetaba a la argolla del muelle, tomó los remos. El bote dio un brinco hacia adelante.
Deteneos ¡Rendíos! gritó una voz ronca, en el muelle. En la neblina se oyeron rápidas pisadas y más voces. Deteneos si no queréis que dispare. Somos la guardia del Rey.
Aboli pujo con ambos remos, gruñendo por el esfuerzo, los bancos de niebla se cerraron sobre ellos. Las piedras oscuras del muelle desaparecieron entre nubes arremolinadas. Oyó la fuerte detonación de un trabuco y el zumbido de la metralla atravesó la bruma. Cayo como granizo en el río, en torno de ellos, y unos cuantos proyectiles hirieron la madera del boté Tom, acurrucado en el fondo, se apretaba el lado herido. Aboli remaba con fuerza, adentrándose en las amplias aguas. Lo gritos de la guardia no tardaron en quedar atrás. Entonces el negro dejó de remar.
No vayas a mearme, por favor. Deja esa pitón negra dentro de los pantalones suplicó Tom, fingiendo terror ante el infame tratamiento que su compañero aplicaba a todas las heridas.
Aboli, sonriendo de oreja a oreja, arrancó una tira de tela a su camiseta.
Tú no mereces esos placeres. ¡Qué estupidez, acercarte a un enemigo ofreciéndole dinero! Altero su voz para imitar la de Tom. “Una guinea de oro por vuestros servicios." Y río entre dientes. Buen servicio te prestó.
Plegó el trozo de tela para formar una almohadilla que puso contra la herida.
Sostén eso allí dijo, aprieta para detener la sangre. Luego volvió a tomar los remos. La marea nos favorece. Antes de medianoche estaremos en El Pie.
Continuaron por una hora, remando en silencio en medio de los bancos de niebla. Aboli se orientaba en el río tenebroso e invisible como si fuera pleno día. Por fin Tom dijo:
Era mi hermano, Aboli.
También era tu enemigo a muerte.
Hice un juramento a mi padre en su lecho de muerte.
Le perdonaste la vida una vez. Así cumpliste con el juramento.
Tendré que responder por su muerte el día del Juicio Final.
Falta mucho para eso. El negro hablaba al compás de los remos. Esperemos hasta entonces y yo atestiguaré en tu favor, si tu Dios quiere escuchar el testimonio de un pagano. ¿Como está esa herida?
Ya no sangra, pero duele.
Mejor así. Cuando una herida no duele eres hombre muerto.
Callaron otra vez hasta que Tom oyó las campanadas de un reloj que daba las ocho. Se incorporó, haciendo una mueca de dolor.
Nicholas Childs debe de haber advertido a Billy dónde podía encontrarnos dijo suavemente. En medio de nuestra discusión abandonó súbitamente el despacho. Estuvo ausente por largo rato, lo suficiente como para enviarle aviso.
Por supuesto. Hizo que el carruaje nos desviara a fin de que tu hermano tuviera tiempo de prepararnos la bienvenida en el embarcadero concordó el negro.
Childs dirá que somos los asesinos. Los magistrados nos harán detener. Habrá muchos testigos contra nosotros. Es probable que los guardias del embarcadero nos vieran la cara. Acabaremos en la horca, si nos echan mano.
Eso era tan obvio que Aboli no hizo comentarios.
Childs quería el Golondrina. Por eso índico a Billy dónde encontrarnos. Yo creía que el muy cerdo se había resignado a nuestro acuerdo, pero lo quería todo: la carga y la nave.
Es gordo y codicioso concordó Aboli.
Childs sabe adonde enviarlos. Le dije que el Golondrina estaba amarrado en El Pie.
No tienes la culpa. No podías saber.
Tom se movía con nerviosismo, tratando de aliviar el dolor de la herida.
Billy era par del reino, un hombre importante con amigos poderosos. Serán como perros de presa. No nos dejarán escapar.
Aboli gruño sin interrumpir el ritmo de las remadas.
Es preciso zarpar esta misma noche dijo el joven con firmeza. No podemos esperar a mañana.
Por fin has comprendido lo que era evidente desde el principio lo aplaudió su amigo, irónico.
Tom se recostó contra la regala. Ahora que la decisión estaba tomada podía descansar más tranquilo. Aunque dormitaba intermitentemente, el dolor lo despertaba una y otra vez.
Una hora antes de la medianoche lo despertó el cambio en el ritmo de los remos. Al levantar la vista vio el contorno del Golondrina, que surgía de entre la niebla, hacia adelante. Tenía una luz de posición en lo alto del palo mayor; una silueta oscura asomo por sobre la regala, desafiándolos ásperamente.
¿Quién vive?
¡Golondrina! gritó el joven, dando la respuesta tradicional del capitán que regresa. De inmediato hubo movimientos a bordo de la balandra. Cuando llegaron a ella ya había muchas manos listas para izarlo a bordo.
Debemos mandar por un cirujano dijo Ned Tyler, en cuanto vio la sangre y supo la causa y la gravedad de la herida.
No. Nos busca la guardia lo interrumpió el muchacho. Es preciso zarpar en el curso de una hora. Ya ha cambiado la marea. Debemos navegar aguas abajo con la bajamar.
Las obras del entrepuente aún no están completas advirtió Ned.
Ya lo sé. Buscaremos un puerto seguro en la costa sur para terminarlas. No podemos hacerlo en Plymouth; está demasiado cerca de mi casa; es el primer lugar en que me buscarían. El doctor Reynolds vive en Cowes, en la isla de Wight. Los alguaciles tardarán en buscarnos allí. Podemos mandar aviso a los hombres para que se reúnan con nosotros y terminar el aprovisionamiento antes de partir hacia Buena Esperanza. Se levanto con dificultad. ¿Donde está Luke Jervis?
En tierra, con su esposa y sus críos respondió Ned.
Mandad por él.
Luke acudió todavía soñoliento. Tom le explico rápidamente lo sucedido: como había perdido la carga a manos de Childs y su desesperada necesidad de partir inmediatamente río abajo.
Sé que os debo vuestra parte del Golondrina y su carga, como os prometí, pero ahora no puedo pagaros. Os daré una letra por la deuda. Es posible que no pueda regresar jamás a Inglaterra, pero os enviaré el dinero en cuanto lo tenga.
No, Durante el rápido relato Luke se había espabilado por completo. Tratándose de una suma tan grande no puedo confiar en vos. Su tono era cortante. Tom lo miró con desconcierto, sin saber qué decir. De pronto la cara del capitán se partió en una sonrisa lupina. Tendré que acompañaros para proteger mi acreencia.
No comprendéis, objetó el muchacho. Voy al África.
Siempre he querido probar uno de esos cocos. En un minuto estaré aquí con mi zurrón, capitán. No soltéis amarras hasta que regrese.
Como el joven se negaba a bajar al camarote a medio armar, Aboli le tendió un colchón en la cubierta, con una telan alquitranada para protegerlo de la humedad. Diez minutos después Ned vino a informar:
Todo listo para hacerse a la mar, capitán.
¿Donde está Luke Jervis?
No creo que tarde… comenzó Ned.
Pero lo interrumpió un alarido que desgarraba la noche: una mujer en terrible tribulación. Todos dieron un respingo y echaron mano de sus armas. En ese momento dos siluetas aparecieron corriendo por el muelle de madera, rumbo al Golondrina.
Es sólo Luke dijo Alf Wilson, aliviado. Y su mujer tras él. Será mejor que nos pongamos en marcha. Podríamos pasarlo mal con ella.
Soltad amarras, chilló Luke, cuando estaba por la mitad del muelle. Esta diabla viene siguiéndome.
Soltaron los cabos y corrieron hacia los amantillos. El Golondrina se apartó del muelle. Luke cubrió a la carrera los últimos metros, en tanto su esposa acortaba la distancia, chillando de ira y amenazándolo con un largo palo, y saltó por sobre el espacio que lo separaba del barco.
¡Ven aquí, Luke Jervis!. No vas a dejarme aquí con este montón de bastardos que me sacaste del vientre. Y sin comida ni dinero para alimentarlos y vestirlos. ¡No te irás al África para revolcarte con esas rameras salvajes!
Adiós, tierna paloma mía. Jervis se levantó trabajosamente, envalentonado por los seis metros de agua que los separaban, y le arrojó un beso. Volveremos a vernos dentro de tres años, quizá cuatro, quizá más.
Y que será de mí y de mis inocentes criaturas. Gimió ella, cambiando de actitud. ¿No tienes una pizca de compasión?
Y rompió en patéticos gimoteos.
Vende el Cuervo le gritó Luke. Con eso tendrás suficiente para mantener a tu cría por veinte años.
¡Cuando regreses no me encontrarás esperando, Luke Jervis! La mujer había vuelto a cambiar de tono. Más de un buen hombre estar encantado de ocupar tu lugar en la cama.
¡Valiente el que lo haga! Luke agitó la gorra por sobre la cabeza. ¡Te merecerá más que yo, mi pequeño geranio!
Fondearon el en río Medina, a ochocientos metros de Cowes, aguas arriba. Tom había ordenado a Ned que hiciera cubrir con pintura el nombre francés de la balandra, pero no lo reemplazaron por el nuevo. No se destacaba entre los otros navíos pequeños del fondeadero. Advirtieron a todos los tripulantes que guardaran silencio y que no revelaran a nadie sus orígenes ni su destino final.El doctor Reynolds acudió a bordo apenas hubo recibido el mensaje de Tom. Cortó en busca de la bala, mientras Aboli sujetaba a Tom por los brazos y Alf Wilson, por las piernas, sujetándolo contra una grilla en su diminuto camarote nuevo. Encontró la bola de plomo blando con la primera incisión y la saco de la carne inflamada como al carozo de una ciruela pasa. El metal presentaba una mancha brillante allí donde había chocado contra la costilla. Luego, mientras el joven se retorcía y sudaba en la grilla, hurgó en el canal abierto por el proyectil a lo largo de la costilla.
Aquí están. Todo el taco y el trozo de camisa que arrastró consigo.
Y exhibió con orgullo esos trofeos malolientes en la punta de los fórceps, para mostrárselos a Tom, que yacía en un sudor de agonía, mordiendo la cuña de madera que tenía entre los dientes.
Creo que ahora cicatrizar bien. Reynolds olfateó el pus y los detritus de la herida. Perfumado como sidra fina.
La corrupción aún no se ha afirmado en la sangre. De cualquier modo dejaré una pluma en la herida para que drene a fondo. Dentro de tres días vendré a retirarla. Cuando retiré la pluma, Reynolds proclamó que la operación había sido una obra maestra de la cirugía. Luego bebió un litro de la tosca sidra que Tom le ofrecía y, bajo su influencia sutil, acepto sin protestas ni demora el puesto de cirujano de a bordo.
Este último año casi he muerto de aburrimiento. Nunca un balazo decente, nunca una herida de espada que me alegre los días. Sólo narices moquéantes y traseros diarreicos confesó ante la segunda jarra de sidra, sentado en la cubierta bajo el palo mayor. ¡Cuánto he recordado esos paradisíacos tiempos en la Costa de la Fiebre!
Abajo se oyó una serie de fuertes martillazos; minutos después, el jefe de carpinteros asomó la cabeza por la escotilla.
El trabajo está terminado, capitán. Podéis zarpar cuando queráis.
Tom había contratado a tres carpinteros locales para que ayudaran a completar las refacciones del Golondrina, trabajando por turnos día y noche, a la luz de los candiles. Les pagó el excelente trabajo ejecutado y se despidió de ellos. Mientras tanto, Alf Wilson y Ned Tyler habían cruzado el Solent en bote de alquiler, en busca de los mejores entre los hombres ya contratados para el viaje. Estaban diseminados en los puertos y aldeas pesqueras de toda la costa, entre Plymouth y Portsmouth, esperando la convocatoria.
Tom y maese Walsh los acompañaron hasta Southampton, donde visitaron a los veleros y mercaderes para adquirir las provisiones y las mercancías necesarias para un prolongado viaje comercial. En el último viaje con su padre el joven había descubierto que bienes tenían más demanda entre las tribus africanas.
Encargó y pagó casi dos toneladas de tela de algodón, dos mil cabezas de hacha, cinco toneladas de alambre de cobre, quinientos espejos de mano, una tonelada de cuentas de vidrió veneciano, diez kilos de agujas, cien mosquetes baratos con sus sacos de pólvora y municiones y una tonelada de abalorios surtidos. Casi todas esas mercancías estuvieron estibadas sin problemas en el curso de una semana.
Tom dejó a maese Walsh en Southampton, encargado de comprar las últimas mercaderías, y regresó a la nave. Pasó lo últimos días muy ansioso, en tanto la tripulación iba cruzando el Solent, de a uno o en grupos pequeños, con los zurrones cargados al hombro. El saludaba a cada uno por su nombre les hacia poner su marca en el registro. Eran los mejores de todos los que habían navegado en el Serafín y las otras naves de la escuadra. Para él era un placer y un alivio tenerlos bordo. Pagó a cada uno el chelín de plata por la contratación hizo que bajaran a reservar las perchas de las que colgaría sus hamacas. Maese Walsh regresó a bordo de la falúa que había contratado para llevar el último embarque de mercancías y provisiones hasta el Golondrina, anclado en el Medina. Cuando todo estuvo a bordo, el barco quedo con las bodegas repletas y bastante hundido en el agua. No obstante, aún no habían regresado Ned Tyler y Alf Wilson; era preciso esperarlos. No pasar una hora sin que Tom observara la costa, preocupado por la amenaza de los alguaciles que lo rondaban. Estaba seguro de que los funcionarios de la ley ya estaba revisando todos los puertos de la costa sur. Cálculo que habrían comenzado por Plymouth para extenderse desde allí, en sólo cuestión de tiempo que llegaran a la Isla de Wight e iniciaran las averiguaciones que los conducirían hasta el Golondrina. Existía otro motivo de preocupación. El otoño ya estaba muy avanzado y pronto el invierno lanzaría su tormentosa red sobre las vías marítimas del sur, encerrándolos. No obstante, esos días de gracia sirvieron para que su herida cicatrizara. Ya estaba nuevamente vigoroso y anhelante por ponerse en camino. Por la noche, en su diminuto camarote, lo asediaba la culpa por la muerte de su hermano. Leía en su Biblia, una y otra vez, la historia de Caín y Abel, que poco tenía para reconfortarlo. Pasadas dos semanas regresaron Alf Wilson y Ned Tyler. Los dos quedaron sorprendidos ante lo cálido y entusiasta de su bienvenida.
Jeremy Compton ha cambiado de idea. Y no pudimos hallar a Will Burnes ni a John Birdham dijo Ned, como pidiendo disculpas.
No es problema, Ned le aseguró el joven, expansivamente.
Juntos repasaron las listas para asignar a cada hombre un puesto. Ned seria el primer oficial. Alf, Luke y Aboli, los siguientes, con una tripulación de veintisiete veteranos avezados. Sólo falta por llegar una carga de mercancías: una tonelada de cuentas de cristal veneciano, rojas y verdes dijo Tom a sus oficiales. Con suerte llegarán mañana. Una vez que estén estibadas, partiremos con la marea siguiente. Se acomodaron para pasar la última noche antes de zarpar. Al ponerse el sol, tras un grueso colchón de nubes grises, una delegación encabezada por Luke Jervis se acercó a Tom, que reflexionaba tristemente en la proa, despidiéndose de Inglaterra para siempre, entristecido por el inminente exilio al que estaba condenado por el resto de su vida, pero también jubiloso por la perspectiva de poder, finalmente, iniciar la búsqueda de Dorian y retornar a esa misteriosa tierra que lo llamaba desde el sur.
Algunos de los muchachos quieren tomar una última cerveza en la taberna y besar a una bonita inglesa antes de la partida. ¿Les daríais permiso para desembarcar por una hora, capitán? preguntó Luke, respetuosamente.
Tom lo pensó por un minuto. No era prudente permitir que los hombres desembarcaran: hasta el mejor de los marineros era un loco indigno de confianza cuando se llenaba de licor.
Pasarán tres años sin probar nuestra buena cerveza lo azuzó Luke, con delicadeza.
Tenía razón, y una negativa los afectaría duramente. Tom contempló las ventanas iluminadas de la taberna por sobre el agua. Estarían casi al alcance de su voz. No había mayor peligro.
Los acompañaréis, señor Jervis, para cuidar que no sea por más de una hora.
¿Por que no venís vos también, capitán?. Si los tenéis bajo vuestra vista cuidarán mejor sus modales y volverán sobrios.
Será mejor que estarte aquí, afligido por cosas que tal vez no sucedan, Klebe señaló suavemente Aboli, sentado junto al palo de mesana. A los muchachos les caerá bien que les pagues una copa y brindes por ellos por el éxito de nuestro viaje.
El salón de la taberna estaba atestado de ruidosos pescadores y tripulantes de los buques de guerra. El aire era denso y azul por el humo de tabaco. Tom pidió jarras de cerveza para sus muchachos; luego se retiró con Aboli a un rincón, desde donde podrían vigilar el salón y la puerta. Jim Smiley y uno o dos más iniciaron una vocinglera conversación con tres mujeres; pocos minutos después se escabullían en parejas. Aunque había empezado a lloviznar, desaparecieron en la noche.
No irán muy lejos aseveró Aboli. Les dije que estuvieran al alcance de un llamado.
Tom apenas había tocado el contenido de su jarra cuando dos desconocidos se detuvieron en el umbral, sacudiéndose la lluvia de los sombreros y los hombros. No me gusta el aspecto de ésos, observó él, intranquilo Y dejó la jarra a un lado. Eran tipos corpulentos y aguerridos de caras ceñudas y estólidas. No vienen a divertirse.
Espera aquí, indicó Aboli, levantándose. Voy a averiguar.
Y se abrió paso tranquilamente entre la multitud de parroquianos, siguiendo a la pareja que avanzaba hacia el mostrador, donde la tabernera y dos mozas llenaban jarras de espita.
Buenos días, señora dijo el de más edad. Una palabra…
Las palabras son baratas. Ella levanto la vista, apartándose el pelo de los ojos. Ved si tenéis medio penique para una cerveza. Entonces podréis hablar todo lo que gustéis.
El hombre plantó una moneda en la mesa, en tanto Aboli acercaba para escuchar cada palabra sin llamar la atención.
Busco un barco dijo el grandote.
Pues habéis venido al mejor lugar. Aquí hay barcos de sobra. Allí está Spithead con toda la armada. Podéis elegir.
El barco que busco es una balandra pequeña. El hombre le sonreía como para caerle simpático, pero sus ojos eran fríos y duros. Una bonita embarcación que se llama “Hirodelle”. Su pronunciación francesa era un asesinato. O quizá Golondrina.
Sin aguardar la respuesta de la tabernera, Aboli giró en redondo para marchar hacia donde estaba la mayor parte la tripulación de la balandra, riendo y vaciando jarras. Tom que lo observaba desde el otro lado del salón, lo vio mover brevemente la cabeza en un inconfundible llamado. Se levantó para caminar entre la gente sin llamar la atención, tocando el hombro a sus tripulantes y diciéndoles una palabra en voz baja. Aboli estaba haciendo lo mismo y arriaba a los marineros hacia la lluvia.
¿Que pasa? inquirió Luke.
Los alguaciles están por descubrirnos respondió Aboli
¿Dónde están John Smiley y sus compañeros?
Descargando en algún bonito puerto rosado, supongo.
Llamadlos ordenó Tom. No esperaremos la marea.
Luke levantó el silbato de hueso de ballena que colgaba de su cuello y lo tocó dos veces. Casi de inmediato John Smiley apareció corriendo de entre las sombras del fondo. Los otros lo seguían atropelladamente, levantándose los pantalones.
De vuelta a los botes, muchachos les dijo Tom, u os quedáis en tierra. Estaban a menos de cien pasos del muelle donde habían amarrado la falúa, pero apenas cubrieron la mitad de esa distancia antes de que sonara tras ellos un estentóreo bramido.
¡Thomas Courtney! Deteneos, en nombre de la ley.
Al mirar por sobre el hombro, Tom vio que los dos hombres salían de la taberna para correr tras ellos.
¡Traigo una orden de arresto firmada por el Justicia Mayor de Inglaterra! Se os acusa del sangriento asesinato de Lord Courtney.
El desafió acicateó a Tom.
Corred, muchachos.
Llegaron al tope de los estrechos peldaños mucho antes que los alguaciles, pero allí se encontraron en un cuello de botella. Los dos hombres acortaban rápidamente la distancia, con la espada desenvainada, castigando los adoquines con sus pesadas botas.
Deteneos en nombre de la ley.
Yo los demoro, rugió Aboli girando para enfrentarlos. Ve al bote.
En cambio Tom giró con él; ambos quedaron al tope de la escalera, hombro contra hombro.
Tu herida. Todavía no puedes usar la espada. ¿Cuándo vas a hacerme caso? acuso Abolí.
Sólo cuando digas cosas con sentido. Tom pasó la espada Neptuno a la mano izquierda al sentir la punzada de la herida sin cicatrizar. Os mataré si me obligáis gritó a los dos que se acercaban, en un tono tal que se detuvieron en seco.
Los hombres vacilaron, algo más allá de su espada.
Somos funcionarios de la ley. Si nos tocáis, ateneos a las consecuencias. Estaban desconcertados ante la extraña pareja que los enfrentaba: un joven de cara fresca, con la nariz torcida, y un gigantesco negro cubierto de cicatrices.
Y yo soy un asesino con sangre en las manos. Una muerte más no tiene importancia. Tom río macabramente. Este salvaje come hombres crudos. Lo que más le gusta es la cabeza. Y chupa la carne de los huesos.
Abolí se descubrió la cabezota calva y les clavó una mirada ceñuda, contrayendo la cara tatuada para convertirla en una máscara grotesca. Los alguaciles retrocedieron involuntariamente. Detrás de Tom, el último de los marineros entro en la falúa; los remos crujieron en sus escalameras.
Venid a bordo, capitán chilló Luke Jervis.
Desamarrad, le grito el joven. Y saltó hacia los dos alguaciles. En guardia. ¡Defendeos!
Lanzó una estocada hacia el que tenía adelante, obligándolo a retroceder con la punta de la espada a centímetros de los ojos, tajando la tela de su chaqueta con la punta, pero con cuidado de no herirlo. Al primer cruce de espadas los funcionarios comprendieron que no podían medirse con ellos y retrocedieron ante el ataque combinado. Luke Jervis volvió a gritar.
Tom echó un vistazo por sobre el hombro: la falúa se bamboleaba a muy poca distancia del muelle, con los remeros apoyados en las palas.
Hora de partir dijo a Aboli en árabe.
Y finteo dos veces más hacia la cara de los alguaciles, haciendo que recularan con pánico. Luego él y Aboli giraron en redondo para correr hacia el borde del muelle. Saltaron juntos, tan lejos como pudieron, y cayeron en el agua con los mantos formando un globo hacia atrás.
En cuanto volvieron a la superficie la falúa se acercó velozmente a recogerlos. Tom tenía la Neptuno en la mano derecha y braceaba con la izquierda. Después de recogerlos, los tripulantes remaron enérgicamente hacia la Golondrina. Una vez a bordo, en pocos minutos el bote estuvo amarrado en la cubierta, mientras la otra guardia operaba el cabestrante para retirar el ancla del fondo cenagoso. Los alguaciles debían de haber confiscado un esquife. habían cubierto ya la mitad de la distancia cuando el Golondrina izó la vela de mesana y escoró hacia el viento de la noche. Mientras se alejaban hacia las aguas abiertas del Solent pasaron cerca del pequeño bote. Uno de los alguaciles, de pie en la popa apunto hacia Tom con la espada desenvainada.
No podréis escapar, le grito. Tenéis sangre en las manos y os rastrearemos. Poco importa a que rincón de la Tierra vayáis.
Tom miró hacia adelante sin responder. El botecito quedó bamboleándose en su estela.
El viento los trataba como un amante. Venia del Norte Heraldo del invierno, frío y veloz, pero no tan fuerte como para obligarlos a arrizar la mesana. En el curso de una semana estaban más allá de Ushant. Luego el viento norte los llevó raudamente a través de Vizcaya, ese notorio criador de vendavales y mares turbulentos, y al sur de las Canarias, en la zona de las calmas chichas. Allá esperaban que fallara, tomándose errático, pero continuó suave y constante. Un mediodía, después de medir su posición, Tom la marco en la línea del ecuador y a mil millas náuticas al oeste del enorme continente africano.
El nuevo curso es sudeste, señor Tyler. De bolina franca. Y lo marco en la tabla de longitudes y latitudes. Ned Tyler se tocó la frente.
De bolina franca será capitán.
Tom levanto la vista a la vela de mesana: estaba hinchada y blanca como un vientre embarazado de ocho meses. Luego miró por sobre la popa: la estela se mantenía lustrosa y recta a través de las olas del Atlántico.
Con este viento llegaremos al Cabo en menos de sesenta días. Y treinta después echaremos el ancla en las rutas de Zanzíbar.
Había dejado todas sus dudas y malos presentimientos muy lejos, bajo el horizonte septentrional, y ahora se sentía fuerte e invulnerable.