Cuando al fin abandonamos el apartamento del doctor Fu-Manchú, la expresión de sir Denis era tensa.
—Sus palabras eran bastante oscuras —dije.
—¿Oscuras?
Volvió sus penetrantes ojos grises hacia mí con una mirada un poco desdeñosa.
—Me lo parecieron.
Sir Denis apenas sonreía, pero cuando lo hacía, su sonrisa era capaz de desarmar a su peor enemigo. Me agarró del brazo.
—Las palabras del doctor Fu-Manchú nunca son oscuras —replicó—, decía la verdad, Sterling, y la verdad es a veces amarga.
—¡Y Maître Foli…! ¡Es uno de los más célebres abogados franceses!
—Sí, es cierto. Y ¿qué esperaba? Ya sabe que el doctor Fu-Manchú siempre escoge a los mejores, ¡vivos o muertos! Ya le he dicho que arrestar a Fu-Manchú y condenarlo eran dos cosas muy distintas…
Regresamos al despacho del prefecto.
—¡Aquí está! —exclamó sir Denis.
Una silueta encorvada, pero todavía imponente, estaba sentada en un sillón de cuero ante la mesa del prefecto. El señor Chamrousse, que aún no se había repuesto del todo de su encuentro con el terrible chino, escuchaba con evidente deferencia a su distinguido visitante. Al vernos entrar, este se interrumpió mientras el prefecto se levantaba.
—Sir Denis —dijo Chamrousse—, le presento a Maître Foli, el abogado del doctor Fu-Manchú.
Maître Foli se irguió e hizo una ceremoniosa inclinación.
Lo reconocí de inmediato por las fotografías publicadas en París durante un caso sonado en el que había asumido la defensa de su cliente, un distinguido funcionario acusado de espionaje. Le calculé alrededor de sesenta años de edad; y su cara amarilla, surcada por una infinidad de arrugas, contrastaba con un pequeño bigote blanco como la nieve y una rala barba debajo del labio inferior.
Iba envuelto en una amplia capa negra de cuyas solapas colgaba una corbata suelta; en la alfombra, junto a él, había un sombrero de anchas alas y una cartera abultada. Un pequeño gorro de seda le ceñía estrechamente la cabeza, confiriéndole un aspecto medieval que desaparecía cuando se acomodaba las amplias gafas ahumadas para observarnos mejor.
Era una situación memorable.
—Conozco su reputación, Maître Foli —dijo sir Denis.
—Sí, por supuesto —apostilló el señor Chamrousse, inclinándose ante el famoso abogado.
—Pero la identidad de su actual cliente… me sorprende.
—Sir Denis Nayland Smith —contestó Maître Foli con una voz estridente—, llevo más de cuarenta años defendiendo los intereses del doctor Fu-Manchú.
—¿De verdad? —murmuró con sequedad sir Denis.
—Usted y yo discrepamos en los asuntos que ya conoce. Ha actuado, y de una manera muy honorable, según sus principios, sir Denis. El doctor Fu-Manchú ha seguido por otros derroteros. Sus reglas son las de una civilización diferente a la nuestra y mucho más antigua. Llegará el día, tiene que llegar, en que usted reconozca que su visión del mundo, al igual que la mía hace un tiempo, es limitada.
La lucha emprendida por el doctor Fu-Manchú le horroriza y siento mucho, sir Denis, que un hombre de su categoría haya decidido oponerse a lo inevitable durante tantos años.
Se levantó.
—Gracias —dijo sir Denis.
—¿Tendrán la amabilidad —Maître Foli se inclinó hacia el prefecto y sir Denis— de permitirme que me entreviste con mi cliente? Desearía que nadie interrumpiese esta entrevista, deseo que, por otra parte, estoy legalmente autorizado a expresar.
El oficial francés echó una mirada a sir Denis, que asintió con la cabeza. Maître Foli recogió su abultada cartera y salió, lento y encorvado, seguido del señor Chamrousse.
Observé a Nayland Smith, que había empezado a ir y venir por la alfombra.
—¡Ese Foli se opondrá a la extradición! —espetó—. Si gana (y pierde en contadas ocasiones), ¡Fu-Manchú se nos escurrirá entre los dedos!
En ese momento el señor Chamrousse regresó encogiéndose de hombros.
—Así es la ley —dijo—, y el prestigio de Maître Foli no me deja otra alternativa. El doctor Fu-Manchú está considerado un preso político…
Un ordenanza entró para anunciar la llegada del cónsul de China.
—¿Me permite, señor Chamrousse —dijo sir Denis—, hablar con ese caballero en privado durante unos minutos?
—Por supuesto.
Sir Denis, con un breve saludo a su interlocutor, abandonó rápidamente la habitación. El señor Chamrousse y yo permanecimos en silencio durante casi diez minutos, hasta que por fin él habló.
—La intervención del famoso Foli en este asunto supone una grave responsabilidad para mí —declaró el señor Chamrousse.
—Le entiendo perfectamente.
Volvió el silencio; y de repente, precedido por el tintineo de una campana y el crujir de las puertas, Maître Foli se reunió de nuevo con nosotros, con su cartera bajo el brazo. El señor Chamrousse se levantó de un salto.
—Caballeros —dijo el célebre abogado, agachándose para recoger su sombrero olvidado en el suelo junto a su silla—, salgo enseguida para ponerme cuanto antes en contacto con la embajada china en París.
—El cónsul de China está aquí, Maître Foli.
La silueta encorvada y digna se dio vuelta despacio.
—Gracias, señor Chamrousse; pero este asunto escapa a la jurisdicción de unos simples funcionarios…
El señor Chamrousse agitó una campana; un ordenanza apareció para acompañar a Maître Foli. En el umbral, se volvió.
—Caballeros —dijo—, sé que me consideran su enemigo, pero su enemigo es mi cliente. Me limito a defenderle.
Se despidió y salió. La puerta se cerró.
Transcurrió quizá medio minuto antes de que se abriese de nuevo y Nayland Smith apareciera corriendo.
—¿Era Maître Foli quien se ha marchado hace un momento? —soltó.
—Sí —contestó el señor Chamrousse—. Estaba impaciente por ponerse en contacto con la embajada china en París.
Sir Denis se quedó de piedra.
—¡Cielo santo! —dijo en voz baja, fijándome su mirada azorada—. ¡Podría ser! ¡Podría ser!
—¿Qué quiere decir, sir Denis?
—¡La Bendición de la Visión Celestial!
Sus palabras resonaron como un trueno; su sentido era diáfano…
—¡Sterling! ¡Dios mío! Sígame.
Se precipitó fuera de la habitación y recorrió el pasillo que llevaba a la celda del doctor Fu-Manchú. Un policía de guardia, obedeciendo la orden de sir Denis, nos abrió la puerta. Entramos, con el señor Chamrousse pisándonos los talones.
Un hombre estaba sentado en el sitio ocupado antes por el doctor Fu-Manchú; su aspecto se asemejaba mucho al del hombre que buscábamos. Pero…
—¡Cielo santo! —gritó Nayland Smith—. ¡No confiaba en los resquicios de la ley! ¡Confiaba en sus talentos de ilusionista!
El hombre vestido con la túnica amarilla se inclinó.
¡Era Maître Foli!
—Sir Denis —dijo con su voz estridente—, he cumplido mi objetivo, el objetivo para el cual me eligió el doctor Fu-Manchú hace más de treinta años. Me siento honrado; me siento feliz. Culmino una carrera repleta de éxitos con esta gran hazaña…
El brillo de sus ojos y su fanatismo desenfrenado me hicieron comprender la verdad. Maître Foli era un compañero; ¡una víctima de aquellas artes maléficas de las que había escapado por milagro!
—Me recluirán en una cárcel francesa; mi condena puede ser larga. Soy demasiado viejo para la isla del Diablo; pero en cualquier caso, ¿qué más da? ¡El príncipe está libre! La obra continúa…