49. MAÎTRE FOLI

La ausencia de reporteros en Sainte Claire, cuyo portal estaba vigilado por un policía, me sorprendió.

—Han sucedido cosas demasiado importantes para que se les dé publicidad —dijo sir Denis—. Y tanto en Francia como en Inglaterra, poseemos esa ventaja sobre América: podemos silenciar a los periódicos. Las únicas personas arrestadas hasta ahora y cuyo testimonio podría sernos de alguna utilidad ante un tribunal son los cuatro sirvientes chinos del doctor que viajaban a bordo del yate. Le será posible identificarlos, ¿no?

—A tres de ellos.

Sir Denis abrió la puerta del coche. Alcanzamos el final del sendero arenoso que bajaba desde uno de los lados de la villa para terminar en el ala sur de la terraza.

—¿Ha intentado alguna vez interrogar a un chino que no quiere comprometerse? —preguntó.

—Sí, he tenido a varios chinos a mi servicio y los conozco.

Nayland Smith se detuvo en medio del sendero y se volvió hacia mí.

—Son fieles, Sterling —aseveró—. Habitúelos a seguir unas reglas y ningún poder humano hará que las traicionen…

Varias puertas de secciones habían sido derrumbadas, pero más de la mitad de la brigada permanecía todavía atrapada. Obedeciendo las órdenes de sir Denis, supongo, una brigada había desembarcado en aquella pequeña bahía que lindaba con la caverna. Convenientemente equipados, estaban trabajando en la primera puerta de sección a fin de liberar a los miembros de la brigada atrapados en aquel largo corredor de cristal.

El jefe de policía figuraba entre los prisioneros.

—Creo —dijo sir Denis— que podemos hacer caso omiso de la infección causada por moscas híbridas y otros insectos que me ha descrito. Los que utilizaba el doctor Fu-Manchú, por ejemplo la mosca en el laboratorio de Petrie, parecen haber sobrevivido al frío de la noche. No obstante, habrá notado que se ha producido un bajón de temperatura durante los dos últimos días. Supongo que fueron estas excentricidades del tiempo las que confundieron al doctor. Su ejército volante no pudo luchar contra ellas.

Pasamos una hora en Sainte Claire, pero no fue una hora perdida.

Cuando al fin nos pusimos en camino hacia Niza, donde el doctor Fu-Manchú estaba temporalmente confinado, pensé que si Sainte Claire era de verdad un pequeño enclave del Si-Fan, como Fleurette me había dado a entender, era muy posible que la organización fuese tan vasta como aseguraba sir Denis Nayland Smith.

Sainte Claire era una fortaleza científica; de alguna forma, su destrucción representaba una inmensa pérdida para el saber universal. Sus puertas de sección habían demostrado ser tan eficaces para detener a los perseguidores del doctor que, de no haber sido por mi travesía accidentada entre las dos paredes de la caverna y el descubrimiento posterior de otra salida, el fugitivo habría conseguido desembarcar con toda tranquilidad del Lola en cualquier puerto antes de que los mensajes por radio hubiesen permitido localizarlo.

Tenía mis dudas respecto a la eficacia de las medidas adoptadas para asegurar el secreto.

El mismo aire estaba cargado de rumores; la policía de Niza se hallaba en plena efervescencia, y reinaba tal excitación en el ambiente que parecía agitarse con vibraciones.

El doctor Fu-Manchú se había negado a que lo trasladaran a París sin haber tenido antes la oportunidad de hablar con su abogado, lo cual era perfectamente legal como se apresuró a recalcar; las autoridades departamentales, desconcertadas, acogieron con alivio la llegada de sir Denis.

El señor Chamrousse nos esperaba, con su dignidad de magistrado perturbada en sumo grado por los acontecimientos.

Había un policía de guardia ante la puerta, cerrada con siete llaves; la abrió a su tiempo, y el prefecto nos guió, a sir Denis y a mí hacia la celda ocupada por el doctor Fu-Manchú.

Se trataba oficialmente de una celda, pero era, en realidad, un estudio modestamente amueblado.

Al entrar, la escena se me apareció como algo completamente irreal, fantástico. Durante todo el tiempo que había permanecido en contacto con el médico chino había llegado a la conclusión, corroborada por los comentarios de sir Denis acerca de los tentáculos monstruosos de la organización del Si-Fan, de que este hombre se hallaba muy por encima de nuestras irrisorias leyes humanas.

Y al verlo sentado allí, en aquel austero cuarto, esa sensación de fantástico, de irreal, se agudizó.

Resultaba tan fantástico, pensé, como el mango que daba manzanas, la mosca tsé-tsé cruzada con la pulga de la peste, las palmeras cargadas de higos enormes, la araña negra que razonaba… Se había quitado el gorro de astracán y el abrigo de piel, y vi que llevaba una túnica amarilla como las que solía ponerse. Calzaba unas zapatillas chinas. Algo poco habitual en su apariencia me desconcertó, hasta que caí en la cuenta de lo que era. No llevaba el gorrito que no se quitaba jamás.

Por primera vez, admiré la asombrosa amplitud de su frente. Nunca había visto una cabeza como esta. Me lo había imaginado como Seti I, pero aquel gran rey poseía el cráneo de un niño, comparado con el del doctor Fu-Manchú.

Permaneció sentado, observándonos mientras entrábamos.

No reflejaba emoción alguna en su rostro, un rostro que parecía haber contemplado un siglo tras otro de la historia de la humanidad.

—Tendré mucho gusto en recibirle, sir Denis —afirmó la voz gutural e imperturbable—. Y el señor Sterling puede quedarse también. Hagan el favor de sentarse.

Fijó sus ojos, de color verde esmeralda, en el prefecto y pensé, con simpatía hacia el hombrecillo, en el efecto que debía de estarle produciendo. El digno funcionario retrocedió hasta la puerta. Sir Denis acudió en su ayuda.

—Quizá sería mejor que nos dejara a solas unos minutos, señor Chamrousse —murmuró…

El prefecto se retiró precipitadamente.

—Alan Sterling —dijo el doctor Fu-Manchú.

Y en aquel momento, el prisionero era yo; había captado y retenía mi mirada como ningún otro hombre en el mundo era capaz de hacerlo. Mi voluntad estaba anulada. Me invadió una terrible sensación de debilidad que nadie comprendería sin haber antes experimentado la fascinación producida por aquella singular mirada.

—Hablo con alguien —continuó la voz gutural— que se encuentra ya, quizás, al final de su carrera. No es usted un hombre brillante, pero posee unas cualidades que respeto. Puede considerar ya a la hija del doctor Petrie como a su mujer, ya que ella lo escogió. Tómela y guárdela, si puede.

Apartó la mirada. Y era como si unos rayos deslumbrantes hubieran desaparecido de mi campo de visión, devolviéndome a la realidad.

—Sir Denis —continuó…

Me volví hacia Nayland Smith. Apretaba las mandíbulas. Era evidente que todas sus reservas de energía, de vitalidad mental y física y toda su voluntad estaban concentradas en ese momento, mientras observaba el rostro de ese ser asombroso que él había capturado y que era su prisionero.

—Para que nos entendamos con más facilidad —prosiguió la voz majestuosa— quiero que sepa, sir Denis Nayland Smith, que todas las leyes juntas de Francia, Inglaterra y Europa entera son para mí unas vulgares telarañas que aparto de un soplo. Desea usted que me trasladen a París y luego a Londres. Cree que sus tribunales ingleses podrán acabar con mi obra…

»Le diré una cosa: la obra del hombre que se propone reformar el mundo es una obra en la que no cabe el sueño ni el descanso. Lo que acaba de realizar ya está en el pasado mientras sigue adelante, por ese camino sin fin. Uno está siempre solo, proyectado hacia el futuro. Me ha vencido; porque es usted tan incansable como yo, se ha interpuesto en mi camino. Pero no puede detener la tormenta ni sofocar el volcán. Puede provocar mi caída, pero mi obra permanece tan sólida como el granito.

»No me haga preguntas: no contestaré a ninguna.

Miré otra vez a sir Denis. Su perfil era el de una máscara, como el del chino. No articuló una palabra.

—Maître Foli —continuó el doctor Fu-Manchú—, mi abogado francés, ha sufrido un retraso inevitable, pero llegará dentro de un momento.