46. ABORDAMOS EL LOLA

Observamos que la lancha regresaba junto a la escalera del yate y la tripulación la izaba otra vez a bordo. La lancha ya había casi alcanzado sus pescantes cuando el bote del destructor llegó a la escalera.

Un teniente encabezaba una brigada armada, seguido por Nayland Smith y la policía francesa; yo cerraba la marcha.

Un elegante oficial, probablemente portugués, respondió al saludo del teniente al subir a bordo.

Hasta entonces, pensé, en ninguna de las peripecias ocurridas a la sombra del doctor Fu-Manchú había sentido una emoción tan intensa como la que me embargaba en aquel momento.

¡Fleurette! ¡Petrie! ¿Dónde estaban?

El mar parecía un vasto lienzo embadurnado de barniz azul por algún artista titánico, y el buque de guerra francés, un insecto adusto y gris atrapado en él.

—Sir Denis —dije de repente en voz baja—, si el submarino se encuentra cerca de aquí…

—Ya se me ocurrió —me cortó—. Era imposible identificar al hombre que se hallaba en la popa de la lancha. Pero a menos de que se tratase del doctor Fu-Manchú, en cuyo caso debería de estar ahora a bordo, ¡no podemos asegurar nada!

—Queremos ver al capitán —dijo el teniente con sequedad.

El oficial del yate, con un saludo, abrió la marcha.

Dejamos a unos hombres armados de guardia junto a la escalera, y a otros en la cala del yate. La cubierta estaba desierta. Dos hombres más permanecieron allí apostados mientras nos dirigíamos a la sala de navegación.

Era pequeña, aunque estaba perfectamente equipada y tenía sólo un ocupante: un hombre alto con un gorro de astracán y un abrigo con el cuello de piel.

Al entrar, se encontraba frente a nosotros, con los brazos cruzados.

Me sentí paralizado por la emoción; me invadió una sensación de triunfo, ensombrecida, empero, por una terrible duda. Nayland Smith, con las mandíbulas apretadas, examinaba la habitación.

No intercambiaron ningún saludo.

—¿Quién manda en esta nave? —preguntó el teniente.

La voz gutural y fría que ningún sentimiento humano parecía conmover, contestó:

—Yo.

—Faltó a la obligación de responder a una llamada oficial transmitida a todas las embarcaciones que surcan estas aguas.

—Sí.

—Le acuso de retener prisioneras a unas personas buscadas por la policía y, por la autoridad que me han concedido, tengo el derecho de registrar este barco.

El doctor Fu-Manchú no se inmutó; su inmovilidad era la de una momia.

Nayland Smith se apartó para dejar entrar al jefe de policía de Niza y señaló con un leve gesto a la alta e imponente silueta. El policía se detuvo ante él.

—¿Es usted el doctor Fu-Manchú?

—Sí.

—Traigo una orden de detención. Considérese usted mi prisionero.