42. EL ASALTO

Admiré el mar que brillaba bajo el cielo puro de la mañana y me volví hacia mi compañero. No llevaba sombrero, pero su cabello canoso y crespo era de esa clase que permanece impecable contra viento y marea.

Las arrugas que surcaban su piel morena y el hecho de que estuviera sin afeitar acentuaban todavía más la delgadez de su rostro. Llevaba un traje de franela gris y unas zapatillas con suela de goma. El traje estaba terriblemente arrugado, y su corbata, que le había visto anudar un poco antes, un poco torcida; sin embargo, su aspecto era más presentable que el mío.

En su perfil acerado, leía la tenacidad que le había permitido sacar adelante una carrera llena de éxitos; y al contemplar el guardapolvo sucio que me cubría, me invadió un sentimiento de admiración, admiración por la aguda inteligencia que había desplegado en esta singular aventura. ¿Quién, si no sir Denis, habría concebido la idea de atar nuestros escasos enseres en un paquetito y remolcarlos, con aquel trozo de cordel que había utilizado en su demostración de réplica a un posible tirador?

En el sendero rocoso, examinaba la cerilla que ya me había permitido suponer que era posible escapar de aquel lugar secreto. Me decidí a hablar.

—Sir Denis —dije—, es para mí un privilegio haber podido ayudarle de alguna manera. Es usted un hombre fuera de lo corriente.

Me sonrió; su sonrisa era la de un muchacho.

—Supongo que tiene razón, Sterling —contestó—, si no, no habría sobrevivido. No obstante…

Se detuvo.

Y ensombreciendo nuestro triunfo en huir de la fortaleza que el doctor Fu-Manchú consideraba tan inexpugnable como la Bastilla, regresamos a la realidad, a los recuerdos, a la pena…

Petrie había ido a engrosar las filas de esos muertos vivientes…

¡Fleurette!

¡La había perdido para siempre!

Mis siniestros pensamientos debían de reflejarse en mi rostro.

—Sé lo que está pensando, Sterling —añadió sir Denis—, pero no desespere todavía. Las cosas todavía pueden arreglarse.

—¿Usted cree?

—Ese sendero, sin duda alguna, lleva a alguna parte, no se pierde simplemente entre las rocas. Tengo el presentimiento de que conduce a la playa de Sainte Claire. Pero eso no es lo más interesante…

—Para mí, sí lo es.

—¿Cuál es el aspecto de nuestra aventura que ha atraído más su atención?

Reflexioné por un momento.

—El motivo oculto por el que el doctor Fu-Manchú ha permanecido en la sombra —contesté— y el misterio de cómo y cuándo subió a bordo de su yate sumergible o lo que sea.

Nayland Smith asentía rápidamente con la cabeza.

—Ha dado en el clavo —afirmó—. Fue una suerte que nos hablara, encaramado en la abertura de la cueva, en lo alto de las rocas. Y creo que estaremos de acuerdo en afirmar que esa es la única vía de salida. Sin embargo, hay algo que me preocupa: ¿por qué escogió ese camino accidentado en vez de atracar su barco en el muelle como sin duda hizo el resto de su pandilla? Es una posibilidad dudosa, pero que quiero averiguar.

—¿Cuál, sir Denis?

—No creo que llegara a embarcarse en ese submarino.

—¿Qué?

—Sea cual fuere la configuración de ese barco, creo que habría ofrecido serios inconvenientes para transportar a un enfermo.

—¡Cielos! Supone que…

—Es muy posible que Petrie haya tomado otro camino, bajo los cuidados personales del doctor.

—Pero —objeté— ¿cómo bajó por las rocas?

—Unos hombres de por aquí pudieron perfectamente transportarle en una camilla.

—Y… —señalé el sendero desdibujado.

Nayland Smith sacudió la cabeza.

—Por allí, no, Sterling —admitió—. Una lancha atracó aquí. Mire, todavía hay rastros de aceite en la orilla del mar, y el nivel del agua baja aprisa.

—¿Cree que el doctor Fu-Manchú fue llevado a un lugar de la costa donde le esperaba un coche?

—Eso es lo que nos queda por descubrir. Sólo una de las dos carreteras era la buena, la Gran Cornisa central. Y todos los coches que la recorren han de detenerse en un control, donde los registran.

—¡Entonces, por Dios, todavía hay esperanza!

—Puesto que lo conozco mejor que usted, yo no confiaría demasiado en ello, Sterling. Bueno, ¿y si emprendiésemos nuestra escalada?

Nos pusimos en marcha.

Me aferré con todas mis fuerzas a esta última esperanza. Petrie, y tal vez también Fleurette, podían estar con el doctor Fu-Manchú, y aquella demora quizás acarrearía su ruina. No sabía hasta qué punto debía fiarme de sus palabras cuando había dicho: «El doctor Petrie me acompaña.» Sí, no todo estaba perdido.

El sendero era de los que no habrían asustado a un alpinista aguerrido, pero la escalada nunca fue mi punto fuerte, lo confieso. Una cosa era segura: el doctor Fu-Manchú y su grupo no habían escogido ese camino. Rodeaba unos peñascos abruptos, elevándose cada vez más. Me alegraba de llevar unas zapatillas con suela de goma, aunque sabía que los verdaderos alpinistas las desdeñan.

En algún momento nos encontramos tierra adentro, a unos dos kilómetros del mar, bordeando un desfiladero de una vertiginosa altura. Era una simple pista, más propia de una cabra que de un ser humano. En ningún momento hallamos un camino más practicable, pero ahora avanzábamos de nuevo cerca de la orilla del mar, hasta que alcanzamos la cima de un precipicio, que se abría directamente sobre el azul Mediterráneo.

—¡Cielos! —suspiró Nayland Smith, agarrándose a la pared rocosa con su mano derecha—. ¡Ya empiezan a ser demasiadas emociones!

—Sí, desde luego.

En un angosto pasadizo que no medía más de seis metros de ancho tuve por un momento la tentación de cerrar los ojos, pero sabía que debía mantenerlos bien abiertos y seguir adelante a toda costa.

—Dios sabe quién utiliza semejante camino de cabras —murmuró Denis.

Rodeamos el peñasco y descubrimos que el sendero volvía a apartarse del mar. La pendiente ya no era tan abrupta y estaba cubierta de una vegetación abundante. Nayland Smith se detuvo y, con una mano a modo de visera, observó con mucha atención.

—Es difícil hacerse una idea desde aquí —aseveró—, pero seguramente nos encontramos cerca de la bahía de Sainte Claire.

Y, de repente, ese sendero endemoniado empezó a bajar cada vez más.

Reinaba una quietud total, y el aire vivificante de la mañana resultaba tan embriagador como el champán. Sir Denis se volvió de pronto hacia mí.

—¿Lo oye, Sterling? —preguntó.

Desgarrando el silencio, aunque parecía venir de lejos, oí un disparo seguido de un retumbo incesante.

—Parece mentira —continuó—, ¡pero todavía están intentando asaltar la casa! Venga, dése prisa, hay mucho que hacer y disponemos de muy poco tiempo.

Recorrimos a paso ligero los últimos metros del sendero hasta alcanzar la playa, esa playa con la cual había soñado tantas veces, aunque siempre con la silueta morena y grácil de Fleurette en primer plano.

Sir Denis, cuya resistencia física era extraordinaria, atravesó corriendo la playa, hacia aquel otro camino, en el lado opuesto, que llevaba hacia los siete tramos de escalera que comunicaban con la terraza de la villa.

Subimos como un rayo.

Vi que la puerta principal había sido forzada y que, sirviéndose de una escalera apoyada en la pared, habían roto las persianas de una ventana del primer piso.

El estruendo que había ido aumentando mientras nos acercábamos obedecía a los esfuerzos de una brigada dirigida por un agente de la policía a fin de derrumbar la primera puerta de las secciones, situada sobre las escaleras que conducían a la sala de transmisiones.

Sir Denis se dio a conocer al agente, que no formaba parte de la brigada inicial. Y supimos, con asombro, que, salvo cuatro hombres, ¡el resto de la brigada, incluido el jefe de policía, permanecía encerrado en la casa, incapaz de comunicarse con el exterior!

Un hombre estaba trabajando con un soplete, ayudado por otros, armados de unas palancas.

Esperaban refuerzos de un momento a otro; y lo más curioso era que, aunque la villa dispusiera de un teléfono, ningún mensaje había sido recibido, ni persona alguna había contestado a las llamadas realizadas desde fuera…