40. EL MUELLE SECRETO

—Por aquí pasó el chino —dijo—. Esto dice mucho de la disciplina férrea que reina en esta casa, Sterling; en efecto, aunque ese hombre portase sin duda noticias muy importantes, no sólo no tuvo la audacia de despertar al doctor Fu-Manchú, sino que, además, dejó las puertas del invernadero abiertas. Sin embargo, ¿por dónde salió? Esto es lo que hemos de averiguar.

Un largo tramo de escalera revestida de goma se abría ante nosotros. Las paredes y el techo estaban recubiertos del mismo cristal que los de la sala de transmisiones. Conté sesenta escalones antes de alcanzar un descansillo.

—Tengan cuidado. Es posible que haya trampas —nos previno Nayland Smith—, vigilen sus pasos.

Buscamos puertas en el descansillo, pero no encontramos ninguna. Otro tramo abrupto de escaleras descendía hacia la derecha.

—¡Adelante!

El tramo de abajo era similar al que acabábamos de recorrer y desembocaba en un rellano cuadrado. Un largo corredor se extendía ante nosotros, tan largo que la luz de nuestras linternas se perdía en él.

—Que un hombre se quede aquí —ordenó— y permanezca en contacto con su compañero de arriba.

Apretamos el paso. Ahora estábamos reducidos a un grupo de cuatro. Había varias curvas en el corredor que, según mis cálculos, se dirigía hacia el sur.

—Es asombroso —murmuró Nayland Smith—. ¡Si seguimos así durante mucho rato, empezaré a creer que se trata de una entrada particular al casino de Montecarlo!

Mientras hablaba, llegamos a otra curva que ocultaba el final de ese extraordinario pasadizo. A la derecha descubrí otro tramo de escalera compuesto por unos por unos toscos escalones de madera; alrededor de nosotros se alzaban unas grandes rocas escarpadas.

—¿Qué es eso?

—Debemos de estar aproximadamente al nivel del mar.

—Ya lo hemos alcanzado, creo.

Sir Denis se volvió.

—Que otro hombre se separe de la fila —indicó—. Patrulle desde aquí hasta el final del pasadizo. Permanezca en contacto con sus compañeros y dispare al aire si se encuentra en peligro. ¡Adelante!

Los tres bajamos corriendo la escalera de madera. El aire estaba helado y olía levemente a podrido. Alcanzamos otro rellano cubierto de tablas: la roca desnuda nos rodeaba. Las escaleras de madera continuaban hacia la izquierda.

Acababan en una plataforma abovedada, de forma vagamente octogonal y con todo el aspecto de una cueva natural. El suelo estaba recubierto de tablas, y un pasadizo accidentado, con el mismo suelo, se extendía hacia el sur o, al menos, así me lo pareció.

—Quédese aquí —mandó Nayland Smith—. Manténgase en contacto con los demás.

Y dejamos atrás al último hombre de la brigada. Sir Denis y yo reanudamos la marcha a toda prisa. Anduvimos unos cien metros hasta alcanzar una brecha en la que nuestras luces no podían penetrar. Más despacio ahora, llegamos al final del pasadizo.

—¡Cuidado! —advirtió sir Denis—. ¡Cielo santo! ¿Qué es eso?

¡Estábamos sobre un estrecho muelle!

El suelo estaba cubierto de aparejos, cajones y cordajes. Y el mar, reconocí el olor típico del Mediterráneo, lamía las orillas del embarcadero. No se veía ni un rayo de luz. El mar presentaba una quietud perturbadora. Nadie habría sospechado su presencia.

—¡Las luces fuera!

Apagamos nuestras linternas. Nos encontramos sumidos en las tinieblas: bien podíamos hallarnos al fondo de una mina.

—¡No enciendas! —prosiguió—. Debí prever todo esto. De todas formas, no veo muy bien cómo lo habría resuelto… ¡Dios mío! ¿Qué pasa?

Una nota triste y prolongada, como el resonar atenuado de un gong, rompió de súbito el silencio… En realidad, caí en la cuenta de que debía de llevar ya bastante tiempo sonando, oculta por el repiqueteo de nuestras suelas de goma sobre los escalones de madera.

Agucé el oído por un momento y comprendí…

—Estaba en lo cierto, sir Denis —dije—; este lugar no está desierto. ¡Alguien está cerrándonos las puertas de las secciones!

—¡Corra! ¡Tenemos que salvarnos! Regresemos hacia las escaleras…

Dimos media vuelta y enfilamos con rapidez el túnel de madera, mientras nuestros pies golpeaban las tablas como un tambor. El hombre que habíamos dejado al pie de las escaleras había desaparecido. Subimos atropelladamente, conscientes los dos de que no había un segundo que perder. No encontramos obstáculo alguno en el camino y, resoplando, empezamos a subir por el tramo superior.

Los hombres de la patrulla no se veían por ninguna parte.

Supuse que habían vuelto por el corredor para reunirse con su compañero de arriba.

Para confirmar mi teoría, oí un disparo, curiosamente sordo, que procedía de algún sitio sobre nuestra cabeza.

Nos detuvimos, jadeando, para echar una mirada en torno a nosotros.

¡Una puerta de sección estaba cerrándose, cortándonos el paso! Se hallaba un metro del suelo y descendía centímetro a centímetro…

—¡El riesgo es demasiado grande! —gruñó Nayland Smith—. Si lo hacemos y logramos que no nos aplaste, quedaremos atrapados entre esta puerta y la siguiente.

Oí un grito al final del corredor seguido del ruido de pasos apresurados. Y mientras escuchaba, el siniestro metal grisáceo de la puerta se encontraba ya a unos cuarenta centímetros del suelo.

—Volvamos hacia atrás otra vez —dije—. Debe de haber alguna salida, aunque tengamos que tirarnos al agua.

—No hay ninguna —espetó sir Denis con impaciencia—. La entrada se encuentra debajo del nivel del mar.

—¿Qué?

—¿Se ha fijado en las manchas de aceite en el muelle?

—Sí, pero…

—De todas formas, regresemos. Quizás exista algún otro pasadizo que comunique con una salida.

Bajamos de nuevo.

Intentaba concentrarme, imaginar qué nos esperaba.

En las especies animales, las ansias de vivir son tan fuertes que lo único que me importaba en aquel momento y por encima de todo, era descubrir el medio de salir de esa horrenda caverna.

La linterna de Nayland Smith, que me precedía a un paso, iluminó las tablas manchadas de aceite del muelle.

—¡Apague la luz!

Permanecimos allí, rodeados por la oscuridad. Aquella nota que señalaba el cierre de las puertas de las secciones había cesado.

Estaban cerradas.

¡Si fracasábamos en nuestro intento de encontrar otra salida, nuestra libertad se vería supeditada a innumerables obstáculos! Puesto que sabía cómo funcionaba el sistema de puertas de Sainte Claire, pensé que los miembros de nuestra patrulla estaban sin duda aislados los unos de los otros, en medio de las incontables secciones. Sin alguien capaz, desde el exterior, de organizar nuestro rescate —y el jefe de policía debía de encontrarse dentro de la casa— era imposible calcular durante cuánto tiempo nos quedaríamos atrapados en aquella cueva.

Y de repente, una voz, una voz inolvidable, rompió el silencio: retumbaba de modo singular entre las paredes de la cueva.

—Sir Denis Nayland Smith…

¡La voz del doctor Fu-Manchú!

Mi corazón latía a punto de estallar; reprimí una exclamación.

—No está obligado a contestar si no quiere, pero sé que está allí. He de añadir que permanecerá aquí durante mucho tiempo. Aparte de algunas molestias personales que haya podido causarme, sir Denis, no cante victoria todavía por haber alterado mis planes. Los experimentos del doctor Petrie representaban una amenaza mucho más seria que la intrusión de usted. La imposibilidad de adaptar mi ejército volante a las condiciones climáticas de Rusia constituye un obstáculo que todavía no he logrado superar. No obstante, el doctor Petrie me acompaña, y su ciencia podrá serme de mucha utilidad en el futuro.

Oía la respiración precipitada de Nayland Smith, junto a mí, pero no pronunció una palabra.

—Señor Alan Sterling —continuó la voz gutural con sorna—, estoy al corriente de su breve historia de amor con Fleurette. Es una pena. No sé todavía si los estragos que ha causado son reparables…

Dudo que ser humano alguno haya presenciado jamás una escena tan fantasmagórica; y entonces, para colmo de delirio, la voz de sir Denis resonó en las tinieblas.

—¿Quién construyó su submarino? —preguntó con voz tranquila.

Y con la cortesía que suele dispensarse a un viejo enemigo, el doctor Fu-Manchú contestó:

—Mi yate sumergible fue diseñado por Ernst von Ebber cuya «muerte» acaeció hace diez años, como usted recordará. Pero Ericksen introdujo muchas mejoras. Fue construido en mi arsenal del Irrawaddy, en su querida Birmania.

»Debo dejarles. No lo hago de muy buena gana, pero suelo pagar mis deudas de juego. Mi vida estaba a su merced, sir Denis, y me la perdonó…