39. BÚSQUEDA EN SAINTE CLAIRE

Eché a correr.

—¡Levante las manos! —me ordenaron escuetamente.

Obedecí, maldiciendo entre dientes, invadido por el mayor sentimiento de amargura que había experimentado nunca.

¡En el mismo momento en que pensaba, al fin, haber recobrado mi libertad, volvía a estar atrapado!

A la luz tenue del amanecer, me vi rodeado por unas siluetas casi inhumanas: ¡unos extraños seres de ojos globulosos y cabezas informes de las que colgaban unos troncos como apéndices! Alcé las manos, observando desolado ese grotesco grupo que me acorralaba.

—¡Regístrelo! —ordenó la misma voz con un tono entrecortado, pero curiosamente apagado.

¡Y entonces, al oír la voz, comprendí la verdad!

¡Los horrendos cascos de los hombres que me rodeaban eran máscaras de gas!

—¡Sir Denis! —grité, consciente de que mi propia voz sonaba tan amortiguada como la suya.

¡Nayland Smith era el jefe de esta brigada!

Estuve a punto de perder el conocimiento. Hasta ese momento, no había tomado conciencia de mi estado de excitación nerviosa. Percibía las cosas a través de una neblina. Y entonces, tuve la vaga idea de que Nayland Smith me hablaba, mientras rodeaba mis hombros con su brazo.

—Nadie puede haber abandonado Sainte Claire, Sterling; la isla está acordonada por la policía, por tierra y por mar. Cuando recibí su primer mensaje…

—¡No mandé ningún mensaje! ¿Qué decían?

—¿No mandó ningún mensaje?

—¡No! No obstante, creo saber quién lo hizo. ¿Qué pensó que significaba?

—Según el sistema que habíamos convenido, significaba que Petrie estaba efectivamente allí pero muerto. Hubo otro, mucho más tarde, que me desmoralizó…

—No sé quién habría enviado el segundo, pero es cierto que Petrie se encuentra allí y, cuando lo vi por última vez, estaba vivo.

—¡Sterling, Sterling! ¿Está seguro?

—Hablé con él. ¡Dios! Casi me había olvidado…

Hundí una mano recubierta de goma en el bolsillo de mi guardapolvo y extraje un papelucho arrugado.

—La fórmula del «seiscientos cincuenta y cuatro».

—¡Gracias a Dios! ¡Mi viejo Petrie! ¡Démelo, de prisa!

Nayland Smith se quitó por un momento el casco y yo mi máscara de cristal. Echó a correr escaleras abajo mientras yo permanecía allí, observando con curiosidad lo que me rodeaba.

Seis u ocho hombres se hallaban junto a la puerta abierta, con sus cabezas ocultas tras las máscaras de gas, y supuse que pertenecían a la policía francesa. Me sentí todavía muy débil, pero el aire fresco de la noche me devolvió el ánimo. Al cabo de dos o tres minutos, reapareció sir Denis.

—No creo, Sterling —dijo con su voz entrecortada— que el doctor Fu-Manchú estuviera todavía lo bastante preparado para una declaración de guerra. Dependerá, supongo, de las condiciones climáticas. Pero lo importante es que la fórmula del «seiscientos cincuenta y cuatro» circulará entre las autoridades médicas del mundo entero esta misma noche. ¡La voluntad de Petrie se ha cumplido!

»Habría asaltado la casa hace ya más de una hora si hubiera dispuesto de todo lo necesario para equipar a mis hombres. Al llegar, me percaté de la trampa mortal en la cual podía precipitarlos a todos. Una vez vi a una brigada de detectives, en una bodega de cal propiedad del doctor Fu-Manchú… morir de una muerte atroz.

»El jefe de la policía se encontraba en la puerta principal, y se lo consulté. No hizo mucho caso de mis objeciones, pero insistí. Hemos perdido mucho tiempo buscando las máscaras de gas que, como es natural, no abundan en los alrededores. Cuando al fin las conseguimos, mis hombres me hicieron saber que la puerta había sido abierta desde el interior, pero que nadie había salido. Acababa de regresar cuando apareció usted.

—¡Y sin embargo, la casa está desierta!

¿Qué?

—Está en su mayor parte infestada de moscas y horrores semejantes, pero no se ve a ser humano alguno allí dentro.

—¡Adelante! —exclamó, colocándose de nuevo el casco—. ¿Se encuentra bien, Sterling?

—Sí.

Volví a abrochar mi siniestro equipo y, seguido por la brigada de policías, penetré otra vez en la casa del doctor Fu-Manchú. Sin vacilar un instante, me precipité hacia la lámpara verde al final del corredor, que señalaba la habitación de Fleurette. ¡En ese momento, todas las luces se apagaron!

—¿Qué sucede? —preguntó una voz sorda.

El haz de luz de una linterna atravesó bruscamente la oscuridad, seguida al instante de otras muchas más. Los miembros de la brigada estaban perfectamente equipados. Alguien depositó una linterna en mi mano y corrí hacia la puerta de la habitación de Fleurette.

Estaba vacía.

—Le perdono, Sterling —dijo la voz atenuada de sir Denis—, pero nos hace perder el tiempo.

La brigada bajó ruidosamente las escaleras, precedida por Nayland Smith y por mí.

—¡La habitación de Petrie! —prosiguió la voz tosca—. Antes que nada…

Atravesando la desmantelada sala de transmisiones nos abalanzamos hacia el estudio vacío que Fu-Manchú, sumido en un sueño singular provocado por el opio, solía presidir desde su sillón, en dirección a los enormes invernaderos donde los árboles, los arbustos y las plantas a los que la madre naturaleza nunca había dado su bendición, agonizaban ya, heridos de muerte por el aire helado que penetraba a través de las puertas.

Broncas exclamaciones escaparon de boca de los miembros de la brigada, que no salían de su asombro mientras recorríamos a toda prisa aquellas maravillas exóticas. Al subir las escaleras y alcanzar el corredor, con sus puertas blancas y numeradas, noté un continuo crujir bajo mis pies.

Me detuve y dirigí el haz de luz hacia abajo.

¡El suelo estaba cubierto de insectos muertos o agonizantes que habían sucumbido rápidamente al cambio brusco de temperatura! La araña gigantesca debía de estar muerta en alguna parte y, sin embargo, seguía aterrorizándome el recuerdo de sus ojos dotados de inteligencia…

—Doblemos a la derecha, ¡aquí! —grité, con la voz amortiguada por la máscara.

Recorrí el pasillo a toda velocidad e irrumpí en la habitación donde había visto a Petrie.

¡El cuarto estaba vacío!

—¡Se lo han llevado! —gruñó Nayland Smith—. Llegamos tarde. ¿Qué ocurre ahora?

Oí el confuso rumor de unas voces que charlaban con mucha excitación. Luego resonó un grito al final del pasillo. Los hombres que estaban bajo las órdenes del jefe de policía del lugar acudían a reunirse con nosotros; habían entrado por la puerta principal.

¡De momento, ninguno de los dos grupos había descubierto un alma!

—¡Distribúyanse en grupos de dos! —gritó Nayland Smith—. Tiene que haber una ratonera china en algún sitio. Los ocupantes de una casa como esta no se esfuman en el aire. ¡Venga, Sterling! Vayamos hacia abajo en lugar de hacia arriba.

Nos abrimos paso a través del tropel de hombres que nos seguían, mientras Nayland Smith y el jefe de policía repetían las órdenes.

Junto a sir Denis, recorrí de nuevo el camino por donde habíamos venido; y aunque todas las puertas estaban abiertas, no parecía quedar nadie en esa larga fila de habitaciones que ya conocía. Registramos los grandes invernaderos, junto a las extrañas siluetas enmascaradas, entregadas a la misma tarea.

¡Pero, aparentemente, las puertas que conducían al estudio del doctor Fu-Manchú y las que comunicaban con el laboratorio de botánica eran las únicas vías de acceso!

Arrancamos a correr por el enorme y desmantelado laboratorio. Había dos puertas abiertas en la pared frente a nosotros.

—¡Esa primero! —señaló la voz sorda.

Sir Denis y yo nos precipitamos hacia una abertura en la pared de cristal.

—El chino que llegó con la lancha tomó ese camino —gritó.

Proyectando el haz de nuestras linternas ante nosotros, cruzamos la abertura y encontramos una escalera. No obstante, nuestra luz no era lo bastante potente como para iluminarla hasta abajo.

—Alto, sir Denis —grité.

Arranqué la máscara de cristal que me ahogaba y la tiré al suelo; sir Denis, por su parte ya se había despojado de su máscara de gas.

—Sería más prudente reunir a unos hombres, o podríamos caer en una trampa.

—Es cierto —convino—. Escoja a tres o cuatro hombres e indíquele a Furneaux, el responsable de la policía, el camino que hemos seguido.

Regresé corriendo a través de la descomunal sala vacía cuya extraña luz violeta había desaparecido y llamé en voz alta. Pronto hube reunido a unos cuantos hombres, y mientras uno iba a avisar al jefe de policía, los demás y yo fuimos a encontrarnos con Nayland Smith.

Dejamos a un hombre de guardia delante de la puerta. Con Nayland Smith a la cabeza, empezamos a bajar las escaleras hacia los misteriosos subterráneos de Sainte Claire.