38. LA MÁSCARA DE CRISTAL (FIN)

Con desesperación, volví a cerrar la puerta, dejando fuera esas monstruosidades voladoras y trepadoras.

Entablé entonces una lucha encarnizada conmigo mismo para intentar recobrar el control de mis nervios. La larga espera me había desquiciado bastante, pero los horrores del corredor, coronados por la aparición de esa araña gigantesca, «capaz de un razonamiento primario», habían sido demasiado.

¿Qué había ocurrido?

¿Era un plan premeditado, o bien alguna maniobra de Nayland Smith había perturbado el orden de esa horrible casa?

Descarté la idea de que el doctor Fu-Manchú hubiera soltado su ejército de fantasmas con el único fin de matarme. Me había interpuesto —de manera inconsciente, lo había reconocido— en los delicados engranajes de sus propósitos. Pero aun conociendo poco al doctor, no lo habría creído capaz de rebajarse, incluso momentáneamente, a ceder ante un arrebato de celos o de cualquier otro despreciable sentimiento humano.

Sin embargo, si lo que acababa de ver formaba parte de algún plan, este, sin duda, no estaba directamente dirigido contra mí, aunque yo bien pudiera estar incluido en él. Si se debía a un accidente, a un repentino movimiento de pánico que hubiera invadido la casa perturbada por unos acontecimientos inesperados, ello sólo podía significar que el doctor se había marchado, ¡huyendo de la amenaza de Nayland Smith!

Y mientras hacía un esfuerzo para razonar con rigor, conseguí recuperar el valor que me había abandonado. Entonces recordé algo.

En mi ansiosa búsqueda de alguna arma para agredir al enemigo, había abierto todos los cajones de ese vasto armario que cubría casi toda una pared del salón donde me encontraba.

Entre los objetos que había descubierto, había una máscara de cristal, de las que utilizan los químicos y a la que, en aquel momento, no había prestado atención.

Decidí jugarme el todo por el todo. Me apresuré hacia el cajón que contenía la máscara y me cubrí el rostro con ella. Advertí entonces que mi guardapolvo blanco, confeccionado con una tela desconocida, era adaptable a la máscara: el cuello se levantaba y se abrochaba a la cinta de goma que rodeaba la careta. Lo sujeté e, inclinándome ante el espejo del cuarto de baño, contemplé mi horrible imagen.

¡Los guantes de goma!

Descubrí que era posible atarlos a las mangas de manera que nada pudiera penetrar entre el guante y la manga. Por último, me percaté de que el bajo de los pantalones de mi guardapolvo podía introducirse dentro de los zapatos y sujetarse con una correa.

Recobré el ánimo. Estaba equipado para enfrentarme con los horrores que me aguardaban en el pasillo.

Habría dado cualquier cosa por un revólver o, incluso, por una porra, pero hube de conformarme con el pie de la lámpara.

Lo agarré y abrí de nuevo la puerta. La extraña máscara que llevaba puesta contaba con algún sistema de ventilación y, sin embargo, sentía cierta dificultad al respirar.

Me detuve en el pasillo para observar.

El monstruo negro, la araña gigantesca a la que, por alguna razón, aunque quizá fuese relativamente inofensiva, temía por encima de todo, había desaparecido. El aire era un hervidero de moscas; oía su zumbido confuso. Algunas se habían posado en las paredes. Vi que había distintas especies.

Una de aquellas enormes avispas chocó contra mi máscara de cristal. La ahuyenté, asestando manotadas al aire, dudando de mi inmunidad.

El insecto se alejó y percibí su leve aleteo cuando pasó junto a mí…

Alcancé el final del corredor y miré escaleras abajo. Mi mente no se encontraba todavía muy despejada. A cualquier precio, tenía que acordarme del camino. Me di cuenta de que sólo recordaba el trayecto que había recorrido la primera vez con el doctor Fu-Manchú.

Este era un camino distinto por el que había pasado también. La ruta que conocía me llevaría a través del laboratorio bacteriológico. Desde allí sabría orientarme.

Todas las puertas estaban abiertas.

Me detuve en el umbral donde había visto a sir Franck Narcomb. Mis conocimientos bacteriológicos eran limitados pero si los insectos estaban en libertad, con seguridad los gérmenes también… Miré a mis pies. ¡Unas hormigas descomunales, de cuerpos negros y relucientes, trepaban por los cordones de mi guardapolvo!

Pataleando con furia, me incliné para sacudírmelas con mi guante de goma. Vi que un ciempiés abandonaba precipitadamente mi pierna. Me invadió el pánico. En un santiamén, atravesé la habitación hacia un corto pasillo.

Al cruzar el laboratorio sumido en la penumbra y rodeado de un muro de cristal detrás del cual vivían los insectos, vi que las puertas de las jaulas estaban abiertas. Algunos animales revoloteaban todavía en torno a sus nidos, pero la mayor parte de las jaulas estaba vacía.

No topé con nadie en el oscuro pasillo; pero pisé una de esas cosas que se arrastraban por el suelo y oí el crujido de su cuerpo bajo la suela de mi zapatilla de goma.

El ruido me produjo náuseas.

Me apresuré hacia el laboratorio de botánica. El lugar ofrecía un aspecto desolador. Me asomé al cristal del pequeño invernadero que contenía aquellas extrañas orquídeas. Habían desaparecido.

Eché una mirada a las estanterías y vi que las habían vaciado. Las puertas que conducían al primero de los grandes invernaderos estaban abiertas.

Las traspasé y comprendí de repente el significado de algo que me había intrigado; en efecto, allí apenas había insectos, mientras que los pasillos estaban infestados de ellos, volando y reptando.

Esto se debía a un brusco cambio de temperatura en la atmósfera.

Las ventanas y las puertas estaban abiertas y dejaban penetrar el aire helado que bajaba de los Alpes.

Los insectos se habían refugiado en el interior de la casa, buscando el calor, y comprendí que las delicadas plantas tropicales que me rodeaban estarían pronto muertas.

¿Qué significaba esto?

Probablemente formaba parte de un plan para destruir los resultados de aquellos experimentos que no se podían trasladar.

A medida que avanzaba, el aire se tomaba más frío y el deterioro de las plantas así expuestas era tal que, olvidando por un momento mis apuros, sentí cierto pesar. El invernadero de las palmeras, al igual que los demás lugares que había recorrido, estaba vacío. Las puertas que comunicaban con el estudio del doctor Fu-Manchú se hallaban abiertas… Veía brillar la luz.

Allí estaba el punto crucial de la situación, donde el terror me invadía.

A pesar del aire frío, estaba bañado en sudor, encerrado en mi atuendo hermético.

Avancé despacio, paso a paso, hasta que pude asomarme al estudio. ¡Me detuve, contemplando a través de mi máscara de cristal empañado la habitación devastada, despojada de toda su decoración exótica!

Sólo quedaban los muebles. El desmantelamiento que presenciaba era obra del doctor Fu-Manchú, o al menos lo parecía. Se trataba de la prueba fehaciente de que había huido, llevándose consigo sus enseres preferidos.

Paré sólo por un instante y luego me precipité hacia la gran sala de transmisiones.

Del montón inimaginable de máquinas que atestaban la sala, sólo quedaba lo más pesado. Los instrumentos habían desaparecido de las mesas, las estanterías habían sido vaciadas. ¡Tres de las más complejas máquinas, incluida la que semejaba una cámara, continuaban allí, pero hechas pedazos, destrozadas, reducidas a un montón de chatarra sobre el suelo gris!

En la gran sala, helada como una cueva, no distinguía ningún insecto. Con seguridad, como había recalcado Nayland Smith, se trataba en efecto de una cueva. Unas puertas cuya existencia ignoraba se abrían en las paredes de cristal; recorrí a toda prisa la sala y me precipité al otro lado, escaleras arriba.

La puerta no se cerró detrás de mí. Supongo que su complicado mecanismo se había bloqueado en algún punto.

Alcancé el pasillo superior y eché un vistazo a la derecha.

Una luz fría y gris, la luz del amanecer, despuntaba en la terraza.