En un estado de conmoción fácil de imaginar, anduve arriba y abajo por el saloncito del apartamento once.
Estaba solo, y era imposible abrir la puerta; unos diez minutos antes, había oído que las puertas de las secciones se cerraban de nuevo. La locura más completa me rodeaba por todas partes.
¡Fleurette! ¿Qué suerte le esperaba? El doctor Fu-Manchú no era humano en el estricto sentido de la palabra. Era una inteligencia que no conocía el remordimiento. Destruía todo lo que no le resultaba aprovechable. Quizá salvaría a Fleurette por su extraordinaria belleza. Pero salvarla… ¿para qué?
¡Y Petrie! Estaba del todo desamparado y gravemente enfermo. En cuanto a mí, sufría esas cien muertes de las cuales, según el refrán, muere el cobarde, durante aquel período interminable, yendo y viniendo por la habitación.
¡Mi irreprimible pasión por Fleurette había desencadenado todos esos males! En aquellos momentos de exaltación, en el tiempo que estuve discutiendo con ella, habría podido salir de esa horrible casa. Mi libertad significaba la salvación del mundo y la había sacrificado para satisfacer mis apetencias personales. La aniquilación total de la perfecta organización del Si-Fan, cuyo alcance hasta ahora no sospechaba, era el único medio de conseguir a Fleurette.
¡Loco, pobre loco! ¿Cómo pude pensar que una pasión repentina bastaría para dar al traste con unas tradiciones tan perfectamente establecidas y conservadas?
¿Qué estaría ocurriendo?
Intenté imaginar las decisiones adoptadas por Nayland Smith, sopesando las probabilidades de éxito de un ataque antes de que fuera demasiado tarde. No lograba olvidar esa silueta impasible, en su túnica amarilla.
Sin duda alguna, el doctor Fu-Manchú estaba preparado para cualquier contingencia. Su comportamiento no era el de un criminal acorralado.
Apoyé el oído contra la puerta y escuché.
Pero no se oía nada.
Me acerqué a la pared opuesta donde, lo sabía, existía otra puerta que nunca descubrí. Escuché, recordando que detrás había otro pasillo.
Silencio total. Estaba atrapado en una angosta sección de la casa, entre barreras de acero.
Calculé que debía de haber transcurrido cerca de una hora. Sabía por experiencia que esas habitaciones estaban prácticamente insonorizadas. Mi mente era un circo lleno de fantasmas, y me acercaba a un estado de completo agotamiento nervioso. Había sido casi inaguantable imaginar que estaba muerto o loco. Pero ahora que sabía que los horrores que me rodeaban, las monstruosidades, las parodias de la naturaleza, los muertos vivientes, las extrañas máquinas, eran reales y no el producto de mi imaginación delirante, ahora, cuando habría debido estar más cuerdo, me sentía, mucho más que en cualquier otra ocasión, al borde de la locura.
Había alcanzado algo que no me habría atrevido siquiera a soñar, y me había sido arrebatado en el momento mismo de su realización. Estaba convencido, en ese momento, de que jamás abandonaría con vida ese lugar. Sin embargo, ningún hombre, seguramente, había poseído tanto como yo, había sentido tanta necesidad de vivir como la que yo sentía en ese momento, cuando mi vida estaba a punto de terminar.
Me dejé caer en un silloncito en el que, lo recordé con amargura, Fleurette se había sentado, y escondí el rostro entre las manos.
¡Ojalá pudiera conservar al menos una chispa de esperanza, encontrar algo a lo que aferrarme antes de hundirme en la locura!
Me levanté bruscamente. No había duda… oía resonar esa siniestra vibración, ¡señal inequívoca de que las puertas de las secciones se elevaban!
¿Qué significaba?
¿Que mi suerte estaba echada y que venían a por mí?
Atravesé el cuarto y pulsé con desesperación el botón de control. No hubo respuesta.
Por segunda vez, como antes en el cuarto de Fleurette, me sentí atrapado como un ratón en una trampa. No sería útil a nadie, y menos a mí, pero en aquel momento adopté una decisión que me ayudó a recobrar mi equilibrio.
Moriría con las botas puestas.
Sopesé el silloncito en el cual había estado sentado. Pesaba lo suficiente para lo que me proponía. Lo arrojaría contra el primero que entrara.
Abrí los cajones de un vasto armario que ocupaba casi toda una pared. Contenían material de laboratorio que pertenecía con toda probabilidad al último huésped, una máscara de cristal y unos guantes de goma. Pero no hallé arma alguna.
Había una lámpara de pie, encima de la mesa. Arranqué el cordón, quité la bombilla y la pantalla y vi que serviría como una estupenda porra. Blandiendo este arma, me precipitaría afuera y averiguaría qué suerte me esperaba en los corredores.
Una vez concebido este plan descabellado, permanecí allí, esperando. Al menos había acción en perspectiva.
El ruido sordo de las puertas continuaba. Una vez más, tras dejar el pie de la lámpara en la alfombra, junto a mí, apreté el botón de control sin resultado.
Al apoyar la cabeza contra el panel de la puerta, distinguía con claridad la vibración acompañada del extraño retumbo del gong. Pero de golpe cesó el ruido. Las puertas de las secciones estaban levantadas.
Volví a intentar en vano pulsar el botón de control. Permanecí allí, a la expectativa, vigilando alternativamente la pared con su abertura oculta y la puerta que ya conocía.
Sin embargo, el silencio era total; nada ocurría.
Durante unos cinco minutos esperé sin saber muy bien qué, pero resuelto a seguir mi plan y a luchar hasta el fin. No obstante, esta espera pronto se me hizo inaguantable. Volví a presionar el botón…
La puerta se abrió sin ruido.
El pasillo parecía más oscuro que nunca. Había otra puerta, en el lado opuesto. Noté un leve olor a podredumbre.
Abandoné con cautela el cuarto y eché una ojeada al pasillo.
Un extraño zumbido sonaba junto a la luz que iluminaba débilmente el pasillo, detrás de mí.
Di un salto, reprimiendo un chillido de histeria.
El corredor estaba guardado por un enjambre de moscas, de hormigas y de otros insectos innumerables que revoloteaban, se arrastraban o se escabullían por los escondrijos… Un metro más lejos, agazapada en la penumbra, fijando en mí sus abominables ojos inteligentes, aquella monstruosa araña negra que había visto en su jaula de cristal me observaba…