Transcurrieron varios minutos amenazadores. Luego empezó a resonar aquella extraña nota que ya conocía.
Fleurette permanecía inmóvil. Enterado ahora de su significado y de su fin, percibía los puntos y rayas del alfabeto Morse, transmitidos a una velocidad que sólo un experto era capaz de seguir.
El ruido cesó. Fleurette se dejó caer en un sillón y me miró con desespero.
—Están buscándote —dijo con voz apagada—. Él no lo sabe todavía.
Permanecí allí, incapaz de hablar, con la mente entorpecida, durante un largo rato; poco a poco, empecé a reaccionar. Alguien me había llamado, seguramente Trenck, y yo no había contestado. Nayland Smith era quien había recibido esos mensajes.
¿Cuáles habrían sido y cómo los habría interpretado?
Esto, sin duda, contribuía aún más al estado de confusión demencial que reinaba en el lugar. Se me ocurrió una idea, dictada por la experiencia.
—Fleurette —dije, arrodillándome junto a ella—, ¿por qué no puedo haber entrado aquí de la misma manera que irrumpiste en mi habitación cuando sonó la alarma?
Me miró; su rostro era una máscara maravillosa: inmutable, inexpresiva.
—De nada servirá —contestó—. Nadie puede mentir al doctor Fu-Manchú.
Convencido de que ella estaba en lo cierto, me rendí a la evidencia. Me levanté de un salto. Oía de forma difusa una leve y lejana vibración.
—¿Es posible levantar las puertas por separado?
—Sí; pueden levantarse una por una.
Atravesé la habitación y apreté el botón de control. No obtuve respuesta. Apliqué el oído a la puerta metálica y escuché con atención. Tuve la impresión, horrible impresión, de que las puertas de control se abrían una a una… mientras alguien se acercaba despacio al cuarto donde estábamos atrapados Fleurette y yo.
No cabía duda; el ruido amenazante iba en aumento. Al cabo la vibración se hizo tan intensa que sacudía la puerta metálica contra la cual yo apoyaba la cabeza.
Me aparté, con los puños apretados.
¡La puerta se deslizó, el doctor Fu-Manchú apareció en el umbral y me clavó la mirada!
Su calma majestuosa era terrible. Aquellos ojos brillantes y alargados miraban alrededor; yo sabía que estaba observando a Fleurette.
—Mujeres, la palanca que una sola palabra es capaz de doblar —dijo en voz baja.
Hizo una señal con su mano de largas uñas, y dos sirvientes chinos irrumpieron en la habitación.
Retrocedí, intentando escapar.
—Las heroicidades son siempre gratuitas —añadió— y no ayudan a nadie.
Eché una breve mirada a Fleurette.
¡Sus bellos ojos contemplaban al doctor Fu-Manchú con la veneración de un santo ante la sagrada visión!
Empezó a hablar rápidamente en chino y penetró en la habitación sin dignarse a mirarme de nuevo. Me agarraron por los brazos y me arrastraron hacia el pasillo. Aquellos hombrecitos impasibles poseían una fuerza fuera de lo común.
La puerta de sección de la esquina, en el sitio donde empezaba la escalera que conducía a la sala de transmisiones, no se había levantado del todo: sobresalía aún medio metro o un poco más de la ranura del techo en la que quedaba encajada.
La mente humana posee unos límites definidos: la mía había alcanzado el tope de resistencia.
Mi memoria falla desde el momento en que abandoné el cuarto de Fleurette hasta que me encontré sentado en una silla de respaldo alto y rígido, en el inolvidable estudio del doctor Fu-Manchú. Yamamata estaba sentado a mi lado y cuando, supongo, recobré el sentido, la puerta que comunicaba con el invernadero se abrió de repente y entró Fah Lo Suee.
Llevaba un pantalón y una blusa de un verde brillante y fumaba un cigarrillo en una boquilla de jade. Sus ojos insondables buscaron los míos, intentando, tal vez, comunicarme un mensaje cuyo significado no comprendí.
Cerró la puerta por la que había entrado y se sentó en un taburete, junto a mí.
Observé a Yamamata. Su piel amarilla estaba bañada en sudor. La puerta abovedada permanecía abierta, y en el umbral apareció el doctor Fu-Manchú, silencioso, con una dignidad felina.
La puerta se cerró de nuevo tras él.
Yamamata se levantó, y Fah Lo Suee lo imitó. Parecía la parodia de un tribunal de justicia. Aparté violentamente la cabeza, con los dientes apretados. Mi pasión por Fleurette imprimía al asunto una dimensión insospechada.
Aquel hombre con los modales de un emperador era, en realidad, un criminal de derecho común: la horca lo esperaba.
Oí atronar su voz gutural:
—¡Levántese!
Todo cuanto yo representaba, todo lo que a través de los años había conformado mi personalidad, una personalidad de la que me sentía orgulloso, se vio neutralizado en un instante por esa orden, porque de una orden se trataba. Me levanté…
Tomó asiento en su sillón adornado con los dragones esculpidos, detrás de la gran mesa. Yo había desviado a propósito la mirada, pero en ese momento, en el silencio que siguió, me atreví a mirarle de reojo. Estaba observando a Fah Lo Suee con mucha atención. De repente habló.
—Compañero Yamamata —dijo en voz baja—, puede retirarse.
Yamamata se sobresaltó; sus labios se movieron, pero no emitió un solo sonido. Se inclinó, abrió la puerta que conducía al inmenso laboratorio y salió, cerrándola tras de sí.
El doctor Fu-Manchú empezó a hablar rápidamente en chino; cuando pronunció la primera frase, Fah Lo Suee dejó caer su boquilla de jade en un cenicero de bronce, a sus pies, y, de rodillas, hundió su maravilloso y malvado rostro en sus manos levantadas, unas manos delicadas como el marfil, de una gran pureza, la sombra etérea de las manos de su temible padre.
Continuó hablando mientras Fah Lo Suee se encogía cada vez más, sin pronunciar una palabra, sin articular un sonido.
—Alan Sterling —dijo, expresándose de repente en inglés—, las artimañas de una mujer y la debilidad de lo han llevado a la perdición. Existen hombres para quienes las mujeres representan un peligro; usted, por desgracia, pertenece a esa clase.
Mientras hablaba llegué a la conclusión de que, aunque Fah Lo Suee no hubiera soltado prenda, ¡estaba asombrosamente al corriente de su papel en esa conspiración!
¡Cielo santo! Una sospecha me asaltó de repente. ¿Podía haber estado Fah Lo Suee observándonos? ¿Era ella quien nos había tendido esa trampa, a Fleurette y a mí? ¿Era este el fin para el cual me había protegido: la destrucción de Fleurette y mi muerte inminente?
Ese plan, de una precisión y sencillez admirables, era digno de una mente china, pensé.
La observé, acurrucada, despreciable.
La voz, aquella extraña y obsesionante voz, resonó de nuevo.
—Existen hoy en día millones de vidas inútiles, que son un estorbo para la humanidad. Entre ellas, debo ahora incluir la suya. Los ideales de los filósofos griegos las despreciaban. No puede haber progreso humano sin una selección; y ya he elegido a quienes formarán parte de mi nuevo Estado. El espiritualismo oriental ha ido creciendo mientras el materialismo occidental se ha entretenido en construir máquinas…
»Mi nuevo Estado encarnará las virtudes de Oriente.
»No estoy listo todavía para emprender mi cruzada contra el ejército numeroso pero desamparado de los inútiles. Llevo en mis manos las plagas de Egipto, pero no puedo desviar el curso del sol…
»Ha tenido que ser usted, un desdeñable mosquito en el engranaje, quien detuviera la rueda de los dioses. Sin la ayuda de nadie, jamás habría sido capaz de interponerse en mi camino; un ser de mi propia sangre me ha traicionado.
Golpeó un pequeño gong que tenía junto a él, y la puerta situada frente a mí se abrió en el acto, silenciosamente. Entró uno de aquellos chinos anónimos, vestido de blanco, y Fu-Manchú le habló breve y rápidamente. Con una reverencia, el hombre salió.
El cuerpo esbelto de Fah Lo Suee pareció empequeñecerse. Se agachó hasta que su cabeza tocó la alfombra.
El doctor Fu-Manchú golpeteó contra la mesa con sus largas uñas mientras la observaba, postrada ante él.
—El progreso de Occidente, Alan Sterling, ha llevado la locura hasta el punto de permitir a las mujeres desempeñar un papel en el gobierno de las naciones. El mito, que llaman caballerosidad, les ha atado de pies y manos y reducido al silencio. En la China a la que pertenezco, una China que no ha muerto aún sino que está simplemente adormecida, empleamos unos métodos más antiguos y más sencillos… Utilizamos el látigo…
La puerta volvió a abrirse de improviso y aparecieron dos fornidas negras, vestidas sólo con unas faldas de rayas rojas y blancas, atadas a la cintura por una cuerda.
El doctor Fu-Manchú se dirigió a ellas en un idioma que no era chino.
Se interrumpió y señaló algo con el dedo.
Una de las negras se inclinó; Fah Lo Suee, mientras, saltó sobre sus pies con agilidad y, dirigiendo una mirada fulgurante a la temible silueta sentada en su imponente sillón, desapareció, con una negra a cada lado, hacia el invernadero.
Clavé la vista en el doctor Fu-Manchú, quien sostuvo mi mirada. Advertí que me era imposible apartar los ojos.
—Alan Sterling —dijo—, mi intención es salvar el mundo aun contra su voluntad. Y con este fin, tendré que llevar a cabo una vasta depuración. Tarde o temprano, mis sueños se harán realidad. Alguno de esos chapuceros, en nombre de lo que suelen llamar la civilización occidental, quizás acabe algún día violentamente con mi vida. No hay nadie que asegure mi sucesión… Mi hija, educada para un gran fin, como muy pocas mujeres lo han sido, y dotada de todas las perfecciones físicas de una madre escogida con esmero, ha heredado el vicio de algún antepasado traidor…
»Deseo que un hijo me suceda para continuar mi obra. Ya he elegido a la madre de ese hijo. La determinación del sexo es un problema que al fin he resuelto. El amor o la pasión serán totalmente ajenos a esa unión. Pero si usted, Alan Sterling, empaña el espejo inmaculado que he estado puliendo con paciencia para reflejar en él mi voluntad… habrá destruido el trabajo de dieciocho años.
Su voz gutural fue bajando cada vez más hasta quedar reducida a un murmullo sibilante…
Golpeó dos veces el gong.
¡Me vi sujeto por los brazos y levantado de la silla en que había estado sentado! Sin que los viera ni los oyera, dos de los chinos habían entrado detrás de mí.
Mientras me arrastraban, el doctor Fu-Manchú, después de unas breves palabras pronunciadas en un tono gutural, se levantó, alto, enjuto, diabólico, y descolgó de la pared un látigo que parecía un knut ruso.
Al volverme hacia la puerta que se abría a la sala de transmisiones y echar una breve ojeada al invernadero escasamente iluminado, tuve una horrible visión, la de un cuerpo de marfil colgado por las muñecas…