—Aquí está —dijo Fleurette—. Deja la puerta abierta, te avisaré si viene alguien.
En ese momento, al cruzar el umbral de un pequeño dormitorio blanco, todo lo demás, incluso Fleurette, quedó olvidado. ¡Petrie, pálido como siempre, con el cabello tan blanco como si hubieran transcurrido diez años, estaba allí, observándome!
En su frente, en lugar de la sombra violeta, presentaba una mancha roja.
—¡Petrie, amigo mío! —musité—. ¡Petrie…! ¡Gracias a Dios!
Si no hubiera visto ya muchos otros muertos en casa del doctor Fu-Manchú, esta visión me habría dejado estupefacto.
Inclinó levemente la cabeza y me dirigió la sonrisa paciente que ya conocía, mientras me tendía su mano, que estreché entre las mías.
—Esto —dije— es un milagro.
—Es cierto. —Hablaba muy bajo—. Debo de ser fuerte como un toro, Sterling. Porque no sólo he sobrevivido a la nueva peste, sino también a una inyección de un preparado llamado «catalepsia de Fu-Manchú» o «catalepsia F.», a secas.
—¿Está enterado de todo esto?
—Sí; sabía incluso que se hallaba usted aquí. Pero no perdamos tiempo…
Se detuvo, sin aliento, y reparé en lo débil que se encontraba.
—No se canse —supliqué, agarrándole por el hombro—. Sir Denis aguarda noticias.
—¡Nayland Smith! —Su rostro se iluminó—. ¿Está aquí?
—Sí, está esperando fuera.
Petrie apretó los dientes y cerró los ojos, vencido por la emoción.
—Tendrá usted que esperar un instante —dijo—. Tome ese cuaderno, encima de la mesa, Sterling, y un lápiz.
Hice lo que me pedía; toda objeción habría resultado inútil.
—Ayúdeme a incorporarme —continuó—. No sé si podré escribir, pero he de hacerlo, por si… me ocurriese algo.
—¿Por qué, Petrie? ¿De qué sirve todo esto?
Sacudió la cabeza y empezó a escribir muy despacio. Inclinado sobre su hombro, vi que estaba transcribiendo una fórmula.
¡Al fin lo entendí!
—¿El «seiscientos cincuenta y cuatro»?
Asintió y continuó escribiendo. Luego se detuvo por un breve instante.
—Esto deberá difundirse por todo el mundo —murmuró con dificultad—, sin demora.
Echó una mirada a lo que acababa de escribir y, con una inclinación de cabeza, me pidió que le ayudara a recostarse en las almohadas.
Lo obedecí, luego arranqué la hoja del cuaderno, la doblé y la guardé el bolsillo de mi guardapolvo.
—¡Y ahora, corra! —susurró—. Corra para salvar su vida mientras esté todavía a tiempo. Todo depende de usted.
Me di la vuelta, dispuesto a abandonar la habitación cuando, sin la ayuda de nadie, se incorporó de nuevo en la cama, contemplando fijamente la puerta abierta.
—¡Alan! —oí llamar en voz baja.
Me volví justo a tiempo para ver la cabeza de Fleurette que se retiraba a toda prisa. ¡Alguien se acercaba!
—¡Sterling! ¡Sterling! —Petrie me aferró el hombro, con la mirada azorada—. ¿Quién estaba en la puerta?
—Una amiga… no se asuste… Fleurette.
—¿Fleurette? ¡Dios mío! ¿Estaré volviéndome loco?
Lo ayudé a recostarse. Su comportamiento era alarmante.
—¿Quién es? —preguntó.
—Una víctima del doctor Fu-Manchú, pero la sacaremos de aquí.
—¡Cielo santo! —Cerró los ojos—. ¿Será verdad? ¿Cómo es posible? No pierda tiempo, Sterling, márchese… ¡Deprisa!
Sabía perfectamente que no había alternativa; apreté con fuerza su mano y abandoné la habitación.
Fleurette me esperaba detrás de la puerta, que cerró otra vez en cuanto salí.
—¡Alguien viene! —dijo en voz baja—. Creo que es el compañero Yamamata. ¡Rápido! ¡Por aquí!
Me guió a través de un corto pasillo que desembocaba en el rellano de la escalera.
—No hagas ruido —advirtió.
Recorrimos el pasillo, mi brazo rodeando su cintura.
—¿Quién es el doctor Petrie? —musitó—. Me miraba como si me conociera; pero es la primera vez que lo veo.
—Es uno de mis más entrañables amigos —contesté— y, por desgracia, no he tenido tiempo de preguntárselo. Sin embargo, he notado cómo te miraba. ¡Sí! Pensó que te conocía…
Me preguntaba cuál sería el secreto que el doctor Petrie y sir Denis compartían y que yo ignoraba…
¡Los dos habían reconocido a Fleurette!
Doblamos una esquina, y vi que nos encontrábamos justo debajo de la lamparita verde.
—Sigue recto —indicó Fleurette—. Encontrarás la puerta que da a la terraza.
En aquel momento, me percaté de que nos habíamos detenido ante la puerta de su dormitorio.
—¡Amor mío, al fin! —exclamó—. ¡Ven! ¡Apresúrate! ¡No hay un momento que perder!
Pasó delante de mí y abrió la puerta de la habitación. Me quedé mirándola con asombro, y la expresión de su rostro me dejó perplejo. Me tomó de la mano, me hizo pasar… y cerró la puerta tras de sí.
—Podrían vernos u oírnos en el pasillo —dijo—. Estamos más seguros aquí. Por favor, despídete de mí.
—¿Qué?
Me escrutó en la penumbra de ese cuarto que Nayland Smith llamaba el de la Bella Durmiente; sus ojos parecían dos violetas relucientes de gotas de rocío.
—¿Qué esperabas que hiciera? —preguntó en voz baja—. Nadie me había importado hasta ahora. ¿Supongo que soy culpable porque tú me importas? Pero aunque no me lo hayas dicho, sé lo que opinas del doctor Fu-Manchú… y de todos nosotros. Perteneces a ese pobre mundo ignorante. No eres en realidad uno de nosotros. Eres un espía.
Intenté estrecharla entre mis brazos pero me apartó.
—¡Fleurette! ¡Esto es una locura!
—El mundo está loco… Alan. —Vaciló por un instante antes de pronunciar mi nombre, y un arco iris se abrió en mi horizonte ensombrecido—. Pero perteneces a él y debes volver. No me gustaría pensar que me crees capaz de abandonar a quienes nunca me han negado nada desde que tengo uso de razón. No, querido, ¡nadaré o me hundiré con ellos! Estoy traicionándolos en este momento al dejarte marchar. Sin embargo, en cuanto estés a salvo, los alertaré.
—¡Fleurette!
—Si pudiera quererte sin hacerles daño, lo haría, pero eso es imposible. —Apoyó sus manos en mis hombros—. Por favor, dime adiós. Debes apresurarte…
La abracé y, mientras nuestros labios se unían, sabía que estaba tomando la decisión más trascendental de mi vida.
Las ideas de una muchacha, por muy descabelladas que parezcan, son muy difíciles de cambiar, y sin duda Fleurette poseía una buena dosis de fatalismo en la sangre. Sin embargo, ¿cómo iba a dejarla allí y marcharme?
Mi corazón golpeaba mis costillas como un martillo de fragua. Anhelaba agarrarla, llevarla conmigo, arrancarla para siempre de aquella maldita casa. Su expresión se tornó suplicante.
—Si me obligas a marchar —dije— volveré por ti, te seguiré, si hace falta, por todo el mundo.
—No servirá de nada. Nunca podré ser tuya. Le pertenezco a él.
Maldije el nombre de Fu-Manchú y todas sus artimañas. Sabía muy bien que era el diablo en persona, un ser monstruoso, un demonio inhumano, y la veneración que le profesaba aquella preciosa niña —porque era casi una niña— era algo que ansiaba destruir.
No obstante, pese a esta pasión que me abrasaba, me quedaba todavía bastante sentido común para comprender que ese no era el momento oportuno; que intentarlo entonces habría resultado totalmente vano.
La retuve contra mí con violencia y le besé los ojos, el cabello, el cuello, los hombros. Me encontraba al borde de la histeria.
—No puedo abandonarte aquí —dije desesperado—; no lo haré, no me atrevo…
Una especie de vibración sorda empezó a percibirse. Pensé de momento que era fruto de mi imaginación y de mi estado de exaltación. Pero Fleurette se en mis brazos.
—¡Dios mío! —murmuró—, ¡deprisa, deprisa! ¡Nos han descubierto! ¡Escucha!
La fiebre que me agitaba se convirtió de repente en un sudor frío.
—¡Están cerrando las puertas de las secciones! Deprisa, sálvate… ¡y sálvame a mí!
Salvarme era imposible. Pero ¿salvarla a ella? ¡Sí! Si me encontraban allí…
Se precipitó hacia el botón de control.
La puerta no se abrió.
Lo pulsó con todas sus fuerzas, la espalda apoyada contra la puerta, los brazos extendidos y una expresión de terror en los ojos que habría deseado que no tuviera nunca.
—Todas las puertas deben de estar cerradas —murmuró—. ¡Es imposible salir de aquí!
—¡Fleurette…! —empecé.
—¡Es inútil! ¡No hay esperanza!
—¿Y si me encuentran aquí?
—Es inevitable.
—Podría esconderme.
—Nadie puede esconderse de él. Me obligarla a confesar.
Sus labios temblaban de miedo, y dejé escapar un gruñido de impotencia, consciente de que nada podía hacer para tranquilizarla. Yo, sólo yo, era el culpable del desastre que se avecinaba.
Mientras tanto, la vibración de las puertas que se abatían no cesaba, acompañaba por aquella nota sorda de gong que había aprendido a temer.
—¡Debemos hacer algo!
—No hay nada que hacer.
De pronto, el silencio volvió.
Las puertas de las secciones se habían cerrado.
Reapareció la calma, y fue como si volviera a la vida. Mi bolsillo contenía la fórmula capaz de salvar al mundo. ¡Y ya no servía para nada! Afuera, en la terraza, aguardando con impaciencia, estaba sir Denis, la libertad, ¡la cordura!
Y allí estaba yo, tan desamparado como un ratón apresado en la trampa, esperando… ¿qué?
Mi corazón, que había estado latiendo tan deprisa parecía ahora detenerse, helarse; mi mente se rebelaba con todas sus fuerzas.
¿Qué suerte correría Fleurette si el doctor Fu-Manchú me encontraba allí, en su habitación?