33. OBEDEZCO

El silencio que nos invadió en aquel momento vuelve a mi memoria con mucha frecuencia. Pensé que adivinaba los pensamientos de Nayland Smith, quizá porque estaba pensando lo mismo.

—Es mucho pedir, Sterling —dijo por fin—. Llevo en el bolsillo un buen silbato, de esos que suele utilizar la policía, y hay un bote que nos espera. Pero le comenté hace un momento que se me había ocurrido algo.

Al recordar lo que sir Denis había sido capaz de hacer esa noche y cómo había penetrado solo en la guarida secreta del doctor Fu-Manchú, no demoré por más tiempo mi decisión y, cuando él habló, me alegré de haberlo hecho. ¡Habíamos tenido la misma idea!

—¿Cómo funciona? —preguntó de improviso—. ¿Dijo usted, me parece, que es un anillo?

Hice resbalar el anillo de mi dedo y se lo tendí. Comprendí enseguida cuál era su plan y qué lugar ocupaba yo en él. Me sentía orgulloso del papel que me había adjudicado, aunque dudaba seriamente que viviera para contarlo.

Se levantó, y su silueta se destacó sobre el horizonte; lo vi pellizcarse el lóbulo de la oreja.

—No tengo derecho a solicitarle lo que estoy a punto de pedirle, Sterling… —empezó.

—Ya he tomado mi decisión —interrumpí—. Me siento capaz de todo. Esto es una lucha a muerte, y el que manda en este caso es usted, sir Denis. Estoy a sus órdenes.

Asintió con un leve gesto.

—A menos que esté muy equivocado, Sterling, Petrie se encuentra allí arriba, en esa casa muerto o vivo: eso es lo que ignoro. Pero quiero saberlo antes de dar el siguiente paso.

Con el semblante adusto, lo vi ceñirse el anillo al dedo.

—Retrocederé hasta la puerta —dijo—. Desde allí, los hombres podrán oírme pitar. Fíjese bien en la esfera, la que le enseñó Herman Trenck. Lo que me fastidia es que no conozca usted el morse.

—Llevo el alfabeto en el bolsillo.

—No es nada fácil trabajar con un manual —espetó—. Mi idea es la siguiente; si no sospechan nada, marque simplemente su número. ¿Cuál es?

—El ciento tres —contesté—. Está grabado en el anillo.

—Si no he recibido su mensaje dentro de diez minutos, irrumpiré en la casa: está rodeada.

—Está claro, sir Denis.

—Si me da la señal de que todo está en orden, esperaré su mensaje en morse, pero no tarde más de media hora. Procure averiguar si Petrie se encuentra allí y si está vivo o muerto. Una nota única y prolongada significará que lo ha encontrado muerto; dos notas breves, que está vivo.

Mientras hablaba, me empujaba hacia delante, en dirección al sendero, agarrándome por el brazo y comunicándome su desbordante vitalidad.

—Quizá surjan problemas cuando descubran que ya no llevo el anillo —aventuré.

—Se me ocurrió también —respondió—. ¿Qué opina? Conoce la casa mejor que yo. ¿Dónde podría haberlo perdido? ¿Dónde resultaría difícil encontrarlo?

—Entre las plantas acuáticas —contesté bruscamente—. Algunas crecen en aguas muy profundas.

—¡Estupendo! —exclamó—. De acuerdo con las plantas acuáticas. Durante la próxima media hora, haga todo lo posible para encontrar al viejo Petrie; y luego, corra a avisarme. Estaré esperándolo…

Anduvimos en silencio, abriéndonos paso a través de aquel sendero peligroso. Y una vez más, sin proponérmelo, temí oír resonar esa extraña llamada, pero no sucedió.

Subimos por aquellas interminables escaleras de piedra hasta que, por fin, alcanzamos la terraza. Una luz tenue brillaba sobre el embaldosado. La puerta estaba abierta.

—La dejé así —explicó Nayland Smith en voz baja—. Esperaré aquí. Envíeme la señal tan pronto como se sienta a salvo. —Me estrechó la mano con fuerza—. ¡Suerte! Dentro de media hora…

Al atravesar el umbral y pensar que volvía a penetrar en casa del doctor Fu-Manchú, me embargó un malestar que, espero, me será perdonado.

Esta desagradable sensación desapareció enseguida, debido, supongo, a un sentimiento de vergüenza por mi actitud y de admiración por lo que Nayland Smith había sido capaz de hacer aquella noche.

Pasé al interior y eché un vistazo a ambos lados. La lámpara verde seguía brillando al final del largo corredor. Recordé que Fleurette dormía muy cerca de allí y me quedé contemplando su puerta por un instante. Luego miré las escaleras y me detuve para escuchar.

No había nadie a la vista ni se oía el más leve ruido. Apreté dos veces el botón de control, y la puerta se cerró de nuevo. Luego empecé a bajar.

Alcancé el pie de las escaleras y apoyé la mano sobre el panel detrás del cual, lo sabía, estaba disimulada la puerta. Se abrió en el acto y, bañado en aquella lúgubre luz violeta, el gran laboratorio apareció ante mis ojos.

Estaba vacío.

Di un paso adelante y la puerta se cerró detrás de mí. Atravesando el suelo recubierto de goma, me dirigí hacia el estudio del doctor Fu-Manchú.

Era el momento crucial.

No dudaba de que fuera él quien, al despertarse, había llamado. Perdí la noción del tiempo mientras permanecía allí, ante esa pared ciega, reprochándome mi cobardía y aguijando mi valentía desfalleciente.

Me decidí por fin a dar el paso…, y la puerta se abrió.

Continuaba sentado allí, como la momia de Seti I, erguido en su trono. Los efectos del opio aún no se habían disipado. Las puertas del invernadero estaban todavía abiertas, y el humo de la pipa se mezclaba con el olor de la selva. Agarrado al hombro amarillo, el tití no se movió mientras yo cruzaba de puntillas la alfombra.

Hasta ahora, todo iba bien.

Cerré la primera puerta y, tras franquear a toda prisa la segunda, la cerré a su vez. No me atreví a detenerme para regular la temperatura. Me interné en el invernadero, agachándome para evitar algunas ramas dobladas bajo el peso de las flores. Al llegar a la siguiente puerta, me detuve para escuchar.

Nadie me había seguido.

Recobré la calma y gradué la temperatura de los diversos indicadores que encontré en mi camino hasta que, por fin tras abrir la última puerta, penetré en el laboratorio de botánica desde donde había partido hacia una memorable aventura…

Me quedé clavado en el umbral.

¡Fleurette estaba allí y me observaba!