No encontré señal alguna de un control en el primer hueco que exploré. Sin embargo, la pared estaba dividida en paneles o secciones enmarcados con unas barras estrechas de un metal blanquecino, y sabía por experiencia que cualquiera de ellos podía ser una puerta oculta.
Empecé a buscar a tientas sin muchas esperanzas, tal como había hecho en mi habitación, intentando encontrar la salida secreta por la cual Fleurette y más tarde Fah Lo Suee habían desaparecido.
Me pareció oír un leve ruido en esa sala enorme y silenciosa que me hizo volverme con brusquedad.
Al darme la vuelta, con las manos apoyadas en el panel de cristal, no noté cosa alguna que justificara el ruido que había oído o había imaginado oír… pero en cambio, ¡sentí que la superficie lisa bajo mi mano se deslizaba hacia la derecha!
Me volví hacia la pared y distinguí una escalera sin alfombrar que terminaba en un rellano alumbrado por un farolillo de seda.
Perplejo, miré alternativamente la escalera y el laboratorio detrás de mí. Aquella conducía hacia arriba, y mi camino tenía que llevarme hacia abajo, hacia el mar; por otra parte, y esto me parecía importante, debía conocer el secreto de esas puertas. Quizás hubiese otras muchas cosas que descubrir allí. Decidí probar.
La puerta se había deslizado hacia la derecha. Recordé que había apoyado mi mano a unos tres pies del suelo. Apreté en vano a la derecha; lo intenté luego a la izquierda. La puerta permaneció abierta. Desconcertado, me aparté ¡y la puerta se cerró de manera rápida y silenciosa!
El principio no me pareció muy claro, pero había encontrado el método.
La abrí de nuevo y avancé hacia el pie de la escalera.
¿Cómo iba cerrarla ahora?
No tenía la menor idea. Empecé a subir las escaleras y, al pisar el primer escalón, ¡la puerta se cerró detrás de mí!
Ascendí sin hacer ruido, con mis zapatillas de goma, alcancé el rellano y eché una ojeada en torno a mí, indeciso.
Un pasillo corto y oscuro se abría a mi derecha y otro, más largo, a la izquierda; al final de aquel brillaba una luz verde. No se oía nada. Decidí explorar primero el pasillo más corto. Empecé a recorrerlo de puntillas; me detuve de golpe y permanecí inmóvil.
Habían abierto la puerta, al pie de la escalera, y alguien había entrado.
¡Me seguían!
Atravesé un momento de pánico. Quizás el doctor Fu-Manchú sólo había fingido estar amodorrado por el opio. Tal vez había estado espiándome durante todo este tiempo y ahora era él quien seguía mis pasos.
Me adentré a toda prisa en el angosto pasillo, pero no descubrí puerta alguna.
Las paredes estaban revestidas con paneles de madera y empecé a buscar con desesperación un botón de control. Lo encontré de pronto, lo pulsé y la puerta se abrió.
Mis pulmones se llenaron súbitamente con el aire penetrante de la noche y pude contemplar las estrellas. Me encontraba en una terraza embaldosada cercada por un largo parapeto. A mis pies se abría un desfiladero cubierto de vegetación. Al fondo, estaban el mar y, lo presentía, la playa de Sainte Claire.
Unos escalones bajaban a la izquierda. Ni siquiera intenté volver a cerrar la puerta y me precipité escaleras abajo.
El muro estaba recubierto de plantas rocosas, de helechos, de cactos. La luz de la luna proyectaba un ángulo de sombra sobre los escalones. Después de una curva, me encontré sumido en la más profunda oscuridad. Seguí bajando a tientas.
En el tercer escalón, me detuve y escuché.
¡Alguien había salido a la terraza y me seguía!
Tenía todavía que encontrar el camino hacia el mar; pero ahora que había conseguido huir de la casa del doctor Fu-Manchú y recobrado la libertad, el que intentaba seguirme era hombre muerto. Y si no me abatía antes por la espalda, entablaríamos una lucha encarnizada en algún lugar entre esas escaleras y la playa.
El ambiente enrarecido de aquel extraño lugar había hecho mella en mi estado de ánimo. Sin embargo, en ese momento, bajo las estrellas, libre, libre de aquella horrible pesadilla, mi odio implacable hacia el médico chino, su obra y sus criaturas renacía con más fuerza.
¡Fleurette!
Las intrigas urdidas por Fah Lo Suee nunca la salvarían. Sólo tenía una esperanza, y Fleurette formaba parte de ella, aunque no hubiésemos intercambiado una sola palabra de amor.
Debía encontrar a Nayland Smith, rodear ese nido de escorpiones y poner fin al peligro que se cernía sobre la paz del mundo.
Recobré el valor: me sentía capaz de enfrentarme incluso con el doctor Fu-Manchú.
Mientras tanto, bajaba a tientas por esas escaleras oscuras. Llegué a otra curva. Hasta ese momento, no había hecho el menor ruido. Permanecí quieto, a la expectativa: distinguía con claridad unos pasos que me seguían.
Era increíble, incomprensible.
Quienquiera que fuese, el médico chino o uno de sus hombres, ¿por qué no me había atacado ya, por qué esa persecución silenciosa? Probablemente me habían tendido una trampa. Uno de esos hombres me esperaba abajo de las escaleras y otro me seguía para cortarme el paso.
Algún obstáculo infranqueable se encontraba entre la playa y yo. ¡Quizá fuese —y la idea me heló la sangre— el mismo tipo de obstáculo con el que había topado ya una vez, en la sala de transmisiones!
En ese caso, estaría atrapado.
Me detuve y me encaramé al muro contiguo a la escalera. Estaba cubierto de una profusión de plantas trepadoras cuya naturaleza era incapaz de precisar en la oscuridad. Las aparté y, estirando el cuello, me asomé hacia abajo.
Divisé de manera difusa una pendiente escarpada de unos treinta metros o un poco más. Las escaleras habían sido construidas alrededor de la pared del desfiladero. Sin cuerdas, no existía otro medio de alcanzar la playa.
Esto precipitó mi decisión.
Unos peligros desconocidos me acechaban sin duda más abajo, pero un enemigo concreto me perseguía. Mientras permanecía allí escuchando lo oía bajar con cautela, escalón tras escalón.
Obraba con mucha prudencia y, sin embargo, en el silencio de la noche, captaba perfectamente todos sus movimientos. Ante todo, debía encararme con él. Tenía, además, que actuar con mucha rapidez. Aquella persecución silenciosa estaba acabando con mis nervios.
Me imaginé al doctor Fu-Manchú, blandiendo algún instrumento mortífero, acechándome a mí, al hombre que había osado burlarse de él, felino, cruel, esperando el menor de mis movimientos para saltar.
Miré alrededor: mis ojos se acostumbraban poco a poco a la penumbra. Pensé en la mejor manera de atacar a mi perseguidor.
Y mientras reanudaba mi camino en la oscuridad, escaleras abajo, se me ocurrió un posible plan. El siguiente tramo de escaleras, que terminaba en una curva cerrada, estaba escasamente iluminado por los rayos de la luna. Una franja oscura cubría los tres primeros escalones.
Trepé en silencio al parapeto, hiriéndome con unos cactos espinosos que crecían allí. Alcancé por fin la posición adecuada, agazapado en la oscuridad.
Con la ventaja de ese puesto privilegiado, me propuse esperar hasta que mi enemigo apareciese por la curva para entonces saltarle encima y precipitarlo escaleras abajo, intentando romperle el cuello y preservar el mío…
Estaba a punto de abalanzarme cuando lo oí llegar al último escalón del tramo oscuro de la escalera.
Se detuvo durante un rato. Oía con claridad su respiración. Apreté los puños y me dispuse a saltar… Dio un paso adelante.
Por un instante, vi su silueta recortada contra la luz.
—¡Dios mío! —grité—. ¡Es usted!
¡Era Nayland Smith!