21. EL HOMBRE SIN PELO

Subimos por unas largas escaleras revestidas de goma como todos los lugares que habíamos visitado hasta el momento, salvo el extraño estudio impregnado por el olor a opio.

—No creo que el laboratorio de investigaciones fisiológicas le interese —dijo el doctor Fu-Manchú—. Es poco importante a pesar de que el compañero Yamamata, que se ocupa de él en ese momento, lleva a cabo unos experimentos muy valiosos sobre génesis sintética.

Penetramos en un largo corredor iluminado; a ambos lados, había una larga hilera de sencillas puertas pintadas de blanco, con un número, como las de un hotel. Eran perfectamente lisas y no presentaban picaporte ni cerrojo.

—Algunos miembros de nuestro equipo residen aquí —explicó mi guía.

Presionó un botón en la pared junto a una puerta que llevaba el número once, y esta se deslizó sin ruido, descubriendo una sala de estar de una gran pulcritud que daba a varias habitaciones.

—De momento… —continuó la voz gutural.

Se interrumpió bruscamente.

Se oyó resonar una extraña nota como un gong, una vibración del aire más que un verdadero sonido. Pero el doctor Fu-Manchú se detuvo, y sus extraordinarios ojos se volvieron hacia el lado izquierdo del largo corredor.

—¡Deprisa! —me espetó—, ¡entre! Y cierre la puerta; hay un interruptor en la pared. Con un toque, se cierra, con dos, se abre. Permanezca allí hasta que le avisen, si le interesa seguir vivo.

Obedecí su orden sin rechistar. Uno de los secretos del poder que irradiaba ese hombre singular consistía en que no dudaba jamás de su propia autoridad ni de la obediencia inmediata de quien recibía sus órdenes, que desprendían una fuerza extraordinaria.

Sin volver a mirarme, se alejó deprisa por el pasillo con un andar felino. Después de esa retirada precipitada, una parte de mi ser empezó a rebelarse contra la pérdida total de mi identidad. Me quedé dudando en el umbral de la pequeña habitación mientras se alejaba. Y cuando la alta silueta desapareció definitivamente por un recodo del pasillo, sin una sola mirada hacia atrás, tuve la impresión de recobrar poco a poco el juicio.

¡Esto no era el delirio ni la muerte! Era un espejismo. Aquel lugar era real —el largo corredor con sus puertas blancas—, pero lo demás era producto de la hipnosis; una artimaña cuyo fin no entendía, ¡concebida por un maestro de ese arte peligroso!

La mujer llamada Fah Lo Suee era su cómplice, sir Denis lo había reconocido, además de su hija y su discípulo.

Aquellos muertos vivientes no eran más que unos fantasmas que su mente tenía el poder de hacer aparecer y que exhibía ante mis ojos como un ilusionista expone lo que no parece posible. ¡Esas espaciosas incubadoras, el enorme laboratorio, aquellos horribles insectos en sus jaulas de cristal! Quizás era el método que empleaba para anular mi personalidad y luego utilizarme.

¡Muy bien! No lo había conseguido todavía. ¡Aún era capaz de luchar!

La extraña vibración parecida al sonido sordo de un gong no cesaba.

¿Qué significaba? ¿Cuál podía ser la razón de ese cambio brusco en la actitud del doctor Fu-Manchú y de su marcha apresurada? «Cierre la puerta… y permanezca allí hasta que le avisen, si le interesa seguir vivo.»

Estas habían sido sus palabras y las había pronunciado con aparente sinceridad. En aquel momento reparé en una cosa extraña. Al pie de las escaleras por las que acabábamos de subir, vi bajar una puerta lentamente desde el techo. Notaba la leve vibración de su mecanismo de control.

Eché un vistazo a mi izquierda, a través del corredor.

¡Otra puerta igual descendía despacio en el recodo del pasillo!

Parecían unas pasarelas, o algo semejante, como las que se emplean en los barcos a punto de zarpar. ¿Era este el motivo de la continua vibración que empezaba a atacar mis nervios? ¿Qué había ocurrido? ¿Un incendio, tal vez? Si así fuera, quedaría atrapado entre esas dos puertas, ya que no conocía ninguna otra salida. Reflexionando un poco, llegué a la conclusión que aquel dispositivo difícilmente podía haber sido ideado para un caso de incendio. ¿Qué pretendían, pues, con eso, y cuál podía ser el motivo del temor que había invadido de súbito al doctor Fu-Manchú?

La respuesta llegó al mismo tiempo que la pregunta asaltaba mi mente. ¡Precedido por un rugido profundo, una cosa ni animal ni hombre, un ser gigantesco, desnudo, deforme y que parecía una estatua animada de Epstein, apareció súbitamente al final del pasillo!

Tenía una cabeza enorme sobre enormes hombros. Su cabeza era calva y el rostro, el tronco y los miembros se deslizaban con un movimiento viscoso como la piel de un gusano. Los brazos formaban también dos bultos descomunales, pero vi que las manos eran informes, los dedos palmeados y los pulgares casi inexistentes.

Las piernas no guardaban proporción alguna con ese tronco potente: ofrecían el aspecto de unos muñones terminados en pies de un repugnante color rosa, unos pies mucho más pequeños que esas manos grandes, pero también palmeados. En medio de aquella espantosa cara desnuda y pegajosa, dos ojos diminutos, a ambos lados de una nariz aplastada con los orificios dilatados, me contemplaban con una mirada de ira asesina.

Profiriendo un grito digno de un búfalo herido, el monstruo se abalanzó sobre mí…