20. CRIATURAS DE PESADILLA

Entré en un largo corredor mal iluminado.

Me hallaba en tal estado de confusión mental que no habría sido capaz de expresar con palabras mis pensamientos. Sumergido de golpe en un mundo irreal, quimérico, había topado con ese extraño monstruo de cuya existencia había seriamente dudado, el doctor Fu-Manchú. Me había visto vencido por un misterioso artefacto eléctrico. Había contemplado verdaderas monstruosidades botánicas que desafiaban el sano juicio… ¡y había estrechado la mano de un muerto!

Ahora iba en pos de ese guía alto, vestido de amarillo.

—La sala de transmisiones —dijo—, en la que se hallaba hace poco, está bajo el control del compañero Henrick Ericksen.

Ya era demasiado; esto me hizo salir del estado de apatía en el que me encontraba sumido.

—¡Ericksen! —exclamé—, ¿el inventor del rayo de Ericksen? Murió durante la guerra mundial o poco después.

—El cerebro más brillante de toda Europa en el campo de lo que suele llamarse, en líneas generales, radiofonía. Van Rembold, el ingeniero de minas se encuentra también con nosotros. «Murió», como usted dice, algunos meses antes que Ericksen. Sus investigaciones en las minas de radio de Ho Nan son de gran interés.

Abrió otra puerta, y penetré en la penumbra de un cuarto repleto de jaulas de cristal, apoyadas contra la pared e iluminadas desde el interior.

—Mis mosquitos y otros insectos voladores —señaló el doctor Fu-Manchú—. Soy el primer investigador que ha logrado producir verdaderos híbridos. Este tema quizá no le interese mucho, señor Sterling, pero uno o dos de mis ejemplares poseen características dignas de llamar la atención de un profano.

Sí; estaba delirando. Reconocía ahora el vínculo que une el sueño más descabellado a algún hecho ocurrido, que creemos olvidado y que permanece, sin embargo, agazapado en algún oscuro rincón de lo que llamamos el inconsciente.

La horrible mosca que había invadido el laboratorio de Petrie, ¡ese era el vínculo!

Me comportaba ahora como un hombre que está soñando y que sabe que, tarde o temprano, acabará por despertar.

—Mi colección más importante —prosiguió la voz gutural— se halla en otro lugar. Aquí, no obstante, se encuentran algunos ejemplares fascinantes.

Se detuvo ante la vitrina de una pequeña jaula y, apoyando su larga mano amarilla en el cristal, le dio unos golpecitos con unas uñas como garras.

Dos avispas gigantescas, de unos tres centímetros de largo, con las alas extendidas, empezaron a revolotear, chocando con un zumbido furioso contra la pared de cristal. En una esquina de la jaula, observé un vasto nido hecho con un material parecido al barro.

—Un híbrido interesante —comentó mi guía—, que posee las características de la mosca, como podría observarlo un experto, pero con toda la agresividad de la avispa y un aguijón anormalmente desarrollado. Es un experimento llamativo pero de escasa utilidad.

Reanudó la visita. Pensé que lo que se hallaba ante mis ojos en ese momento sólo podía ser el producto de una fiebre altísima y dejé de creer en su realidad.

—He mejorado mucho el moscardón —continuó el doctor Fu-Manchú—. Cierta variedad sudanesa ha resultado ser la más adecuada para este experimento.

Se detuvo ante otra jaula, con el suelo cubierto de una espesa capa de arena, y vi unos insectos voladores que parecían pulgas, pero que tenían el tamaño de las moscas comunes…

—Quizá le interesen las arañas…

Anduvo unos pasos. Cerré los ojos, invadido por una repentina sensación de náusea.

El sueño, como ocurría con frecuencia, empezaba a convertirse en una pesadilla. Una araña negra, del tamaño de un pomelo, con las patas como púas, de al menos sesenta centímetros de largo, estaba posada en medio de un montón de desperdicios en avanzado estado de putrefacción, entre los cuales vi varios huesecitos, y nos miraba con unos ojos que brillaban como diamantes en medio de la penumbra.

Se acercó un poco al vernos llegar. No cabía duda, nos observaba; ¡estaba dotada de inteligencia!

Nunca había imaginado monstruosidad alguna capaz de igualar a ese horrendo y asqueroso insecto, esa subversión de las leyes naturales.

—Esa criatura —explicó el doctor Fu-Manchú— posee un cerebro desarrollado. Es capaz de elaborar un razonamiento elemental. Con respecto a esto, estoy realizando en la actualidad toda una serie de experimentos. He descubierto que algunos tipos de hormigas responden también a ciertas incitaciones. Sin embargo el asunto está todavía muy en sus principios y temo estar aburriéndole. Echaremos sólo un vistazo a las bacterias, y supongo que querrá conocer a nuestro compañero Franck Narcomb, responsable de este departamento.

No reaccioné ni demostré el menor asombro.

¡Sir Franck Narcomb, durante cierto tiempo uno de los médicos de la realeza inglesa y considerado entre los mejores bacteriólogos de toda Europa, había sido amigo de mi padre!

¡Me encontraba en Edimburgo cuando había fallecido y había asistido a sus funerales en Londres!

Al acercarse mi guía, una puerta disimulada entre dos jaulas se deslizó suavemente. En una de las jaulas distinguí un hormiguero habitado por unos insectos negros y brillantes y, en la otra, un montón de ciempiés de color rojizo que reptaban sobre las hojas de un cacto que crecía en medio de la jaula. En un laboratorio pequeño, aunque perfectamente equipado, un hombre, vestido con una larga bata blanca, observaba con una mirada crítica el contenido de un tubo de ensayo, a la luz de una lámpara. Estaba casi calvo y la superficie de su cráneo ofrecía un extraño aspecto apergaminado.

No obstante, cuando, al oírnos entrar, repuso el tubo de ensayo en su soporte y se volvió, reconocí enseguida al viejo amigo de mi padre, mucho más viejo y con su rostro enjuto marcado por el sufrimiento, pero no podía dudarlo, ¡era sir Franck Narcomb en persona!

—¡Ah, doctor! —exclamó.

Vi aparecer una expresión de veneración en los ojos cansados de ese hombre que nadie, mientras vivía, había sido capaz de superar en ese campo del cual era el maestro indiscutible.

—No lo comprendo —dijo—, Rusia persiste en permanecer inmune.

—¡Rusia!

Nunca había oído pronunciar la palabra en el tono en que acababa de hacerlo el doctor Fu-Manchú. Esas sílabas siseantes destilaban veneno.

—¡Rusia! Es absurdo que sobrevivan los esclavos hambrientos de Stalin mientras que unos hombres robustos sucumben. ¡Rusia!

Al repetir la palabra por tercera vez, una especie de furor demente pareció apoderarse de él. Por un breve instante contemplé a mi compañero de pesadilla como a un maniaco delirante. El loco apareció bajo el hábito del sabio y se mostró en toda su horrible y desnuda realidad.

Se calmó de golpe y apoyó una mano larga y amarilla sobre el hombro de sir Franck Narcomb.

—Su tarea es la más ardua de todas, compañero —afirmó—. Soy consciente de ello y estoy tomando las disposiciones necesarias para que reciba una ayuda más adecuada. —Me miró y percibí ese extraño velo que recubría por un momento sus ojos brillantes—. Le presento al señor Alan Sterling a quien, por lo que sé, usted ya conoce.

Sir Franck me observó con mucha atención. Lo recordaba con una hermosa y espesa cabellera blanca; había cambiado mucho, pero su rostro arrugado, iluminado por la inteligencia, seguía siendo el mismo. Al fin, pareció reconocerme.

—¡Alan! —dijo, alargando su mano—. Me alegro de verlo. ¿Cómo está Andrew Sterling?

Estreché maquinalmente la mano que me tendía.

—Mi padre estaba bien, sir Franck —contesté con una voz neutra—, la última vez que tuve noticias suyas.

—¡Estupendo! Me gustaría mucho que estuviera con nosotros.

No se me ocurrió ninguna respuesta.

—¡Sígame! —ordenó la voz gutural.

Y, una vez más, lo seguí.