Cuando abrí los ojos, mi primera impresión fue que el dacoit me había matado, que estaba muerto, y que el más allá resultaba todavía más extraño e incoherente que en los sueños más descabellados del espiritualismo.
Me hallaba tendido en un sofá, con la cabeza apoyada en una almohada. Los cojines del sofá y la almohada eran de un color gris neutro. Vi que estaban hechos de una especie de goma blanda e hinchable. Sentía una gran molestia al tragar y, al llevarme la mano a la garganta, noté que estaba inflamada y dolorida.
Después de todo, quizá no había muerto; sin embargo, si estaba vivo, ¿dónde demonios me encontraba?
El sofá en el que yacía —¡advertí entonces que llevaba puesto un guardapolvo blanco y unas zapatillas con suela de goma!— estaba colocado en uno de los extremos de una enorme sala. Todo el suelo o, al menos, la parte que yo alcanzaba a ver, estaba recubierto de esa misma materia de color gris neutro que debía de ser goma. El techo y las paredes parecían hechas de un cristal opaco.
Cerca de mí había un aparato muy complicado, bastante similar, pensé, a una cámara de cine, montado en una plataforma móvil. Estaba provisto de varias lentes de gran tamaño y de unas lámparas diminutas, algunas de ellas encendidas, que sobresalían de vez en cuando de la superficie de aquella extraña máquina.
Un cuadro de mandos muy complejo completaba el conjunto. En lo alto, del techo de cristal colgaba la bombilla más grande que había visto en mi vida. Y, no obstante, a pesar de estar encendida, emitía sólo una luz tenue, de un color violáceo que contribuía de una manera muy escasa a la iluminación general de la sala.
Sobre una larga mesa de cristal (o una mesa compuesta del mismo material que el techo y las paredes) de la que solamente alcanzaba a ver la mitad, había la más peculiar colección de instrumentos y de aparatos que había contemplado o incluso imaginado jamás: unas enormes vasijas de cristal llenas de líquidos de diferentes colores, montones de tubos retorcidos, pequeñas llamas y un objeto parecido a una arpa egipcia, y cuyas cuerdas eran como rayos de luz que ondulaban y cambiaban sin cesar de color, emitiendo un crepitar continuo.
Cerré los ojos por un momento. Me dolía la cabeza, y mi boca reseca me obligaba a toser una y otra vez, produciéndome un gran dolor.
Abrí los ojos otra vez, pero aquella estancia de pesadilla seguía allí. Me incorporé y apoyé los pies en el suelo.
Estaba cubierto de una materia que, en efecto, no sólo ofrecía el aspecto, sino también el tacto de la goma. Aquella nueva postura me permitió ver otros muchos objetos. Encima de una estantería metálica pintada de blanco había una serie de recipientes que parecían tubos de ensayo. El más pequeño tenía quizá treinta centímetros de alto, y los demás iban escalonados como los cañones de un órgano, creando la impresión de algo visto a través de una lupa muy potente.
Cada tubo estaba medio lleno de un líquido espeso y, de un recipiente al otro, esta sustancia presentaba todos los matices, desde el rubí profundo al rosa más delicado.
Me puse de pie.
Entonces pude ver todo el conjunto de ese cuarto fabuloso.
Pensé que debía de ser una especie de laboratorio… y, sin embargo, ¡no contenía un solo instrumento, un solo sistema de luces que me resultara familiar!
Otros detalles de todo este equipo aparecían ahora ante mis ojos, y una vibración continua recorría el lugar. Una máquina potente estaba en marcha. La vibración, que más que oírse se notaba, y las crepitaciones de los rayos luminosos eran únicos sonidos que rompían el silencio.
Dudando todavía que estuviera vivo, me preguntaba quién me había librado de las garras del asesinato y a qué extraño lugar me había llevado.
No había rastro alguno de una presencia humana.
En ese momento advertí un detalle sin importancia, pero bastante extraño: el sofá de goma en el que me encontraba estaba colocado en una esquina. Y encima de la sustancia que recubría el suelo, habían trazado dos líneas negras que formaban un ángulo recto. Sus extremos llegaban hasta las paredes, dibujando un cuadrado perfecto en cuyo interior me hallaba.
Eché un vistazo a esa especie de caverna bañada en una luz violeta y observé que algunas piezas del aparato y varias mesas aparecían rodeadas por esas mismas líneas negras trazadas en el suelo.
No parecía haber puertas ni tampoco un timbre para llamar. Si no era un espejismo, ni tampoco la muerte, ¿qué lugar era ese y por qué me encontraba solo?
Decidí explorarlo.
Di un paso y me disponía a dar un segundo, cuando recuerdo haber soltado un grito profundo.
En el momento en que mi pie traspasó la raya negra dibujada en el suelo, ¡una sacudida recorrió mi cuerpo y paralizó mis músculos!
Caí de rodillas, mirando en torno a mí con el gesto acorralado de un animal cautivo en su jaula.
¿Qué significaba eso? ¡Que alguna barrera invisible me retenía prisionero!
La sacudida había producido un doble efecto: por una parte, me había atemorizado, lo confieso sin vacilar; pero por otra, mientras me levantaba de nuevo, me percaté de que había despertado otra vez en mí esa rabia fría y asesina que había dominado mi mente hasta el momento en que el dacoit había clavado sus dedos en mi garganta.
—¿Dónde demonios estoy? —grité—; ¿qué hago aquí?
Di un salto hacia delante… ¡y caí otra vez como si un adversario implacable me hubiera golpeado en el corazón!
Echado en el suelo de goma, permanecí allí por un momento, temblando, conmocionado, preso de un terror pavoroso. Estaba prisionero de lo invisible.
Y, no obstante, mirando todos aquellos objetos indefinibles que me rodeaban, sabía que, tras lo invisible, se ocultaba una inteligencia que lo controlaba todo. Si esto no era la muerte, había caído en una trampa.
Me levanté otra vez; estaba aturdido, pero había recobrado el dominio de mí mismo. Me senté en el sofá. Toqué el bolsillo de mi guardapolvo ¡y encontré mi paquete de cigarrillos! Había también una caja de cerillas de Mónaco (de las que casi nunca prenden). Encendí un cigarrillo. Mis manos estaban firmes otra vez. Una imagen fantasmal de la verdad —la respuesta irónica a las dudas que me habían asaltado hasta el momento— se agitó como un espectro ante mis ojos. Miré alrededor, hacia ese siniestro techo de cristal y hacia esos instrumentos y aparatos inimaginables que conferían al lugar el aspecto de una fábrica de marcianos, dedicada a experimentos de otros tiempos, de otro planeta. Di un respingo.
En medio de una de las paredes de cristal, se deslizó un panel. Entró un hombre. El panel se cerró tras él. Se quedó allí, mirando en dirección a mí.