Me quedé perplejo, dudando si el ademán había sido real o si lo había soñado.
Fleurette llevaba un ligero abrigo, por encima de un vestido de noche negro de una extrema sencillez. Su cabello resplandecía bajo las luces tenues como si echara chispas. Apartó en el acto su mirada de la mía. No me había equivocado.
En un principio me sentí profundamente humillado, pero pronto recobré el ánimo. Con toda seguridad, su mensaje significaba: «No me hable», pero había sido una advertencia, el reconocimiento de un secreto compartido y no un desaire.
No era, pues, tan inaccesible. Estaba vigilada, guardada por el recelo de su amo oriental.
Ya no había duda posible.
El hombre sentado de espaldas era el mismo que había vislumbrado en el coche conducido por el chófer negro. No parecía egipcio y, sin embargo, tenía que ser Mahdi Bey. Y Fleurette, con toda su deslumbrante belleza virginal, debía de ser su amante.
Evitó deliberadamente mirar de nuevo en mi dirección.
Su acompañante permanecía quieto: su inmovilidad era extraordinaria. En aquel momento, a través de las hojas de los arbustos plantados en unos cajones de madera, descubrí el Rolls, negro y plateado, aparcado frente al restaurante.
Alcé la mirada hacia el parapeto que bordeaba una curva muy cerrada en la carretera, justo sobre nosotros.
Allí había un hombre observando.
Desde donde yo estaba sentado, resultaba muy difícil formarse una idea exacta de su apariencia y, sin embargo, estaba seguro de que se trataba de un miembro de la tribu de los dacoits… ¡el mismo horrible rostro amarillo u otro semejante al que había aparecido en el jardín de Villa Jasmin!
En ese momento, mientras el camarero se acercaba para cambiar los platos, me encontré de nuevo sumergido en aquella pesadilla que apenas empezaba a olvidar. Me asaltó un presentimiento y me estremecí.
Si, como era muy probable, uno de los birmanos asesinos vigilaba el restaurante, ¿significaba ello que me había seguido hasta allí? Y en ese caso, ¿con qué fin? Ya no me interponía entre los enemigos de Petrie y sus objetivos, y sin embargo…
Había herido y seguramente matado a uno de ellos. Había oído hablar de las venganzas implacables y sangrientas de los indios; era muy posible que algo semejante ocurriera entre los dacoits de Birmania.
Eché una mirada furtiva de nuevo. Y allí estaba aquella silueta inmóvil, apoyada en el parapeto.
Su manera de vestir en nada lo distinguía de cualquier obrero monegasco y, sin embargo, yo estaba cada vez más convencido: se trataba de uno de los hombres al servicio del doctor Fu-Manchú.
Intenté recordar la carretera que acababa de recorrer. ¿Me había seguido algún coche? No me lo parecía. Pero, por otra parte, estaba distraído y había conducido maquinalmente. Había anochecido antes de que llegara a Mónaco. Si tenían la intención de atacarme, ¿por qué no lo habían hecho en la carretera?
El problema sobrepasaba mi entendimiento… pero allí estaba aquel hombre, acechando junto al parapeto.
En aquel preciso instante, cuando el sumiller se disponía a colocar ante mí una jarra de mi Pommard preferido, ocurrió algo, algo tan inquietante que permanecí inmóvil durante varios segundos, con la mano extendida para agarrar la jarra.
Junto a mi oído, fuera del espacio, fuera del tiempo, resonó de nuevo una nota alta, indescriptible; ese sonido que había intentado en otra ocasión definir como la llamada de una trompeta mágica…
La había oído una sola vez con anterioridad, en la playa de Sainte Claire de la Roche.
Poseía una extraña cualidad que me había turbado profundamente entonces y que volvía a turbarme en ese momento. Era misterioso y, no obstante, una cosa era segura: a menos que aquel sonido fuera un simple producto de mi imaginación o el resultado de algún defecto del oído interno —alguna secuela quizá de mi enfermedad—, no podía tratarse de una mera casualidad si, en las dos ocasiones, lo había percibido en presencia de Fleurette.
Mi mano soltó el cubierto y la miré.
Sus ojos observaban fijamente a su acompañante, sentado de espaldas a mí, con esa mirada soñadora y ausente que ya le conocía.
Sus delicados labios se movían y supuse, aunque no alcanzaba a oír las palabras, que estaría contestando a alguna pregunta que él le habría hecho.
Y mientras la miraba hablar, ese extraño sonido cesó tan de golpe como había empezado.
Vi a Fleurette desviar la mirada; su expresión se suavizó. Sin embargo sus ojos no volvieron a mirar en mi dirección. Alcé la vista otra vez, a través de las hojas de los arbustos, hacia el parapeto, al otro lado de la calle.
El birmano había desaparecido…