La tarde estaba ya muy avanzada cuando desperté.
Mi cuerpo, mi mente y mis nervios se habían visto duramente afectados; pero ahora, tras ese largo sueño, me sentía del todo restablecido.
En su cocina, la señora Dubonnet parecía muy triste. El teléfono había sido reparado durante la mañana, me dijo, pero todo era muy misterioso. Habían revuelto la casa de arriba abajo y faltaban muchas cosas. ¡Y el pobre y querido doctor…! Le habían comunicado, hacía sólo dos horas, que su estado no mejoraba.
Abrí los grifos de la bañera y me dirigí hacia el teléfono.
El doctor Brisson estaba en el hospital. En respuesta a mi pregunta angustiada, me hizo saber con una voz tensa y cansada que no había novedad que señalar. Sin embargo, no lograba disimular su preocupación.
Tuve el horrible presentimiento de que mi querido Petrie tenía las horas contadas. De sir Denis Nayland Smith no había noticias.
—Supongo que llegó bien —concluyó— y espero que haya logrado dar con el doctor Emil Krus.
—Estaré ahí dentro de una hora.
—Nada de eso, querido señor Sterling, se lo suplico. No haría más que complicar las cosas. No puede sernos de ninguna ayuda. Si quiere aceptar otro de mis consejos, le diré lo que debe hacer: tome el coche y váyase a cenar a alguna parte. Intente olvidar esa sombra que, por desgracia, no somos capaces de disipar. Diga a su ama de llaves adonde piensa ir, a fin de que podamos localizarle si hay noticias, buenas o malas.
—Es imposible —contesté—. Tengo el presentimiento de que debo quedarme.
Pero la voz cansada y tranquila, al otro lado de la línea, insistía. Un hombre llegaría para sustituir a la señora Dubonnet en la villa antes de la noche y, concluyó Brisson, «sería conveniente que cambiara usted de ambiente durante unas cuantas horas. El doctor Petrie le sugeriría lo mismo. No olvide que, de algún modo, es usted todavía su paciente».
Mientras tomaba un baño, medité sobre sus palabras. Sí, supuse que estaba en lo cierto. Petrie había insistido en que moderara mis esfuerzos, tanto mentales como físicos. Cenaría en Montecarlo, en medio del bullicio alegre de la capital más original del mundo.
Quería estar en plena forma para afrontar esa extraña batalla contra un ejército invisible. Se lo debía a Petrie; y se lo debía a Nayland Smith.
Pese a mis buenos propósitos, ya era tarde cuando abandoné la villa. El ordenanza del hospital había llegado; no tenía novedades que mencionar. En la opinión de sir Denis, me dijo, había muy pocas probabilidades de una nueva incursión en Villa Jasmin; el hombre, por otra parte, me advirtió que iba armado.
Parecía disfrutar mucho de ese cambio insólito en sus tareas habituales. Le dije que pensaba cenar en el restaurante Quinto. Me conocían en aquel lugar, y podría comunicarse fácilmente conmigo o, al menos, dejar un mensaje.
Apesadumbrado aunque feliz de escapar durante unas horas de esa casa donde Petrie había sido abatido por un enemigo oculto y despiadado, me puse en camino hacia Mónaco.
Mi vida se había visto invadida de repente por elementos nuevos y totalmente inesperados. Era conveniente alejarse durante un rato hasta un lugar ajeno para recapacitar y volver a situar los acontecimientos en su verdadera perspectiva.
La carretera me resultaba tristemente familiar. Petrie tenía la costumbre, dos o tres noches a la semana, de ir a Montecarlo para cenar y pasar luego una hora o más en el Casino. No era jugador, ni yo tampoco, pero sí un matemático excepcional y disfrutaba mucho ejercitando sus talentos contra la invulnerable banca.
Por mi parte, no lograba entender del todo el sistema que empleaba, pero reconozco que nunca habíamos perdido aunque, la verdad sea dicha, tampoco habíamos ganado.
Estas reflexiones melancólicas me acortaron el viaje. No presté mucha atención a la carretera hasta alcanzar la gran curva que domina Montecarlo. Ya era de noche, y la iluminación teatral, que caracteriza al lugar, hizo su aparición.
Paré el coche por unos instantes para contemplar ese espectáculo único en el mundo y que posee toda la magia de un decorado de teatro. El brillante color de los macizos de flores inundados de luz entre las palmeras; el verde esmeralda del césped escalonado que rodea la fachada del gran Casino.
Montecarlo ofrece un solo «panorama», pero de una belleza llamativa absolutamente inolvidable.
Bajé por la carretera de pronunciada pendiente que conduce a la ciudad y me detuve frente a la pequeña terraza de un sencillo restaurante. Las mesas, dispuestas bajo una marquesina, estaban ya, en su mayor parte, ocupadas.
Se trataba de Quinto, donde uno podía disfrutar de una cena magnífica y de una esmerada carta de vinos franceses sin arruinarse. El perfecto maître me acogió en la parte alta de las escaleras, dándome esa bienvenida cosmopolita que añade un sabor suplementario a una excelente comida. El auténtico restaurateur no es sólo un gourmet, sino además, un hombre de mundo.
Sí, quedaba una mesita en un rincón. Pero ¡si iba solo esta noche! ¿Estaba el doctor Petrie trabajando?
Sacudí la cabeza.
—Está muy enfermo —contesté con prudencia.
Hasta ese momento, las autoridades habían conseguido ocultar la verdad acerca de esa terrible epidemia tan cercana a los lugares de ocio. Debía guardar silencio, ya que una sola palabra indiscreta podía dar al traste con esos planes celosamente guardados.
—¿Es grave? —preguntó con el semblante apenado: todo el mundo quería a Petrie.
—Un fuerte catarro. Los médicos temen una pulmonía.
Quinto alzó los brazos en un ademán elocuente, muy típico de la gente de Midi.
—¡Esas malditas noches heladas! —exclamó—. ¡Acabarán por arruinarnos! La mayoría de la gente olvida que las noches de la Riviera son frías y que hay que abrigarse. Y luego —se encogió de hombros— ¡dicen que el clima es traidor!
Me acompañó hasta una mesa situada en una esquina y me enseñó, como solía hacer, a las celebridades presentes en su local aquella noche.
Incluían a un príncipe destronado, Fritz Kreisler, y a un novelista inglés de fama internacional que residía en la Costa Azul.
Debatimos, entre artistas, la enjundiosa cuestión del menú y de los vinos; el sello inequívoco de un gran maître, en efecto, es el cumplido insidioso que transmite a su jefe, dirigiéndole sólo las alabanzas que juzga dignas de la consideración del maestro.
Cuando ya todo estuvo decidido y el sumiller me hubo servido un cóctel, me instalé cómodamente y eché un vistazo alrededor.
Mi mirada topó casi al momento con la mesa que tenía enfrente, en el rincón opuesto.
Un hombre que, a juzgar por su aspecto, debía de desconfiar de las frías noches del Midi, estaba sentado de espaldas a mí. Llevaba un grueso abrigo con el cuello de astracán; y lo más sorprendente en una cena, iba tocado con un gorro del mismo tejido. Desde mi asiento, me hizo recordar aquellos grabados que representan a la nobleza rusa del antiguo régimen.
De cara a mí, sentada a la mesita cuadrada, ¡estaba Fleurette!
Nuestras miradas se cruzaron por encima del hombro arropado de astracán de su acompañante.
A la escasa luz del restaurante, tuve la impresión de que su carita de flor palidecía y sus ojos azules me contemplaban desorbitados.
Iba a levantarme cuando, con un leve, casi imperceptible movimiento de su cabeza, Fleurette me advirtió, de un modo que no dejaba lugar a dudas, que no hiciera notar mi presencia.