—¡Sterling, Sterling! ¡Despierte, hombre! Ya ha pasado todo.
Abrí los ojos y, excepto por una sensación de opresión en las sienes, me encontraba perfectamente.
¡Estaba en mi cama, en Villa Jasmin!
Nayland Smith se hallaba de pie junto a mí, y un hombre joven, barbudo y con gafas, a quien reconocí como uno de los ayudantes del doctor Cartier, se encontraba inclinado sobre mí, observándome con atención.
Sin la habitual confusión mental que sigue a los estados de inconsciencia, recordé de inmediato todo lo que había pasado hasta el momento en que había caído de la mesa.
—Me drogaron, sir Denis —dije—, pero puedo contarle todo lo ocurrido.
—Sólo los detalles, Sterling. A grandes rasgos, ya he reconstruido el resto. —Se volvió hacia el doctor—. Esa droga, por lo visto, no tiene efectos secundarios.
El médico me tomó el pulso y miró luego a sir Denis con una expresión de estupefacción en el rostro.
—Es realmente asombroso —admitió—. No sé de ninguna propiedad, entre todas las variedades de mimosa conocidas, capaz de producir ese efecto.
—Y sin embargo —apuntó sir Denis—, el olor a mimosa aún flota en la sala de estar.
El médico francés asintió con gravedad. Y mientras me incorporaba —nunca me había sentido mejor en mi vida— añadió:
—No, se lo ruego. —Apoyó su mano en mi hombro—. Preferiría que no se moviera de momento.
—Sí, tómeselo con calma, Sterling —dijo sir Denis—. Hubo otra víctima aquí, la noche pasada.
—¿El hombre que estaba en el laboratorio?
—Sí, pero no le ha pasado nada. Se quedó adormilado en el sofá, según me contó, y en su caso descubrí que el método empleado consistía en introducir un tubo a través del ventilador, en lo alto de la pared. Dio un salto a la primera bocanada pero ya no logró ponerse de pie.
—Por favor, dígame —lo interrumpí muy alterado—, ¿hay algún rastro de sangre en el vestíbulo?
Sir Denis sacudió la cabeza con el semblante serio.
—Supongo que será usted el responsable del impacto de bala en la puerta.
—Sí, ¡di en el blanco!
—El vestíbulo está embaldosado. Seguramente se tomaron la molestia de borrar todas las manchas. Menos varios objetos y documentos que se han llevado, todo está en orden. Y ahora, Sterling, los detalles.
Sir Denis parecía agotado; su rostro reflejaba una seriedad poco habitual en él.
—Antes de empezar —dije rápidamente—: ¿y Petrie? ¿Hay algún cambio?
El francés sacudió la cabeza.
—Siento tener que decirle, señor Sterling —contestó—, que el estado del doctor Petrie empeora por momentos.
—¡No! ¡Dios mío! ¡No diga eso!
—¡Es cierto! —espetó Nayland Smith—. Pero cuénteme lo que quiero saber, no tengo un minuto que perder.
Incapaz de dominar mi rabia y lleno de odio hacia ese demonio cruel y astuto que urdía semejantes horrores, describí en pocas palabras, los acontecimientos de la noche.
—Seguimos ignorando —dijo con rabia Nayland Smith— si ya la han conseguido.
—¿La fórmula del «seiscientos cincuenta y cuatro»?
Asintió.
—Tal vez estaba en la consulta de Rorke, en Wimpole Street, o tal vez no; y es posible que estuviese aquí. Mientras tanto, la condición de Petrie va empeorando y nadie sabe qué tratamiento aplicarle. Las dulces atenciones de Fah Lo Suee hacia usted, después de haber disparado contra uno de sus hombres, hacen suponer que la han conseguido. Pero es una mera suposición. Y ahora, ¡he de marcharme!
—¿Pero adónde va, sir Denis? —pregunté, mientras se encaminaba hacia la puerta—. ¿Qué tengo que hacer?
Se volvió.
—Lo que tiene que hacer —contestó— es quedarse en cama hasta que el doctor Brisson le dé permiso para levantarse. Me marcho a Berlín.
—¿A Berlín?
Asintió con impaciencia.
—Tuve ocasión de conocer al difunto sir Manston Rorke —prosiguió con voz precipitada— en la Escuela de Medicina Tropical, como ya le conté. Y llegué a la conclusión de que la fama de Rorke se debía en gran medida a su amistad con el profesor Emil Krus de Berlín, la mayor autoridad existente en materia de Medicina Tropical.
»Pienso que Rorke sometía todos los tratamientos que le proponían a la autoridad del famoso alemán, lo que me hace concebir la esperanza, sólo la esperanza, de que haya mandado la fórmula de Petrie, el “seiscientos cincuenta y cuatro”, al profesor para conocer su opinión. Ya he llamado a Berlín, pero el doctor Emil Krus es prácticamente inaccesible.
»Las autoridades francesas han puesto a mi disposición una avioneta rápida y un piloto experto; salgo dentro de veinte minutos para dirigirme al aeropuerto de Tempelhof.
Me quedé anonadado, sin poder contestar.
—Es la última oportunidad que nos queda para salvar al doctor Petrie —interrumpió el francés—. Su estado es cada vez más precario y no sabemos qué medidas tomar. Esperemos que el famoso Krus —había celos tanto nacionales como profesionales en su modo de pronunciar el nombre— pueda ayudarnos…, de lo contrario…»
Se encogió de hombros.
—Bueno, Sterling —dijo Nayland Smith—, cuídese.
Salió corriendo.
Miré desamparado el rostro con gafas del doctor Brisson. Despuntaba el alba, y caí en la cuenta de que había estado inconsciente durante varias horas.
—Es maravilloso contar con amigos como este, doctor —dije.
—Desde luego. Sir Denis Nayland Smith es un amigo entrañable —contestó Brisson—. Pero en este asunto, está en juego mucho más que la amistad. El Midi francés, toda Francia, Europa, el mundo entero quizá, vive bajo la amenaza de una peste cuyo remedio ignoramos. El doctor inglés, Petrie, ha encontrado el remedio. Si supiéramos la fórmula de la inyección del «seiscientos cincuenta y cuatro» aún lograríamos salvarlo.
—¿Quiere decir que su caso es desesperado?
—Lo es. Pero lo importante es que salvemos otras vidas. Si la epidemia amenazara con propagarse, seríamos capaces de detenerla. No acabo de entenderlo, pero es como si alguien se opusiera a la ciencia para favorecer la peste. Esto sobrepasa mi comprensión y, sin embargo, hay algo que está muy claro. Solamente el doctor Petrie, que está muriéndose, y el profesor Krus, tal vez, saben cómo combatir el mal. ¿Se da cuenta? Quizás el destino del mundo esté en peligro.
Me daba, desde luego, perfecta cuenta.
—¿Han avisado a la policía de lo que ocurrió aquí la noche pasada? —pregunté.
El francés se encogió de hombros y su cara barbuda se ensombreció.
—Ese asunto me aterra —declaró—, y no quiero ni pensar en ello. Sir Denis Nayland Smith, por lo visto, ha recibido plenos poderes de París para actuar a su conveniencia, y el Departamento de Niza ha quedado bajo sus órdenes.
—¿Quiere decir que no habrá investigación oficial?
—Ninguna, por lo que sé. Pero, ya se lo dije, no lo entiendo muy bien.
Di un salto en la cama, muy agitado.
—¡Eso es espantoso! —exclamé—. He de hacer algo, ¡he de hacer algo!
El doctor apoyó sus manos sobre mis hombros.
—Señor Sterling —dijo, y sus ojos, aumentados por las potentes lentes de sus gafas, brillaban de simpatía y de compasión—: lo que tiene que hacer, si acepta mi consejo, es esto: descansar.
—¿Cómo quiere que descanse?
Me recosté en las almohadas mientras él seguía observándome.
—Es difícil, lo sé —continuó—. Pero lo que yo le recomiendo, se lo recomendarían también el doctor Cartier y su amigo, el doctor Petrie. Es usted un hombre muy fuerte, lleno de vigor, pero acaba de salir de una enfermedad muy grave. Los alemanes son muy inteligentes, pero nosotros, los franceses, tampoco somos tontos. Debería dormir durante, al menos, cuatro horas.
—¿Cómo quiere que duerma?
—No puede hacer nada para ayudar a su amigo. Estamos haciendo cuanto sabemos, créame. Un ordenanza del hospital estará en el vestíbulo hasta que lo releven. Su ama de llaves, la señora Dubonnet, llegará aquí a las ocho. Por favor, tómese una de estas pastillas que llevo en la cartera y resígnese a dormir.
No sabría decir si las palabras cariñosas, aunque firmes, del doctor me convencieron, pero mientras hablaba me percataba de mi estado de extrema fatiga.
El tiempo que había pasado bajo los efectos de esa maldita droga de mimosa no había supuesto un completo descanso: mi mente estaba tan despejada como en el momento en que había perdido el conocimiento, pero sentía el cuerpo agotado.
—Está en lo cierto, doctor —convine, tendiéndole la mano—. No creo que necesite su pastilla. Puedo dormir sin ninguna ayuda.
Asintió con una sonrisa.
—Todavía mejor —declaró—. La naturaleza es sabia. Le cerraré las persianas antes de marcharme. Llame para que le traigan café en cuanto despierte. Entonces, si las órdenes de sir Denis se cumplen, el teléfono estará arreglado y podrá enterarse del estado de salud del doctor Petrie.
Recuerdo que bajó las persianas y salió despacio de la habitación. Debía de estar muy cansado… porque no recuerdo nada más.