El coche que había transportado a Nayland Smith desde Cannes se hallaba estacionado en el sitio exacto donde el camino formaba un recodo empinado que bajaba hasta el pequeño garaje. Pensé que el hombre había decidido dejarlo aparcado allí durante la noche. Pero tuve que apartarlo un poco porque no me dejaba pasar.
Continué mi camino hacia la parte posterior del bungaló. A la izquierda, un sendero conducía a la pequeña galería; a la derecha, otra vereda desembocaba en unas terrazas escalonadas que cercaban el jardín y llegaban hasta el laboratorio de Petrie.
Desde aquel momento en que me había faltado tan poco para estrellarme contra el Rolls, mi mente no había dejado de cavilar. El misterio de Fleurette me tenía totalmente absorto. Fleurette, con su deliciosa carita bronceada envuelta en las pieles y un mechón de su cabello resplandeciente como la caoba pulida. Entonces, mientras bajaba por la colina, un instinto protector me alertó de un peligro desconocido. Me encontraba de nuevo enfrentado súbitamente con la dura realidad.
Me detuve y escuché con atención; sin embargo, no alcanzaba a oír el zumbido del motor de Kohler.
Algún insecto nocturno revoloteaba junto a mí; distinguía perfectamente su aleteo. Lleno de horror, me imaginé ese insecto peludo con su lomo brillante y, de manera casi involuntaria, preso de un terror enfermizo e irreprimible, empecé a agitar las manos en torno a mí, en medio de la oscuridad…
Me detuve, consciente de que estaba haciendo el ridículo. El insecto, sin duda algún pequeño escarabajo, ya no se oía. Me acordé de los pantanos cubiertos de moscas que había conocido y me avergoncé de mí mismo.
La sombra violeta implicaba una muerte horrible; y no obstante, Petrie la había afrontado sin vacilar…
Recobré la calma. Mi imaginación desbordante me había traicionado.
Llegué al laboratorio y lo encontré silencioso y oscuro, lo que no me sorprendió demasiado. Supuse que el hombre se había tendido en el sofá y se había quedado dormido. Era un tipo duro que había servido en la marina mercante francesa y no creo que su imaginación lo atormentara mucho. Le habíamos contado, al igual que a la señora Dubonnet, que Petrie sufría un ataque de gripe. No había puesto la menor objeción cuando el doctor Cartier le había asegurado que no existía peligro alguno de contagio.
Llegué a la puerta y golpeé con suavidad.
No recibí contestación.
A lo lejos, distinguía los techos entre la sombra purpúrea y, más abajo, el mar, resplandeciente bajo la luna; en cambio, por su ubicación, el laboratorio se hallaba en la más completa oscuridad.
Llamé varias veces sin resultado, y pensé que con una linterna hubiera podido echar un vistazo a través de la ventana. Pero mientras se me ocurría esta idea, recordé que las persianas metálicas estaban bajadas.
Por otra parte, de una manera bastante estúpida, había dado por sentado que la puerta estaría cerrada con llave. Al ver que no conseguía respuesta, hice girar el picaporte y, para mi gran sorpresa, la puerta cedió sin dificultad.
La abrí. El laboratorio estaba a oscuras, y un penetrante olor a mimosa lo invadía.
—¡Hola! —grité—. ¿Está dormido?
No hubo contestación, pero mientras buscaba a tientas el interruptor, distinguí el ruido de una potente respiración. Di la luz, que brilló por un momento con una intensidad insólita, luego disminuyó y acabó por estabilizarse.
—¡Dios mío! —gemí.
¡El hombre de Cannes yacía boca abajo en el sofá!
Corrí hacia él e intenté moverlo. Era un tipo grande y pesado, y la posición de uno de sus brazos, que colgaba con los dedos rozando el suelo, me hizo sospechar que no estaba simplemente dormido. De todas formas, el estado en el que se encontraba el laboratorio no dejaba lugar a dudas.
No se trataba de un mero desorden, el cuarto había sido registrado de arriba abajo. ¡Los portaobjetos de Petrie y todos los documentos que él guardaba en el laboratorio habían desaparecido!
El fuerte olor de la mimosa lo invadía todo y penetraba en mi garganta.
Di la vuelta al hombre. Mi primera impresión, la de que sólo estaba borracho, se disipó de inmediato. Estaba inconsciente pero respiraba con fuerza. Le hablé y lo sacudí en vano. El revólver automático que le había prestado estaba tirado en el suelo, un poco más lejos.
—¡Dios mío! —murmuré y permanecí allí, atento.
Solamente oía el ruido del motor, debajo de su cobertizo, allí en el jardín y la pesada respiración del hombre que yacía en el sofá. Observé su piel sonrojada.
¿Era… la sombra violeta?
Mis escasos conocimientos médicos no me permitían determinarlo. Quizás el hombre había sido abatido de un golpe o se hallaba bajo los efectos de un anestésico. Sin embargo, no presentaba la menor señal de herida.
Con toda evidencia, los intrusos habían encontrado lo que buscaban. Decidí levantar las persianas metálicas y abrir una ventana. Ese perfume persistente, cuya procedencia me sentía incapaz de precisar, era arrollador. Pensé que tal vez los ladrones habían derramado un recipiente que contenía algún extraño preparado de Petrie.
Qué inconsciente era entonces del inmenso horror que entrañaban los sucesivos episodios de aquella tragedia que iba a cambiar para siempre el curso de mi vida.
Salí del laboratorio. Mi máximo deseo, en aquel momento, era contar con la compañía, el afecto o la ayuda de algún ser viviente. Dejé las luces encendidas, la puerta y la ventana abiertas y atravesé el sendero abrupto que rodeaba el huerto hacia la villa. Había metido mi propio revólver en el bolsillo y llevaba ahora un arma a cada lado.
Para justificarme, debo decir que la fiebre amarilla lo deja a uno en un estado extremo de debilidad y que, tal como me lo había advertido Petrie, había estado abusando de mis fuerzas. Esto explica el hecho que, mientras subía por el estrecho sendero que conducía a Villa Jasmin, me embargase una terrible aprensión. Tuve de repente el firme convencimiento de que estaban observándome.
Acababa de alcanzar la galería y me disponía a introducir la llave en la cerradura, cuando oí un ruido que confirmaba mis temores. De alguna parte situada detrás de mí, cerca del laboratorio que había abandonado unos minutos antes, me llegó la llamada suave e inconfundible, en tres notas menores, ¡de un dacoit!
Abrí precipitadamente la puerta y encendí la luz del pequeño vestíbulo cuadrado. Cerré de nuevo la puerta con cautela. No sabía qué hacer. Pensaba en el hombre allí indefenso, a merced de peligros insospechados. No obstante, pesaba demasiado para cargar con él y, por encima de todo, me urgía llegar hasta el teléfono, en el interior de la villa.
Abrí la puerta de la sala de estar y entré en la habitación donde, aquella misma tarde, había estado examinando varias obras en distintos idiomas, intentando encontrar datos referentes a esa extraña planta descubierta por Petrie. Encendí las luces.
Me quedé estupefacto, reprimiendo una exclamación.
¡Alguien había saqueado el cuarto!
Dos vitrinas y los cajones de la mesa de despacho habían sido vaciados. El suelo estaba cubierto de papeles. Incluso los estantes habían sido registrados y los libros revueltos. Con una ojeada, me di cuenta de que ninguno estaba en su sitio.
Algo, supongo, había interrumpido la tarea de los ladrones.
¿Qué?
Respecto a este particular, no existía la menor duda. Ese grito en el jardín había dado la señal de mi llegada. ¿A quién?
¡A alguien que, en este momento, debía de hallarse en la villa!
Empuñando la culata de un revólver automático, permanecí inmóvil, atento. No olvidaría jamás el rostro que había aparecido en el fondo del huerto. Y existía alguna posibilidad de que aquel ser monstruoso estuviera en aquel momento acercándose a mí en silencio. Sin embargo, no oía nada.
Pensé en Petrie, y su recuerdo me devolvió la calma, una calma fría y asesina. Petrie, víctima de ese horrible mal por cuya curación había arriesgado su vida; víctima no del destino sino de un hombre…
¿Un hombre? ¡Un monstruo! Sólo el mismo diablo podía haber concebido un plan tan espantoso. ¡El doctor Fu-Manchú!
¿Quién podía ser ese doctor Fu-Manchú a quien hasta el mismo Nayland Smith parecía profesar un miedo reverencial? ¿Un demonio… o un mito? En esa primera etapa de mi encuentro con el más malvado y con el más maravilloso de los hombres que, estaba convencido, habían existido jamás, me asaltaba a veces la idea de que el doctor chino era un simple producto de la imaginación de sir Denis.
Todas estas reflexiones, de las cuales guardo un recuerdo más o menos confuso, atravesaban mi mente mientras permanecía allí de pie, atento a aquella otra presencia en la villa.
Y aunque no percibía el menor ruido, sabía muy bien que, en aquel momento, alguien se encontraba allí, alguien que buscaba la fórmula «seiscientos cincuenta y cuatro» y, por supuesto, no se trataba de un simple guardaespaldas birmano o de cualquier otro subalterno, sino de un ser con la suficiente cultura como para reconocer la fórmula si la encontraba.
Sin duda… ¡El doctor Fu-Manchú!
Me acerqué a la mesa de despacho donde se hallaba el teléfono y vi que alguien había bajado las persianas. En primer lugar, y ante todo, debía ponerme en contacto con sir Denis y comunicarle que el enemigo aún no había dado con la fórmula. Con el revólver automático en mi mano derecha, levanté el auricular con la izquierda. Debido a la posición del aparato, daba la espalda a la puerta abierta.
No obtuve contestación. Presioné la horquilla. No había línea…
Un leve ruido y un repentino cambio de luz en la habitación me hicieron volverme rápidamente.
¡La puerta estaba cerrada!
Y la línea del teléfono estaba muerta… cortada.
De un salto alcancé la puerta e hice girar el picaporte con furia. Conservaba toda la sangre fría… que es mi manera habitual de salirme de mis casillas. La puerta estaba cerrada con llave.
En ese momento, las luces se apagaron.