10. OJOS VERDES

El dos plazas que habían puesto a disposición de Petrie no era ninguna maravilla, pero el motor era seguro y conduje bordeando la Cornisa, todo lo deprisa que una carretera como aquella me permitía.

Supongo que me había costado mucho comprender todo el horror contenido en ese sórdido asunto. Mientras recorría las peligrosas curvas de la carretera, con su parapeto roto en varios lugares y el Mediterráneo a mis pies, tranquilo como un espejo, en mi cerebro bullía una actividad intensa.

El hallazgo de una planta atrapamoscas cerca del sitio donde un hombre había contraído esa horrenda infección, junto a otro ejemplar encontrado un poco más tarde en el laboratorio de Petrie, era la prueba fehaciente de una intervención humana. Y, sin embargo, a pesar de la aparición de aquella grotesca cara amarilla en el jardín de la villa, me costaba aceptar la idea de que un factor humano fuese quizás el causante de la peste.

Sir Denis Nayland Smith me había ayudado a ver las cosas claras. ¡Alguien, un supuesto ser fantasmal que respondía al nombre de Fu-Manchú, era el responsable de esos estragos!

Y la mujer que se había hecho pasar por la señora Petrie, la mujer que había intentado, y casi conseguido, seducirme, pertenecía a la misma familia que ese demonio. Era china. ¿Y cuál había sido su propósito?

¿Envenenar a Petrie tal como ya lo habían hecho con sir Manston Rorke?

Mientras penetraba en el túnel iluminado que atravesaba la roca, me reía solo de las absurdas ocurrencias que asaltaban mi mente.

Una nueva enfermedad había surgido en el mundo. De ello había visto la penosa prueba. Su origen, según sir Denis, radicaba en la presencia en Francia de una mosca desconocida, lo que él llamaba un verdadero híbrido.

Hasta aquí, estaba perfectamente de acuerdo.

Pero ¿cómo podía haber sido un hombre el responsable de la aparición de semejante insecto, en un lugar y en un momento determinados? Y mucho menos en dos sitios tan apartados el uno del otro como aquellos donde había surgido la epidemia…

La sombra violeta…

Estaba casi saliendo del túnel al final del cual había una curva peligrosa, y mi pensamiento divagaba a mucha distancia de allí. Un coche potente, un Rolls-Royce, apareció de golpe ante mis ojos. El conductor, un africano, invadía prácticamente toda la calzada, sin dejarme apenas sitio.

Frené como pude y di un golpe de volante hacia la pared del túnel… justo a tiempo para evitar una catástrofe.

El chófer del Rolls tuvo un breve momento de indecisión y luego siguió su camino, ¡rozando casi mi coche!

Por un instante, alcancé ver a los ocupantes del coche que me había devuelto tan bruscamente a la realidad.

No sé cuánto tiempo permanecí allí, después de que aquella maravilla negra y plateada se hubiera perdido en la oscuridad. Recuerdo que me volví hacia el capó polvoriento del coche e intenté leer el número de la matrícula. El coche llevaba a dos pasajeros.

En cuanto a uno de ellos, me pregunto si la manera salvaje de conducir del chófer negro y mi preocupación en aquel momento por salir del apuro no me produjeron una impresión equivocada. Porque, cuando el Rolls estaba a punto de abalanzarse sobre mí, me di cuenta de que, en mi mente, quedaba impresa una imagen casi inhumana.

Me pareció percibir un rostro amarillo, medio oculto por el amplio cuello levantado de un abrigo de piel: un viento desapacible bajaba de los Alpes y la noche era especialmente fría. El hombre llevaba una capa de piel que le llegaría casi hasta las cejas y le confería un curioso aspecto medieval. Su rostro presentaba una inmovilidad sosegada, como la de un dios, una expresión severa, temible y potente a la vez, como la de un faraón muerto.

Quizá sólo se trataba de una ilusión causada por un juego de luces (me negaba a admitir que aquello fuera real); pero, en cambio, la identidad del segundo pasajero no dejaba lugar a dudas. Su encantadora cabeza enmarcada, al igual que la espantosa máscara, por el cuello levantado de un abrigo de piel… ¡era Fleurette!

Como una rosa entre musgo…

Me volví hacia el volante.

¡Fleurette!

No me había visto, no había notado mi presencia. Con seguridad, pensé, tampoco le habría interesado saberlo.

Pero ¿y su acompañante? Hice girar la llave de contacto, preocupado por la idea de que el coche no funcionara, pero se puso en marcha sin dificultad. El Rolls ya debía de estar a muchos kilómetros de allí, a menos que la furia del chófer africano hubiera provocado algún desastre… Aquel rostro amarillo, aquellos penetrantes ojos verdes… ¿podían haber sido los de Mahdi Bey?

Sin embargo, el hombre que acompañaba a Fleurette no parecía egipcio aunque, mientras conducía, la imagen que se impuso en mi mente fue la de Seti I, aquel rey de Egipto cuyo poder había durado trescientos años…