9. FAH LO SUEE

Guardo un recuerdo bastante confuso del final de aquel encuentro. Pero en cuanto a un detalle, al menos, no existe la menor duda: la señora Petrie no volvió a acercarse a la cama del enfermo. A pesar de su admirable dominio de sí misma, no lograba ocultar su miedo. La sorprendí lanzando furtivas miradas a Petrie y, una vez, incluso a la alta ventana solitaria.

Esa horrible advertencia, esa voz misteriosa, solamente había podido referirse a ella…

Toqué el timbre para llamar a la hermana Thérèse y dispuse que el vigilante de noche acompañase a la señora Petrie hasta su coche. Albergaba la sospecha de que los alrededores del edificio no ofrecían tampoco mayor seguridad.

La señora Petrie me dio la dirección de un hotel de Cannes, rogándome que la mantuviese al corriente de los acontecimientos. Regresaría a las ocho de la mañana, me dijo, a menos que la llamáramos antes. Había recobrado ya toda su elegante serenidad y me pregunté cuál debía de ser su verdadera nacionalidad. Difícilmente cabía relacionar sus modales impasibles con los de una esposa enamorada: había esperado que insistiera para quedarse. Cuando por fin, con una última mirada a Petrie y una enigmática sonrisa hacia mí, salió acompañada por la hermana Thérèse, me volví y observé al doctor. No noté cambio alguno en su apariencia salvo que la sombra violeta que cubría su frente ya no parecía tan oscura.

¿Habría sido él quien había hablado?

Tenía una expresión azorada en su rostro demacrado, y sus labios resecos y agrietados, ligeramente entreabiertos, dejaban asomar sus dientes. En esa extraña sonrisa me pareció ver el principio del rictus final que caracterizaba aquella horrible peste.

No se movía, y su respiración era imperceptible. Alcé los ojos hacia la ventana, allí arriba, por donde, no hacía mucho, habían aparecido aquellos abominables dedos, amarillos y crispados. Sin embargo, era sólo una mancha negra que destacaba contra la blanca monotonía de la pared.

Los pinos reanudaron su suave murmullo. «Fleurette… Derceto…» Si Petrie no había hablado, y me costaba pensar que lo hubiera hecho, ¿a quién pertenecía la voz que había pronunciado aquellas palabras: «Cuidado… con ella»?

Me sobró tiempo para reflexionar sobre este enigma y sobre todos los que se habían presentado a lo largo de aquella agitada jornada. El doctor Cartier hizo una breve visita alrededor de las once, y la hermana Thérèse entró con regularidad a vigilar al enfermo.

El estado de Petrie permanecía estacionario.

Fue una espantosa velada, casi una pesadilla. Me hacía compañía aquel hombre prácticamente muerto, y uno de los más horrendos recuerdos capaces de ser evocados servía de tela de fondo al susurrante silencio.

Poco después de la medianoche oí unos pasos que se acercaban por el corredor que conducía a la habitación de Petrie. La puerta se abrió y entró Nayland Smith. Me bastó una mirada para darme cuenta de que algo iba mal.

Atravesó la habitación, observó a Petrie en silencio y luego se volvió hacia la hermana Thérèse, que iba pisándole los talones.

—No sé si puedo pedirle, hermana —dijo rápidamente—, que se quede aquí hasta la llegada del doctor Cartier y que nos permita, al señor Sterling y a mí, que ocupemos durante un tiempo su habitación.

—Por supuesto, con mucho gusto —contestó con aquella sonrisa dulce y paciente.

Atravesamos juntos el largo corredor y llegamos a la pequeña habitación donde se alojaba la enfermera de guardia. Era un cuarto sencillo, muy acorde con su ocupante.

La pared del fondo estaba cubierta por una vitrina que contenía algunos medicamentos, una gran cantidad de vendas y material quirúrgico. Detrás de una mesita blanca había una silla de respaldo muy recto lacada en blanco. Sobre la mesa descansaba un libro abierto, y el único detalle decorativo del cuarto lo constituía un crucifijo colgado en la pared pintada.

Sir Denis guardó silencio durante un rato mientras iba y venía sin cesar en ese angosto espacio, pellizcándose el lóbulo de la oreja, costumbre que más adelante reconocí como la señal de una profunda preocupación. Se volvió bruscamente y me miró.

—Sir Manston Rorke murió ayer de madrugada —me dijo— de una sobredosis de heroína o de algo parecido.

—¡Qué dice!

Me hallaba sentado en el borde de la mesita y me levanté de un salto.

Sir Denis asintió con tristeza.

—Pero ¿era… adicto a las drogas?

—Por lo visto. Era viudo y vivía solo en su piso de Curzon Street. Tenía un único sirviente, un hombre que llevaba muchos años con él.

—Es el destino —gemí—. ¡Qué fatal coincidencia!

—¡Coincidencia! —espetó sir Denis—. ¡No existe ninguna coincidencia! El consultorio de sir Manston, donde él guardaba sus documentos y llevaba a cabo sus investigaciones, ha sido desvalijado durante la noche. Supongo que encontraron lo que buscaban. Falta un grueso tomo que contenía las fórmulas.

—Pero si encontraron lo que andaban buscando…

—No era suficiente —interrumpió—. Y por eso continuaron. Sir Manston poseía una memoria excepcional. Habiendo destruido el libro con las fórmulas, todavía les restaba destruir… ¡esa memoria inoportuna!

—¿Significa… que fue asesinado?

—Estoy casi seguro —contestó hoscamente sir Denis—. El mayordomo ha sido arrestado, pero existen pocas probabilidades de que hable, incluso si sabe algo. Sin embargo imagino, Sterling —me dirigió una mirada penetrante—, que una tentativa parecida se produjo esta noche.

—¿Aquí? ¿A qué se refiere, sir Denis?

Sin embargo, mientras pronunciaba estas palabras, sabía de qué se trataba.

—¡Claro! —grité—, ¡el dacoit!

—¿El dacoit? —contestó—. ¿Qué dacoit?

—¿No lo sabe? Claro, ¡cómo iba a saberlo! Ocurrió poco después de que usted se marchara. Alguien miró a través de la ventana de la habitación de Petrie.

—¿Miró? —Alzó la vista hacia la ventana correspondiente de la habitación de la hermana Thérèse—. Está situada a cuatro pies del suelo.

—Lo sé. Y, no obstante, alguien miró. Oí el leve ruido de una rascadura y tuve apenas tiempo de vislumbrar una mano amarilla mientras el hombre se deslizaba pared abajo.

—¿Una mano amarilla? —dijo sir Denis con una risa breve—. ¡Nuestro amigo bizco de Villa Jasmin, Sterling! Estaría espiando por los parajes. Y a los pocos minutos, supongo, llegó la dama.

Lo miré sorprendido.

—Es verdad. Me imagino que se lo dijo la hermana Thérèse. La señora Petrie llegó unos minutos después.

—Descríbamela —me pidió sin rodeos.

Intrigado por su comportamiento, le obedecí lo mejor que supe.

—Tiene los ojos verdes —me cortó.

—No podría asegurárselo. Estaban disimulados por un velo.

—Son verdes —afirmó—. Su piel tiene el color del marfil y posee unas manos delgadas e indolentes. Tiene la gracia del leopardo cuyo ronroneo recuerda la voz de esa traidora criatura.

Los sarcasmos de sir Denis me produjeron cierto desconcierto. Al pensar en el tono de voz cariñoso con el que había pronunciado las palabras «pobre Karamaneh», no lograba comprender aquella repentina agresividad.

—Me sorprende —admití—. Pensé que tenía a la señora Petrie en gran estima.

—Y la tengo —replicó—. ¡Pero no estamos hablando de la señora Petrie!

—¡No estamos hablando de la señora Petrie! Y, sin embargo…

—La dama que le hizo a usted el honor de una visita esta noche, Sterling, es conocida con el nombre de Fah Lo Suee (aunque no sabría decirle por qué). Es la hija del más temible personaje que existe hoy en día en todo nuestro planeta: ¡el doctor Fu-Manchú!

—¡Sir Denis!

Me agarró de repente por los hombros y me miró fijamente a los ojos.

—Nadie puede reprocharle a usted haberse dejado engañar, Sterling. Pensaba que hablaba con la mujer de Petrie: ha sido un golpe genial por parte del enemigo…

Se detuvo por un momento, pero leí con claridad una pregunta en sus ojos.

—No obstante, no dejé que le tocara.

Sir Denis cambió de expresión. Su rostro delgado y moreno se iluminó.

—¡Buen chico! —dijo con una voz serena. Apretó con fuerza mis hombros y dejó caer sus manos—. Buen chico.

No era un cumplido muy entusiasta pero estas simples palabras me halagaban más que una condecoración.

—¿Pronunció mi nombre?

—No.

—¿Y usted?

Me quedé pensativo por un momento.

—Tampoco —respondí—. Estoy seguro.

—¡Muy bien! —murmuró mientras reanudaba sus idas y venidas—. Existe una probabilidad, sólo una probabilidad, de que él se haya olvidado de mí. Cuénteme, sin omitir un solo detalle, lo que ocurrió exactamente.

Hice lo que me pedía lo mejor que pude.

Me interrumpió sólo una vez: cuando mencioné aquella voz sepulcral…

—¿Dónde estaba la mujer cuando usted la oyó?

—Prácticamente en mis brazos. Acababa de apartarla de Petrie.

—¿Podría identificar esa voz?

—No.

—¿Y tampoco podría asegurar que fueron los labios de Petrie los que se movieron?

—No. Fue una impresión fugaz, nada más.

—¿Fue después de que ocurriera esto cuando intentó subyugarlo con sus trucos hipnóticos?

—¡Hipnóticos!

—Sí, ha escapado de milagro, Sterling.

—¿Se refiere —dije, un poco avergonzado porque se lo había contado todo con una absoluta franqueza— a esos extraños impulsos?

Negó con la cabeza.

—No. Fue precisamente la voz la que rompió el hechizo.

Se pellizcó la oreja por un momento.

—¡Continúe! —me apremió.

Le relaté el final de la entrevista.

—Se ha salvado usted por los pelos —dijo—. ¡Es tan peligrosa como la cobra! Y ahora tengo un nuevo trabajo para usted.

—Estoy dispuesto.

—Regrese a toda prisa a Villa Jasmin y llámeme aquí para decirme si todo está en orden. ¿Tiene una pistola?

—No. Le presté la mía al chófer.

—Tome esta. —Extrajo un revólver automático del bolsillo de su gabán—. Conduzca lo más deprisa que pueda y dispare si es necesario. Es usted un hombre marcado.

Cuando me disponía a salir, el doctor Cartier entró corriendo.

—¡Ah! —exclamó Nayland Smith—. Siento molestarle, doctor, pero quisiera que examinara a Petrie con mucha atención.

—¿Qué pasa? ¿Ha ocurrido algo?

—No lo sé. Es justo lo que quiero que averigüe.