8. «CUIDADO»

Cuando esas lánguidas manos de marfil iban a apoyarse en los hombros de Petrie y esos labios rojos y perfectos se acercaban todavía más a los labios azules y acartonados del hombre inconsciente, ¡rodeé a la señora Petrie con mi brazo y la aparté!

Era ligera y flexible como una bailarina profesional. Me vi obligado a dar un estirón muy fuerte porque estaba inclinada por completo sobre el doctor. La levanté y quedó apoyada sobre mi brazo izquierdo, mirándome con unos ojos sorprendidos y expectantes que me hicieron presagiar una escena bastante desagradable.

Durante un largo momento, permaneció inmóvil mientras intercambiábamos la mirada. Su abrigo había resbalado, dejando al descubierto un brazo y un hombro desnudos. La aguantaba prácticamente en mis brazos, buscando con desesperación unas palabras de disculpa a este gesto violento. Sin dejar de mirarme, se apartó ligeramente.

—¿Por qué lo ha hecho? —Preguntó—. ¿Ha sido… para evitarme el contagio?

El pretexto me venía a pedir de boca, de modo que me aferré a él con gran alivio.

—¡Por supuesto! —contesté, consciente de que mi aparente seguridad sonaba falsa—, le he advertido que no dejaría que lo tocara.

Continuaba mirándome, ceñida por mi brazo; y nunca sentí unos impulsos tan viles como los que me asaltaron durante aquellos breves segundos. Las ideas más descabelladas atravesaban mi mente. Me imaginé que me ofrecía sus labios o, más bien, que me desafiaba a rechazarlos. Con un movimiento tan leve que habría podido pasar por una simple casualidad, parecía invitarme a acariciarla. Y lo más abominable de todo era que yo, que llevo en la sangre la marca indeleble del puritanismo, yo, con el pobre Petrie a mi lado, debatiéndose entre la vida y la muerte, ¡me sentía embargado de repente por un deseo irresistible de estrechar a esa mujer, su mujer, entre mis brazos!

Habían transcurrido apenas unas horas desde que había conocido a Fleurette en la playa de Sainte Claire de la Roche y había quedado tan impresionado por su belleza y su encanto que prácticamente no había pensado en nada más desde entonces. Y ahora me encontraba allí, luchando contra un deseo irreprimible por la mujer de mi mejor amigo, un deseo tan brutal que amenazaba con barrerlo todo, ¡amistad, tradición, honor!

Quizás habría conseguido dominarme sin la ayuda de nadie; no podría asegurarlo. Pero la ayuda surgió de un modo que en aquel momento me pareció milagroso. Mientras miraba fascinado esos ojos enigmáticos y burlones, en medio de un silencio roto sólo por el murmullo de los pinos, allí, se oyó una voz, profunda como un gemido, una voz de ultratumba.

—Cuidado… con ella —dijo.

La señora Petrie se apartó de golpe con una breve mirada de completo horror en sus ojos alargados. Los latidos alocados de mi corazón parecieron detenerse por un instante. Volví la cabeza y observé a Petrie.

No sé si sólo era producto de mi imaginación pero tuve la impresión de que un ligero parpadeo agitaba sus ojos hinchados. ¿Había sido su voz? Este leve movimiento, suponiendo que fuera real, había cesado. Yacía tan inmóvil como un cadáver.

—¿Quién ha sido? —susurró la señora Petrie, con su altiva serenidad alterada al fin por un momento—. ¿De quién era esa voz?

La miré. El hechizo estaba roto. La fascinación de aquellos minutos mágicos había desaparecido, aniquilada por esa voz sepulcral. Las pestañas de la señora Petrie ocultaban ahora sus ojos grandes y brillantes. Mantenía una de sus manos cerradas, y la otra quedaba disimulada debajo del abrigo. Mi mente recuperó la calma. ¡Se había apoderado de mí una locura oculta e inexplicable de la que me había salvado la mano de Dios!

—No lo sé —respondí con voz ronca—, no lo sé…