Durante la larga velada que siguió, estuve pensando en una infinidad de cosas. La sala de infectados albergaba a seis pacientes, pero Petrie había sido instalado en un extremo, en una pequeña habitación privada. La habitación correspondiente, en el otro extremo de la sala, pertenecía a la hermana Thérèse.
Era un lugar solitario y muy silencioso. La hermana Thérèse iba y venía por la sala contigua y, poco después, penetró tranquilamente en la habitación. Era una mujer pequeña y de aspecto frágil, con su cara pálida y menuda enmarcada por la cofia blanca y rígida de la orden. Se dedicó a sus ocupaciones con ademanes seguros y silenciosos. Al contemplarla, me preguntaba, como ya había hecho otras veces, en qué momento debía de surgir esa fe ciega, como la que impulsaba a la hermana Thérèse, que les permitía entregarse en cuerpo y alma a toda una vida de sacrificio.
—¿No tiene miedo al contagio, señor Sterling? —preguntó con una vocecita suave y cariñosa.
—En absoluto, hermana. En mi profesión, estoy acostumbrado a correr este riesgo.
—¿A qué se dedica?
—Busco nuevas especies de plantas para la Sociedad Botánica y orquídeas para el comercio.
—¡Qué interesante! En realidad, pasada la primera fase de la enfermedad, ya no existe peligro alguno de contagio.
—Ya me lo dijo el doctor Cartier.
—Se trata de una enfermedad totalmente desconocida para nosotros. Pero es trágico que el doctor Petrie haya sido una de sus víctimas.
—Sin embargo, ya lo ve…
Hizo un gesto en dirección al enfermo.
—¿El estigma? —La hermana Thérèse se estremeció—. ¡Me parece tan irreligioso! Pero ya sé que el doctor Cartier lo llama el estigma negro. Desde luego… no aumenta. El doctor Petrie puede ganar la batalla. Es un hombre maravilloso. ¿Se acordará de humedecerle los labios de vez en cuando? Rezaré para que se salve. Buenas noches, señor Sterling. Llámeme si se mueve.
Se retiró como una exhalación, dejándome solo con mis pensamientos. Y, por alguna extraña alquimia mental, empecé a pensar en Fleurette. Horrorizado la imaginé infectada por esa asquerosa peste: su delicada belleza desfigurada, su cuerpo joven y fuerte deformado por algún horrendo y misterioso bacilo.
Luego me detuve a pensar en quienes habían contraído ese mal y recordé las palabras de Nayland Smith. ¿Qué vínculo misterioso podía unir en un mismo odio a los estibadores de Londres y al doctor Petrie?
Me quedé mirándolo mientras esta idea rondaba mi mente. Uno de los más extraños síntomas de ese horrible mal cuya amenaza se cernía sobre Francia era el período de coma profundo que precedía a la muerte. Petrie parecía un cadáver.
Bajando de los Alpes, al caer la noche, había empezado a soplar un fuerte viento. Los pinos, algunos de los cuales casi colgaban encima del edificio solitario, emitían un murmullo inquietante. Y en este murmullo, yo los oía repetir: «Fleurette… Derceto…»
Me prometí que, si mi pobre amigo superaba la crisis, regresaría al día siguiente a la playa de Sainte Claire de la Roche. Quizás había menospreciado a Fleurette. Y aun suponiendo que fuera en efecto la amante de Mahdi Bey, era todavía muy joven y estaba a tiempo de recapacitar.
Acababa de tomar esta resolución cuando un ruido desconocido rompió el silencio de la habitación del enfermo.
Sólo había una ventana, situada en lo alto de una pared. Sentado al pie de la cama de Petrie, la veía por encima de mí, a mi izquierda. Y el ruido, un leve roce metálico, parecía proceder de allí. Escuché el susurro de los pinos y se me ocurrió que alguna rama inclinada estaría rozando la pared. Pero el viento amainaba y el murmullo «Fleurette… Derceto…» se convertía poco a poco en un suspiro casi inaudible.
Levanté la cabeza y miré…
Una mano amarilla con los dedos crispados como las garras de un ave rapaz, amenazadora, apareció por un momento y luego se perdió de vista, al otro lado de la ventana.
Me levanté sobresaltado y miré. ¿Cuánto tiempo llevaría allí, ensimismado, desde que la hermana Thérèse me había dejado? No tenía la menor idea. En mi mente aparecía la imagen de un demonio, con el mismo rostro de máscara que el de Villa Jasmin, observándome fijamente a través de la alta ventana. ¡Uno de los dacoits (el nombre me resultaba vagamente familiar a pesar de no haber estado nunca en Birmania) de los que Nayland Smith me había hablado estaría vigilando el lugar!
¿Era esto lo que él temía? ¿Por esa razón me había dejado de guardia?
¿Qué significaba?
No me cabía en la cabeza que el doctor Petrie hubiera hecho jamás daño a nadie. ¿Quién, entonces, podía estar acosándolo hasta la muerte y por qué motivo?
Contuve la respiración y escuché con atención. Sin embargo, el roce no volvió. El escalador (la ventana estaba situada a cuatro metros del suelo) se había escabullido silenciosamente en el mismo momento en que yo había saltado de mi silla. Salir corriendo en su busca no era lo que me habían mandado. Mi deber era permanecer allí sentado. Me había comprometido a hacerlo.
No obstante, el incidente había añadido una nueva faceta a mi tarea. Pasé un largo rato con la mirada clavada en esa ventana. Y me disponía a sentarme de nuevo cuando un ligero ruido me hizo levantarme otra vez de un salto. Noté que tenía los nervios a flor de piel.
Se abrió la puerta y apareció la hermana Thérèse con sus modales serenos.
—Una dama quiere ver al doctor Petrie —anunció.
—¡Ver al doctor Petrie!
—¿Cómo voy a negárselo, señor Sterling? —preguntó la hermana Thérèse con su voz suave—. ¡Es su esposa! —La pequeña hermana miró con tristeza al hombre inconsciente—. ¡Y es tan bella…!
—¡Dios mío! —refunfuñé—, esto empieza a resultar inaguantable. ¿Parece muy emocionada, hermana?
La hermana Thérèse sacudió la cabeza con una sonrisa melancólica.
—En absoluto. Es muy valiente.
Tal como temía Petrie, su mujer había acudido desde El Cairo para reunirse con él… con un hombre desahuciado.
—Supongo que debemos decirle que pase. Pero el aspecto de su marido quizá le cause una terrible impresión.
Dispuesto a presenciar una escena trágica, me di vuelta para recibir a la señora Petrie, a quien la hermana Thérèse hizo entrar en la habitación.
Vi que era alta y delgada, con un aspecto informal desprovisto de toda afectación. Iba envuelta en un largo abrigo de piel oscura que dejaba ver el borde de su vestido verde. Debajo del vestido asomaban unos tobillos desnudos del color del marfil y unas sandalias verdes de altos tacones y con unas tiras doradas.
Poseía unos rasgos clásicos y perfectos y unos labios admirablemente moldeados. Pero lo más extraordinario eran sus ojos. Increíblemente alargados y en forma de almendra, brillaban como dos piedras preciosas. Sobre su hermosa cabeza llevaba una pequeña boina verde ligeramente inclinada sobre un lado de su sedosa cabellera y rematada por un fino velo dorado que caía sobre esos ojos magníficos y me impedía distinguir su color exacto. Su perfecto dominio de sí misma me tranquilizó. Lanzó una mirada a Petrie y, mientras la hermana Thérèse se retiraba en silencio, se dirigió a mí.
—Ha sido muy amable, señor Sterling —dijo con una voz cuyas entonaciones lentas y suaves estaban muy acordes con su personalidad—, al permitirme hacer esa visita.
Se sentó en una silla que le acerqué, junto a la cama de Petrie. ¿Así que esta era Karamaneh? No había olvidado ese extraño nombre que Nayland Smith había murmurado al inclinarse sobre Petrie. «La mujer más bella que he conocido jamás…»
De la belleza de la señora Petrie nadie podía dudar; sin embargo, por una razón que no alcanzaba a explicar, su apariencia me sorprendió. No esperaba a una mujer como ella. A decir verdad, aunque en aquel momento no quisiera reconocerlo, en mi subconsciente había atribuido a la señora Petrie todos los encantos de Fleurette, una tierna y delicada flor, muy alejada de la elegancia aristocrática, pese a su exotismo, de la mujer sentada junto al hombre inconsciente.
Me habían hablado de su amor apasionado por el doctor, y me asombró su perfecto control sobre sí misma. Resultaba digno de admiración pero, en una esposa enamorada, bastante insólito.
—Era lo menos que podía hacer, señora Petrie —contesté—. Ha demostrado mucho valor al venir.
Estaba agachada sobre el enfermo y lo observaba.
—¿Hay… alguna esperanza? —preguntó.
—Hay muchas esperanzas, señora Petrie. En los demás casos, la aparición de la sombra violeta significa la muerte…
—¿Y en este caso?
Me miró, y sus maravillosos ojos eran tan brillantes que pensé que tal vez estaba reprimiendo sus lágrimas.
—En el caso de Petrie, la evolución de la enfermedad se ha detenido, al menos por el momento.
—Es maravilloso —murmuró— y muy extraño.
Se inclinó de nuevo hacia él. Sus movimientos felinos manifestaban una gracia indolente. Con una mano delgada de color marfil sujetaba el borde de su abrigo; sus largas uñas estaban recubiertas de una laca brillante como una joya. Me preguntaba cómo se habían conocido ellos dos y cómo dos seres tan profundamente opuestos habían llegado a enamorarse.
La señora Petrie levantó de nuevo la vista hacia mí.
—¿Está el doctor Cartier aplicando un nuevo tratamiento en el caso de… mi esposo?
Esa ligera pausa, casi imperceptible, no me pasó inadvertida. Reprimía, supongo, una repentina emoción al pronunciar ese nombre y percatarse de que el hombre se tambaleaba en el límite del más allá.
—Sí, señora Petrie; un tratamiento descubierto por su marido y llamado «seiscientos cincuenta y cuatro».
—¿Preparado, me imagino, por el doctor Cartier?
—No, preparado por el mismo Petrie, justo antes de caer enfermo.
—¿Pero el doctor Cartier, por supuesto, conoce la fórmula?
De alguna extraña manera, parecía que aquella voz suave estaba dictando una sentencia; era como escuchar la voz del destino. Por otra parte, dejar de contestar a sus preguntas habría sido, en cierto modo, como hacerse el sordo al canto de las sirenas. Y sus ojos bordeados de pestañas oscuras y que, en ese momento, por algún efecto de la luz, parecían dorados, conferían todavía más peso a la encantadora pregunta.
Estaba a punto de contestar la verdad, que nadie, salvo Petrie conocía la fórmula, pero una repentina compasión por mi pobre amigo me infundió la fuerza para contener mis palabras. ¿Por qué admitir una verdad tan cruel?
—No lo sé con exactitud —respondí, consciente de que el tono de mi voz carecía por completo de naturalidad.
—Pero ¿la tendrá mi esposo? ¿En su laboratorio, sin duda?
Su ansiedad, a pesar de la firmeza de su voz aterciopelada, era evidente.
—Seguramente, señora Petrie —dije, intentando tranquilizarla y hablando con mayor firmeza, convencido de que la fórmula se hallaba en alguna parte entre los papeles de Petrie.
Murmuró algo en voz baja, se levantó y se aproximó a la cabecera de la cama.
Y aquí empezaron las dificultades. En efecto, en el momento en que la señora Petrie se inclinaba sobre la almohada, me acordé de la promesa que le había hecho a Nayland Smith y de sus palabras: «No permita a nadie que se acerque a él…»
Me levanté rápidamente y me dirigí hacia la señora Petrie.
—¡Tenga cuidado de no tocarle! —le advertí.
Se volvió y me miró.
—¿Por qué? —preguntó.
—Porque… —dudé por un momento: ¿qué podía decirle?—. Porque existe un peligro de contagio.
—No se preocupe, señor Sterling. Pasada la primera fase de la enfermedad, ya no existe riesgo de contagio. Me lo dijo la hermana Thérèse.
—Pero es posible que esté equivocada —insistí—. De verdad no puedo permitir que corra este riesgo.
Quizá me lo tomara demasiado a pecho; sin embargo, me habían rogado de manera encarecida que lo hiciera. Había dado mi palabra de que nadie tocaría a Petrie y tenía que cumplirla. No veía ninguna razón lógica para impedir que esa mujer que lo quería le acariciase el cabello como pensaba que tenía la intención de hacer. Era casi inhumano prohibírselo. Pero sir Denis confiaba en mí y no podía defraudarlo. «No me resultará fácil», le había dicho. ¡Pero no había previsto hasta qué punto!
—Me parece —insistió sin alterarse— que el riesgo es mío, ¿no?
La señora Petrie se inclinó de nuevo sobre la almohada. Estaba a punto de apoyar esas manos delgadas, indolentes, sobre los hombros de Petrie.
Quería, supongo, besar sus labios apergaminados…