6. SEISCIENTOS CINCUENTA Y CUATRO

La señora Dubonnet, sacudida todavía por un temblor nervioso, fue escoltada hasta sus habitaciones. Le contamos que Petrie sufría un fuerte ataque de gripe y que era preciso ingresarlo de inmediato. Sin embargo, no fuimos capaces de inventar una mentira piadosa que explicara la aparición del rostro amarillo en su ventana; y la buena señora anunció su propósito de encerrarse con llave en la cocina hasta que alguien pudiera acompañarla hasta su casa.

Se marchó repitiendo como un lamento: «¡Mi pobre y querido doctor…!»

Cartier se había desplazado allí en persona con dos enfermeros y un chófer. El pequeño hombre, de cara redonda y barba parecía tan consternado por el aspecto de Petrie que, en circunstancias menos trágicas, habría provocado la risa. Se arrodilló ante el hombre inconsciente.

—El estigma negro —murmuró, tocando las cejas moradas—. ¡Llego tarde! El coma, pronto; en menos de una hora, las convulsiones finales… ¡la muerte! ¡Dios! Es terrible. ¡Es hombre muerto!

—No estoy tan seguro —lo cortó sir Denis—. Perdóneme, doctor. Me llamo Nayland Smith. Me he atrevido a ponerle una inyección…

El doctor Cartier se levantó de golpe.

—¿Qué inyección? —preguntó.

—No lo sé —respondió tranquilo sir Denis.

—¿Qué era?

—No lo sé. Le administré un preparado suyo que él llamaba «seiscientos cincuenta y cuatro».

—¡«Seiscientos cincuenta y cuatro»!

El doctor Cartier se dejó caer otra vez de rodillas junto al enfermo.

—¿Cuándo apareció la sombra? —preguntó.

—Es difícil de precisar, doctor —contesté—. Se encontraba solo aquí dentro. Pero al menos no ha aumentado.

—¿Cuándo le pusieron la inyección?

Nayland Smith dejó al descubierto su muñeca morena y delgada y echó una breve mirada a un reloj de metal con correa de cuero.

—Hace cuarenta y tres minutos —declaró.

Cartier volvió a ponerse en pie de un salto.

—¡Doctor Smith! —gritó muy exaltado, y vi a sir Denis reprimir una sonrisa—, ¡eso es un triunfo! A partir del momento en que aparece la equimosis, se extiende irrevocablemente hacia los ojos. ¿Me ha dicho que lleva cuarenta y tres minutos detenida? ¡Es todo un éxito!

—Esperemos que así sea —dijo sir Denis.

Se dispuso todo lo necesario para trasladar al enfermo mientras confesábamos al bueno del doctor Cartier, que no salía de su asombro, que Nayland Smith no era un colega suyo sino un policía fuera de serie.

—Es indispensable —murmuró sir Denis— que el lugar permanezca esta noche bajo vigilancia. No olvidemos —me agarró del brazo— que aún es posible que su plan funcione y consigan acabar con Petrie. ¡La fórmula del «seiscientos cincuenta y cuatro» debe de estar en alguna parte!

Pero la buscamos en vano; Petrie tampoco la llevaba encima. Se llegó a un acuerdo con el conductor del coche que había llevado allí a sir Denis para que montara guardia en el laboratorio.

Nos abstuvimos de mencionar la clase de enfermedad que Petrie padecía. Por otra parte, el doctor Cartier nos aseguró que ya no existía el menor peligro de contagio directo.

Y mientras la ambulancia trasladaba al pobre Petrie, acompañado por Nayland Smith, a un pabellón retirado del hospital, yo llevaba a la señora Dubonnet a su casa tras dejar al chófer de Cannes de guardia. Al volver, ofrecí al hombre la cena de la cual el destino nos había impedido disfrutar a Petrie y a mí, le presté un rifle y salí hacia el hospital. La guerra fría que se había visto obligado a librar, día a día, contra esa extraña peste que amenazaba la Costa Azul, ha despertado el interés de todo el equipo del pequeño hospital.

Petrie, junto a otros enfermos que sufrían el mismo mal, había sido aislado en un edificio separado del hospital por una extensión de tierra baldía. Después de cierta demora, un portero me condujo a través de ese desierto en miniatura hasta la puerta del pabellón, un edificio bajo circundado por un bosquecito de pinos.

Una monja me recibió y me guió en silencio por el largo corredor que llevaba a la habitación de Petrie.

En cuanto entré, y mientras la hermana se retiraba, comprendí qué provocaba, incluso en el portero, ese nerviosismo contenido.

El doctor Cartier, con los ojos arrasados en lágrimas, tomaba el pulso al enfermo. Junto a él, Nayland Smith, al verme entrar, hizo con la cabeza un gesto para tranquilizarme.

En la frente de Petrie, la sombra violeta no había aumentado. ¡Me pareció incluso que estaba más difuminada!

El doctor Cartier guardó de nuevo su reloj y se levantó, con las manos juntas.

—Está mejorando mucho —aseguró sir Denis—. El «seiscientos cincuenta y cuatro» es el remedio adecuado… pero ¿qué es exactamente el «seiscientos cincuenta y cuatro»?

—¡Tenemos que saberlo! —exclamó el doctor Cartier, emocionado—. ¡Gracias a Dios, pronto saldrá del coma y podrá explicárnoslo! ¡Tenemos que saberlo! No podemos hacer nada más en este momento. Pero la hermana Thérèse es una verdadera joya, y si la situación evolucionase, me avisaría al momento. Estaría aquí en tres minutos. Pero ¿mañana qué? ¿Qué vamos a hacer? ¡Debemos saberlo!

—Tiene toda la razón —dijo sosegadamente sir Denis—, pero tranquilícese. Creo que está a punto de conseguir una gran victoria. Confío, ya se lo dije, en obtener una copia de la fórmula del «seiscientos cincuenta y cuatro», mas como lo primero y lo más importante es salvar al doctor Petrie, ¿tiene algo que objetar a mis planes?

—¡Claro que no! —contestó Cartier—. Excepto que tal vez me parezcan innecesarios.

—Nunca tomo riesgos innecesarios —replicó con sequedad sir Denis.

Esperó a que Cartier se marchara para añadir:

—Me voy a Niza ahora mismo para telefonear a Londres. —¿Qué?

—Existe una relación indiscutible, Sterling, entre la aparición, en el laboratorio de Petrie, de una nueva especie de mosca tropical y esa planta exótica que lleva, además, unas manchas de sangre.

—Es evidente.

—El eslabón es el dacoit birmano que yo oí y que usted y la señora Dubonnet han visto. Era el sirviente de un terrible amo.

Estuve a punto de formular la pregunta que me quemaba la lengua, pero sir Denis continuó:

—La hermana Thérèse es la única persona en quien Cartier confía. He hablado con ella: vigilará a nuestro paciente de vez en cuando. Pero, además, voy a pedirle un favor, Sterling, en mi nombre y en el de Petrie.

—Lo que quiera. Sólo tiene que decirlo.

—Verá, Sterling, desde que Petrie abandonó Londres y se instaló aquí no ha perdido el contacto con sir Mansión Rorke de la Escuela de Medicina Tropical, uno de los tres nombres más importantes de su especialidad, aunque dudo que sepa más que Petrie. Hace unos días me llamó sir Manston. Había llegado a una conclusión muy interesante.

—¿A propósito de qué?

—A propósito de la epidemia francesa. Dos casos, con síntomas idénticos, han aparecido en los muelles de Londres, y ha tenido noticias de varios casos en Nueva York y de uno en Sidney, Australia. Examinó en persona los dos casos de Londres (ambos tuvieron un desenlace mortal) y llegó a la conclusión de que esa enfermedad no era una peste ordinaria. En una palabra, ¡cree que ha sido provocada artificialmente!

—¡Dios mío, sir Denis! Empiezo a pensar que está en lo cierto.

Nayland Smith asintió.

—Le pregunté cuál debía de ser el motivo, y no se decide entre un sabio que de pronto ha perdido la razón y una conspiración roja destinada a diezmar las naciones no amigas. En mi opinión, no está muy lejos de la verdad; pero ahora viene lo que nos interesa: tengo motivos para sospechar que Petrie comunicó a sir Manston la fórmula del «seiscientos cincuenta y cuatro», de modo que me marcho a Niza para hablar con él.

—Dios quiera que él la tenga —dije, echando una ojeada a la cama donde reposaba el enfermo.

—Que así sea. Pero entretanto, Sterling (estaré ausente durante unas dos horas o quizá más), es de una importancia vital que no deje a Petrie solo ni por un momento.

—Entiendo.

—Le pido a usted que se quede junto a él hasta que yo regrese. Insisto, no debe moverse de su lado.

—De acuerdo. Cuente conmigo.

Me observó fijamente. Había algo que me hipnotizaba en esa mirada penetrante.

—Sterling —dijo—, va usted a enfrentarse con un enemigo más astuto y brillante que todos cuantos haya conocido. Hasta mi regreso, no permita a nadie, excepto a la hermana Thérèse o a Cartier, que se acerque a Petrie.

Me sorprendió su vehemencia.

—No me resultará muy fácil —insinué.

—No le resultará fácil, lo reconozco, pero debe hacerlo. ¿Puedo confiar en usted?

—Perfectamente.

—Me marcho corriendo a telefonear a Manston Rorke. Rezo para que esté en Londres y logre localizarle.

Levantó la mano con un breve gesto de despedida al enfermo, dio media vuelta y salió.