Un profundo silencio reinaba en el laboratorio. A través de las ventanas abiertas llegaba el zumbido del motor de Kohler debajo de su cobertizo; allí, al fondo del jardín, se oía el canto de las cigarras y el cloquear de las gallinas.
Había un sofá abarrotado de libros y de trastos médicos. Sir Denis me ayudó a vaciarlo, y acomodamos allí a Petrie.
Desde la villa, había telefoneado al doctor Cartier.
La horrenda sombra violeta comenzaba a extenderse por debajo de las cejas de mi pobre amigo.
—Cierre la puerta, Sterling —dijo hoscamente Nayland Smith.
Le obedecí.
—Acérquese y fíjese en eso —prosiguió.
Petrie, que solía llevar un jersey de lana de mangas largas cuando se quedaba trabajando hasta muy tarde, sin duda había intentado quitárselo antes de entrar en coma.
—Ya ve cuál era su intención —continuó Nayland Smith—. Dios sabe cuál será el resultado, pero esta es su única oportunidad. Debe de haber estado luchando todo el día. El tumor en el sobaco le advirtió que la crisis estaba cerca. —Examinó el líquido blanquecino en su pequeño recipiente de cristal—. ¿Tiene alguna idea de qué puede ser esto?
Señalé el tubo roto y el polvo blanco esparcido por el suelo.
—Un preparado de su invención que llamaba «seiscientos cincuenta y cuatro». Pensaba que debía de tratarse del remedio adecuado, pero no se atrevía a probarlo en uno de sus pacientes.
—Me gustaría saber… —murmuró sir Denis—. Me gustaría saber…
Me agaché y recogí un fragmento de cristal en el cual quedaba todavía pegada una de las etiquetas cuidadosamente escritas por Petrie.
—¡Mire esto, sir Denis!
Leyó en voz alta:
—«Seiscientos cincuenta y cuatro», un gramo por cada diez centímetros cúbicos de agua destilada, preparación intravenosa.
Me lanzó una mirada decidida.
—O sana o muere —soltó—. No podemos dudar.
—¿No valdría más esperar al doctor Cartier?
—¡Esperar! —Su mirada encolerizada me impresionó—. Si hay suerte, estará aquí dentro de tres cuartos de hora. Y en nuestro caso, ¡salvarle o no es una cuestión de minutos! ¡No! Debemos dar a Petrie una oportunidad. No soy un experto, pero haré lo que esté en mi mano…
Hube de esforzarme para soportar los minutos que siguieron. Pero Nayland Smith, una vez tomada su decisión, puso la inyección como si hubiera pasado media vida entregado a esa tarea.
—Si Petrie se salva —dijo con toda tranquilidad al terminar—, su propia ciencia lo habrá salvado, y no la nuestra. Abríguelo con esa alfombra, hace un frío impresionante aquí dentro.
El hombre poseía un dominio de sí mismo absolutamente fuera de lo común.
Atravesó la habitación para cerrar las ventanas y, al mismo tiempo, ocultarme su rostro. Pese a esa sangre fría excepcional, un breve momento de emoción consiguió traicionarlo de nuevo. Y, de repente, el silencio sepulcral que había invadido el laboratorio al cerrar las ventanas se vio interrumpido por el zumbido de un insecto.
No distinguía el bicho al que sir Denis, al moverse, debía de haber molestado, pero revoloteaba con una actividad febril. Sin embargo, la atención de sir Denis parecía atraída por otra cosa: contemplaba fijamente la mesa.
—¡Hum! —masculló—. ¡Qué extraño!
Pareció notar por fin el zumbido del insecto. En el acto dio media vuelta con una expresión extraordinaria en el rostro.
—¿Qué es eso, Sterling? —me espetó—. ¿Lo oye?
—Perfectamente. Hay un moscardón que revolotea por la habitación.
—¡De moscardón, nada! Últimamente he pasado mucho tiempo en el laboratorio de la Escuela de Medicina Tropical. ¡Y por eso estoy aquí! Escuche. ¿Ha oído alguna vez a un moscardón que emita un ruido semejante?
Su comportamiento me resultaba tan raro que me asusté. Permanecí inmóvil, atento. Y, en efecto, en el zumbido que producía ese insecto invisible e incansable, percibí una diferencia. Era como un sonido metálico. Intercambié una mirada con Nayland Smith.
—Usted ha estado en Uganda —dijo—. ¿Nunca lo había oído?
Entonces, antes de que tuviera tiempo de contestar, divisé el insecto causante de aquel ruido peculiar. Era más pequeño de lo que yo suponía. Rozando casi la cabeza de mi interlocutor, alcanzó la mesa detrás de él y fue a posarse encima de algo que ya había atraído el interés de sir Denis.
—No se mueva —murmuré—. Está justo detrás de usted.
—Atrápelo —contestó sin alzar la voz—. Con un libro, un rollo de papel, cualquier cosa… pero, por lo que más quiera, no falle…
Tomé un ejemplar de La Revue de Montecarlo. Uno de los escasos pasatiempos de Petrie consistía en elaborar un sistema que le permitiera ganar a la ruleta, pero nunca disponía del tiempo necesario para perfeccionarlo. Lo enrollé y me acerqué despacio.
Nayland Smith permanecía quieto. A su lado, con mi matamoscas improvisado en la mano, distinguía con toda nitidez al insecto. Estaba provisto de dos alas parduscas, largas y estrechas, y de una extraña cabeza peluda. En el mismo momento en que abatía mi rollo de papel sobre él, reconocí el objeto en el que estaba posado.
Era una ramita de aquel drosophyllum de hoja violeta, idéntica, pero recién cortada, a la que estaba guardada dentro de un tubo en alguna parte de la colección de Petrie.
—No falle —repitió sir Denis, volviéndose.
Asesté otro golpe. Detrás de nosotros, Petrie yacía inmóvil. Sir Denis se inclinó hacia el insecto muerto.
—¿Sabe lo que es, Sterling? —preguntó.
—No. Las moscas están un poco fuera de mi competencia. Pero puedo hablarle de las hojas violetas.
Con el rollo de papel, apartó la mosca muerta y la depositó encima de la superficie pulida de la mesa, debajo de la luz.
—¡Caramba! —exclamó.
Tomó una lupa e, inclinado sobre el insecto, lo estudió con atención.
Me volví hacia el sofá donde se hallaba Petrie y examiné sus rasgos azorados. No mostraban ninguna señal de vida. En su frente, la sombra violeta parecía un enorme cardenal; pero pensé que, al menos, no había aumentado.
Sin embargo, tenía la impresión de que estaba perdido, agonizando ya, y mis pensamientos regresaron a la extraña planta que descansaba encima de la mesa, y luego a la cara amarilla que se me había aparecido poco antes entre las tinieblas.
¿Cabía imaginar que algún elemento humano contribuyera a esa horrible peste?
Me di la vuelta para contemplar la silueta encorvada e inmóvil de Nayland Smith rodeada por la sombra del crepúsculo, y me asaltó de pronto la necesidad de cerrar las persianas metálicas. Me apresuré a bajarlas sin cruzar el menor comentario con sir Denis. Pero una vez que hube alejado ese crepúsculo amenazador, se incorporó y me miró.
—Sterling —dijo, con una expresión grave que me impresionó—, en su carrera de botánico, ¿ha encontrado alguna vez un verdadero género híbrido?
—¿Se refiere a una especie entre la rosa y el lirio o a un roble con manzanas?
—Así es.
—De una manera espontánea, nunca, aunque he oído mencionar algunos casos de híbridos de vez en cuando. Muchas curiosidades de ese tipo pueden obtenerse, no obstante, artificialmente. Los japoneses son expertos en la materia.
—¿Artificialmente? —repitió—. Pero la naturaleza, según la experiencia me ha demostrado, manifiesta un gran sentido común. No obstante, Sterling —indicó la mesa— ahí tiene un insecto que, por el ruido que produce al volar, tiene todo el aspecto de ser una mosca tsé-tsé.
—¿Una tse-tsé? ¡Dios mío! ¿Aquí?
Sonrió inexorable.
—Muy lejos de su medio habitual —admitió— y muy por encima de la latitud que suele alcanzar. Pensé que usted reconocería el sonido característico que emite por haber viajado a través de la zona de las moscas. Sin embargo, no estaba equivocado. Posee en efecto ciertos rasgos típicos de la blossina, la mosca tsé-tsé, las alas por ejemplo. ¡Acabo de seguir un curso intensivo sobre el tema! Pero ¿cómo explica, Sterling, que posea las patas y la cabeza de un enorme mosquito? Es una pesadilla, un anacronismo, ¡una especie de pulga voladora gigante!
Sus palabras me trajeron algo a la memoria. ¿Qué me había dicho Petrie, al principio de la tarde?… «incluso en el caso de que la madre naturaleza haya enloquecido de repente, ¡creo que esto lo asombrará!».
—Sir Denis —lo interrumpí—, debería saber que Petrie encontró, en la sangre de un paciente, un fenómeno parecido, como un germen híbrido que no sería capaz de describirle. Era la enfermedad del sueño combinada con la peste…
—¡Dios mío!
Me pareció que su rostro delgado y curtido por el sol se alargaba todavía más.
—Como usted sabe —dijo—, la tsé-tsé propaga la enfermedad del sueño. El mosquito es sospechoso de transmitir varias enfermedades. Pero la pulga de la rata (y esto semeja más una pulga que un mosquito) es la causa indiscutible de la propagación de la peste… ¿Estaré volviéndome loco?
Atravesó de repente la habitación y se inclinó encima de Petrie. Lo escrutó con cuidado. Empecé a sospechar que sir Denis Nayland Smith poseía algo más que unas simples nociones de medicina. Lo miré en silencio mientras tomaba el pulso del enfermo.
—No ha empeorado —comentó—. El «seiscientos cincuenta y cuatro» parece surtir efecto. Y sin embargo, ese coma… ¿Hay alguna esperanza?
—¡Ya no sé qué esperar o qué creer, sir Denis!
Asintió con la cabeza.
—Yo tampoco. Mi trabajo me ha obligado a adquirir ciertos conocimientos de medicina; pero este es un caso de especialista. De cualquier modo, hábleme de esas hojas, esas hojas que, por lo visto, atraen a la mosca…
Le resumí todo cuanto sabía de esa planta cazadora de insectos.
—La muestra que Petrie conserva —concluí— lleva rastros de sangre humana.
Sir Denis asió rápidamente la lupa y se inclinó sobre las hojas violetas, encima de la mesa.
Las estudió por un momento y luego se volvió hacia mí.
—¡Estas también! —declaró—. Sangre fresca.
Me quedé sin habla durante unos momentos.
—¿El insecto que aplasté…? —aventuré.
Sacudió la cabeza con impaciencia.
—Hay demasiada. Estas hojas han sido salpicadas por un chorro de sangre.
—¿Cómo, por Dios, han podido llegar hasta aquí? ¿Y cómo consiguió entrar esa mosca del demonio?
Me clavó la vista mientras me daba unas palmaditas en el hombro.
—Es usted un hombre con nervios de acero, Sterling —afirmó—, de modo que puedo decírselo. Las trajeron aquí, y —señaló el cuerpo inerte en el sofá— con este propósito.
—Pero…
—No hay peros. Esta noche abandoné a cierta distancia el coche en el que viajé desde Cannes y anduve buscando esta villa que mi chófer no sabía localizar. Estaba a punto de llegar cuando oí un sonido.
—Yo también lo oí.
—Sí, ya lo sé. Pero para usted no significaba nada, sólo era un ruido estremecedor. Pero en mi caso, su significado era claro. Ya lo había oído antes.
—¿Qué era? ¡No se me olvidará jamás!
—Era la señal que utilizan algunos birmanos comúnmente conocidos como dacoits para comunicarse entre sí. Si el pobre Petrie hubiera visto ese nuevo ejemplar de mosca tsé-tsé, ya habría sospechado, pero si hubiera oído ese grito… ¡lo habría comprendido!
—¿Habría comprendido qué? —pregunté, preso de una excitación cada vez mayor.
—Contra qué estaba luchando. —Alzó los puños en un gesto de desesperación—. ¡Somos unos niños! —exclamó con vehemencia—. ¿Qué sabe usted de botánica o Petrie de medicina, comparados con el doctor Fu-Manchú?
—¿El doctor Fu-Manchú? —repetí.
—Un sinónimo de Satán, el diablo inmutable y eterno.
—Sir Denis —balbucí, perplejo.
Pero giró bruscamente y se inclinó de nuevo sobre el cuerpo sin vida de su viejo amigo.
—¡Pobre Karamaneh! —murmuró. Guardó silencio por unos instantes y luego, mirando en torno a sí, prosiguió—: ¿Conoce usted a su mujer, Sterling?
—No, sir Denis, no la he visto en mi vida…
—Es joven todavía. Ya tenía un hijo cuando Petrie se casó con ella… y es la mujer más bella que he conocido jamás…
Mientras hablaba, me parecía oír una voz suave que decía:
«Piense en mí como Derceto…»
Fleurette. Fleurette era la mujer más bella que había visto jamás…
—La eligió un maestro que en raras ocasiones se equivoca.
Su comportamiento y sus palabras eran tan misteriosos que no alcanzaba a desentrañar su significado.
—¿Un maestro? ¿Se refiere a un pintor?
Se volvió hacia mí y me sonrió.
Su sonrisa era la más infantil y aturdidora que había visto nunca en una persona mayor.
—¡Sí, Sterling, un pintor! Su lienzo es el mundo, y sus colores, las razas humanas…
¡Parecía todo tan enigmático…!
Iba a pedirle una explicación cuando nos interrumpió una serie de chillidos entrecortados.
Me apresuré hacia la puerta. Había reconocido la voz.
—¿Quién es? —preguntó sir Denis.
—La señora Dubonnet.
—¿El ama de llaves?
—Sí.
—No la deje entrar.
Abrí la puerta, y la pobre mujer, aterrorizada, cayó en mis brazos.
—Señor Sterling —resolló histérica—, ¡ha sucedido algo terrible! Lo sé, lo sé, ¡algo terrible ha sucedido!
—Cálmese, señora Dubonnet —dije, intentando apartarla—. El doctor Petrie…
—He de contárselo al doctor, tiene que saberlo. Al levantar un momento los ojos de mis cacerolas, vi aparecer a través de la ventana, justo encima de mí, un rostro, un horrible rostro amarillo con ojos bizcos…
—La situación es apremiante, Sterling —interrumpió sir Denis, interponiéndose con firmeza entre la infeliz mujer y el hombre inconsciente tendido en el sofá—. Uno de esos demonios asesinos está rondando el lugar…
De repente oí el ruido confuso e insistente de una bocina de coche, allí arriba, en la carretera de la Cornisa, que se acercaba por el estrecho camino que lleva a Villa Jasmin.
—¡La ambulancia del hospital! —exclamó con alivio sir Denis.