Alcancé la lancha unos minutos después. Mientras subía a bordo y ponía el motor en marcha, reparé en que me hallaba en un tremendo estado de excitación. En el camino de regreso al embarcadero situado debajo del pequeño chalet de Petrie, el recuerdo de lo ocurrido aumentaba todavía más mi nerviosismo.
Fleurette era la criatura más encantadora pero a la vez la más misteriosa que se había cruzado jamás en mi camino; y pensando en ella y en nuestra extraña conversación, llegué a una conclusión inevitable. Me había mentido, estaba claro, había estado actuando durante todo el rato que habíamos pasado juntos. Una bella muchacha instalada en la finca de un rico egipcio… ¿qué podía pensar?
La respuesta parecía evidente. Era dura de aceptar, pero no cabía otra. Por otra parte, prefería no acordarme del extraño sonido que había puesto fin a nuestra entrevista. No lo relacionaba con nada…
Mientras amarraba la lancha y después, al subir bajo un sol de justicia por el largo sendero que conducía a Villa Jasmin, me pregunté si volvería a ver a Fleurette y, sobre todo, si ella querría verme otra vez.
La señora Dubonnet, supuse, había ido al pueblo para realizar su compra del mediodía, lo que incluía una parada obligatoria en la terraza de un pequeño café para tomar el aperitivo en compañía de sus amistades. En cuanto a Petrie, sabía que estaría trabajando duro en el laboratorio, al fondo del jardín.
Me preparé una copa, me senté en la galería abarrotada de plantas y dejé vagar mi mirada por el pequeño y bien aprovisionado huerto. Más allá se divisaban las paredes cuajadas de flores y los tejados rojos sobre los cuales destacaba el verde de las palmeras y de la vid; al fondo, el Mediterráneo centelleaba como una joya. Pensé que sin duda era un lugar muy apropiado para una convalecencia. Luego, insidiosamente, el recuerdo de Fleurette se apoderó de nuevo de mi mente. Debía de estar agotado por el baño y allí, echado en la tumbona, con el sol acariciando mi piel, me adormecí. Y, casi en el acto, empecé a soñar.
Soñé que me hallaba tendido en esa misma tumbona, bajo el sol, en el balcón o en la azotea de un edificio de una altura extraordinaria. Decidí que sólo podía tratarse del Empire State Building de Nueva York. Gozaba de una vista panorámica. Estaba rodeado de otros muchos edificios gigantescos que bordeaban kilómetros y kilómetros de rectas avenidas que se extendían hasta el lejano mar.
El cielo era azul zafiro, y una bruma de calor subía desde la gran ciudad que yacía a mis pies.
Percibí entonces un extraño sonido de una gran agudeza. Me recordaba algo que ya había oído antes pero que, en mi sueño, no lograba definir. En el horizonte, a muchos kilómetros de distancia, por encima del océano azul, apareció una nube del tamaño de mi mano. Era una nube violeta que se abría poco a poco como un abanico cuyas varillas se hacían cada vez más anchas hasta que, por fin, la mitad del cielo se tiñó de violeta.
De repente, el puntito luminoso que representaba, supongo, el clavillo de aquel extraño abanico, se convirtió en una joya. El abanico seguía desplegándose, oscureciendo aún más el cielo.
La mancha luminosa se acercaba, y al fin pude distinguir de qué se trataba.
Era un dragón o una serpiente de mar que trepaba hacia mí a una velocidad vertiginosa. Encima de su horrenda cabeza con cresta cabalgaba un hombre. Llevaba una túnica amarilla que los rayos del sol convirtieron poco a poco en una vestidura de oro.
Su rostro amarillo resplandecía también como el oro; llevaba un gorro adornado con perlas brillantes. Era chino.
Pensé que su rostro tenía la majestuosidad de Satán, que era el emperador de las tinieblas llegado desde el infierno para apoderarse de una ciudad condenada.
Vi entonces que, sobre el dragón, cabalgaba otro jinete; una mujer, vestida con un suntuoso traje blanco y tocada con una diadema de piedras preciosas. La reconocí…
Era Fleurette.
La nube violeta llenó todo el cielo hasta que reinó la oscuridad. La sombra me invadió, y sustituyó la luz del sol. Me estremecí y abrí los ojos con un sobresalto.
El doctor Petrie acababa de entrar en la galería y me hacía sombra.
—¡Hola, Sterling! —me saludó—. ¿Qué pasa? ¿Abusando de sus fuerzas otra vez?
Me costó incorporarme y, al cabo de un momento, me sentí totalmente despierto. Mientras miraba a Petrie, sentado en una repisa, junto a una gran jarra de vino convertida en macetero, me asaltó la idea de que era un hombre muy enfermo.
No llevaba sombrero, y su cabello canoso estaba alborotado, algo poco habitual en él. Fumaba un cigarrillo y me observaba con aquella mirada penetrante que suelen tener los médicos. Sin embargo sus ojos, bajo los cuales se extendían unas profundas ojeras, despedían un brillo anormal.
—Fui a bañarme —respondí—, me quedé dormido y tuve una horrible pesadilla.
El doctor Petrie sacudió la cabeza y dejó caer la ceniza de su cigarrillo dentro de la jarra de vino.
—La fiebre amarilla es capaz de destrozar a cualquiera, incluso con una constitución tan fuerte como la suya —afirmó, con el semblante serio—. Créame, Sterling, no debería tomarse esas libertades con su salud durante una temporada.
En el ejercicio de mi profesión, la de botánico especialista en orquídeas, me había fulminado un fuerte ataque de fiebre amarilla en la parte alta del Amazonas. Los indígenas que me acompañaban me habían abandonado allí, en plena selva, y debo la vida a un explorador alemán quien, guiado por la Providencia, dio conmigo y me llevó hasta Manaos.
—Al diablo con las libertades, doctor —refunfuñé mientras me levantaba para prepararle una copa—. ¡Si de verdad existe un hombre que se permite ciertas libertades con su salud, es usted! ¡Se mata trabajando!
—Tonterías —replicó examinándome—. Olvídese de mí y de mi salud. Tengo serias preocupaciones.
—¿Un nuevo caso?
—Lo ingresamos a primera hora de la mañana —dijo, asintiendo.
—¿Quién es, esta vez?
—Otro de esos hombres que trabajan al aire libre, Sterling, un jardinero a destajo. Estaba trabajando en una villa alquilada por unos estadounidenses, precisamente en la ladera que domina Sainte Claire de la Roche…
—Sainte Claire de la Roche —repetí.
—Sí, ese lugar que tanto interés tiene usted en explorar.
—¿Cree que conseguirá salvarlo?
Frunció el entrecejo con un gesto evasivo.
—Cartier y los demás médicos franceses empiezan a ponerse muy nerviosos —contestó—. Si se divulgase la verdad, la Riviera quedaría desierta, ¡lo saben perfectamente! Por mi parte, tampoco me siento muy optimista. Hoy he perdido a otro paciente.
—¡Caramba!
Petrie se pasó nervioso la mano por el pelo.
—Lo que ocurre —continuó— es que resulta casi imposible establecer un diagnóstico. Encontré tripanosomas en la sangre del primer enfermo que examiné aquí; y a pesar de que nunca se ha visto una mosca tsé-tsé en Francia, no tuve más remedio que diagnosticar la enfermedad del sueño. Probé Bayer doscientos cinco —sonrió con modestia— con una o dos modificaciones mías y, por algún milagro, el paciente se salvó.
—¿Por qué un milagro? ¿No es ese un tratamiento adecuado?
Me miró y su estado de extremo agotamiento me impresionó.
—Lo es —respondió— cuando de verdad se trata de la enfermedad del sueño. ¡Pero no era la enfermedad del sueño!
—¡Vaya!
—Y aquí aparece el milagro. Preparé unos cultivos y, al examinarlos al microscopio, me llevé una sorpresa; descubrí que esos parásitos no corresponden exactamente a ninguna de las especies clasificadas hasta hoy. Pertenecen a la familia de la enfermedad del sueño, pero son nuevos miembros. Y entonces, justo antes de que muriera otro paciente, hice un descubrimiento importante en el que he estado trabajando desde aquel momento…
—¡Trabajando demasiado!
—No importa. —El tema le apasionaba—. ¿Y sabe lo que encontré, Sterling? ¡Encontré un Bacillus pestis adherido a uno de los parásitos!
—¿Bacillus pestis?
—¡Peste!
—¡Dios mío!
—Pero aquí no termina todo: los tripanosomas (los parásitos que producen la enfermedad del sueño) eran de una nueva variedad, como ya le he dicho. Y también lo era el bacilo de la peste. ¡Presentaba unas características distintas! Lo nunca visto, aunque le parezca imposible, ¡parásitos y bacilos juntos, trabajando en perfecta armonía!
—Me deja atónito, doctor —confesé—, pero tengo el presentimiento de que algo tremendo se esconde detrás de todo esto.
—¿Tremendo? Es algo monstruoso. La naturaleza está transgrediendo sus propias leyes, las que conocíamos hasta ahora.
Esto me hizo pensar en algo.
Mi padre había sido invitado a dar una conferencia en Edimburgo, en su antigua universidad, durante el primer año de estudios de Petrie, y una gran amistad había surgido entre maestro y discípulo. Nunca habían dejado de escribirse desde entonces.
Durante mis años de estudiante en Edimburgo el doctor se estableció en El Cairo, pero me invitó a pasar unos días en su casa de Londres. Y fue el principio de otra amistad.
En aquella ocasión, él había regresado de Egipto para recibir la medalla de la Royal Society por sus investigaciones sobre medicina tropical. Recuerdo cuál fue mi decepción al enterarme de que su mujer, de cuyo encanto había oído hablar muchas veces, no lo acompañaba en este viaje.
La visita, que tenía que ser breve, se prolongó a instancia de las autoridades francesas. La fama de Petrie había aumentado con los años, y al enterarse de su presencia en Londres le habían rogado que investigara el origen de la extraña epidemia que mantenía en vilo a todo el Midi francés, poniendo Villa Jasmin a su disposición para este fin.
Tres semanas más tarde, me repatriaban desde Brasil. Petrie, avisado por mi padre, me recogió en Lisboa, donde el barco hacía escala, y me llevó a Villa Jasmin para vigilar mi convalecencia.
Me temo que había resultado ser un paciente bastante rebelde.
—No vio usted el otro caso, ¿verdad? —preguntó bruscamente Petrie.
—No.
—Bien. Deje su vaso. Me gustaría que me acompañara al hospital. Habrá visto muchas enfermedades extrañas en el Amazonas y conoce los síntomas de la enfermedad del sueño de Uganda. Es ese horrible rictus, como una especie de paroxismo final, y sobre todo lo que Cartier denomina «el estigma negro». A la busca y captura de sus bulbos, ha tenido usted ocasión de visitar lugares particularmente insalubres. ¿Se había encontrado alguna vez con algo semejante?
Empecé a llenarme una pipa.
—Nunca, doctor —respondí.
El ruido de un cañonazo lejano rompió de improviso el silencio. Un barco de la armada francesa entraba en el puerto de Villefranche…