—Es curioso que sólo hayamos podido mantener esta entrevista gracias a la circunstancia de que están ustedes prisioneros —comentó el doctor Fu-Manchú.
Se interrumpió y contempló a Nayland Smith con aquellos ojos que habían perdido la fuerza física pero que conservaban todo el poder de su espíritu. La energía del chino era increíble, como si una gran lámpara brillase en el interior de aquel cuerpo frágil y anguloso.
—Ahora, paradójicamente, estamos del mismo lado.
Apoyó el bastón de ébano y se incorporó; su cuerpo endeble recuperó gran parte de su altura original.
—Mi forma de proceder es distinta de la suya. Quizás a veces me he burlado de sus escrúpulos británicos. Tal vez llegue un día, sir Denis, en que usted se ría conmigo. No obstante, a pesar de lo mucho que le he odiado, siempre he admirado su perspicacia y su tenacidad. Usted desempeñó un papel decisivo en mi derrota, cuando planeaba modificar el centro del poder mundial. Sé que me consideró un loco, un megalómano. Estaba usted equivocado. —Pronunció las tres últimas palabras con voz muy baja, casi en susurros—. Trabajaba en pro de mi país. Veía que China iba por mal camino, que entraba en decadencia; con todos sus recursos, estaba convirtiéndose en presa de carroñeros. Tenía la esperanza de devolver a China el lugar que por su capacidad intelectual, su industria y sus ideales le corresponde. Quise despertar a China. Mi manera de proceder, sir Denis, no fue acertada, pero mi intención era buena.
Alzó la voz y levantó una mano descarnada con gesto de desafío. Nayland Smith no dijo una palabra. Yo contemplaba aquella aparición espeluznante como uno contempla una criatura inexistente en la peor de las pesadillas. Su sinceridad saltaba a la vista; su capacidad intelectual era inmensa. Cuando comprendí lo que defendía, los principios con los que se identificaba —y que yo, Shan Greville, lo escuchaba en una casa de Londres—, me entraron ganas de prorrumpir en carcajadas histéricas.
—Su largo reinado, sir Denis, está llegando a su fin. Una tragedia más infausta que cualquiera que yo haya soñado acabará con su Imperio. Ha querido el destino que ambos lo presenciemos. Sin embargo, yo no asistiré a la consumación, y doy gracias a mis dioses por ello.
»La mujer a quien ustedes conocen como Fah Lo Suee (era el nombre cariñoso que le dábamos en su primera infancia) es hija mía, de madre rusa. A través de ella, sir Denis, comparto la pena del rey Lear de Shakespeare. Ha reavivado un poder que yo había enterrado. No puedo condenarla; es carne de mi carne. Sin embargo, en China esperamos y exigimos obediencia. El Si-Fan es una sociedad más antigua que el budismo, y más flexible. El soberano empuña una espada ante la que todos deben doblegarse. Durante muchos años, el Si-Fan ha dormido apaciblemente. ¡Fah Lo Suee ha osado despertarlo!
Dirigió sus terroríficos ojos hacia mí por primera vez desde que había empezado a hablar.
—Señor Greville, usted no puede imaginar lo que significa el control de esta organización. Mal encauzada, en un momento de crisis histórica como este, sólo podría conducir a una nueva guerra mundial. He salido de mi retiro —miró de nuevo a Nayland Smith— para detener la locura de Fah Lo Suee. Algo de daño ha causado, pero lo he conseguido. Esta noche vuelvo a ser el señor del Si-Fan.
Temblando, se apoyó en el bastón.
—Jamás habría imaginado —dijo Nayland Smith— que viviría para aplaudir su éxito.
El doctor Fu-Manchú dio media vuelta y caminó hacia la puerta lacada.
—Si estuviera usted libre —contestó al llegar—, tendría que detenerme. Sería su deber. Lo tengo todo bien atado. Fah Lo Suee no los molestará más. Intente encontrarme, si quiere y si puede. Esta cuestión me trae sin cuidado, sir Denis, pero me voy de Inglaterra esta misma noche. El Si-Fan vuelve a dormir. El poder mundial recuperará el equilibrio, pero no como ella había planeado.
»Dentro de media hora me ocuparé de que el superintendente Weymouth, a quien aprecio, sea informado de que están ustedes aquí. La señorita Barton, mientras tanto, deberá permanecer encerrada en una habitación de arriba. Saludos y adiós, sir Denis. Saludos y adiós, señor Greville.
Salió y cerró la puerta.