IV

El doctor Fu-Manchú golpeó tres veces el suelo con el bastón. Entraron dos birmanos y lo saludaron.

Me resultaban conocidos. Eran los dacoits que habían participado en el Consejo de los Siete, en Al Jarya.

El doctor Fu-Manchú se acercó al centro de la habitación. Extendió una mano huesuda, semejante a una garra, y señaló a Fah Lo Suee, que seguía de hinojos. Sin una palabra, con los ojos bajos, Fah Lo Suee salió acompañada de la terrible escolta. Incluso llegué a compadecerla, tan bajo había caído, tan servilmente inclinaba la cabeza esa mujer orgullosa ante aquel anciano terrible y poderoso.

Con andar lento y pesado, pasó junto a las figuras postradas del nubio y el pirata y los tocó con el bastón. Habló en voz baja, en un tono gutural. ¡Se incorporaron de un salto y se acercaron a Rima!

En el transcurso de aquella escena extraordinaria, mucho más rápida de lo que expresa el relato, Rima había permanecido sentada, estupefacta. En aquel momento, al comprender el significado de la última orden de Fu-Manchú, se levantó horrorizada.

—¡Shan! ¡Shan! —exclamó—. ¿Qué va a hacerme?

El doctor Fu-Manchú golpeó de nuevo el suelo y pronunció una palabra con aspereza. El nubio y el pirata se detuvieron. Ningún sargento de la guardia real ha ejercido jamás tanto control sobre sus hombres.

—Señorita Barton —dijo con una voz extraña, que alternaba tonos sibilantes y guturales y que parecía surgir con dificultad—, le aseguro que está usted a salvo. Deseo estar a solas con sir Denis y el señor Greville. Para su absoluta tranquilidad, sir Denis le confirmará que mi palabra es sagrada.

Volvió aquellos ojos hundidos y velados hacia el sillón.

—No te preocupes, Rima —dijo Nayland Smith—. El doctor Fu-Manchú garantiza tu seguridad.

Yo no daba crédito. Pese a la afirmación de sir Denis, el terror asomaba a los ojos de Rima. Un torrente de palabras hizo que el filibustero cumpliera las instrucciones con presteza. Este y el nubio escoltaron a Rima al exterior de la habitación.

Forcejeé, gimiendo, para librarme de las cuerdas que me sujetaban. Tenía la mirada fija en Nayland Smith. ¿Le seguía el juego al diablo? ¿Cómo era posible que un hombre cuerdo creyese las promesas de un criminal probado?

Como si hubiera expresado mis pensamientos en voz alta, aquella voz áspera se dirigió a mí:

—No juzgue mal a sir Denis. Sabe que en la guerra soy implacable, pero también que ningún mandarín de mi orden ha roto jamás una promesa a sabiendas.

El nubio había cerrado la puerta que conducía al vestíbulo, y el doctor Fu-Manchú, al entrar en la habitación, había cerrado la del armario falso. Ningún sonido perturbaba la palestra donde aquella amenaza de la supremacía blanca y el hombre que la defendía se encontraron cara a cara.