—No puedo culparme —dijo Weymouth mientras miraba por la ventana desconsolado—. Otra vez se nos ha escapado por entre los dedos. De tal palo tal astilla —añadió—. Me quitó un peso de encima, tras la redada de Limehouse, enterarme de que Nayland Smith había visto a Fu-Manchú en persona en París y lo había perdido.
Una patrulla de policía, a las órdenes de Weymouth, había confiscado la caravana de los «gitanos», instalada tras la gran plantación que colindaba al oeste con la casa de Norfolk de sir Lionel, pero estaba vacía. Aquello había sucedido hacía tres días, pero el superintendente no podía sacarse la espina.
—No puedo permanecer aquí indefinidamente —explicó—. En estos momentos me necesitan con urgencia en El Cairo. La desaparición de sir Denis y la suya justificaban mi ausencia, pero ahora…
Comprendía su posición. Weymouth era un amigo incondicional, pero amaba su trabajo. Había acudido a Londres siguiendo una pista que sugería que a Nayland Smith y a mí nos habían introducido de contrabando en Europa. Ya habíamos aparecido. Sus deberes lo reclamaban.
—Su trabajo actual no es este —admití—, pero nos enfrentamos a las secuelas de un caso muy antiguo, después de todo.
Se dio la vuelta y clavó la vista en mí desde la otra punta de la habitación. Yo había regresado a Park Avenue para ocuparme de los miles de asuntos que el jefe tenía en Londres. Sir Lionel, con Rima, se había quedado en Norfolk, donde, en ausencia de sir Denis, podían descansar tranquilos. Nada sabía del paradero de Nayland Smith.
—¡Ha dado en el clavo! —reconoció Weymouth—. Me gustaría estar presente cuando llegue el fin.
Desde luego, se encontraba en situación extraña, al igual que todos nosotros. El doctor Fu-Manchú, el mayor criminal de todos cuantos, de vez en cuando, perturban la paz del mundo estaba vivo. La hija, que no le iba a la zaga a aquel genio formidable, ya había demostrado su capacidad para llevar de cabeza a los hombres más competentes.
La forma de expresarse de Weymouth me sonó terriblemente lúgubre.
—Lo más probable es que ese fin sea el de Nayland Smith —dije—, a juzgar por lo sucedido en Abbots Hold.
Weymouth asintió.
—Sir Denis le impide alcanzar sus objetivos —contestó—. Ha contrarrestado dos de sus tres primeras maniobras. Smith ha prometido ponerse en contacto conmigo dentro de la próxima hora, pero —me lanzó una mirada sombría— usted y yo, Greville, sabemos más de la banda llamada Si-Fan que la mayoría de la gente de la calle.
Me eché a reír, con una risa un poco falsa quizá.
—Vuelva a El Cairo —le recomendé—. Probablemente sea un lugar más seguro que Londres en este momento… para usted.
El sentido del humor de Weymouth siempre brillaba por su ausencia en momentos así. Sus ojos azules se endurecieron. Literalmente, me fulminó con la mirada.
—Nunca he huido del doctor Fu-Manchú —contestó—. Si cree que voy a huir de su hija, está muy equivocado.
Volví a reír, esta vez con carcajadas sinceras. Le di un puñetazo amistoso.
—¿No se da cuenta de que estoy tomándole el pelo? —pregunté—. Apostaría hasta el último chelín a que usted se queda aquí, con trabajo o sin él, hasta que veamos claro el final de este asunto.
—¡Oh! —exclamó Weymouth, y su ingenua sonrisa suavizó la expresión adusta que había adoptado cuando le aconsejé que se marchase a El Cairo—. Bueno, no creo que perdiera el dinero.
Sin embargo, cuando se fue, ocupé su lugar junto a la ventana y contemplé el paisaje de Picadilly. Estaba pensando en Nayland Smith. «Sir Denis le impide alcanzar sus objetivos…» ¡Qué gran verdad! Sí, él tenía la sartén por el mango. Fah Lo Suee había empezado la partida con mucha desventaja. Ibrahim Bey estaba preso en una celda de Brixton. Sería juzgado y oportunamente sentenciado por intento de robo con agresión. La opinión pública nunca conocería toda la verdad. A Ibrahim Bey podíamos considerarlo fuera de juego. Las autoridades egipcias, en colaboración con la policía francesa de Siria, buscaban al jeque Ismail, y el mandarín Ki Ming tendría que procurarse un buen escondite para eludir la vigilancia…
Sonó el teléfono. Me volví y descolgué el auricular.
—¿Sí?
—¿Hablo con el señor Shan Greville?
—El mismo.
La voz —la de un extranjero que hablaba inglés a la perfección— me sonaba de algo.
—Supongo que habrá oído mi nombre con anterioridad, señor Greville. Soy el doctor Amber.
¡El doctor Amber! El misterioso médico gracias a cuyo tratamiento sir Lionel se había recuperado y a quien yo debía agradecer mi propio restablecimiento.
—Debido a circunstancias especiales, que espero poder explicarle, hasta ahora sólo he podido ayudarles de un modo algo irregular —siguió diciendo—. Debido a ello (y al peligro inminente al que estoy expuesto), me veo obligada hacerle una petición un poco rara.
—¿Cuál?
—Se trata de lo siguiente: todo lo que sé está a su disposición, pero usted debe prometer que no revelará mi existencia. Me he puesto en contacto con usted porque la vida de sir Denis Nayland Smith corre peligro… ¡Esta noche! Mis antecedentes respaldan mi afirmación de que me mueven buenas intenciones. ¿Me lo promete?
—Sí… ¡Por supuesto!
—Bien. No estoy muy lejos, señor Greville, a menos de tres minutos a pie. Me hospedo en Babylon House, Picadilly, apartamento siete. ¿Le importaría acercarse? Tiene mucho tiempo antes de cenar.
—Iré de inmediato.
¡El doctor Amber! ¿Quién era el doctor Amber? ¿Dónde encajaba en aquel intrincado rompecabezas en el que tantas personas estaban involucradas? Fuera quien fuese, había demostrado que lo movían propósitos amistosos, y sin dudarlo, aunque reventando de curiosidad, me puse en camino hacia Babylon House, un bloque de apartamentos situado justo enfrente de Burlington Arcade.
Un ascensorista me llevó al último piso y me señaló una puerta a la derecha. Me acerqué y llamé al timbre.
El ascensor ya había empezado a bajar cuando la puerta se abrió… ¡Y vi ante mí al doctor chino que me había atendido en la habitación verde y dorada de Limehouse!
Mi expresión debió de reflejar miedo, incredulidad, ira.
—Me ha dado su palabra, señor Greville —dijo el chino sonriendo—. Le doy la mía, si es necesario, de que está a salvo y en compañía de un amigo. Por favor, entre.