Llevé a cabo el extraño hurto sin problemas. Rima dormía a pierna suelta. Aunque su tocador estaba atestado de botellas, encontré el pulverizador con relativa facilidad, pues era el único de su especie. Corrí de regreso a mi habitación.
Nayland Smith me lo arrebató como si de una bomba activada se tratase. Abrió la puerta y salió. Lo oí abrir el grifo del baño. Después volvió con el pulverizador en la mano. Vi que quedaba la mitad del líquido.
—Devuélvalo a su sitio —ordenó.
Lo dejé en el tocador de Rima sin despertarla.
—Bien —aprobó Smith—. Ahora entramos en el terreno de las conjeturas.
Empezó a ir y venir por la habitación otra vez, sumido en sus reflexiones.
—¡Yo soy quien tiene más probabilidades! —exclamó de repente, y aunque yo ignoraba a qué se refería, prosiguió de inmediato—: Escóndase en la esquina sur del balcón. Ahí la hiedra es espesa. No se ponga los zapatos. No debemos hacer ruido.
Puesto que el suelo seguía mojado, la idea no me hacía ninguna gracia, pero él continuó hablando con precipitación:
—Si alguien se mueve en la habitación de Rima, quédese donde está. Si alguien sale al balcón, limítese a observar. Sea quien sea, no haga nada. Sólo observe. Si es necesario, sígalo, pero no hable y no se deje ver. ¡Adelante, Greville!
Me disponía a marcharme cuando añadió:
—Quizá le resulte un poco duro, pero cuento con usted.
Dejé atrás la ventana del dormitorio de Smith y la que comunicaba con la habitación vacía, que estaba cerrada. A continuación, pasé junto al dormitorio de Rima y, con sigilo, me acuclillé entre una maraña de hiedra húmeda en el rincón de la balaustrada.
El cielo estaba otra vez despejado, y parte del balcón brillaba fantasmagórico a la luz plateada de la luna. No obstante, otra zona del mismo, incluido el recodo donde me había escondido, se hallaba sumido en sombras densas. Procedente de muy lejos —quizá del mar— sonó el débil fragor de un trueno. En torno a mí susurraban las hojas empapadas de lluvia.
Vi que Nayland Smith entraba en su habitación.
¿Qué estábamos aguardando?
En Abbots Hold reinaba el silencio. No advertí el menor movimiento, hasta que un suave revoloteo me dejó sin aliento.
Un búho echó a volar desde los aleros y desapareció en dirección a la plantación. Desde algún lecho de juncos del río cercano, una avefría molesta emitió su grito fantasmagórico. El grito se repitió y fue respondido a lo lejos. De nuevo se hizo el silencio.
Mi puesto resultaba incómodo y frío. Era típico de Nayland Smith no preocuparse por tales detalles en lo que concernía a sí mismo o a cualquier otro. La tarea que tenía entre manos hacía insignificante cualquier otra consideración.
En aquel momento oí las campanadas del gran reloj de la biblioteca y las conté maquinalmente.
Medianoche.
Pensé que a esa hora en Londres la gente estaría acabando de cenar.
Entonces… ¡la vi!
Supongo —y así lo espero— que nunca sufriré de nuevo una impresión semejante. Tenía el corazón en un puño. Había imaginado, de manera vaga, que vigilábamos el cuarto de la muchacha con el propósito de protegerla; que la seguridad de Rima corría peligro por alguna razón. Por otra parte, no se me había ocurrido ninguna explicación para las misteriosas palabras de Nayland Smith: «Yo soy quien tiene más probabilidades.»
Entonces vislumbré la solución al enigma.
Rima, una figura sutil a la luz de la luna, salió a la terraza descalza.
Sin titubear, torció hacia la derecha, pasó por delante de la habitación vacía y entró por el balcón abierto del dormitorio de Nayland Smith. Apenas daba crédito a mis sentidos. Justo a tiempo, a punto de pronunciar su nombre, me contuve.
«… Debe guardar silencio. Tal vez le resulte duro, pero cuento con usted…»
Me incorporé despacio y avancé a hurtadillas por la terraza. La luna iluminaba la habitación de Nayland Smith, como la mía. Justo antes de llegar a la puerta del balcón, me puse de rodillas y gateé con precaución para asomarme al dormitorio.
Nayland Smith estaba en la cama, tapado con las sábanas hasta la barbilla. Tenía los ojos cerrados, y Rima se hallaba junto a él.
Algo que me había extrañado en un primer momento quedó aclarado… aunque de manera absurda. Había visto que Rima llevaba un objeto brillante en la mano. Mientras observaba a hurtadillas el interior de la habitación, lo distinguí con toda claridad. ¡Era el pulverizador de colonia!
¡Rima se inclinó y roció el rostro del hombre que yacía inmóvil en la cama! A continuación se dio la vuelta. Se disponía a salir.
Retrocedí y corrí hacia el rincón en sombras. Rima apareció de nuevo a la luz de la luna. La palidez de su rostro era antinatural. Sin mirar una sola vez a derecha o a izquierda, caminó hasta su habitación y entró. Tenía los ojos abiertos de par en par, fijos.
Silencio absoluto.
Entonces salió Nayland Smith. Iba vestido de la cabeza a los pies pero se había quitado los zapatos.
Me hizo señas de que me acercara a la ventana de Rima. Estupefacto, presa de una mezcla de horror, sorpresa e incredulidad, sentimientos que pugnaban por abrirse paso en mi interior, obedecí. Me arrodillé otra vez y miré…
¡Rima, ante la pila de mármol verde, estaba vaciando el pulverizador! Dejó correr el agua caliente unos instantes y después enjuagó el frasco con cuidado. Lo cerró, dejó la botella en el tocador, donde yo la había encontrado, y se metió en la cama.
Nayland Smith me llamó por gestos. Me incorporé y, con paso muy inseguro, caminé por la terraza hasta su habitación.