IV

—Rima estaba obsesionada con la idea de que había alguien escondido en el gran armario lacado —dije—; pero, por lo visto, era incapaz de hacer ánimo de comprobar sus sospechas.

—Muy típico —comentó Nayland Smith—. ¿Recuerda que he salido del despacho de Barton un poco antes que usted?

—Sí.

—La capilla en cuestión se encuentra junto a la pilastra en la base de la escalera y, dado que esta noche había luz en la biblioteca, estaba sumida en sombras. Posee ciertas características, Greville, con las que yo estoy familiarizado pero que tal vez usted desconozca. Se trata de una pieza muy antigua, y la examiné en el pasado. Tiene puertas lacadas delante y una madera lisa detrás.

—Quiere decir que…

—¡Exacto! Cuando he salido del despacho, he detectado en Rima una actitud pasiva que me ha llamado la atención. Además, no estaba leyendo, como se deduce de su relato, sino que, acurrucada en la silla, observaba tensa las puertas del balcón.

—Entonces…

—Su sospecha (que ha surgido más tarde) tenía fundamento. ¡Yo estaba en la capilla!

—Pero ¿cuándo…?

—¿Me he retirado? No se sonroje. He salido en cuanto usted ha entrado en la habitación y me he escabullido por la puerta que conduce a las dependencias de los criados, por debajo de la escalera. He regresado al despacho por el ala este y he aguardado la señal de Weymouth. De paso, quería investigar otro detalle curioso, así que me he servido de este disfraz de fantasma tan útil.

—¿Qué detalle curioso?

—¡El guepardo!

—¿El guepardo?

—Un guepardo amaestrado, Greville, es más sensible a la presencia de extraños que cualquier animal doméstico. Está acostumbrado a los invitados de Barton, pero si apareciera un intruso lanzaría unos aullidos capaces de despertar a toda la casa. Sospecho que han drogado al animal.

—¡Cielos, tiene razón!

—¡Ya sé que tengo razón! Cuando he regresado aquí disfrazado de monje, ronroneaba como un elefante. Pero, por favor, continúe.

Lo mejor que pude y en líneas generales, le conté que a Rima, según me había dicho, le había invadido un terror pasivo. Intenté explicarle que la había tranquilizado y que, por fin, me había separado de ella, confiando en que había vuelto a la normalidad.

—Algo va mal —gruñó Nayland Smith irritado—, y el tiempo apremia. Ella ha salido de la biblioteca, juraría que a buscar algo, justo antes de que usted entrara. Después ha abierto las ventanas y las ha cerrado de nuevo.

—¡Lo siento! —exclamé.

—¡Chist!

—Había olvidado algo, sir Denis, aunque no tiene la menor importancia. Ha ido a su habitación a buscar un pulverizador de colonia.

Nayland Smith, que recorría una y otra vez la alfombra situada junto a la cama, se detuvo dando un respingo.

—¿No tiene la menor importancia? ¡Esto era justo lo que estaba esperando oír! Al menos ahora me explico el fuerte olor a colonia que he notado en la terraza de la biblioteca… ¡Rápido! ¡A usted le está permitido! Cuélese en la habitación de Rima. Quítese los zapatos. Vaya por el balcón. Ha dejado la ventana abierta, seguro. Si está despierta, cosa que no creo probable, pídale el frasco de colonia. Cuéntele lo que quiera. Si duerme, encuentre la botella y tráigamela. Llévese la linterna…