—¡Chist! ¡Hable bajo, Greville!
Allí de pie junto a la puerta del balcón, jadeando del esfuerzo, lo miré de hito en hito.
—¡Vaya! —exclamé—. ¿Qué ha pasado?
—Cierre la ventana —ordenó Smith.
Obedecí y me di vuelta.
—¿Me ha visto subir? —pregunté.
—No. Lo he oído. No quería que me vieran. Pensaba que sería otra persona. Pero veo que se muere por contarme algo. Dígame.
Rápidamente, le hablé de la luz del valle y de la figura encapuchada del despacho.
—¡Ya es demasiado tarde para atraparlo, sir Denis! —concluí mientras me encaminaba hacia la puerta.
Me agarró del brazo.
—No es demasiado tarde. ¡Está aquí!
Perplejo, eché una ojeada rápida por la habitación.
—¿Dónde? —pregunté.
—¡Ahí!
Nayland Smith señaló la cama.
Tan atónito que estaba a punto de perder el control, me quedé mirando la cama. Una prenda tosca de pelo de camello yacía en la misma… Avancé, la toqué y lo comprendí.
—¡Es el hábito del lama!
Nayland Smith asintió con gravedad.
—Junto con cierta porra —dijo—, ha formado parte de mi equipaje desde aquella reunión crucial del Consejo de los Siete en Al Jarya.
—Pero…
—¿Por qué me he disfrazado de fantasma? Muy sencillo. Sospechaba que algún miembro de la casa estaba aliado con el enemigo. Ahora creo que me equivocaba. No obstante, sabía que este disfraz me permitiría investigar a mis anchas, pues nadie se metería con el monje encapuchado de Abbots Hold.
—Muy bien —concedí—. ¿Y usted estaba haciendo señales desde el despacho?
—Sí —respondió Nayland Smith—. Le hacía señales a Weymouth, que vigilaba desde la torre.
—¡A Weymouth!
—¡Exacto! Weymouth ha empleado este sistema para mantenerme informado, tal como habíamos acordado; y yo le he dado ciertas instrucciones.
Lo miré a los ojos.
—¿Sabe el jefe que el superintendente Weymouth anda por aquí cerca? —pregunté.
—No. —Nayland Smith sonrió, y mi enfado empezó a remitir—. Eso apaga el fuego de su ira, ¿eh, Greville? —Me agarró por el hombro—. ¡No confío en Barton! —añadió.
—¿Qué?
—Ni tampoco en usted… Ambos han estado bajo la influencia de Fah Lo Suee. Y, esta noche, ¡tampoco confío en Rima!
Me había dejado caer en la cama, pero me incorporé. En medio del súbito silencio, el eco de un trueno retumbó a lo lejos, por el oeste, como el gruñido de una bestia airada.
—¿De qué diablos está hablando?
—¡Chist! —me frenó Nayland Smith; su mirada resultaba de lo más persuasiva—. ¿Me ha oído decir esta noche que por primera vez había entrevisto al fantasma?
—¿Y qué?
—Era verdad. Se me ha escapado de entre los dedos. ¡Pero el fantasma era Fah Lo Suee! No alce la voz. Sé lo que digo. Limítese a contarme a grandes rasgos qué ha sucedido desde que ha salido del despacho de Barton hasta que le ha dado las buenas noches a Rima, y no se ande con remilgos.
Permanecí con la mirada perdida por un instante.
—Ella está enamorada de usted —añadió— y es encantadora. Lo felicito… y le doy permiso para obviar los besos…