Cuando me reuní con Rima, advertí que su intranquilidad había aumentado.
—Me alegro tanto de que hayas venido, Shan… —dijo—. La señora Oram se ha ido a la cama, y aunque oía vuestras voces en el despacho, empezaba a ponerme muy nerviosa, no sé por qué. Estoy muy preocupada por los Petrie.
Durante su breve encuentro, Rima y la señora Petrie habían trabado una de aquellas infrecuentes amistades femeninas que los hombres tanto agradecen. El carácter complejo de la señora Petrie albergaba una veta de misticismo oriental (aunque, a juzgar por su aspecto, nadie habría dicho que llevaba sangre oriental en las venas); Rima, por su parte poseía de nacimiento una inclinación céltica hacia un mundo mágico que escapaba a la comprensión ordinaria.
—Yo también, querida —dije—. Pero llegarán por la mañana. ¿Ya vuelves a imaginarte cosas? —Eché un vistazo a las puertas del balcón—. Peters lo ha cerrado todo. ¡No estarás nerviosa por culpa de los gitanos!
Me extrañaba que Rima, quien había compartido nuestra curiosa vida en el Valle de los Reyes, se mostrase timorata en un caserón de Norfolk y recelase de unos cuantos gitanos vagabundos cuando nunca la habían asustado los beduinos.
—No. —Me miró con su característico semblante serio, como si me hubiera leído el pensamiento—. No me dan miedo los gitanos, de verdad. He pasado demasiadas noches al raso, en aquel uadi de Egipto, para temer algo así. Es una especie de miedo irracional y estúpido. ¡Shan! ¿Me haces un favor?
—¡Lo que quieras! ¿Qué?
Rima señaló la capilla china que había al pie de las escaleras.
—Por favor, ábrela.
Me acerqué a aquel armario tan adornado y abrí las puertas ribeteadas de oro. Estaba vacío, tal como esperaba.
Rima me lo agradeció con una sonrisa.
—Llevaba mucho rato resistiendo la tentación horrible de hacer justamente eso —reconoció—. Gracias, Shan, querido. No creas que me he vuelto loca pero, en serio —me enseñó el libro que tenía en las rodillas—, llevo siglos leyendo la misma línea una y otra vez… y mirando la capilla de reojo. ¡Es como si me hubieras sacado de un trance!
Tomé el libro —una novela moderna— y leí el renglón que Rima señalaba con el dedo. Decía: «Estoy cerca de ti…»
—¿No te parece absurdo? —preguntó desolada—. ¿Qué me pasa?
No fui capaz de hallar una respuesta entonces, salvo la de un enamorado. Sin embargo, más tarde descubriría la verdad.
Cuando al fin nos dimos las buenas noches y Rima se levantó, advertí que entre los cojines había un pulverizador de colonia.
—¿Para qué querías eso? —le pregunté riendo.
Meditó la respuesta con una seriedad inusitada. De hecho, parecía muy inquieta.
—Casi se me olvida —contestó al fin, con la mirada perdida—, pero ahora recuerdo que he notado un olor a humedad, como de hojas muertas. He pensado que un poco de agua de colonia refrescaría el ambiente.
Mi habitación estaba en la fachada suroccidental de Abbots Hold. Pertenecía al ala georgiana, y un feo balcón se extendía ante ella. Bajo aquel balcón había una especie de galería, detrás de la cual se hallaban las habitaciones del servicio, cuyas ventanas enrejadas se abrían a un prado en pendiente. Encima estaban los aposentos grandes y espaciosos reservados a los invitados, y la vista era espectacular. En la habitación contigua a la mía dormía Nayland Smith; a continuación había una habitación vacía y después venía la de Rima.
Al entrar, no encendí la luz. Sir Lionel había mandado instalar un generador privado en Abbots Hold, pero yo avancé a tientas, levanté la persiana y miré al exterior.
Tras abrir la puerta del balcón, aspiré la fragancia de la marga húmeda y de las hojas recién mojadas. Alcanzaba a ver, a la derecha, una esquina de la terraza de abajo; justo delante de mí la tierra bajaba en pronunciada pendiente hasta la franja de árboles que rodeaba el antiguo foso; más allá subía de nuevo, y a un par de kilómetros de distancia, pasados los vastos jardines, se erguía una torre en ruinas, uno de los monumentos de la zona, vestigio de la época de los normandos.
Al principio, observé el panorama en conjunto y de manera vaga. Había abierto la ventana más que nada para disfrutar del fresco de la noche mientras pensaba en Rima. Sin embargo, de repente, la torre en ruinas que se alzaba fantasmagórica entre los árboles atrajo toda mi atención.
¡Claramente visible contra un fondo borrascoso, un pequeño punto de luz aparecía y desaparecía en lo alto de la torre como un ojo parpadeante!
Apreté los dientes, me asomé y observé con atención. ¡Alguien estaba transmitiendo un mensaje en clave desde la torre! Lo miré durante un rato, pero había olvidado el código morse, y los puntos y rayas no significaban nada para mí. Entonces tuve una inspiración: ¡alguien debía de estar recibiendo el mensaje en Abbots Hold!
En cuanto concebí la teoría, puse manos a la obra.
Ya que conocía bastante bien la zona, comprendí que el mensaje sólo podía estar destinado a Abbots Hold. Sin importarme que las hojas estuvieran empapadas de lluvia, trepé a toda prisa al alféizar y empecé a descender por la hiedra hacia los arbustos de abajo.
Aterricé en las matas húmedas sin ningún percance, salvo que se me empapara el esmoquin, y amparado por la sombra de la casa me dispuse a rodearla en dirección a la terraza. Pasé junto al comedor, alcé la vista hacia las habitaciones de arriba y seguí andando. Toda la casa estaba a oscuras.
Bajo la terraza, me paré y miré de nuevo hacia la torre lejana.
La punta sobresalía por encima de los árboles… y ahí, encendiéndose y apagándose, ¡estaba la señal luminosa!
Me alejé un poco del edificio y miré hacia arriba, a la izquierda.
—¡Ah! —musité.
Bajé por la ladera, sobre el césped húmedo todavía del reciente chaparrón, y avancé con sigilo algo más al norte hasta que pude ver bien la ventana del despacho. Reinaba la oscuridad pero las cortinas no estaban corridas. Una luz, sin duda de una linterna eléctrica, se encendía y se apagaba, punto y raya, ¡en el estudio del jefe!
Llegué hasta el final de la terraza y, ocultándome tras un macizo de rododendros, me alejé un poco más de la casa, hasta que alcancé a ver, no un mero reflejo, sino la propia luz en funcionamiento.
Envuelta en un fulgor tenue, rodeada de oscuridad, atisbé la figura de quien manejaba la linterna. Al principio me resistía a dar crédito a mis ojos.
La leyenda de Abbots Hold; los miedos de Rima; mis propios recuerdos, tan espantosos, empezaban a hacer mella en mi imaginación.
El hombre —pues supuse que lo era— que hacía señales al de la torre lejana iba envuelto en una especie de hábito. La enorme capucha ocultaba su cabeza hasta tal punto que al pálido reflejo de la linterna resultaba del todo imposible distinguir sus rasgos.
—¡Dios mío! —murmuré—. ¿Qué significa esto?
Me agaché por detrás de los arbustos y di media vuelta. Amparado por la sombra de la terraza, corrí veinte pasos. Entonces, tras saltar a las matas, localicé la gruesa rama de hiedra que había usado para bajar y escalé con el corazón latiendo con fuerza y el pensamiento aún más acelerado.
Trepé como pude a la balaustrada y me dirigí hacia la puerta del balcón de mi habitación…
Una figura salió de entre las sombras.
¡Era Nayland Smith!