10. ABBOTS HOLD

I

—Todo parece tan tranquilo… —dijo Rima, agarrándose de mi brazo con fuerza—. Aun así, Shan, aquí nunca me siento segura. Anoche, como ya te he dicho, creí ver el fantasma de Abbots Hold desde la ventana…

—Son imaginaciones, querida, y es natural —contesté para tranquilizarla—. Todas las abadías poseen su monje fantasma. Además, si existiese, seguro que sería un tipo muy simpático.

Como suele suceder con las lluvias otoñales, la tormenta que nos había amenazado a última hora de la tarde se alejaba, lóbrega, por el oeste. Durante la cena truenos distantes habían retumbado, y habían caído dos chaparrones, breves pero fuertes. A la sazón, aunque se veían ceñudos nubarrones a lo lejos, el cielo en lo alto estaba despejado.

Paseábamos hacia la caseta del jardín. El susurro constante de los árboles delataba las gotas de agua que caían de hoja en hoja. No obstante, el aire olía a limpio y el camino ya estaba seco. La desazón de Rima no era de extrañar, teniendo en cuenta lo que había sucedido. Cuando sir Lionel había sugerido que cambiásemos Londres por la tranquilidad de su casa de Norfolk, nadie había aprobado la idea con tanto entusiasmo como yo. Pese a que el inspector Yale y sus colaboradores se afanaban a fondo, parecía que a madame Ingomar —y a su padre, aún más temible— se la hubiese tragado la tierra.

Puesto que Fah Lo Suee ya había obtenido lo que quería de sir Lionel, Nayland Smith pensaba que este podía considerarse a salvo de acoso, y nos habíamos instalado en Abbots Hold para descansar unos días.

—Lo raro es —continuó Rima, y su voz adquirió un tono serio y profundo— que desde que sir Denis se ha reunido con nosotros, no me siento más segura, sino menos.

—Qué curioso —murmuré—, porque yo he tenido una sensación parecida.

—Supongo que estoy muy nerviosa —reconoció Rima:— pero ¿te has fijado en la familia de gitanos que ha acampado al otro lado de la plantación principal?

—Sí, querida. Hoy he pasado por su lado. He visto a un chico, que me ha parecido bastante guapo aunque estaba un poco lejos, y también a una vieja bruja. ¿Te preocupan?

Rima rio sin ganas.

—En realidad, no. No he visto al niño, pero el hombre y la mujer con los que me he cruzado en el camino me han puesto los pelos de punta…

Se interrumpió.

—¡Oh, Shan! ¿Qué ha sido eso? —susurró.

Algo parecido a un ronroneo llegó hasta mis oídos, extraño y prolongado. Por un instante me quedé inmóvil, mientras los dedos de Rima se entrelazaban con los míos. Enseguida se me ocurrió una explicación.

Nuestro deambular nos había llevado a la esquina de una especie de caseta comunicada con las habitaciones del servicio por medio de un pasaje cubierto.

—¿Lo entiendes ahora, cariño? —dije y arrastré a Rima hacia una ventana enrejada.

La luz de la luna nos permitió ver el interior. Acurrucado en el suelo, con la cabeza, picara y pequeña, alzada para mirarnos, había un bonito animal parecido a un gato cuyo pelaje dorado con manchas negras brillaba en la penumbra.

Se trataba del guepardo indio de sir Lionel. Aunque domesticado, a veces resultaba una mascota peligrosa. La zoología práctica constituía una de las aficiones del jefe.

—¡Oh, gracias a Dios! —exclamó Rima bajando la vista hacia los ojos hermosos y salvajes del animal, que le devolvieron la mirada—. ¡Tendría que haberlo imaginado! Pero es la primera vez que lo oigo ronronear.

—Por lo visto, está de buen humor —comenté mientras el gran gato, con lo que, supongo, fue un gruñido amistoso, se levantaba con gracia felina, bostezaba, gruñía de nuevo y se dejaba caer en el suelo, como abatido. Se me pasó por la cabeza que el animal acababa de realizar una buena imitación de un hombre borracho.

La idea era más acertada de lo que creí en aquel momento.

Seguimos andando, rodeamos el ala oeste de aquella casona llena de recovecos y entramos en la biblioteca por las puertas del balcón. Sir Lionel había cambiado mucho el ambiente de aquella habitación. La influencia del orientalista en el espacioso aposento, con sus paredes forradas de roble y las grandes vigas del techo, quedaba patente en forma de incontables reliquias y curiosidades que parecían fuera de lugar; las reminiscencias del claustro estaban allí —en el viejo refectorio— más presentes que en cualquier otra sala de Abbots Hold.

Una magnífica capilla china lacada, de casi dos metros de alto, que se erguía como una garita grotesca en el hueco de la escalera constituía quizá la nota más disonante de todas.

La biblioteca estaba vacía, pero oí la enérgica voz del jefe procedente del despacho de arriba y deduje que Nayland Smith estaba con él. Petrie y su esposa debían haber llegado para la cena, pero habían telefoneado desde Norwich para decirnos que se quedarían allí a pasar la noche por culpa de una avería del coche.

La señora Oram, la canosa ama de llaves de sir Lionel, entró en aquel momento. Dejé a Rima charlando con ella, subí por la escalera de roble y me reuní con el jefe en su despacho.

—¡Hola, muchacho! —me saludó cuando entré—. ¡Si piensas trabajar conmigo en el futuro, o plantas a Rima o te casas con ella!

Se encontraba de pie delante del hogar, en el centro de aquella habitación pequeña, tan atiborrada de recuerdos de sus innumerables y singulares viajes que parecía la tienda de un anticuario muy desordenado.

Nayland Smith, sentado a una esquina de un escritorio atestado, se toqueteaba el lóbulo de la oreja izquierda y contemplaba con desaprobación a aquel hombre de piel morena, melena blanca y despeinada y agudos ojos azules; el explorador más intrépido y el orientalista más importante de Inglaterra. Resultaba difícil determinar cuál de los dos hombres rebosaba más energía.

—Smith está preocupado —prosiguió sir Lionel con su ímpetu habitual—. Piensa que nuestros amigos chinos andan tramando diabluras otra vez y no le hace ninguna gracia el retraso de Petrie.

—Ninguna —espetó Nayland Smith—. A lo mejor es casualidad, pero me extraña que precisamente esta noche…

—¿Por qué esta noche? —pregunté.

Sir Denis clavó la mirada en mí.

—Porque esta noche he atisbado al fantasma de Abbots Hold —respondió.

—¡Paparruchas! —gritó sir Lionel.

—¿Ha visto al monje? —pregunté emocionado.

Nayland Smith sacudió la cabeza.

—¡No! A mí no me ha parecido un monje —dijo—, y además no creo en fantasmas.