—Quizá gemí al comprender que debía rendirme a lo inevitable. Verá, Greville, al entrar en el salón había reconocido a otro indeseable… Ibrahim Bey, ¡el hermano gemelo de Swazi!
»Hacía muchos años que conocía al bajá Swazi y, debido a mi nuevo cargo en Scotland Yard, había mantenido una estrecha relación con él. Sin lugar a dudas, se interpone entre Turquía y la amenaza vaga que según algunos procede de Moscú y según otros de otra parte, pero que incluye a Turquía en su programa.
»Ahora que sabía de cierto que Ibrahim, un faccioso de sangre fría, era miembro del Consejo de los Siete, lo comprendí. Ahí estaba la pista de aquellos misteriosos desplazamientos por el Próximo y el Extremo Oriente, de los que usted, Weymouth, había sido informado y con los cuales, para mi desgracia, estaba familiarizado.
»¡El bajá Swazi estaba condenado! Al igual que yo, el único hombre que podía salvarlo.
»Me dirá, Weymouth, y usted también, Petrie, que registraron la casa del jeque hasta el último rincón. Pero pasaron por alto un lugar del sótano: ¡la celda donde yo desperté!
»No tenía modo de averiguar cuánto tiempo llevaba inconsciente. No me habían quitado el reloj de pulsera, pero se había roto, sin duda con la caída. Me resultaba imposible saber si la redada ya se había efectuado. Dos ideas predominaban en mi pensamiento. La primera, el destino que usted había corrido, Greville. La segunda, el bajá Swazi.
»Observé la ventana con atención. Medía algo más de medio metro cuadrado, estaba protegida por unos barrotes de hierro bastante oxidados y, por la clase de luz que entraba, deduje que me hallaba en un sótano y que debía de ser de madrugada. También comprendí que la ventana era del todo inaccesible. Un cuidadoso examen de la puerta me convenció de que era imposible abrirla. Dado que no oía nada, me resigné a sufrir la muerte más espantosa: de hambre y de sed… De sed, con un jarro de agua fresca en la repisa que había encima de mí.
»De mi estado físico inferí que sólo habían transcurrido unas pocas horas y advertí que Fah Lo Suee había jugado con deportividad; una apuesta típicamente china. ¡Si por casualidad alguien pasaba por allí, estaba salvado! No eran más que conjeturas, desde luego, pero decidí probar. Los ojos me escocían febrilmente y tenía la cabeza como un bombo pero, por lo demás, no había perdido las energías. Grité a todo pulmón pidiendo socorro en inglés y en árabe. Después, escuché con atención. No se oía nada.
»Una resignación budista amenazaba con apoderarse de mí, pero no estaba dispuesto a abandonarme a ella. No podía sentarme, excepto en el suelo, y me sentía muy alicaído. Apoyado contra la puerta, contemplé qué posibilidades tenía.
»Fue en aquel momento cuando un buen hombre anunció su presencia. ¡De no ser por él, no estaría aquí esta noche! ¡Oí el aullido de un perro! ¡Era Said!
»En aquel momento, Petrie —Nayland Smith se volvió instintivamente hacia su viejo amigo—, el mundo me sonrió de nuevo. Olvidé la resignación. Tras colocarme justo debajo de la ventana, aullé en respuesta. La señal se repitió. Respondí. Dos minutos más tarde, oí la voz de Said.
»No me extenderé en los detalles. Tuvo que volver al coche a buscar herramientas y una cuerda. Tras abrirse paso por el pozo somero con el que comunicaba la ventana, consiguió arrancar los barrotes.
»Salí de la celda y vi que estaba a orillas del palmeral. No puedo culparle, Weymouth, por no haber descubierto aquella cámara oculta en la casa del jeque. Sin duda estaba concebida como mazmorra. Supongo que la puerta reforzada daba a un túnel que conducía a los sótanos.
»Estaba decidido. Bajo el hábito de monje era un árabe, y árabe seguiría siendo. Me sentía muy inquieto por usted, Greville, pero sabía que no podía hacer nada… aún. Mi objetivo era Estambul. El motivo por el que no encontraron el coche en el barranco es que lo requisé para viajar por tierra hasta el ferrocarril.
»Había comprobado la eficacia de la organización contra la que luchaba. Por suerte, disponía de fondos suficientes para llevar a cabo mi propósito y llegué a Estambul una semana después de la redada en casa del jeque Ismail. Oficialmente, yo no estaba en Constantinopla, pero me puse al corriente de los últimos informes que habían llegado a manos de Scotland Yard, por medio de la policía de Kemal. Basándome en estos informes, interrumpí el viaje del bajá en París. El resto ya lo saben.
Nayland Smith dejó de hablar.
—Hay algo que no sabe —dijo la señora Petrie desde su rincón oscuro del diván—. Lo he visto… A Fu-Manchú… ¡Esta noche en Londres!
Sir Denis se volvió hacia ella.
—Usted siempre acierta, Karamaneh —dijo—. ¡El doctor Fu-Manchú se hospedaba en las habitaciones contiguas a las del bajá Swazi en París!
Fuera, en Picadilly, sonó la bocina de un taxi…