—Crucé aquella extraña casa en compañía de Fah Lo Suee, tomamos un sendero hasta el jardín trasero (no aquel por donde habíamos entrado) y salimos a una senda estrecha que bordeaba la tapia por la parte que daba al palmeral. El lugar estaba desierto. «¿Dónde está?», pregunté. Fah Lo Suee esbozó una sonrisa burlona. «Debe tener paciencia —contestó—. Tienen que traerlo de muy lejos.»
»Me guardé la pistola en el bolsillo y me conformé con ceñirla por la cintura. Fue un gesto natural, pero lo pagaría muy caro, como enseguida les contaré.
»Por la esquina de la tapia aparecieron dos hombres cargados con un cuerpo exánime. Titubearon, mirando hacia nosotros. Madame levantó la mano. Se acercaron… y lo vi, Greville, tendido en el sendero arenoso a mis pies, inconsciente.
»Continuaba aferrando a Fah Lo Suee con fuerza e introduje la mano en el bolsillo para agarrar la pistola. Había visto que uno de los negros dirigía la vista por encima de mi hombro con un ademán inequívoco…
Se interrumpió y encendió una cerilla.
—Fue un aviso breve, pero debería haber bastado —añadió—. Si hubiera tenido la pistola contra las costillas de Fah Lo Suee, hoy el mundo se habría librado de un demonio muy peligroso.
»Alguien se dejó caer desde la tapia que había a mis espaldas, ¡y un golpe rápido con una porra puso fin al episodio!
Nayland Smith se llevó la mano a la coronilla con ademán meditabundo.
—Desperté en un completo silencio, con la cabeza silbando como una tetera. Me costó un poco comprender lo sucedido, pero cuando lo hice me quedé horrorizado. Parece ser que todo el mundo evita esa casa, pues el jeque Ismail tiene reputación de tratante de magia negra. Me hallaba prisionero. ¿Qué posibilidades tenía?
»Estaba en una celda, Greville —en el curso de su incansable paseo, se volvió de repente hacia mí—, de unos tres metros cuadrados. Yacía en un suelo duro y lodoso. No me habían quitado nada, incluso la pistola seguía en el cinto… ¡Y la porra con la que me habían derribado estaba a mi lado! Un detalle muy irónico por su parte, ¡pero aquella noche yo iba a reír el último! Se colaba algo de luz por una ventana situada justo fuera de mi alcance. No había un solo mueble, y la puerta era muy pesada, reforzada con hierro. Tenía una sed espantosa… En el alféizar vi un jarro de agua colocado sobre una bandeja.
»Consciente de que estaba en Egipto y dado que no acabo de participar del sentido del humor chino, tal vez habría debido preguntarme a qué venía todo aquello. Sin embargo, tras mirar el cerrojo de la puerta y sacar la pistola —para descubrir que le habían extraído las balas—, lo comprendí. Me resigné.
»Me resultaba físicamente imposible alcanzar el jarro de agua que había en el alféizar. Me habían considerado merecedor del castigo chino denominado “la muerte prolongada…”.