IV

Una extraña reunión se celebró en la salita del doctor Petrie a altas horas de la noche. Acurrucada en un rincón sombrío del sofá, la mujer de Petrie, con su belleza frágil, parecía totalmente ajena a los asuntos criminales que nos ocupaban. Sin embargo, yo sabía que en el pasado había estado ligada íntimamente a la monstruosa organización que, una vez más, tendía sus descarnadas manos para mover piezas en el ajedrez del mundo. Weymouth, sentado en un sillón, fumaba en un silencio imperturbable. Petrie, de pie junto a la chimenea, observaba a Nayland Smith. Yo, sentado detrás del escritorio, escuchaba el relato lacónico y frío de una experiencia que pocos hombres han vivido. Nayland Smith, hablando rápidamente y sin dejar de fumar —encendiendo una cerilla tras otra, pues su pipa no paraba de apagarse—, iba y venía por la habitación.

—Me ha pedido, Petrie —dijo—, que explique por qué les he dejado creer que había muerto. La respuesta es la siguiente: en el transcurso de mis indagaciones en Egipto, he aprendido que un investigador que oficialmente no existe cuenta con muchas ventajas. Mi querido amigo —se volvió de modo impulsivo hacia el médico—, sabía que resultaría doloroso, pero también era consciente de que la cosa tenía remedio. Perdóneme. El destino de millones de personas estaba en juego. Le explicaré cómo llegué a esta decisión.

»Greville, no sé cuánto recuerda de aquella reunión en casa del jeque Ismail, pero tal vez se acuerde de que reconocí al venerable mandarín que nos recibió en el vestíbulo. ¡No era otro que Ki Ming, presidente del Consejo de los Siete! ¿Recuerda la redada de Londres, Weymouth, y la estratagema diplomática que usó para escabullirse?

—Con toda claridad —contestó Weymouth.

—Posee uno de los mejores cerebros y una de las personalidades más formidables del mundo actual. En mi opinión, sólo el doctor Fu-Manchú lo supera. Aún tengo que poner a prueba la fuerza máxima de la dama conocida como «madame Ingomar», pero es posible que también ocupe uno de los primeros puestos. Ya veremos. No sabía si me había reconocido, Greville, y aunque hubiera estado seguro de que sí, no tenía muchas alternativas. No obstante, por fin vi a mi hombre y comprendí que corríamos peligro.

—Yo lo sabía desde el principio —lo interrumpí.

Nayland Smith sonrió.

—Ni siquiera la Cruz Victoria bastaría para premiar el valor que demostró en aquella ocasión —dijo—. Si el mandarín hubiera estado seguro de quién era yo, jamás nos habría admitido en el consejo. Sólo lo sospechó, pero de inmediato tomó las medidas necesarias para confirmar sus sospechas. No me gustó el modo en que nos miró el jeque Ismail cuando entramos. Habían enviado a un mensajero a Al Jarya para que se asegurase de que los representantes tibetanos habían partido realmente. Al salir, se los encontró. Sin duda consiguieron llamar su atención. El mensajero era el tercer miembro del grupo birmano, el dacoit que faltaba en el concilio.

»Los dos toques de gong me informaron de lo que había sucedido. Cuando Ki Ming empezó a hablar —para denunciarnos—, miré hacia atrás. Aquel gigantesco cancerbero negro, que había entrado y se acercaba a nosotros silencioso como un gato, estaba a punto de cubrirle la cabeza con un pañuelo de seda, Greville. El tercer dacoit se hallaba pegado a mí. En tales ocasiones, el cerebro discurre con rapidez. Comprendí que el mandarín había ordenado capturarnos vivos. No obstante, al mismo tiempo advertí que el jeque alJebal había clavado su malvada mirada en mí con una expresión inconfundible.

»Todos estos pensamientos y movimientos no duraron más de unos segundos. No tenía modo de salvarle. Resultaba impensable oponer resistencia a aquellos hombres, sobre todo porque eran muchos. Mi única esperanza era salvarme yo para rescatarlo más tarde mediante la astucia.

Esta afirmación pronunciada con toda frialdad habría sonado equívoca de no haber sido hecha por sir Denis Nayland Smith. En sus labios, sonó como lo que era: la decisión meditada de un experto estratega.

—¿Recuerda cómo estábamos colocados, Greville? No nos separaban ni diez pasos de los escalones donde se hallaba Fah Lo Suee. Adivinando las intenciones del Viejo de la Montaña y del birmano, que saltó como un tigre, me agaché. Lo esquivé y me abalancé hacia los peldaños. Antes de que madame adivinase qué me proponía, ya le había rodeado la cintura con el brazo y le había encañonado la oreja con la pistola.

Nayland Smith se interrumpió por un instante y todos guardamos silencio, hechizados.

—Esa mujer no es humana —dijo alguien en voz muy baja—. Es un vampiro; lleva la sangre de él en las venas.

Todas las miradas se volvieron hacia el diván. Había hablado la señora Petrie.

—Estoy de acuerdo con usted —contestó Nayland Smith con tranquilidad—. Una mujer humana habría gritado, habría luchado o se habría desmayado. Fah Lo Suee se limitó a sonreír con desdén. No obstante, de momento, yo había ganado. Sus labios sonreían pero sus fríos ojos verdes leían la verdad en los míos.

»“¡Dígales que si mueven un solo dedo dispararé!”, le indiqué. Ella continuó sonriendo y me dijo: “Por favor, aparte la pistola para que pueda hablar.” Rápidamente, moví el arma para apuntarle al corazón. Me miró de reojo y me hizo un cumplido que siempre valoraré: “Es usted inteligente.” A continuación habló a los asesinos, que, petrificados, la escuchaban desde abajo.

»Me arriesgué a echar un vistazo a nuestro colchón… Usted había desaparecido, Greville. ¡El negro se lo había llevado! Fah Lo Suee empezó a hablar. Ha heredado el temple de su padre. Hablaba con tanta tranquilidad como si yo no estuviera presente. Primero en chino, después en indostaní y por último en árabe. Entonces le dije: “Ordene a todos que permanezcan donde están, salvo uno. A este déle instrucciones de que vaya a buscar a mi amigo para que se reúna conmigo en el exterior de la casa.” Ella obedeció, y el dacoit que me había atacado y que seguía acuclillado en la estera salió para llevar a cabo mis instrucciones.

»“¡Usted delante!”, dije.

»Dio media vuelta; supe que me encontraba a salvo, de momento. Entramos en una habitación pequeña, pasando por las puertas dobles. Aquel cuarto no estaba vacío… Fah Lo Suee estaba bien protegida, ¡y nunca olvidaré a sus guardias! Sin embargo, bastaron cuatro palabras suyas para amansarlos. No podía arriesgarme a apartar los ojos de Fah Lo Suee mucho rato, pero aun así, mientras atravesábamos aquella antecámara, resolví un misterio. Di con la explicación de algo que me tenía perplejo desde que se hizo evidente que el primer objetivo de aquella nueva campaña era la tumba del Mono Negro.

Se interrumpió y procedió a vaciar la pipa.

—Sí, sir Denis —dije con impaciencia—, ¡siga!

Se volvió para mirarme, sonriendo con tristeza.

—Esto entra en su terreno de estudios, Greville —continuó—, y el destino lo incorporó al mío. No se trata de ningún secreto de los antiguos egipcios, sino de algo más peligroso, más útil. En aquella habitación, Petrie —se dio vuelta hacia el doctor—, había ampollas, instrumentos y libros amarillentos de aspecto extraño. También vi varios cofres de artesanía china.

—Me temo que no lo entiendo —reconoció Petrie.

—Puedo explicárselo —dijo Nayland Smith—, pues creo que he resuelto el misterio. En algún momento entre su supuesta muerte en 1917 y este año, el doctor Fu-Manchú escondió allí los secretos principales de sus conocimientos del mundo oriental: las drogas singulares y las investigaciones secretas respecto a su empleo; sus formas de poder, ya fueran tangibles (amuletos y sortijas) o intangibles, con instrucciones… Todo aquello que le proporcionaba el control de prácticamente todas las sectas fanáticas de Oriente.

—¡Dios mío! —murmuró Weymouth.

—Fue para recuperar todo esto que la hija de Fu-Manchú se desplazó a Egipto, y también por este motivo fue asesinado el profesor Zeitland. Barton escapó de milagro. El control de esas sectas, como ustedes comprenderán…

Interrumpió su incansable marcha y paseó la mirada de rostro en rostro.

—¡El control de esas sectas la convierte en la señora de la organización criminal más grande del mundo!