Cuando me separé de Weymouth y Yale, quedé de nuevo absorto en mis propios asuntos con el mayor egoísmo. Por radio, el jefe había reservado habitaciones para él y para Rima en aquel mismo hotel de Park Avenue, y mientras me dirigía distraído a mi habitación me sorprendí preguntándome qué habitaciones serían. Un impulso en verdad infantil me llevó a bajar para averiguarlo en recepción.
Cuando me interné en el pasillo donde estaban ubicados mis aposentos, en el mismo piso que los del doctor Petrie y su esposa, vi una figura que caminaba a toda prisa delante de mí. Al llegar a la puerta contigua a la mía, introdujo la llave en la cerradura y la hizo girar. Entonces lo vi de perfil…
Entró y oí el golpe de la puerta al cerrarse.
Me metí en mi habitación. Sentado en la cama, encendí un cigarrillo y medité por qué aquel encuentro casual me parecía tan importante. Había despertado recuerdos ingratos que no lograba aclarar. Me fumé el cigarrillo y encendí un segundo, sin dejar de darle vueltas al asunto, antes de dar con la solución.
—¡Ya lo tengo! —exclamé de repente.
¡El hombre de la habitación contigua era el turco que había asistido al Consejo de los Siete!
Miré el teléfono. Me enfrentaba a un misterio que quedaba fuera de mi alcance. Debía informar a Weymouth y Yale de inmediato. Vacilé al recordar que seguramente ya estarían camino de la estación Victoria. Me invadió una tremenda inquietud. ¿Qué significaba aquello? Algo feo, algo muy feo, sin duda. Pero ¿qué debía hacer yo?
Encendí una pipa y me puse a contemplar el paisaje de Picadilly. No podía cruzarme de brazos. ¿Qué debía hacer? ¿Cómo iba a entregar a aquel hombre a la policía? Aparte de la posibilidad de que estuviese equivocado, ¿qué pruebas tenía contra él? Por fin tomé el sombrero y salí al pasillo. No había percibido ningún movimiento en la habitación vecina.
Me acerqué al ascensor y toqué el timbre. Me disponía a subir cuando me pareció que alguien pasaba rápidamente por detrás de mí.
Me volví. Tenía los nervios a flor de piel. La figura había desaparecido.
—¿Quién era? —pregunté al ascensorista.
—¿A quién se refiere, señor? —inquirió—. Yo no he visto a nadie.
Creí notar que me miraba con extrañeza.
—A la planta baja —indiqué.
¿Acaso todo aquello me había afectado más de lo que pensaba? No era de extrañar, teniendo en cuenta mis vivencias más recientes. No obstante, ¿estaba empezando a imaginar criaturas del doctor Fu-Manchú, sombras, amenazas, donde no las había? Era una idea espantosa, y cualquiera que hubiera sobrevivido a la pesadilla en la que yo me había visto inmerso aquel último mes se habría negado a aceptarla.
Había estado muerto y me habían devuelto la vida.
A veces me despertaba horrorizado en mitad de la noche. Me habían inoculado en las venas una droga desconocida por la ciencia occidental. Resucité gracias a la pericia de un médico asiático. Los conocimientos de Petrie —y la ayuda del misterioso «doctor Amber»— hicieron el resto. Sin embargo, tal vez la droga tuviese secuelas que hubiesen escapado incluso al control de aquel terrible chino cuya sombra volvía a oscurecer Europa.
Tenía la intención de acercarme a Cook’s para enterarme de la hora de arribada del buque Andaman, en el que viajaban sir Lionel y Rima, y también de los horarios del tren de enlace. Estaba tan nervioso que ya ni siquiera confiaba en la máxima autoridad del hotel en la materia: el portero.
Mientras bajaba la escalinata, la súbita aparición del doctor Petrie y su esposa me hizo cambiar de idea. Al instante comprendí que algo había aterrorizado a la señora Petrie. El doctor casi tenía que sostenerla.
—Hola, Greville —dijo—. Mi mujer ha sufrido una fuerte impresión. Entre con nosotros un momento.
El estado lamentable de la mujer saltaba a la vista. Mientras tomaba el brazo de la señora Petrie y la ayudaba a subir la escalinata del hotel, comprendí, presa de una súbita preocupación, que la pobre estaba a punto de sufrir un desmayo. Sabía muy bien que aquello sólo podía significar una cosa. Como sospechaba, y como Weymouth había temido, ¡el enemigo andaba cerca de nosotros!
Ella se sentó en el vestíbulo. Su marido la observaba con aprensión. Por lo general, poseía la tez más aterciopelada —quiero decir sin ayuda artificial, claro— que he visto jamás en mujer alguna. En aquel momento estaba pálida, y sus ojos maravillosos reflejaban una especie de horror misterioso.
—¿Estás segura, Kara? ¿Estás segura? —le preguntaba Petrie con gran ansiedad.
—¿Crees que podría confundirlo?
—Cuando estés arriba sana y salva, querida —contestó él—, bajaré de nuevo para confirmar tu sospecha, o para desmentirla.
—Pero ¿qué ocurre? —exclamé yo.
—Está aquí.
—¿A qué se refiere, señora Petrie? ¿Quién está aquí?
Alzó la vista para mirarme, y pese a su gran palidez volví a reparar en su hermosura. Pensé que si aquellos ojos extraños y maravillosos me hubieran hecho una señal antes de conocer a Rima, los habría seguido adonde me hubieran llevado. Verdaderamente, era muy bella y estaba aterrorizada.
—Parece una locura —susurró—, pero en eso nunca me equivoco. Si no lo hubiera visto, lo habría presentido. De todas formas, lo vi.
—¿Comprende, Greville —interrumpió Petrie con brusquedad—, que mi mujer ha visto a alguien asomado a una ventana situada sobre una tienda de Burlington Arcade? No puedo dudar de su palabra, nunca se ha equivocado al respecto.
—Sé que es una locura, pero estoy segura de que es verdad —dijo.
—¿Cuándo? —pregunté.
—Hace un momento.
—Se refiere usted a…
La señora Petrie asintió.
La expresión de sus ojos era de desdicha. Se levantó.
—Voy arriba —dijo—. No, de verdad, ya me encuentro bien. Vuelve o será demasiado tarde, pero que te acompañe el señor Greville.
Se dirigió hacia el ascensor. Petrie y yo nos quedamos mirándola.
—Me parece increíble, —dije cuando entró y el ascensor empezó a subir—. ¿Quiere decir que en la habitación de una tienda de Burlington Arcade…?
—¡Un comercio de joyería oriental, sí! —continuó Petrie al vuelo—. Yo no he visto nada; la habitación de arriba estaba a oscuras… ¡Pero Karamaneh ha visto al doctor Fu-Manchú mirar hacia abajo!