8. LLEGA EL BAJÁ SWAZI

I

Quizá la presencia de agentes de uniforme azul y casco me preparase en cierta medida. Sin embargo, al recordarlo, comprendo que en aquel momento no reparé en la verdadera magnitud de aquella anómala intrusión en el oasis.

Estaba débil hasta un punto que me resultaba difícil de creer y de aceptar. La sensación de estar sufriendo una alucinación no me había abandonado. Cuando pasé por la extraña habitación que comunicaba con aquella donde había convalecido (en el suelo había un bulto cubierto con un recargado tapiz arrancado de la pared), sólo era consciente a medias de los acontecimientos.

Por lo visto, la casa del jeque Ismail había sido objeto de una redada justo a tiempo. No acertaba a imaginar qué había sido de Petrie, ni tampoco me explicaba la presencia de policías londinenses. Además, estaba muy preocupado por Nayland Smith. La aparición de Weymouth —vestido de esmoquin— también me intrigaba. No obstante, recordé que yo llevaba allí al menos dos días y, agotado, supuse que aquel paréntesis explicaba las aparentes incongruencias.

Poco después salimos de la casa. Delante de la puerta aguardaba un gran coche gris. Se había congregado una multitud. Vi también más agentes de policía.

Observé la calle…

Para llegar al coche, habíamos cruzado la entrada de un muro largo, medio en ruinas. Detrás del mismo, se erguía una fila de casas insulsas de dos pisos. Al otro lado de aquella calle estrecha había más construcciones del mismo estilo. Algunas puertas estaban abiertas, y vi más gente congregada a las tenues luces exteriores. Algunos eran chinos. Otros no poseían ninguna característica distintiva. La multitud que rodeaba el coche, mantenida a raya por dos agentes, ¡estaba formada por elementos típicos del East End londinense!

Me acomodaron sobre unos confortables almohadones. Delante, con el conductor, iba un hombre que de repente identifiqué como Fletcher. Weymouth se sentó a mi lado, y el coche arrancó.

—¡Está usted muy confundido! —dijo, y apoyó la mano en mi brazo con gesto tranquilizador—. No piense mucho en ello ahora. Lo llevaré al hotel del doctor Petrie. Él lo dejará como nuevo.

—Pero… ¿dónde estoy?

—En este momento, en Limehouse.

—¿Qué?

—¡Tranquilo! ¿No lo sabía? Bueno, pues así es.

—¡Pero hace dos días estaba en Egipto!

Mientras el coche enfilaba una avenida amplia y transitada —West India Dock Road, según me enteré más tarde—, Weymouth se volvió hacia mí. Su expresión, perpleja al principio, cambió gradualmente.

—¡Cielos, Greville! —exclamó por fin—. ¡Creo que empiezo a comprender!

—¡Ojalá yo pudiera decir lo mismo!

—Ármese de valor… porque va a sufrir una fuerte impresión; aunque los acontecimientos ya deberían haberlo preparado para ello. Ha dicho usted que hace dos días estaba en Egipto, pero ya habrá advertido que eso es imposible. ¿Podrá soportar la verdad? ¡Salió de Egipto hace un mes!